¡Y bien, somos, vaya si somos, Señor Nuestro Dios, los miembros de Jesucristo! ¡Sus miembros! Nuestra irreferible miseria consiste en tomar siempre por meros signos o símbolos sin vida las declaraciones más transparentes y más vivas de las Sagradas Escrituras. Creemos, pero no
sustancialmente.
¡Es menester que las palabras del Espíritu Santo nos traspasen y se introduzcan como plomo fundido en la boca de los parricidas o de los blasfemos! ¡No alcanzamos a ver que somos los miembros del
Varón de Dolores,
del Hombre sin Alegría, ni Amor, Verdad, Belleza, Luz y Vida supremas porque es el Amante eternamente extraviado por el supremo Dolor, el Peregrino del postrer suplicio, venido a través del infinito, del fondo de la eternidad, para echar sobre sí y apilar sobre su cabeza, en una unidad espantosamente trágica de tiempo, lugar y persona, los tormentos todos, acumulados en cada uno de los actos que han realizado los hombres durante cada segundo, sobre toda la faz de la tierra, en sesenta siglos!
Los Santos saben que la mera revelación de un solo minuto de los sufrimientos del infierno bastaría para fulminar al género humano, disolver el diamante y detener el sol. Ahora bien, he aquí lo que puede inferir la razón por sí misma, la más frágil razón que puede palpitar bajo la divina luz:
Todos los sufrimientos que ha acumulado el infierno durante toda la eternidad quedan
en nada
ante la Pasión, porque Jesús sufre en el Amor y los réprobos sufren en el Odio; porque el dolor de los condenados es finito y el de Jesús es infinito; porque, en fin, si cabe imaginar que algún exceso ha faltado en el sufrimiento del Hijo de Dios, cabría pensar que algún exceso ha faltado a Su amor, lo que es absurdo a ojos vista y blasfemo, pues Él es el Amor mismo.
He ahí el principio de toda medida de las cosas. Declarándonos miembros de Jesucristo, el Espíritu Santo nos reviste de la dignidad de Redentores y, cuando rehusamos el sufrimiento, incurrimos en simonía y prevaricación. Hemos sido hechos para eso y únicamente por eso. La sangre que derramamos afluye sobre el Calvario llegando a toda la tierra. ¡Si esa sangre está emponzoñada, caiga sobre nosotros la maldición! Cuando lloramos —el llanto es «la sangre de nuestras almas»—, nuestras lágrimas empapan el Corazón de la Virgen y éste comunica ese líquido a todos los corazones vivos. Nuestra condición de miembros de Jesucristo y de hijos de María nos enaltece tanto que podemos anegar el mundo con nuestro llanto. ¡Malditos y tres veces malditos, pues, si ese llanto está contaminado! Todo en nosotros es idéntico a Jesucristo, a cuya semejanza estamos natural y sobrenaturalmente hechos. Cuando rehusamos una aflicción, adulteramos a más no poder lo que hay en nosotros de más esencial, dejando penetrar en la Carne misma y hasta en el Alma de nuestro Dueño y Señor un elemento profanador que le es preciso expulsar de Sí mismo y de todos sus miembros a costa del redoblamiento inconcebible de sus tormentos.
¿Lo anterior, se entiende fácilmente? No lo sé. El núcleo de mi pensamiento es que en este mundo caído todo gozo se manifiesta en el orden natural y todo dolor en el orden divino. Teniendo en cuenta los cimientos de Josafat, teniendo en cuenta lo perecedero de todo, los desterrados del Paraíso no pueden aspirar más que a la sola dicha de sufrir por Dios. La genealogía de las virtudes cristianas ha prendido en el Sudor de Getsemaní y en la Sangre del Calvario. San Pablo nos exhorta a conocer sólo a Jesús Crucificado, pero nosotros nos resistimos. Olvidamos muy a menudo que sólo disponemos, en la vida moral, de una categoría para entender y para explicar todo, y esa categoría es el Dolor, la esencia divinamente condensada de todo dolor imaginable e inimaginable, represada en el vaso humano más valioso que la Sabiduría eterna ha podido nunca concebir y dar forma.
El criterio que debe abarcar y resumir finalmente en los tres órdenes de la naturaleza, la gracia y la gloria es de una simplicidad absoluta y rayana, de tan sublime, en la monotonía: la esencia de la Pureza es el Varón de Dolores; la esencia de la Paciencia, el Varón de Dolores; la Belleza, las Fuerzas infinitas, el Varón de Dolores; la Humildad, el más insondable de los abismos, y la Dulzura, más ancha que el Pacífico, residen en Él; el Camino, la Verdad y la Vida es Él:
omnia in ipso constant.
Desde la cima de esta Montaña simbolizada, se diría, por la Montaña de la Tentación, se divisan todos los imperios, o lo que es lo mismo, todas las virtudes morales invisibles desde cualquier otro punto, y sólo el amor, el máximo, el apasionado, el arrebatado Amor puede dar fuerzas para alcanzarla.
Los Santos han perseguido la Sociedad de la Pasión de Jesús. Han tomado por buena la Palabra del Maestro cuando dijo que nadie tiene mayor amor que el queda su vida por sus amigos. En todas las épocas, las almas encendidas y magníficas han creído que para
hacer lo suficiente,
hay que
hacer demasiado,
y que de este modo se han arrebatado al Reino de los Cielos…
Mientras escribo, oigo el cañón. El viento me trae su sonido desde muy lejos. Aunque sordas en extremo, las detonaciones cambian y me digo que cada una de ellas me anuncia la muerte de un crecido número de hombres.
Y es que un torbellino de almas, afligidas o gozosas, pasa junto a mí en pos de su propio lugar,
in locum suum
, según la temible expresión de las Sagradas Escrituras refiriéndose a Judas. Pues es sabido que las almas de los difuntos conocen de inmediato adónde deben ir a parar y acuden allí raudas y veloces.
¿Pronto las seguirá la mía? Sólo Dios lo sabe. Nadie puede decir la hora ni el lugar. Mientras espero, no dejo de pensar, porfiada y dolorosamente, en esa muchedumbre en peregrinación hacia lo Incógnito, que pasa en masa rozando la mesa en la que me esfuerzo por escribir para consuelo de algunos vivos que serán muy pronto, también ellos, difuntos.
Nunca se había visto tal número. Obra es del cañón, soberano abastecedor de abismos de tinieblas y de abismos de luz. Este ingenio del linaje de Caín no existía hace quinientos años. La artillería que Napoleón empleó en Wagram o en Waterloo, comparada con la actual, causa una gran lástima.
Antes del cañón, exterminar a un ejército constituía una tarea ímproba. El pan de la matanza se ganaba con el sudor de la frente de los mercenarios. Hoy en día se puede acabar en apenas unas horas con cincuenta mil hombres y reanudar la tarea el día siguiente. Pero no es más que un desgaste, una destrucción lenta de consecuencias imperceptibles, si consideramos la innumerable masa de combatientes de todo el orbe luchando unidos contra una nación execrable.
Con todo, la exterminación vendrá, vendrá como la Voluntad divina sobre las olas del mar o sobre las espaldas de las montañas que se desplazarán, si fuera preciso, como lo haría el más dócil de los elefantes; pero, hasta nueva orden, el cañón tiene la palabra. Y he dicho hasta nueva orden porque existe el Milagro que Dios se reserva para que se obre a través de Quien, a su debido tiempo, decida enviar. Hasta entonces, el cañón reducirá a polvo hombres y cosas, al extremo de que los supervivientes guardarán de ellos en su memoria meras apariencias, no siendo el horrible cañón más que otra apariencia no menos monstruosa, que un día se desintegrará ante la plegaria balbuciente de un niño.
… Y el tropel de almas se precipita pasando siempre junto a mí, como si yo fuera el único que parara mientes en ellas, evocando, con una lacrimosa compasión, los míseros cuerpos que acaban de abandonar hace un instante y con los que no se reencontrarán hasta la Resurrección.
El estrépito del lejano cañón continúa, semejante al ruido de un mazo enorme amplificado por acantilados colosales. Se diría que es algo así como el
mea culpa
de Francia, el
Confiteor
de las blasfemias, de las traiciones, de las bajezas, de la ingratitud infinita del pueblo de la Reina dolorosa, y no se ve cerca el fin de esta penitencia. Cuanto se ve y cuanto se oye es el cañón, el homicida cañón, infatigable y expiatorio.
Expiatorio, quién lo duda, pero sin hermosura. El castigo resultaría vano si viniera de la mano de la magnificencia. El cañón es un invento mecánico. Tan feo y estúpido como temible. Matando a distancia a los hombres, aniquila los más nobles arranques del valor humano. Soldados de corazón sublime caen muertos sin siquiera darse cuenta. Cuanto podía haber de hermoso en las guerras de antaño, ha desaparecido. En lo sucesivo, el heroísmo consistirá en soportar con paciencia el frío, el hambre, la lluvia, el lodo, la inmundicia, el atroz aburrimiento y una muerte tan exenta de gloria como de consuelo. Así lo quiere una justicia superior y a ello hay que resignarse.
¿A todo esto, qué dirá la historia? Antaño, hace apenas un siglo, daba cuenta de hombres como Lannes, Murat, Ney y cincuenta más, para no decir de ellos sino que estaban poseídos por su espíritu. Ahora dará cuenta de los cañones y un horror sin tasa caerá sobre el alma humana.
Acabo de referirme al Milagro diciendo que Dios lo reserva para el que debe enviar. Harto sé que esta palabra carece completamente de sentido, que hoy no significa absolutamente nada. Sin embargo, no tengo otra.
Dios existe o no existe. Si se accede a que existe, hay forzosamente que acceder a que existe efectivamente, suponiendo una continuidad infinita de la Creación, lo cual comporta una omnipotencia absoluta sobre lo conocido y lo desconocido, sobre lo visible y lo invisible. Si el Acto creador se interrumpiese, inmediatamente el más duro granito y los metales todos se reducirían a polvo, y este mismo polvo terminaría por desaparecer. No existiría nada más. La naturaleza entera se desvanecería en la ininteligible nada. Si no se admite este postulado, se es por fuerza bien un ateo, bien un necio, términos sinónimos, por lo demás, desde el punto de vista estético. Pero esto es un prolegómeno completamente rudimentario.
El milagro no precisa explicación ni justificación. Se trata de una gentileza de Dios y ya es bastante. Se complace en alterar la apariencia, en devolver a la vida a un difunto o en que un enfermo sane repentinamente. Para Él no representa un esfuerzo y a los que le conocen no les causa extrañeza. Diríase un rico que acuña calderilla para repartirla entre los pobres.
A tal punto es el Dueño y Señor de todo, que los conceptos humanos de soberanía y posesión, aplicados a Él, no son más que el reflejo de una imagen borrosa en un espejo empañado. El Señorío divino es acabadamente inconmensurable, inconcebible, inescrutable, y nada ni nadie puede dar idea de él.
Si en un rapto de locura se llega a afirmar que un poderoso puede hacer todo cuanto quiera, la irrisión comparecería al instante, señalando el círculo infranqueable del Límite; y si se afirma razonable, humildemente, lo mismo de Dios, no hay criatura humana ni aun angélica que logre entenderlo.
La inteligencia más elevada adolece de incapacidad absoluta para comprender el Infinito. Pocas palabras tan empleadas como eternidad. ¿Dónde está el genio impar que se atreva a iniciar una explicación de ese lugar común? ¡Lo que no tiene principio ni fin! Por vía de la fe e incluso por la de la razón sabemos que eso es así. Sabemos incluso que eso es lo único realmente existente. Pero hasta ahí llegamos. Mas allá nos topamos con el acerado muro contra el que se estrella toda potencia intelectual.
Es el dominio de Dios, el Jardín del Milagro, el arriate de la Rosa Mística. Sólo a los más pequeños y a los más humildes les es dado en alguna ocasión avizorar desde la infinita lejanía las elevadas cumbres. Condescendencia extremada del Señor y primero de los privilegios. Ellos mismos no entienden más que los otros. Sólo que les ha sido concedido el obrar milagros, como una fragancia reveladora, como una partícula de polen de flores ignotas.
Aquel a quien hay que aguardar, el único Forastero que podrá poner fin a la inconmensurable Tribulación, será ciertamente un hombre que goce de eternidad, en el sentido de que esté autorizado para beber del Aljibe del Temible Jardín, no lejos del añoso Árbol de la Ciencia, en el sitio mismo donde cayó la Sangre de la Mano diestra de Jesús, luego de clavarlo en la Cruz, frente al Occidente.
¿Qué hará ese personaje espantable en quien Dios delegará su poder? Sabemos de eso tanto como de las leyes de las nebulosas. Lo más que podemos llegar a decir es que el milagro vendrá precediéndolo, como los pajarillos precedían al Santo de Asís; las criaturas animadas e inanimadas le obedecerán
ad natum
con maravillosa exactitud.
Pienso a menudo que el aniquilamiento de la raza consagrada al Maligno es una exigencia divina, una condición previa del inventario del mundo, pues hay otras muchas cuentas que liquidar. ¿Pero cabe el exterminio de ochenta millones de almas? Seguramente un débil soplo bastaría, y se trataría de un milagro menor que la conversión de un solo infiel. El cañón más enorme, con su fealdad y su pesadez, es menos temible que el insecto que Dios envía. Le bastan apenas unas horas para transformar una bestia inmensa en una pila de huesos. Ése podría ser muy bien el destino de la orgullosa bestia alemana.
Tercer aniversario de la victoria del Marne. Los mismos lugares comunes que el año pasado, la misma incomprensión del suceso, de todos los sucesos presentes y futuros.
Francia «fanática de la honradez» (!), he ahí todo cuanto pude retener del apoteósico discurso proferido por uno de nuestros gobernantes sobre las sepulturas de los caídos. Se diría que esta chocante simpleza cumple a la gloria pasada y futura de nuestra patria.
Ni la menor mención de Dios, por supuesto. Ridículo a más no poder sería recordar que esta inesperada victoria coincidió con la fiesta señalada de la Natividad de María, que muy bien pudo lograrla para que su pueblo, tan severamente castigado, no pereciera. ¿Pero quién piensa en la Natividad de María? Se la debemos a los previsores y diligentes generales y a los prácticos soldados. Suponer una intervención preternatural ofendería a ambos.
Hay que reconocer, empero, que el término
milagro
no ha caído en completo desuso. Sin ir más lejos, esta misma mañana lo he leído en algún sitio. Pero sólo se trata del milagro de los fieles del azar, en su acepción trivial de cosa imprevista, asombrosa, de difícil explicación pero con todo explicable, se supone, con cierta cortedad de espíritu.