Sopor prodigioso de las generaciones, con las incoherencias y deformaciones infinitas inherentes a todo sueño. Somos durmientes atestados de imágenes desdibujadas del Paraíso perdido, mendigos ciegos en el umbral de un palacio sublime de puertas condenadas. No sólo no logramos reconocernos unos a otros, sino que ni siquiera podemos distinguir, escuchando su voz, a nuestro prójimo.
Se nos dice: he ahí a tu hermano. Ah, Señor, ¿pero cómo podría reconocerlo en medio de esta multitud indiscernible y cómo sabría que es mi semejante, pues está hecho a tu imagen, si yo mismo desconozco mi propio semblante? A la espera de que te plazca despertarme, no cuento más que con mis sueños y casi siempre son pesadillas. ¡Con cuánta más dificultad podré desenmarañar las cosas! Creo en realidades materiales, concretas, palpables, tangibles como el hierro, inconcusas como el agua de un río, y una voz interior surgida de las profundidades me confirma que no hay más que símbolos, que mi propio cuerpo no es sino una apariencia y que todo lo que me rodea es una apariencia enigmática.
Se nos ha enseñado que Dios nos ofrenda su Cuerpo para nuestro alimento y su Sangre para nuestra sed bajo las formas de la Eucaristía. ¿Por qué aspiramos a que se nos libere de un modo explícito, siendo como somos una porción ínfima de su creación?
Mientras que los hombres se agitan con las visiones del sueño, Dios es el único dotado de omnipotencia. Traza su Revelación en la apariencia de los sucesos de este mundo, y ése es el motivo por el cual la historia es tan cabalmente incomprensible.
Valga un ejemplo cercano. ¿Es posible imaginarse un analista mínimamente solvente de la guerra mundial, a la que desde hace tres años creemos asistir como testigos? Suponiendo que ese temerario no se hunda en la ciénaga infinita de los documentos, ¿cómo se las arreglará para componerlos de forma plausible? Basta pensar en ello para que el corazón desfallezca y la razón se horrorice.
Dentro de algunos años, ¿qué quedará de los millones de soldados que el emperador alemán ha lanzado al mundo con orden de hollarlo y sojuzgarlo? ¿Qué quedará de ese criminal y de nosotros mismos? Polvo y un poema de desolación inaudito. Ésa será toda la historia, toda la apariencia de historia. Los que vengan después no entenderán nada, salvo que el tiempo de la vida aparencial está tasado y que los sucesos son nubes más o menos negras, pero infaliblemente disipadas, hecho que no justificaba una prueba tan colosal.
¿Por qué en este instante se apodera de mí el salmo
In exitu,
que habla de los «ídolos de las naciones»? He ahí una beldad infinitamente espiritual, adorada por la multitud, capaz, se dice, de hacer de menos a los santos. He ahí también un estadista afamado, universalmente admirado por su elocuencia y su penetración. ¡Ídolos ambos!
«Tienen boca —dice el Espíritu Santo— y no articulan palabra; tienen ojos y no ven, tienen oídos y no oyen; tienen narices y no huelen; con sus manos no tocan; con sus pies no caminan, ni emite sonido alguno su garganta. Y como ellos —añade— serán los que los hacen y todos los que a ellos se confían».
Es ya un lugar común afirmar que el milagro es la restitución del orden. ¡No hay sin embargo otro medio de demostrar lo perenne de las apariencias! Todo el mundo sabía que el cojo lo era de nacimiento. Pedro le dijo: «Ni plata ni oro tengo; pero lo que tengo eso te doy». El tullido sanó al instante. ¿Qué tenía el Príncipe de los Apóstoles para dar y qué necesitaba ese infeliz? De sólo una cosa tenía necesidad, del
Paraíso terrenal.
Pedro no había dejado de velar desde el canto del gallo pascual y el mendigo de la Puerta preciosa estaba profundamente dormido. Nada más verlo, Pedro le espetó con su autoridad irresistible: «Mírame», y el adormilado, entreabriendo los ojos, contempló por vez primera la Integridad primordial, las colinas sobrenaturales del Jardín de las delicias, las fuentes de infinita pureza, las plantas salutíferas, las avenidas inefables de ese asiento de la Inocencia. Todo eso en el rostro y en los ojos del Pescador de hombres que Jesús había elegido.
No hacía falta más para disipar inmediatamente las apariencias y devolver la salud completa, la vida misma, a un infeliz que no sabía nada mejor que mendigar la ilusión de un mendrugo de pan a otros infelices como él que tenían la ilusión de poseer algo. Incluso se dice que la sombra de Pedro sanaba.
Impera ahora su 260 sucesor
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. Ignoramos si tiene sombra o si él mismo es una sombra. Pero no se le atribuye ningún milagro y su rostro no evoca en nadie ni el más remoto recuerdo del Paraíso perdido. Es el único de los vicarios del Hijo de Dios que ha proclamado,
urbi et orbe,
la neutralidad de Nuestro Señor Jesucristo. Se trata de una mera apariencia de papa, apenas más visible y ciertamente más horrible que las apariencias de emperadores, reyes o repúblicas que se apretujan ante la roja puerta del Apocalipsis, cuyas hojas se abren cuan grandes son sobre la abominación del Infierno.
Vida y Muerte. Todo el mundo piensa o cree pensar que sólo esas dos palabras tienen un sentido exacto e indiscutible, pero los artistas y los poetas han abusado tanto de esos términos que ignoramos su significado preciso.
A no dudar, el aspecto de un cadáver bastaría para anular enteramente la idea trivial de la vida, pero la visión de un joven atleta no enerva ni un ápice la idea de la muerte. Con harta frecuencia la refuerza y la torna fecunda hasta la obsesión.
Lo más seguro pasa por suspender el empleo de esos vocablos y hablar solamente del Gozo y del Dolor, cuya contingencia es, amén de inmediata, siempre probable. Es creencia común que lo contrario del gozo es el dolor y que esas dos impresiones del alma y del cuerpo son excluyentes, motivo por el cual se las opone. Típico recurso literario.
¿Cómo hacer entender que a cierta distancia son la misma cosa y que un alma heroica las asimila con facilidad suma? ¿Pero dónde se encuentran hoy las almas heroicas? Harto sé que el heroísmo puede hallarse hoy, al menos en grado rudimentario, en nuestros combatientes, pero el heroísmo integral, de una pieza, el heroísmo con marchamo de eternidad, ¿dónde puede hallarse?
El del cristiano cabal que renuncia a cuanto tiene por amor de Dios antes de dar algo por su patria, puede contarse con los dedos de una mano.
El conflicto de esas dos potencias es permanente, es la historia misma de la humanidad. Siempre han existido gozantes y dolientes. Y ha existido, sobre todo, la inmemorial alternancia del gozo y del dolor y sus infinitas distribuciones. Aunque eso es propio de la masa.
Las almas superiores son ajenas a esa fluctuación. Residen demasiado alto como para que las inquiete ninguna ola. Reciben con indiferencia lo que por convenio conocemos como dicha o desgracia. Se resignarían a gozar si así Dios lo manda, pero prefieren el dolor y el dolor es su gozo acabado. Constituye un placer tal que para esas benditas almas no hay consuelo ni esperanza comparable cuando golpes inesperados rompen o mancillan momentáneamente el barro que son. Entonces es cuando se gozan en el sufrimiento, ceden a la concupiscencia de los tormentos, y la misma inmensidad de su pena se torna en su plenitud, ignorantes de los conflictos de las demás almas.
¡El gozo de sufrir! Sentimiento ignorado en el Paraíso terrenal, imposible de conocer antes de la
felix culpa
, por la cual vendrá la exultación de todos los que permanecen dormidos.
¡Sería necesario haber abofeteado a Jesús! ¡Haberlo ultrajado con saña, denostado, negado, crucificado! ¡Sería necesario no sentir piedad por el Cordero de Dios, haberlo azotado atrozmente, haber sembrado de espinas su Cabeza misericordiosa con horrible sevicia!
De otro modo, cómo entender la voluptuosidad de las torturas, la inexpresable delicia de ser desgarrado por bestias, de caminar sobre brasas, de sentir la calentura del aceite hirviendo y de tener, al tiempo, el corazón macerado por todas las ruedas de molino de la ingratitud y la injusticia, hasta el momento en que la Virgen Dolorosa, la Misma que llora desde hace sesenta años en su montaña
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, venga en persona a tomar en sus brazos a esos martirizados y a oprimirlos contra su corazón, susurrándoles al oído: «Tú y Yo, hijo mío, formamos el Pueblo de Dios. Estamos en la Tierra prometida y yo Misma soy esa tierra de bendición, como fui antaño el mar Rojo que había que atravesar. ¡No olvides que mi Hijo llamó bienaventurados a los que lloran y a mí las generaciones me dicen Bendita porque he derramado todas las lágrimas y experimentado todas sus agonías! ¡Nada son las maravillas de Egipto, nada tampoco las maravillas del Desierto en comparación con las cosas admirables que te traigo para la Eternidad!».
Sea así, pues. Aguardaré el supremo Dolor, el sublime Dolor, la Consolación sin fin. ¡Pero cuánta fortaleza requiere la espera! Habré de aguantarlo todo, sobrellevar gozos y dolores bastardos. La Mediocridad plantará sobre mi corazón su pata de elefante y no me quedará siquiera el recurso vulgar de esperar la muerte.
Pues no admite duda que estoy hecho para esperar sin fin y para consumirme esperando. Después de medio siglo pasado, no estoy capacitado para nada más.
¿Qué son la parrilla y el cilicio en comparación, por ejemplo, con la ignominia conminatoria de un recibo de alquiler, o de una factura; con la pestilencia de una charla mundana; con la contagiosa podredumbre de un alma burguesa; con los efluvios letales de los ineludibles apretones de manos?
¿Qué atrocidades, por diabólicas que sean, de verdugos chinos o persas pueden equipararse con la muerte lenta inferida por la necedad victoriosa o por el repugnante triunfo, infalible siempre, de los inferiores?
¿Cómo aguantar, en fin, el horror completo de la sentimentalidad religiosa que ha sustituido por doquier a la Caridad en las prácticas más virtuosas de la palabra y la literatura?
Suponiendo incluso un medio estrictamente admisible de pensamientos, de sentimientos o de actos a la altura de los tiempos, ¿cómo podría ofrecerse tal cosa a las almas infinitas que no dicen nunca: «¡Es bastante!» y que se tienen por hijas de Dios?
Esperemos sin embargo, transijamos con cualquier cosa si así lo manda el Paráclito, representará una excelente preparación con miras a la futura ebriedad de las espléndidas Tribulaciones.
Cœpit pavere.
Jesús comenzó a sentir terror, dice san Marcos. El Maestro conoció pues el terror. Tembló viendo aproximarse la hora de su Pasión y su angustia llegó al grado de sudar sangre. Un terror que llega al extremo de sudar sangre no cabe en cabeza humana. Un terror así resulta inconcebible. Considerémoslo, pues. Un terror divino, una agonía de terror sacudió a la
Luz
del mundo. Fue necesario de toda necesidad que traspasase infinitamente los terrores todos, como Jesús ha traspasado las cosas todas. Trátase de un terror triunfal, valga la expresión.
La insuficiencia de las palabras humanas es aquí tanto más palmaria cuanto que se trata de algo oprobioso, de una ignominia extrema que repugna esencialmente a la Gloria. El Redentor se espanta de su sacrificio y aún más de las consecuencias de su sacrificio, vano para los más. Plenamente consciente de que ese cáliz le corresponde, ruega a Dios no obstante que lo aparte de sí, si cabe. Mas hay que beberlo, apurarlo hasta las heces y sumirse por su medio en una sima de oprobio, antesala de la nada, que horrorizaría a los más abyectos bribones.
¿Cómo entonces no he de sentir terror yo, que soy un infeliz? Lo confieso lisa y llanamente, humildemente, siento un miedo cerval. No temo sólo por mi cuerpo que podría muy bien ser pasto de atroces suplicios, sino que temo sobre todo por mi alma que no podrá eludir de ningún modo su destino de espectadora de las infernales inmolaciones que se avecinan. Harto nos ha avisado la Madre de Dios
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, y el crimen clerical de silenciar su Voz no es precisamente el más indicado para aplacar la indignación de Aquel cuya cólera Ella anuncia.
Hoy la montaña de La Salette que amenaza al mundo con su desplome tras sesenta y ocho años de sacudidas, se precipita por fin con un estrépito enorme y no parará hasta el fondo del abismo, destruyéndolo todo. Podemos aún implorar la gracia del arrepentimiento, si queda algo que no haya sido alcanzado por la abominación, pero pronto no podremos siquiera hacer ofrenda de una vida que no nos pertenecerá.
«Será tiempo de tinieblas —dice la Santísima Virgen—, la profanación de los lugares sagrados, la putrefacción de las flores de la Iglesia y la entronización del Demonio en los corazones. Se desatará una guerra mundial espantosa. No veremos más que crímenes y se oirán sólo las detonaciones de las armas y las blasfemias. Desierto será la tierra…»
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Ya se dejan ver los preludios de los horrores venideros. Y eso por no hablar del hambre y de la peste, que están llamadas a ser más letales que el cañón, ni del egoísmo diabólico de un enorme número de hijos del demonio prontos desde siempre a todas las torpezas o injusticias lucrativas, ni de la desesperación de las enfurecidas multitudes.
¿Ese momento no lo detendrá una práctica de la que, hasta hoy, ningún santo parece haberse apercibido, a saber, la Imitación del Sagrado Temor de Jesucristo en el Huerto de su Agonía?
¿Qué será de los contados hijos de Dios que las primeras matanzas nos arrebatarán? Ignoro si todos ellos tendrán miedo, pero sé bien que tiemblo anticipadamente por mí mismo y por muchos otros que no ven lo que desde hace cuarenta años salta a la vista.
No hay duda de que la historia es un cúmulo de abominaciones, pero éstas fueron siempre intermitentes y localizadas. Mientras en Asia naciones enteras se exterminaban, en Occidente otras merecían unas jornadas o unos años de paz. La Cólera conocía interrupciones, sobresaltos, traslaciones súbitas, retornos imprevistos. Avanzaba dando tumbos, descargando de repente aquí o allá, dando gracias a Dios cuando momentáneamente se aplacaba.
Ahora campea sobre el orbe entero. Es como un nubarrón inmenso a ras de tierra que lo cubre todo, sofocando cualquier esperanza de escapar a su destrucción. Algo no muy distinto de lo que debió de ocurrir la víspera del Diluvio, cuando Noé construía el Arca que salvaría sólo a ocho almas. La amenaza es tan terrible que la inconcebible ceguera de los videntes hará las funciones de venda. ¡Qué grito de agonía no lanzará el mundo cuando el velo de las apariencias quede rasgado y nos sea dado ver de repente el corazón del Abismo!