Por lo que hace al milagro en sentido cristiano, al genuino milagro obrado por Dios y de todo punto inexplicable, ése podría quizá llegar a aceptarse, a condición de que fuese visible y tangible y viniese acompañado o precedido de manifestaciones exorbitantes, el milagro, en fin, tal como lo entienden los salvajes o los negros; cabe afirmar incluso que los pretendidos milagros de la ciencia hacen que en la actualidad un sinnúmero de infelices los echen en falta. «¿Por qué no se manifiesta Dios?». Tal es el clamor de la muchedumbre, el postrer clamor.
—Se manifestará, pierdan cuidado, mucho antes de lo que piensan, no como esperan, y será como para echarse a temblar, pues vuestro clamor no es desde luego un clamor de amor. Para vosotros, el Dios de Moisés y del Sinaí no es más que un clavo ardiendo, un becerro de oro fabricado en las factorías sulpicianas
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, y que esperáis revender con ganancia a los idólatras americanos o caucasianos, cuando pasado el peligro os hayáis cansado de invocarlo. Hoy invocáis su nombre contra los enemigos declarados de Francia, contra la muerte que ronda a vuestros hijos, contra el hambre que acomete al mundo entero, contra la miseria o la penuria extrema que vuestro egoísmo provocó pese a tres años de vanas advertencias. Mas no lo invocáis contra vosotros mismos, dándoos golpes de pecho. No se os pasa por la imaginación que aquel a quien llamáis en vuestro socorro, envileciéndolo con vuestro culto carnal, podría muy bien aniquilaros al mismo tiempo que a los más acérrimos enemigos de su Dulce Nombre y de su Gloria, que no le son acaso menos aborrecibles que los pretendidos creyentes que lo mancillan.
Séale permitido a un solitario hoy, un 8 de septiembre, que hable de la Natividad de María, de Nuestra Señora de Francia, la Virgen Milagrosa, la Virgen del Llanto. ¡Se la ha despreciado, se la ha ofendido, se ha llegado a renegar de ella tanto y con tanta hipocresía en estos sesenta años últimos! Se oye por ahí que la ingratitud adensa el corazón del que la padece. El Corazón de María pesa más que todos los soles de la Vía Láctea juntos. Sin embargo, daría su perdón incluso a los obispos y a los sacerdotes que ella misma ha motejado de «sentinas»; perdonaría a cuantos se dicen sus seguidores y no han levantado un dedo para impedir que fuera ultrajada; perdonaría sin medida. Pero Aquel que Ella alumbró ha visto colmada su paciencia y ya vemos los indicios. Si todos los culpables serán llamados, ¿qué quedará?
No quedará nada más que la putrefacción universal. ¿Hay alguna necesidad de llamar la atención sobre la importancia infinita de una
alma viva,
importancia tal que al día siguiente a un cataclismo, un solo hombre salvado valdría por una generación? Esto, huelga decirlo, hay que entenderlo en sentido espiritual.
La población toda de la tierra se calcula en mil cuatrocientos o mil quinientos millones de personas. ¿Pero cuántas almas verdaderamente vivas hay en esa turbamulta humana? Una de cada cien mil, acaso, o una de cada cien millones. No se sabe. Hay personas eminentes, de genio incluso, pero de alma inerte y que mueren sin haber vivido. Un alma sencilla dirá cada día, llorando de angustia: «¿Dónde está en mí el Espíritu de Dios, el Espíritu Santo? ¿Puedo realmente considerarme vivo o soy un difunto en espera de sepultura?».
Causa espanto pensar que sobrevivimos en medio de una multitud de difuntos que se tienen por vivos; que el amigo, el camarada, el hermano con el que nos tropezamos por la mañana y que volveremos a ver por la noche, no es más que mera vida orgánica, apariencia de vida, una caricatura de existencia que no difiere en nada de cuantas se licuan en las sepulturas.
Resulta intolerable reconocer ante uno mismo que nos han traído al mundo unos padres difuntos; que ese sacerdote plantado en el altar se asemeja a un finado y que el Fármaco de la inmortalidad, la Hostia que acaba de consagrar para que nuestra alma reciba la Vida eterna, nos la va a administrar la mano de un cadáver, declamando con voz sepulcral las sagradas palabras de la liturgia.
Todos esos espectros funcionan, sin embargo, con una regularidad perfecta. La misa dicha por ese sacerdote vale tanto como la de un santo. La absolución que otorga a los pecadores es válida. La fuerza de su ministerio sobrenatural se alarga tanto en el tiempo que la muerte no prevalece contra él. Y esto es así para todos los semidifuntos que nos rodean y que nos vemos obligados a llamar, anticipadamente, muertos. Un alma exenta de vida puede actuar y pensar mecánicamente.
Un cuerpo saludable y lozano puede ser el tabernáculo de un alma putrefacta. Horror harto frecuente. Ha habido casos de santos tocados por el privilegio espantable de poder oler las almas. De la Pastora de La Salette, Melania
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, se contaba que su vida era un puro sofoco. Castigo infernal que aceptaba y que no es posible afrontar sin horror.
La putrefacción universal que sigue a los horrendos castigos que han diezmado una parte de la tierra puede por tanto entenderse como la podredumbre de las almas. Seguro que algunos raros elegidos de Dios sienten en este momento ese terrible hedor.
No hay duda de que esta guerra interminable desatada por los demonios ha rebajado tanto los caracteres que puede decirse que todos los corazones se mueven a ras de tierra. Mientras unos se hacen matar para salvar cuanto quepa de la herencia de los siglos, otros, incontables, se baten en cómodas moradas con los cuajarones de la sangre de las víctimas. La avaricia más feroz, la concupiscencia más grosera se han apoderado de tal manera de los elementos que componen el honor del pueblo, que se llega a glorificar el hacer fortuna asesinando a la patria ya mutilada. Todo cuanto rinde
provecho
material merece respeto. Incluso la traición, practicada ventajosamente por los habilidosos, tiene su aureola, y la guillotina llora.
Hay que estar tan privado de razón como de olfato para no percibir que el cuerpo social entero es una carroña semejante a aquella de Baudelaire «que vomitaba negros ejércitos de larvas» de «fetidez tan enorme que, sobre la hierba, la amada creyó desmayarse». Esta abominación, que sólo el fuego podrá purificar, crece día a día con terrible celeridad. Nos acostumbramos a ello, la cobardía de unos se torna cómplice de la perfidia de los otros, y quienes deberían mostrar un mayor horror, sin mover un dedo se resignan calladamente a la chusma. Se trata de la bancarrota de las almas, del irreparable déficit de la conciencia cristiana.
Resulta evidente que Dios se verá forzado a
cambiar todas las cosas,
pues la situación es insostenible. Pero los caídos que entraron en la Vida perdurable en alas de la victoria y los más venerados santos de Francia no tolerarán que se consume la ruina de una tierra que es la más dilecta heredad de Jesucristo. Qué harán, no lo sabemos. Asistiremos a prodigios que nos harán temblar o llorar de amor, tan imprevisibles como insólitos, pródromos seguros del inconcebible Advenimiento.
El de la Tercera Persona divina, del Paráclito, del
Pneuma,
como dicen los griegos, del Soplo inspirador que alienta en el inicio de cualquier vida y por medio del cual todo será consumado. El advenimiento del Espíritu Santo que aguarda toda criatura que puede gemir y procrear.
Está escrito con claridad suma que este adorable Espíritu, habida cuenta de nuestra ignorancia de lo que hay que pedir o desear, «intercede por nosotros con gemidos indecibles». «El Espíritu sopla de donde quiere —dice Jesús—, y escuchas su voz pero no sabes de dónde viene ni adónde va».
El Espíritu de Dios y las criaturas gimen pues a coro, éstas porque padecen a causa de su degradación o de su destierro, aquél porque espera, con infinita impaciencia, la realización de nuestra Redención, realización incomprensible que no puede ser más que obra suya.
Pero a fuer de divino, es un cautivo. Diríase que tiene la «intuición de una especie de impotencia divina
transitoriamente
acordada entre la Misericordia y la Justicia con miras a alguna inefable recuperación de Sustancia prodigada por el Amor». Permanecerá cautivo, inconcebiblemente, hasta tanto venga su reino. Sublime momento que hará estallar todos los relojes y que el universo aguarda desde hace milenios.
En lo más profundo del cielo nocturno vemos una estrella apenas perceptible, diríase una gota de rocío o un conato de lágrima luminosa, pero se trata de un sol colosal, centro de atracción de enormes planetas invisibles. También él aguarda el momento y acaso, de tanto esperar, ha terminado extinguiéndose, dejándonos sólo la ilusión de su luz a la distancia de un increíble número de leguas. Si esto es así para un cuerpo inanimado, ¿qué habría que pensar de las pesadumbres de la humanidad y de tantas generaciones que han aguardado gimiendo o blasfemando, sin saber siquiera lo que esperaban?
Los Patriarcas, los Profetas, los Santos, han aguardado la Hora de la venida de Dios. Incluso los malvados y los viles la han esperado igualmente, porque no era dable no esperar. Los que lloran y los que causan llanto, ambos la esperan, los unos porque aguardan su consuelo y los otros porque sus almas perversas aguardan servirse de ella para aumentar su capacidad para causar llanto. Unos y otros, sin llegar a entender, presienten al Dios del Llanto.
¡El Dios del Llanto! ¿Qué significan esas palabras y quién es ese Dios? Sólo puede ser el Espíritu Santo. A Él le debemos la vida y el llanto es el signo de su presencia. ¡Maldito sea el que no llora! Las lágrimas son el aceite de las lámparas que las vírgenes del Evangelio no podían dejar extinguir, por temor a que el Esposo que regresara de madrugada les dijese: «No os conozco». Las lágrimas son a tal punto don del Espíritu Santo que no pueden fluir sin llamar la atención de Dios, pues por el mismo Dios sabemos, dicho por su boca, que Él enjugará todos los ojos. Son tan sumamente valiosas que no han de derramarse en vano.
¡Ah, Señor, concédeme llorar en la vigilia y en el sueño, llorar siempre como tus profetas! Si mis lágrimas no son puras, truécalas en sangre, y si esa sangre está echada a perder, que se conviertan en arroyos de fuego; pero, sea como sea, concédeme el llanto, pues es el único modo de merecer las bendiciones, el secreto infalible para atraerse al Consolador. Hagamos cuenta de la muchedumbre inmensa de hombres que han llorado a lo largo de este siglo, llantos, no lo ignoro, muchas veces vanos. Ha habido lágrimas de orgullo y lágrimas de concupiscencia; hubo y habrá siempre lágrimas de Dolor que acogéis con amor. Su abundancia es como el Diluvio y vuestro Espíritu planea sobre esas aguas como antaño, cuando aún no habíais creado el mundo.
Es claro, y así lo he dicho, que hay que esperar y esperar siempre. Sin embargo, la hora no puede tardar en llegar. Las existencias de esperanza se agotan por momentos. Los ciegos lo ven y hasta los brutos más redomados comienzan a experimentar la necesidad de una primavera. Es menester que todo perezca o que todo cambie. Asistimos al otoño del mundo. La verdura de las almas se agosta y cae el invierno con su cosecha de cataclismos. Pero el cambio necesario, universal, obra del Espíritu Santo, es de todo punto inconcebible. Nada en toda la historia simbólica puede darnos idea, y hasta las analogías más audaces hacen gala de su inanidad. «Lo nunca visto, lo nunca oído, lo nunca sentido por corazón humano». He ahí todo cuanto sabemos, todo lo que nos proporciona la Revelación, y las escasas almas que
vivan
para contarlo temblarán como no se ha visto temblar nunca.
Unos pocos han sido señalados para temblar de amor; son los escogidos del Paráclito, dotados por Él de corazón abundante. Sé de un cristiano que responde a esas señas. No se tiene en más consideración que el peor de los bribones y acaso no se equivoque, en el sentido humano. Pero el Consolador lo ha escogido y nada puede oponer a esa elección. No es más que el capricho del Dueño y Señor que se divierte a costa de desconcertar a la misma Sabiduría y que se complace colmando con su elección a los que se tienen por menos dignos. «¡Si supieras el gozo que proporciono —les dice—, la delicia del Espíritu Santo!».
Camposanto inmenso. Cementerio prodigioso donde descansan las víctimas de una guerra infernal. Son tantas que estamos a punto de perder la cuenta. Límite actual de Francia, de Alsacia al mar del Norte. Más allá, la barbarie.
Cuando paramos mientes en la misteriosa Persona del Espíritu Santo pensamos forzosamente en los difuntos, pues el Dios del Llanto es el Dios de los difuntos. Comparado con Él, el lóbrego Plutón de la mitología no es más que una caricatura idolátrica y harto oscura de una idea tan antigua como el hombre.
Es creencia universal de los cristianos que las reliquias de los «muertos en el Señor» son el habitáculo de Aquel que ha de resucitarlos un día, y es lícito suponer su presencia aquí o allá, en medio de tantos esqueletos inmóviles. ¡A cuánto asciende el número de los que dieron su vida terrenal por defender los últimos vestigios de Vida divina en su malhadada patria! Sólo lo sabremos cuando le plazca al Señor comunicárnoslo.
Pero, lo repito, ahí está la frontera, en espera de que sea posible franquearla. Ahí duermen creyentes e incrédulos caídos en la batalla, mezclados las más de las veces, en medio de paisajes horriblemente devastados. A algunos pocos los corona una mísera cruz de madera, producto de la caridad de los camaradas supérstites. El Espíritu divino reconoce así a los suyos.
En la maravillosa
Vida
de Ana Catalina Emmerich
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se cuenta que cuando, en su niñez, cruzaba el cementerio de su pueblo, experimentaba, en la proximidad de algunas sepulturas, el sentimiento de la luz, de la bendición desmedida y de la salvación; pero que cerca de otras le asaltaban el espanto y el horror.
¿Qué cosas no experimentaría en esta prodigiosa necrópolis la santa niña? A no dudar, una incomparable piedad, interrumpida por sobresaltos de inmenso terror, pero también alguna vez la turbación que produce la presencia del Consolador. Fiel como pocos, no abandona a los que, cuando aparentaban vivir en el mundo, se le confiaron y gimieron con él en la Profundidad.
He pensado con frecuencia que la inquietante leyenda
Aquí yace
que figura sobre todas las sepulturas ha de ser entendida en sentido sobrenatural, meditación amorosa que excluye la idea de abandono o de soledad para los que ahí reposan. ¿Quién sabe si no es el Espíritu Santo el que está en los restos mortales de esos difuntos, con la columna de luz invisible manifestada a la vidente de Dulmen?
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