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Authors: Dan Simmons

Tags: #Los cantos de Hyperion 3

Endymion (34 page)

BOOK: Endymion
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El padre Brown se pone de pie y alza su mano en una bendición.


In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti
—entona—. Vaya con Dios, padre capitán De Soya. Nuestras plegarias irán con usted.

29

Cuando nos derribaron a cientos de metros del portal teleyector, tuve la certeza de que podíamos darnos por muertos. El campo de contención interna falló en cuanto los generadores sufrieron el impacto, la pared que mirábamos se convirtió súbitamente en nuestro abajo, y la nave cayó como un ascensor con los cables cortados.

Las sensaciones que siguieron son difíciles de describir. Ahora sé que los campos internos pasaron a lo que se conocía como «campo de choque» —un nombre bien puesto, sin duda— y en los próximos minutos fue exactamente como si estuviéramos apresados en un recipiente gigante de gelatina. En cierto sentido, así era. El campo de choque se expandió en un nanosegundo para cubrir todos los milímetros cuadrados de la nave, funcionando como un acolchado que nos mantenía inmóviles mientras la nave se zambullía en el río, botaba en el fondo lodoso, disparaba su motor de fusión —creando un gigantesco penacho de vapor— y avanzaba inexorablemente en medio del lodo, el vapor, el agua y los desechos de la implosión hasta que la nave cumplió la última orden que había recibido, atravesar el portal teleyector. Aunque pasáramos tres metros bajo la hirviente superficie del río, ello no impedía que el portal funcionara. La nave luego nos contó que mientras su popa atravesaba el teleyector, el agua se recalentó de repente, como si una nave de Pax la bombardeara con un rayo de contrapresión. Irónicamente, el vapor desvió el rayo durante los milisegundos necesarios para completar la transición.

Entretanto, desconociendo estos detalles, yo miraba azorado. No podía cerrar los ojos bajo la fuerza aplastante del campo de choque, y miraba los monitores de video y el ápice del casco transparente mientras el teleyector se activaba en medio del vapor y la luz del sol se derramaba sobre la superficie del río. De repente atravesamos la nube de vapor, chocamos nuevamente contra rocas y un cauce fluvial y trepamos a una playa bajo un cielo azul y soleado.

Los monitores se apagaron y el casco se puso opaco. Quedamos varios minutos atrapados en esa negrura cavernosa. Yo flotaba en el aire, o habría flotado en el aire de no ser por el gelatinoso campo de choque. Tenía los brazos extendidos, la pierna derecha arqueada en postura de corredor, la boca abierta en un grito silencioso y no podía pestañear. Al principio sentí miedo de la asfixia —el campo de choque estaba dentro de mi boca abierta— pero pronto noté que mi nariz y mi garganta recibían oxígeno. Resultó ser que el campo de choque funcionaba como las costosas máscaras osmóticas usadas para el buceo en tiempos de la Hegemonía: el aire atravesaba la masa de campo que se apretaba contra el rostro y la garganta. No era una experiencia agradable —siempre detesté la idea de la asfixia—, pero mi angustia era manejable. Más perturbadora era la negrura y la sensación claustrofóbica de estar atrapado en una pegajosa y gigantesca telaraña. Durante esos largos minutos en la oscuridad, temí que la nave quedara atascada allí para siempre y que los tres muriésemos de hambre en posturas indignas, hasta que un día los bancos de energía de la nave se agotaran, el campo de choque se derrumbara y nuestros esqueletos blanqueados cayeran ruidosamente en el interior de la nave como huesos arrojados por un adivino invisible.

En realidad, el campo se disipó lentamente menos de cinco minutos después. Las luces se encendieron, fluctuaron y fueron reemplazadas por una luz de emergencia roja mientras descendíamos suavemente a lo que poco antes había sido la pared. El casco externo se puso transparente de nuevo, pero muy poca luz pasaba por el lodo y los desechos.

Yo no había podido ver a A. Bettik y Aenea mientras estaba inmovilizado —estaban fuera de mi campo de visión—, pero los vi mientras el campo los bajaba hasta el casco. Me asombró oír un grito que salía de mi garganta y comprendí que era el grito que había iniciado en el momento de la colisión.

Los tres nos quedamos en la pared curva del casco, frotándonos y palpándonos brazos, piernas y cabezas para cerciorarnos de que no teníamos lesiones. Luego Aenea habló en nombre de todos.

—Mierda —dijo, y se puso de pie. Le temblaban las piernas.

—¡Nave! —llamó el androide.

—Sí, A. Bettik —respondió la impasible nave.

—¿Estás dañada?

—Sí, A. Bettik. Acabo de completar una evaluación de daños. Las serpentinas de campo, los repulsores y los trasladores Hawking han sufrido grandes daños, al igual que algunos sectores del casco de popa y dos de las cuatro aletas de aterrizaje.

—Nave —dije, poniéndome de pie y mirando por la nariz transparente del casco. Entraba luz por la pared curva, pero la mayor parte del casco exterior estaba embadurnado de fango y arena. El oscuro río cubría hasta dos tercios de los flancos. Al parecer nos habíamos atascado en una orilla arenosa, pero antes habíamos recorrido muchos metros del fondo del río—. Nave, ¿tus sensores funcionan?

—Sólo el radar y el visual.

—¿Hay perseguidores? ¿Alguna nave de Pax atravesó el teleyector?

—Negativo. No hay blancos inorgánicos en tierra ni en el aire dentro de los alcances de mi radar.

Aenea caminó hacia la pared vertical que había sido el piso enmoquetado.

—¿Ni siquiera soldados? —preguntó.

—No —dijo la nave.

—¿El teleyector todavía funciona? —preguntó A. Bettik.

—Negativo —dijo la nave—. El portal dejó de funcionar dieciocho nanosegundos después de que lo atravesamos.

Me relajé un poco y miré a la niña, verificando que no estaba lastimada. Salvo por el cabello desgreñado y los ojos desorbitados, parecía bastante normal. Me sonrió.

—¿Cómo salimos de aquí, Raul?

Miré arriba y entendí a qué se refería. La escalera central estaba tres metros sobre nuestras cabezas.

—Nave —dije—, ¿puedes activar los campos internos para que consigamos salir?

—Lo lamento. Los campos están desactivados y la reparación demorará un tiempo.

—¿Puedes simular una abertura en el casco encima de nosotros? —La sensación de claustrofobia estaba volviendo.

—Me temo que no. En este momento funciono con baterías, y una simulación requeriría mucha más energía de la que tengo. La cámara de presión principal funciona. Si podéis llegar allí, la abriré.

Los tres nos miramos.

—Magnífico —dije al fin—. Debemos arrastrarnos treinta metros en medio de este desquicio...

Aenea aún miraba por la escalera.

—Aquí la gravedad es diferente. ¿La sientes?

Así era. Todo era más liviano. Yo debía de haberlo atribuido a una variación en el campo interno, pero ya no había campo interno. Era otro mundo, con otra gravedad. Miré a la niña sorprendido.

—¿Me estás diciendo que podemos volar hacia allá? —dije, señalando la cama que colgaba de la pared y la escalera.

—No, pero la gravedad parece un poco menor que en Hyperion. Si los dos me impulsáis hacia allá, os arrojaré algo y luego nos arrastraremos hasta la cámara de presión.

Y eso fue precisamente lo que hicimos. Hicimos una hamaca con las manos e impulsamos a Aenea hacia la escalera; ella estiró la mano, arrancó la manta de la cama, la anudó en la balaustrada y nos arrojó el otro extremo. A. Bettik y yo trepamos y los tres caminamos precariamente por el poste del pozo central, aferrándonos a la escalera de caracol para conservar el equilibrio, y poco a poco nos abrimos paso por esa caótica nave iluminada de rojo: la biblioteca, donde los libros y cojines habían caído al casco inferior a pesar de las cuerdas que los sujetaban; el holofoso, donde el Steinway aún estaba atornillado en su sitio, pero donde nuestras pertenencias personales habían caído al fondo de la nave. Nos detuvimos mientras yo descendía para recoger la mochila y las armas que había dejado en el diván. Sujetándome la pistola al cinturón, aferrando la cuerda que había guardado en la mochila, me sentí más preparado para una eventualidad.

Cuando llegamos al corredor, vimos que aquello que había dañado el sector del motor también había causado estragos en los armarios: partes del corredor estaban ennegrecidas y retorcidas, y el contenido de los armarios estaba desparramado por las paredes desgarradas. La cámara de presión interna estaba abierta, pero varios metros encima de nosotros. Tuve que trepar el último tramo vertical de corredor y arrojar la cuerda a los demás. Saltando a la cámara externa y saliendo a la brillante luz del sol, metí la mano en la cámara, encontré la muñeca de Aenea y la saqué. Un segundo después hice lo mismo con A. Bettik. Luego todos miramos alrededor.

¡Un extraño nuevo mundo! Nunca podré explicar la emoción que me estremeció en ese momento, a pesar del choque, a pesar de las circunstancias, a pesar de todo. ¡Estaba mirando un nuevo mundo! El efecto fue más profundo de lo que había esperado en mi anticipación del viaje entre mundos. Este planeta era muy parecido a Hyperion: aire respirable, cielo azul —un poco más claro que el cielo lapislázuli de Hyperion—, nubes, el río a nuestras espaldas —más ancho que el río de Vector Renacimiento— y jungla en ambas márgenes, extendiéndose hasta donde alcanzaba la vista a la derecha, y más allá del portal teleyector cubierto de malezas a la izquierda. Adelante, la proa de la nave había abierto un surco que terminaba en una playa arenosa, y luego la jungla empezaba de vuelta, cubriendo todo como un telón verde y harapiento sobre un escenario estrecho.

Pero aunque todo suene familiar, todo era extraño: los aromas eran sorprendentes, la gravedad era rara, la luz del sol demasiado brillante; los «árboles» no se parecían a nada que yo conociera —los describiría como gimnospermas plumosas y verdes— y en lo alto bandadas de frágiles aves blancas aleteaban alejándose del ruido que habíamos provocado en nuestra torpe entrada en este mundo.

Caminamos por el casco hasta la playa. Brisas suaves hacían ondear el cabello de Aenea y mi camisa. El aire olía a especias sutiles, parecidas a canela y tomillo, aunque más suaves y sabrosas. La proa de la nave no era transparente por fuera, aunque en ese momento no supe si la nave había vuelto a opacar su piel o si nunca parecía transparente desde fuera. Aun tendido de costado, el casco habría sido demasiado alto y demasiado empinado para descender si no hubiera cavado un surco tan profundo en la playa de arena. Usé la soga para bajar a A. Bettik a la arena, luego bajamos a la niña, y al fin me calcé la mochila con el rifle de plasma plegado encima y salté, rodando al tocar el suelo compacto.

Mi primer paso en otro mundo, y no fue un paso sino un tropezón.

La niña y el androide me ayudaron a levantarme. Aenea miraba el casco.

—¿Cómo regresamos arriba? —dijo.

—Podemos construir una escalera o arrastrar un árbol caído. También traje la alfombra voladora.

Escrutamos la playa y la jungla. La playa era estrecha —pocos metros desde la proa hasta la arboleda, con un color más rojo que arenoso bajo la brillante luz del sol— y la jungla era tupida y oscura. La brisa era fresca en la playa, pero el calor era palpable bajo la tupida arboleda. Veinte metros más arriba, las frondas de las gimnospermas susurraban y temblaban como antenas de insectos gigantes.

—Aguardad aquí un minuto —dije, y me interné en la arboleda. La maleza era espesa, en general un tipo de helecho, y el esponjoso suelo contenía mucho humus. La jungla olía a humedad y podredumbre, pero era un olor muy diferente de los marjales y pantanos de Hyperion. Pensé en los mosquitos drácula y los agujines de mi región, y caminé con cuidado. De los troncos de las gimnospermas colgaban lianas que creaban una malla en la penumbra. Comprendí que tenía que haber agregado un machete a mi lista de elementos básicos.

No había penetrado diez metros en la espesura cuando un alto arbusto de gruesas hojas rojas frente a mi rostro se puso en movimiento y las «hojas» se alejaron bajo el dosel de la jungla. Las hojas correosas de la criatura evocaban esos enormes murciélagos que nuestros ancestros habían llevado a Hyperion.

—Maldición —susurré, saliendo con esfuerzo de la húmeda maraña. Tenía la camisa rasgada cuando llegué tambaleando a la playa. Aenea y A. Bettik me miraban con expectación.

—Es una verdadera jungla —dije.

Caminamos hasta la orilla, nos sentamos en un tocón medio hundido y miramos la nave espacial. La pobre parecía una ballena encallada en un viejo holo sobre la fauna de Vieja Tierra.

—Me pregunto si volará de nuevo —murmuré, rompiendo una barra de chocolate y entregando una parte a la niña y otra al hombre de tez azul.

—Oh, creo que sí —dijo una voz en mi muñeca.

Me sobresalté. Me había olvidado del brazalete comlog.

—¿Nave? —pregunté, alzando la muñeca y hablando por el brazalete como si usara una radio portátil de la Guardia Interna.

—No tienes que hacer eso —dijo la voz de la nave—. Oigo todo con claridad, gracias. Preguntabas si volaré de nuevo. La respuesta es: casi con seguridad. Tuve que efectuar reparaciones más complicadas cuando llegué a la ciudad de Endymion después de mi regreso a Hyperion.

—Bien, me alegra que puedas... eh... repararte. ¿Necesitarás materia prima? ¿Repuestos?

—No, gracias, M. Endymion. Se trata de reasignar materiales existentes y rediseñar ciertas unidades dañadas. Las reparaciones no demorarán demasiado.

—¿Cuánto tiempo es demasiado? —preguntó Aenea. Terminó el chocolate y se relamió los dedos.

—Seis meses estándar —dijo la nave—. A menos que me tope con dificultades inesperadas.

Los tres nos miramos.

Escruté la jungla.

El sol estaba más bajo, y sus rayos horizontales iluminaban las copas de las gimnospermas y sumían las sombras en una tiniebla aún más profunda.

—¿Seis meses? —dije.

—A menos que me tope con dificultades inesperadas —repitió la nave.

—¿Alguna idea? —pregunté a mis dos camaradas. Aenea se lavó los dedos en el río, se enjuagó la cara y se alisó el cabello húmedo.

—Estamos en el río Tetis —dijo—. Iremos corriente abajo hasta encontrar el próximo portal teleyector.

—¿Podemos hacer de nuevo ese truco?

Aenea se secó la cara.

—¿Qué truco?

Hice un gesto desdeñoso con la mano.

—Oh, nada... hacer funcionar una máquina que estuvo muerta tres siglos. Ese truco.

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