Ensayo sobre la lucidez (8 page)

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Authors: José Saramago

BOOK: Ensayo sobre la lucidez
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Fue entonces cuando el primer ministro, ante el gobierno reunido en pleno y el jefe del estado presidiéndolo, reveló su plan, Ha llegado la hora de partirle el espinazo a la resistencia, dijo, dejémonos de acciones psicológicas, de maniobras de espionaje, de detectores de mentiras y otros artilugios tecnológicos, puesto que, a pesar de los meritorios esfuerzos del ministro del interior, ha quedado demostrada la incapacidad de esos medios para resolver el problema, añado que también considero inadecuada la utilización de las fuerzas militares por el inconveniente más que probable de una mortandad que es nuestra obligación evitar sean cuales sean las circunstancias, en contrapartida a todo esto lo que traigo aquí es nada más y nada menos que una propuesta de retirada múltiple, un conjunto de acciones que algunos tal vez consideren absurdas, pero que tengo la certeza de que nos conducirán a la victoria total y al regreso de la normalidad democrática, a saber, y por orden de importancia, la retirada inmediata del gobierno a otra ciudad, que pasará a ser la nueva capital del país, la retirada de todas las fuerzas del ejército allí establecidas, la retirada de todas las fuerzas policiales, con esta acción radical la ciudad insurgente quedará entregada a sí misma, tendrá todo el tiempo que necesite para comprender lo que cuesta ser segregada de la sacrosanta unidad nacional, y cuando no pueda aguantar más el aislamiento, la indignidad, el desprecio, cuando la vida dentro se convierta en un caos, entonces sus habitantes culpables vendrán hasta nosotros con la cabeza baja implorando nuestro perdón. El primer ministro miró alrededor, Éste es mi plan, dijo, lo someto a examen y a discusión y, excusado sería decirlo, cuento con que sea aprobado por todos, los grandes males piden grandes remedios, y si es cierto que el remedio que propongo es doloroso, el mal que nos ataca es simplemente mortal.

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Con palabras al alcance de la inteligencia de las clases menos ilustradas, pero no del todo inconscientes de la gravedad y diversidad de los males de toda especie que amenazan la ya precaria supervivencia del género humano, lo que el primer ministro había propuesto era, ni más ni menos, huir del virus que afectaba a la mayor parte de los habitantes de la capital y que, como lo peor siempre está esperando tras la puerta, tal vez acabase infectando al resto y hasta incluso, quién sabe, a todo el país. No es que él mismo y el gobierno en su conjunto recelaran de ser contaminados por la picadura del insecto subversor, aunque de sobra hemos visto algunos choques personales y ciertas ligerísimas diferencias de opinión, en todo caso incidiendo más sobre los medios que sobre los fines, ya que hasta ahora se ha mantenido inquebrantable la cohesión institucional entre los políticos responsables de la gestión de un país sobre el que, sin decir agua va, ha caído una calamidad nunca vista en la larga y desde siempre dificultosa historia de los pueblos conocidos. Al contrario de lo que ciertamente pensarán y habrán puesto en circulación algunos malintencionados, no se trataba de una fuga cobarde, sino de una jugada estratégica de primer orden, sin paralelo en audacia, cuyos resultados prospectivos casi se podían alcanzar con la mano, como un fruto en el árbol. Ahora sólo faltaba que, para la perfecta coronación de la obra, la energía empleada en la realización del plan estuviera a la altura de la firmeza de los propósitos. En primer lugar, hay que decidir quién saldrá de la ciudad y quién se quedará. Saldrán, claro está, su excelencia el jefe de estado y todo el gobierno hasta el nivel de subsecretarios, acompañados por sus asesores más cercanos, saldrán los diputados de la nación para que no se vea interrumpida la producción legislativa, saldrán las fuerzas del ejército y de la policía, incluyendo la de tráfico, pero el consistorio municipal permanecerá en bloque con su respectivo presidente, permanecerán las corporaciones de bomberos, no se vaya a abrasar la ciudad por algún descuido o acto de sabotaje, también permanecerán los servicios de limpieza urbana para evitar epidemias, y obviamente se garantizarán el abastecimiento de agua y de energía eléctrica, esos bienes esenciales a la vida. En cuanto a la comida, un grupo de especialistas en alimentación, también llamados nutricionistas, fueron encargados de elaborar una lista de menús mínimos que, sin sujetar a la población a una dieta de hambre, le hiciese sentir que un estado de sitio llevado hasta las últimas consecuencias no es lo mismo que unos días de vacaciones en la playa. Además, el gobierno estaba convencido de que las cosas no llegarían tan lejos. No pasarían muchos días antes de que se presentaran en cualquier puesto militar de la salida de la capital los habituales negociadores enarbolando la bandera blanca, la de la rendición incondicional, no la de la insurgencia, que el hecho de que una y otra tengan el mismo color es una coincidencia realmente notable acerca de la cual, por ahora, no nos detendremos a reflexionar, pero más adelante se verá si hay motivos suficientes para que regresemos a ella.

Después de la reunión plenaria del gobierno, de la que suponemos haber hecho suficiente referencia en las últimas páginas del capítulo anterior, el gabinete ministerial restringido, o de crisis, discutió y adoptó un ramillete de decisiones que a su tiempo serán traídas a la luz, si el desarrollo de los sucesos, entre tanto, como creemos haber advertido en otra ocasión, no las acaba convirtiendo en nulidades u obliga a sustituirlas por otras, pues, como conviene tener siempre presente, si es cierto que el hombre pone, dios es quien dispone, y no han sido pocas las ocasiones, nefastas casi todas, en que los dos, de acuerdo, dispusieron juntos. Una de las cuestiones más encendidamente discutidas fue el procedimiento de retirada del gobierno, cuándo y cómo debería realizarse, con discreción o sin ella, con o sin imágenes de televisión, con o sin bandas de música, con guirnaldas en los coches o no, llevando o no la bandera nacional agitándose sobre el guardabarros, y un nunca acabar de pormenores para los que fue necesario recurrir una y muchas veces al protocolo de estado, que jamás, desde la fundación de la nacionalidad, se había visto en semejantes apuros. El plan de retirada que finalmente se aprobó era una obra maestra de acción táctica, que consistía básicamente en una bien estudiada dispersión de los itinerarios para dificultar al máximo las concentraciones de manifestantes acaso movilizados para expresar el disgusto, el descontento o la indignación de la capital por el abandono a que iba a ser sentenciada. Habría un itinerario exclusivo para el jefe de estado, pero también para el primer ministro y para cada uno de los miembros del gabinete ministerial, un total de veintisiete recorridos diferentes, todos bajo la protección del ejército y de la policía, con carros antidisturbios en las encrucijadas y ambulancias al final de las caravanas, por lo que pudiera suceder. El mapa de la ciudad, un enorme panel iluminado sobre el que se trabajó aplicadamente durante cuarenta y ocho horas, con la participación de mandos militares y policiales especializados en rastreos, mostraba una estrella roja de veintisiete brazos, catorce mirando al hemisferio norte, trece apuntando al hemisferio sur, con un ecuador que dividía la capital en dos mitades. Por esos brazos se deberían encaminar los negros automóviles de las entidades oficiales, rodeados de guardaespaldas y walki-talkis, vetustos aparatos todavía usados en este país, pero ya con un presupuesto aprobado para su modernización. Todas las personas que entraban en las diversas fases de la operación, cualquiera que fuera su grado de participación, tuvieron que jurar silencio absoluto, primero con la mano derecha sobre los evangelios, después sobre la constitución encuadernada en cuero azul, rematando el doble compromiso con un juramento de los fuertes, recuperado de la tradición popular, Que el castigo, si a este juramento falto, caiga sobre mi cabeza y sobre la cabeza de mis descendientes, hasta la cuarta generación. Así sellado el sigilo, se marcó la fecha para dos días después. La hora de la salida, simultánea, es decir, la misma para todos, sería las tres de la madrugada, cuando sólo los insomnes graves dan vueltas en la cama y hacen promesas al dios hipnosis, hijo de la noche y hermano gemelo de tánatos, para que les auxilie en la aflicción, derramando sobre sus pesados párpados el suave bálsamo de las adormideras. Durante las horas que todavía faltaban, los espías, de regreso en masa al campo de operaciones, no iban a hacer otra cosa que patearse en todos los sentidos las plazas, avenidas, calles y callejones de la ciudad, oyendo disimuladamente el pulso de la población, sondeando designios apenas ocultos, juntando palabras oídas aquí y allí para intentar percibir si había trascendido alguna de las decisiones tomadas en el consejo de ministros, en particular sobre la inminente retirada del gobierno, porque un espía realmente digno de ese nombre tiene la obligación de cumplir como principio sagrado, como regla de oro, como decreto ley, no fiarse nunca de juramentos, vengan de donde vengan, aunque hayan sido hechos por la propia madre que les dio el ser, y menos todavía cuando en vez de un juramento tuvieron que ser dos, y todavía menos cuando en vez de dos fueron tres. En este caso, sin embargo, no hubo más remedio que reconocer, aunque con cierto sentimiento de frustración profesional, que el secreto oficial había sido bien guardado, convencimiento empírico con el que estuvo de acuerdo el sistema informático central del ministerio del interior, el cual, tras mucho exprimir, filtrar y combinar, barajando y volviendo a barajar los miles de fragmentos de conversaciones captadas, no encontró ni una señal equívoca, ni un indicio sospechoso, la punta mínima de un hilo capaz de traer en el otro extremo, al tirar, cualquier funesta sorpresa. Los mensajes despachados por los servicios secretos al ministerio del interior eran, de modo soberano, tranquilizadores, pero no solamente ésos, también los que la eficiente inteligencia militar, investigando por su cuenta y a espaldas de sus competidores civiles, iba remitiendo a los coroneles de la información y de la psico reunidos en el ministerio de defensa, podrían coincidir con los primeros en esa expresión que la literatura ha convertido en clásica, Nada nuevo en el frente occidental, excepto, claro está, el soldado que acaba de morir. Desde el jefe del estado hasta el último de los asesores no hubo quien no dejara escapar del pecho un suspiro de alivio. Gracias a dios, la retirada iba a hacerse tranquilamente, sin causar excesivos traumas a una población por ventura ya arrepentida, en parte, de un comportamiento sedicioso a todas luces inexplicable, pero que, a pesar de eso, en una muestra de civismo digna de todo encomio que auguraba mejores días, no parecía tener la intención de hostigar, tanto con actos o con palabras, a sus legítimos gobernantes y representantes en este momento de dolorosa, aunque indispensable, separación. Así concluían todos los informes y así sucedió.

A las dos y media de la madrugada ya toda la gente estaba dispuesta a soltar las amarras que la prendían al palacio del presidente, al palacete del jefe de gobierno y a los diversos edificios ministeriales. Alineados a la espera los resplandecientes automóviles negros, defendidas las furgonetas de los archivos por guardias de seguridad armados hasta los dientes, que podían escupir dardos envenenados por increíble que parezca, en posición los batidores de la policía, en alerta las ambulancias, y dentro, en los despachos, abriendo y cerrando todavía las últimas vitrinas y gavetas, los gobernantes fugitivos, o desertores, a quien en estilo elevado deberíamos llamar prófugos, compungidos recogían los últimos recuerdos, una fotografía de grupo, otra con dedicatoria, un rizo, una estatua de la diosa de la felicidad, un lapicero de la época escolar, un cheque devuelto, una carta anónima, un pañuelito bordado, una llave misteriosa, una pluma en desuso con el nombre grabado, un papel comprometedor, otro papel comprometedor, pero éste para el colega de la sección de al lado. Unas cuantas personas de éstas al borde de las lágrimas, hombres y mujeres que apenas conseguían dominar la emoción, se preguntaban si algún día regresarían a los lugares queridos que fueron testimonio de su ascensión en la escala jerárquica, otras, a quienes los hados no ayudaron tanto, soñaban, pese a los desengaños e injusticias, con mundos diferentes y nuevas oportunidades que los colocasen, finalmente, en el lugar merecido. A las tres menos cuarto, cuando a lo largo de los veintisiete recorridos las fuerzas del ejército y de la policía se encontraban estratégicamente distribuidas, sin olvidar los carros antidisturbios que dominaban los cruces principales, fue dada la orden de reducir la intensidad de la iluminación pública en toda la capital como manera de cubrir la retirada, por mucho que nos choque la crudeza de la expresión. En las calles por donde los automóviles y los camiones tendrían que pasar no se veía ni un alma, ni una sola, vestida de paisano. En cuanto al resto de la ciudad no variaban las informaciones continuamente recibidas, ningún grupo, ningún movimiento sospechoso, los noctívagos que se recogían en sus casas o de ellas habían salido no parecían gente de temer, no llevaban banderas al hombro ni disimulaban botellas de gasolina con la punta de un trapo saliendo por el gollete, no hacían molinetes con cachiporras o cadenas de bicicleta, y si de alguien se podría jurar que no iba por el camino recto, eso no habría que atribuirlo a desvíos de carácter político y sí a disculpables excesos alcohólicos. A las tres menos tres minutos los motores de los vehículos que acompañaban las caravanas fueron puestos en marcha. A las tres en punto, como estaba previsto, comenzó la retirada. Entonces, oh sorpresa, el asombro, el prodigio nunca visto, primero el desconcierto y la perplejidad, después la inquietud, después el miedo, clavaron sus garras en las gargantas del jefe de estado y del jefe de gobierno, de los ministros, secretarios y subsecretarios, de los diputados, de los guardias de seguridad de las furgonetas, de los batidores de la policía, y hasta, si bien en menor grado, del personal de las ambulancias, por profesión habituados a lo peor. A medida que los automóviles iban avanzando por las calles, se encendían en las fachadas, una tras otra, de arriba abajo, las bombillas, las lámparas, los focos, las linternas, los candelabros si los había, tal vez algún viejo candil de latón de tres picos, de esos que se alimentaban con aceite, todas las ventanas abiertas y desbordando, a chorros, un río de luz como una inundación, una multiplicación de cristales hechos de lumbre blanca, señalando el camino, apuntando la ruta de la fuga a los desertores para que no se pierdan, para que no se extravíen por atajos. La primera reacción de los responsables de la seguridad de los convoyes fue dejar de lado todas las cautelas, ordenar que se pisaran los aceleradores a fondo, doblar la velocidad, y así se comenzó a hacer, con la alegría irreprimible de los motoristas oficiales, quienes, como es universalmente conocido, detestan ir a paso de buey cuando llevan doscientos caballos en el motor. No les duró la carrera. La decisión, por brusca, por precipitada, como todas las que son fruto del miedo, dio origen a que, prácticamente en todos los recorridos, un poco más adelante o un poco más atrás, se produjeran pequeñas colisiones, en general era el automóvil de detrás chocando contra el que le precedía, afortunadamente sin consecuencias de mayor gravedad para los pasajeros, fue un sobresalto y poco más, un hematoma en la cabeza, un arañazo en la cara, un tirón en el cuello, nada que justifique mañana una medalla por lesiones, cruz de guerra, corazón púrpura o cualquier engendro similar. Las ambulancias se adelantaron, dispuestos el personal médico y el de enfermería para atender a los heridos, la confusión era enorme, deplorable en todos los aspectos, detenidas las caravanas, llamadas telefónicas pidiendo información sobre lo que estaba pasando en otros recorridos, alguien exigiendo brazos en alto que le comunicaran la situación concreta, y para colmo estas hileras de edificios iluminados como árboles de navidad, sólo faltan los fuegos artificiales y los tiovivos, menos mal que nadie se asoma a las ventanas para disfrutar con el espectáculo que la calle ofrece gratis, riéndose, haciendo burla, señalando con el dedo los coches abollados. Subalternos de vista corta, de esos para quienes sólo importa el instante de ahora, como son casi todos, ciertamente pensarían así, lo pensarían también, tal vez, unos cuantos subsecretarios y asesores de escaso futuro, pero nunca jamás un primer ministro, y menos todavía uno tan previsor como ha resultado ser éste. Mientras el médico le limpiaba la barbilla con un antiséptico y se preguntaba para sus adentros si no se estaría excediendo al aplicarle al herido una inyección antitetánica, el jefe de gobierno le daba vueltas a las inquietudes que le sacudían el espíritu desde que los primeros edificios se iluminaron. Sin duda era caso para desconcertar al más flemático de los políticos, sin duda era inquietante, turbador, pero peor, mucho peor era no ver a nadie en las ventanas, como si las caravanas oficiales estuviesen huyendo ridículamente de la nada, como si las fuerzas del ejército y de la policía, los vehículos antidisturbios, incluidos los de agua, hubieran sido despreciados por el enemigo y ahora no tuviesen a quién combatir. Todavía un poco atontado por el choque, pero ya con el adhesivo colocado en la barbilla y tras rechazar con estoica impaciencia la inyección antitetánica, el primer ministro recordó de súbito que su primera obligación era telefonear al jefe del estado, preguntarle cómo se encontraba, interesarse por la salud de su presidencial persona, y tenía que hacerlo ahora mismo, sin más pérdida de tiempo, no fuese a ocurrir que él, con maliciosa astucia política, se le anticipara, Y me sorprendería con los pantalones bajados, murmuró sin pensar en el significado literal de la frase. Le pidió al secretario que hiciera la llamada, otro secretario respondió, el secretario de aquí dijo que el señor primer ministro deseaba hablar con el señor presidente, el secretario de allí dijo un momento por favor, el secretario de aquí le pasó el teléfono al primer ministro, y este, como competía, esperó, Cómo van las cosas por ahí, preguntó el presidente, Unas cuantas chapas abolladas, nada importante, respondió el primer ministro, Pues por aquí, nada, No ha habido colisiones, Sólo unos pequeños envites, Sin gravedad, espero, Sí, estos blindajes son a prueba de bomba, Lamento que me obligue a recordarle, señor presidente, que ningún blindaje de automóvil es a prueba de bomba, No necesita decírmelo, siempre habrá una lanza para una coraza, siempre habrá una bomba para un blindaje, Está herido, Ni un arañazo. La cara de un oficial de la policía apareció en la ventanilla del coche, hizo señal de que el viaje podía proseguir, Ya estamos otra vez en marcha, informó el primer ministro, Aquí casi no llegamos a parar, respondió el jefe de estado, Señor presidente, una palabra, Diga, No puedo esconderle que me siento preocupado, ahora mucho más que el día de las primeras elecciones, Por qué, Estas luces que se encienden a nuestro paso y que, con toda probabilidad, van a seguir encendiéndose durante el resto del camino, hasta que salgamos de la ciudad, la ausencia absoluta de personas, mire que no se distingue ni una sola alma en las ventanas o en las calles, es extraño, muy extraño, comienzo a pensar que tendré que admitir lo que hasta ahora negaba, que hay una intención detrás de todo esto, una idea, un objetivo pensado, las cosas están pasando como si la población obedeciera un plan, como si hubiese una coordinación central, No lo creo, usted querido amigo, sabe mejor que yo que la teoría de la conspiración anarquista no tiene por dónde agarrarse, y que la otra teoría, la de que un estado extranjero malvado está empeñado en una acción desestabilizadora contra nuestro país, no vale más que la primera, Creíamos tener la situación completamente controlada, que éramos dueños y señores de la situación, y al final nos salen al camino con una sorpresa que ni el más pintado parecía capaz de imaginar, un perfecto golpe teatral, tengo que reconocerlo, Qué piensa hacer, De momento, seguir con el plan que elaboramos, si las circunstancias futuras aconsejaran introducir alteraciones sólo lo haremos después de un examen exhaustivo de los nuevos datos, sea como fuere, en cuanto a lo fundamental, no preveo que tengamos que efectuar ningún cambio, Y en su opinión lo fundamental es, Lo discutimos y llegamos a un acuerdo, señor presidente, aislar a la población, dejarlos que cuezan a fuego lento, más pronto o más tarde es inevitable que comiencen a surgir conflictos, los choques de intereses sucederán, la vida cada vez será más difícil, en poco tiempo la basura invadirá las calles, señor presidente, cómo se pondrá todo si las lluvias vuelven, y, tan seguro como que soy primer ministro, habrá graves problemas en el abastecimiento y distribución de los alimentos, nosotros nos encargaremos de crearlos si resulta conveniente, Cree entonces que los ciudadanos no podrán resistir mucho tiempo, Así es, además, hay otro factor importante, tal vez el más importante de todos, Cuál, Por mucho que se haya intentado y se siga intentando, nunca se conseguirá que la gente piense de la misma manera, Esta vez se diría que si, Demasiado perfecto para ser verdadero, señor presidente, Y si existe realmente por ahí como ha admitido hace unos instantes, una organización secreta, una mafia, una camorra, una cosa nostra, una cía o un kgb, La cía no es secreta, señor presidente, y el kgb ya no existe, La diferencia no es muy grande, pero imaginemos algo así, o todavía peor, si es posible, más maquiavélico, inventado ahora para crear esta casi unanimidad alrededor de, si quiere que le diga, no sé bien de qué, Del voto en blanco, señor presidente, del voto en blanco, Hasta ahí soy capaz de llegar por mi propia cuenta, lo que me interesa es lo que no sé, No dudo, señor presidente, Siga, por favor, Aunque esté obligado a admitir, en teoría, siempre en teoría, la posibilidad de la existencia de una organización clandestina contra la seguridad del estado y contra la legitimidad del sistema democrático, eso no se hace sin contactos, sin reuniones, sin cédulas, sin proselitismos, sin papeles, sí, sin papeles, usted sabe que en este mundo es totalmente imposible hacer algo sin papeles, y nosotros además de no tener ni una sola información sobre actividades como las que le acabo de mencionar, tampoco hemos encontrado ni una simple hoja de agenda que diga, por lo menos, Adelante, compañeros, le jour de gloire est arrivé, No comprendo por qué tendría que ser en francés, Por aquello de la tradición revolucionaria, señor presidente, Qué extraordinario país este nuestro donde suceden cosas nunca antes vistas en ninguna parte del planeta, No necesito recordarle, señor presidente, que no es la primera vez, Precisamente a eso me refería, querido primer ministro, Es evidente que no hay la menor probabilidad de relación entre los dos acontecimientos, Es evidente que no, la única cosa que tienen en común es el color, Para el primero no se ha encontrado una explicación hasta hoy, Y para éste tampoco la tendremos, Ya veremos, señor presidente, ya veremos, Si no nos damos antes con la cabeza en la pared, Tengamos confianza, señor presidente, la confianza es fundamental, En qué, en quién, dígame, En las instituciones democráticas, Querido amigo, reserve ese discurso para la televisión, aquí sólo nos oyen los secretarios, podemos hablar con claridad. El primer ministro cambió de conversación. Ya estamos saliendo de la ciudad, señor presidente, Por este lado también, Mire para atrás, señor presidente, por favor, Para qué, Las luces, Qué tienen las luces, Siguen encendidas, nadie las ha apagado, Y qué conclusión quiere que saque de estas luminarias, No lo sé bien, señor presidente, lo lógico sería que las fuesen apagando a medida que avanzamos, pero no, ahí están, imagino que desde el aire parecerán una enorme estrella de veintisiete brazos, Por lo visto, tengo un primer ministro poeta, No soy poeta, pero una estrella es una estrella es una estrella, nadie lo puede negar, señor presidente, Y ahora qué vamos a hacer, El gobierno no se va a cruzar de brazos, todavía no se nos han acabado las municiones, todavía tenemos flechas en la aljaba, Espero que la puntería no le falle, Sólo necesitaré tener al enemigo a mi alcance, Pero ése es precisamente el problema, no sabemos dónde está el enemigo, ni siquiera sabemos quién es, Aparecerá, señor presidente, es cuestión de tiempo, no pueden permanecer escondidos eternamente, Que no nos falte el tiempo, Encontraremos una solución, Ya estamos llegando a la frontera, seguiremos la conversación en mi despacho, venga luego, sobre las seis de la tarde, De acuerdo, señor presidente, allí estaré.

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