Read Ensayo sobre la lucidez Online
Authors: José Saramago
La frontera era igual en todas las salidas de la ciudad, una compleja barrera móvil, un par de tanques, cada uno a un lado de la carretera, unos cuantos barracones, y soldados armados con uniformes de campaña y con las caras pintadas. Focos potentes iluminaban el plató. El presidente salió del automóvil, retribuyó con un gesto civil y medio displicente el impecable saludo del oficial jefe, y preguntó, Cómo van las cosas por aquí, Sin novedad, calma absoluta, señor presidente, Alguien ha intentado salir, Negativo, señor presidente, Supongo que se referirá a vehículos motorizados, bicicletas, carros, patinetes, Vehículos motorizados, sí señor presidente, Y personas a pie, Ni una para muestra, Claro que ya habrá pensado que los fugitivos no vendrán por la carretera. Sí señor presidente, de todas maneras no conseguirán pasar, aparte de las patrullas convencionales que vigilan la mitad de la distancia que nos separa de las dos salidas más próximas, a un lado y a otro, disponemos de sensores electrónicos que serían capaces de dar la alarma por un ratón si los regulamos para detectar pequeños cuerpos, Muy bien, conoce seguramente lo que se dice en estas ocasiones, la patria os contempla, Sí señor presidente, tenemos consciencia de la importancia de la misión, Supongo que habrán recibido instrucciones en caso de que haya tentativas de salidas en masa, Sí señor presidente, Cuáles son, Primero, dar la voz de alto, Eso es obvio. Sí señor presidente, Y si no hacen caso, Si no hacen caso, disparamos al aire, Y si a pesar de eso avanzan, Entonces intervendrá la sección de la policía antidisturbios que nos ha sido asignada, Que actuará cómo, Ahí depende, o lanzan gases lacrimógenos, o atacan con las tanquetas de agua, esas acciones no son de la competencia del ejército, Me parece notar en sus palabras un cierto tono crítico, Es que en mi opinión no son maneras de hacer una guerra, señor presidente, Interesante observación, y si las personas no retroceden, Es imposible que no retrocedan, señor presidente, no hay quien pueda aguantar los gases lacrimógenos y el agua a presión, Pero imagínese que sí, qué órdenes tiene para una posibilidad de ésas, Disparar a las piernas, Por qué a las piernas, No queremos matar a compatriotas, Pero siempre puede suceder, Sí señor presidente, siempre puede suceder, Tiene familia en la ciudad, Sí señor presidente, Imagínese que ve a su mujer y a sus hijos al frente de una multitud que avanza, La familia de un militar sabe cómo debe comportarse en todas las situaciones, Supongo que sí, pero imagíneselo, haga un esfuerzo. Las órdenes son para cumplirlas, señor presidente, Todas, Hasta hoy tengo el honor de haber cumplido todas las que me han sido dadas, Y mañana, Espero no tener que decirlo, señor presidente, Ojalá. El presidente dio dos pasos hacia el coche, de repente preguntó, Tiene la certeza de que su mujer no votó en blanco, Pondría la mano en el fuego, señor presidente, De verdad que la pondría, Es una manera de hablar, quiero decir que tengo la certeza de que cumplió su deber electoral, Votando, Sí, Pero eso no responde a mi pregunta, No señor presidente, Pues entonces responda, No puedo, señor presidente, Por qué, Porque la ley no me lo permite, Ah. El presidente miró con detenimiento al oficial, después dijo, Hasta la vista, capitán, porque es capitán, no, Sí señor presidente, Buenas noches, capitán, quizá volvamos a vernos, Buenas noches, señor presidente, Fíjese que no le he preguntado si había votado en blanco, Me he fijado, señor presidente, El coche salió a gran velocidad. El capitán se llevó las manos a la cara. El sudor le corría por la frente.
Las luces comenzaron a apagarse cuando el último camión de la tropa y la última furgoneta de la policía salieron de la ciudad. Uno tras otro, como quien se despide, fueron desapareciendo los veintisiete brazos de la estrella, quedando sólo el dibujo impreciso de las calles desiertas y la escasa iluminación pública que nadie pensó en devolver a la normalidad de todas las noches pasadas. Sabremos hasta qué punto la ciudad está viva cuando los negrores intensos del cielo comiencen a disolverse en la lenta marea de profundo azul que una buena visión ya es capaz de distinguir subiendo del horizonte, entonces se verá si los hombres y las mujeres que habitan los pisos de estos edificios salen hacia su trabajo, si los primeros autobuses recogen a los primeros pasajeros, si los vagones del metro atruenan velozmente los túneles, si las tiendas abren sus puertas y suben las persianas, si los periódicos llegan a los quioscos. A esta hora matutina, mientras se lavan, visten y toman el café con leche de todas las mañanas, las personas oyen la radio anunciando, excitadísima, que el presidente, el gobierno y el parlamento abandonaron la ciudad esta madrugada, que no hay policía en la ciudad y el ejército se ha retirado, entonces encienden la televisión que les ofrece en el mismo tono la misma noticia, y tanto una como otra, radio y televisión, con pequeños intervalos, van informando de que, a las siete en punto, será transmitida una importante comunicación del jefe del estado dirigida a todo el país y, en particular, como no podía ser de otra manera, a los obstinados habitantes de la ciudad capital. De momento los quioscos todavía no están abiertos, es inútil bajar a la calle para comprar el periódico, de la misma manera que no merece la pena, aunque algunos ya lo hayan intentado, buscar en la red, en internet, la previsible censura presidencial. El secretismo oficial, si es cierto que, ocasionalmente, puede ser tocado por la peste de la indiscreción, como todavía no hace muchas horas quedó demostrado con el concertado encendido de las luces de las casas, es escrupuloso hasta el grado máximo siempre que afecte a autoridades superiores, las cuales, como es sabido, por un quítame allá esas pajas, no sólo exigen rápidas y completas explicaciones a los infractores, sino que de vez en cuando les cortan la cabeza. Faltan diez minutos para las siete, a estas horas ya muchas de las personas que se desperezan deberían estar en la calle camino de sus empleos, pero un día no son días, es como si se hubiera declarado tolerancia en la puntualidad para los funcionarios públicos, y, en lo que concierne a las empresas privadas, lo más seguro es que la mayor parte se mantengan cerradas todo el día, hasta ver adónde va a parar todo esto. Cautela y caldos de gallina nunca le han hecho mal a quien tiene salud. La historia mundial de los tumultos nos demuestra que, tanto si se trata de una alteración específica del orden público, como de una simple amenaza de que tal pueda ocurrir, los mejores ejemplos de prudencia son los ofrecidos por el comercio y la industria con puertas a la calle, actitud asustadiza que es nuestra obligación respetar, ya que son estas ramas de la actividad profesional las que más tienen que perder, e invariablemente pierden, en rupturas de escaparates, asaltos, saqueos y sabotajes. A las siete horas menos dos minutos, con la expresión y la voz luctuosa que las circunstancias imponen, los locutores de guardia de las televisiones y de las radios anunciaron finalmente que el jefe del estado iba a dirigirse a la nación. La imagen siguiente, escenográficamente introductoria, mostró una bandera nacional moviéndose extenuada, lánguida, perezosa, como si estuviera, en cada instante, a punto de resbalarse desamparada por el mástil, Estaba en calma el día que le sacaron el retrato, comentó alguien en una de estas casas. La simbólica insignia pareció resucitar con los primeros acordes del himno nacional, la brisa suave había dado lugar súbitamente a un viento enérgico que sólo podría llegar del vasto océano y de las batallas vencedoras, si soplase un poquito más, con un poquito de más fuerza, ciertamente veríamos aparecer valquirias cabalgando con héroes a la grupa. Después, extinguiéndose a lo lejos, en la distancia, el himno se llevó consigo la bandera, o la bandera se llevó consigo al himno, el orden de los factores es indiferente, y entonces el jefe de estado apareció ante el pueblo tras una mesa, sentado, con los severos ojos fijos en el teleprinter. A su derecha, en la imagen, la bandera, no la otra, ésta es de interior, con los pliegues discretamente compuestos. El presidente entrelazó los dedos para disimular una contracción involuntaria. Está nervioso, dijo el hombre del comentario sobre la falta de viento, vamos a ver con qué cara explica la jugada canallesca que nos han clavado. Las personas que aguardaban la inminente exhibición oratoria del jefe del estado no podían, ni de lejos, imaginar el esfuerzo que a los asesores literarios de la presidencia de la república les había costado preparar el discurso, no en cuanto a las alegaciones propiamente dichas, que sólo sería pulsar unas cuantas cuerdas del laúd estilístico, sino en acertar con el vocativo que, según la norma, debería precederlas, los toponímicos que, en la mayoría de los casos, dan comienzo a las arengas de esta naturaleza. Verdaderamente, considerando la melindrosa materia de la intervención, sería poco menos que ofensivo decir Queridos compatriotas, o Estimados conciudadanos, o quizá, de modo más simple y más noble, si la hora fuera de tañer con adecuado trémulo el bordón del amor a la patria, Portugueeeesas, Portugueceeses, palabras estas que, nos apresuramos a aclarar, sólo aparecen gracias a una suposición absolutamente gratuita, sin ningún fundamento objetivo de que el teatro de los gravísimos acontecimientos de que, como es nuestro sello, estamos dando minuciosa noticia, acaso sea, o acaso hubiera sido, el país de las dichas portuguesas y de los dichos portugueses. Se trata sólo de un mero ejemplo ilustrativo, por el cual, pese a la bondad de nuestras intenciones, nos apresuramos a pedir disculpas, sobre todo porque se trata de un pueblo universalmente famoso por haber ejercido siempre con meritoria disciplina cívica y religiosa devoción sus deberes electorales.
Ora bien, regresando a la morada de la que hemos hecho puesto de observación, conviene decir que, al contrario de lo que sería lógico esperar, ningún oyente, ya sea de radio o televisión, notó que de la boca del presidente no salían los habituales vocativos, ni éste, ni ése, ni aquél, quizá porque el pungitivo dramatismo de las primeras palabras lanzadas al éter. Os hablo con el corazón en la mano, hubiesen desaconsejado a los asesores literarios del jefe del estado, por superflua e inoportuna, la introducción de cualquiera de los estribillos de costumbre. De hecho, hay que reconocer que sería una total incongruencia comenzar diciendo cariñosamente Estimados conciudadanos o Queridos compatriotas, como quien se dispone a anunciar que a partir de mañana baja un cincuenta por ciento el precio de la gasolina, para exhibir a continuación ante los ojos de la audiencia transida de pavor una sangrienta, escurridiza y todavía palpitante víscera. Lo que el presidente de la república iba a comunicar, adiós, adiós, hasta otro día, ya era del conocimiento de todos, pero se entiende que las personas tengan la curiosidad de ver cómo se descalzaba la bota. He aquí por tanto el discurso completo, al que sólo le faltan, por imposibilidad técnica de transcripción, el temblor de la voz, el gesto compungido, el brillo ocasional de una lágrima apenas contenida, Os hablo con el corazón en la mano, os hablo roto por el dolor de un alejamiento incomprensible, como un padre abandonado por los hijos que tanto ama, perdidos, perplejos, ellos y yo, ante la sucesión de unos acontecimientos insólitos que consiguieron romper la sublime armonía familiar. Y no digáis que fuimos nosotros, que fui yo mismo, que fue el gobierno de la nación, con sus diputados electos, los que nos separamos del pueblo. Es cierto que nos retiramos esta madrugada a otra ciudad, que a partir de ahora será la capital del país, es cierto que decretamos para la capital que fue y ha dejado de ser un riguroso estado de sitio que, por la propia fuerza de las cosas, dificultará seriamente el funcionamiento equilibrado de una aglomeración urbana de tanta importancia y con estas dimensiones físicas y sociales, es cierto que os encontráis cercados, rodeados, confinados dentro del perímetro de la ciudad, que no podréis salir, que si lo intentáis sufriréis las consecuencias de una inmediata respuesta armada, pero lo que no podréis decir nunca es que la culpa la tienen estos a quienes la voluntad popular, libremente expresada en sucesivas, pacíficas y leales disputas democráticas, confió los destinos de la nación para que la defendiéramos de todos los peligros internos y externos. Vosotros, sí, sois los culpables, vosotros, sí, sois los que ignominiosamente habéis desertado del concierto nacional para seguir el camino torcido de la subversión, de la indisciplina, del más perverso y diabólico desafío al poder legítimo del estado del que hay memoria en toda la historia de las naciones. No os quejéis de nosotros, quejaos ante vosotros mismos, no de estos que a través de mi voz hablan, éstos, al gobierno me refiero, que una y muchas veces os pidieron, qué digo yo, os rogaron e imploraron que enmendaseis vuestra maliciosa obstinación, cuyo sentido último, a pesar de los ingentes esfuerzos de investigación desarrollados por las autoridades del estado, todavía hoy, desgraciadamente, se mantiene impenetrable. Durante siglos y siglos fuisteis la cabeza del país y el orgullo de la nación, durante siglos y siglos, en horas de crisis nacional, de aflicción colectiva, nuestro pueblo se habituó a volver los ojos hacia este burgo, hacia estas colinas, sabiendo que de aquí le vendría el remedio, la palabra consoladora, el buen rumbo para el futuro. Habéis traicionado la memoria de vuestros antepasados, he ahí la dura verdad que atormentará para siempre jamás vuestra conciencia, ellos levantaron, piedra a piedra, el altar de la patria, vosotros decidisteis destruirlo, que la vergüenza caiga pues sobre vosotros. Con toda mi alma, quiero creer que vuestra locura será transitoria, que no perdurará, quiero pensar que mañana, un mañana que a los cielos rezo para que no se haga esperar demasiado, el arrepentimiento entre dulcemente en vuestros corazones y volveréis a congraciaros con la comunidad nacional, raíz de raíces, y con la legalidad, regresando, como el hijo pródigo, a la casa paterna. Ahora sois una ciudad sin ley. No tendréis un gobierno para imponer lo que debéis y no debéis hacer, cómo debéis y no debéis comportaros, las calles serán vuestras, os pertenecen, usadlas como os apetezca, ninguna autoridad aparecerá cortando el paso y dando el buen consejo, pero tampoco, atended bien lo que os digo, ninguna autoridad os protegerá de ladrones, violadores y asesinos, ésa será vuestra libertad, disfrutadla. Tal vez penséis, ilusoriamente, que, entregados a vuestro albedrío y a vuestros libres caprichos, seréis capaces de organizaros mejor y mejor defender vuestras vidas de lo que a su favor hicieron los métodos antiguos y las antiguas leyes. Terrible equivoco el vuestro. Más pronto que tarde os veréis obligados a nombrar jefes que os gobiernen, si es que no son ellos quienes irrumpan bestialmente del inevitable caos en que acabaréis cayendo, y os impongan su ley. Entonces os daréis cuenta de la trágica dimensión de vuestro engaño. Tal vez os rebeléis como en el tiempo de los constreñimientos autoritarios, como en el ominoso tiempo de las dictaduras, pero, no os hagáis ilusiones, seréis reprimidos con igual violencia, y no seréis llamados a votar porque no habrá elecciones, o tal vez sí las haya, pero no serán imparciales, limpias y honestas como las que habéis despreciado, y así será hasta el día en que las fuerzas armadas que, conmigo y con el gobierno de la nación, hoy decidieron abandonaros al destino que habéis elegido, tengan que regresar para libertaros de los monstruos que vosotros mismos estáis generando. Todo vuestro sufrimiento habrá sido inútil, vana toda vuestra tozudez, y entonces comprenderéis, demasiado tarde, que los derechos sólo lo son íntegramente en las palabras con que fueron enunciados y en el pedazo de papel en que fueron consignados, ya sea constitución, ley o cualquier otro reglamento, comprenderéis, ojalá convencidos, que su aplicación desmedida, inconsiderada, convulsionaría la sociedad establecida sobre los pilares más sólidos, comprenderéis, en fin, que el simple sentido común ordena que los tomemos como mero símbolo de lo que podría ser, si fuese, y nunca como su efectiva y posible realidad. Votar en blanco es un derecho irrenunciable, nadie os lo negará, pero, así como les prohibimos a los niños que jueguen con fuego, también a los pueblos les prevenimos de que no les conviene manipular la dinamita. Voy a terminar. Tomad la severidad de mis avisos, no como una amenaza, mas sí como un cauterio para la infecta supuración política que habéis generado en vuestro seno y en la que os estáis revolviendo. Volveréis a verme y a oírme el día que hayáis merecido el perdón que, a pesar de todo, estamos inclinados a conceder, yo, vuestro presidente, el gobierno que elegisteis en mejores tiempos, y la parte sana y pura de nuestro pueblo, esa de la que en estos momentos no sois dignos. Hasta ese día, adiós, que el señor os proteja. La imagen grave y atribulada del jefe de estado desapareció y en su lugar volvió a surgir la bandera izada. El viento la agitaba de acá para allá, de allá para acá, como a una tonta, al mismo tiempo que el himno repetía los bélicos acordes y los marciales acentos que habían sido compuestos en eras pasadas de imparable exaltación patriótica, y que ahora parecían sonar a hueco. Sí señores, el hombre habló bien, dijo el mayor de la familia, y hay que reconocer que tiene razón en lo que ha dicho, los niños no deben jugar con fuego porque después es cierto y sabido que se mean en la cama.