Authors: Patti Smith
Fue el verano en que murió Coltrane... Los hippies alzaron sus brazos vacíos y China hizo detonar la bomba de hidrógeno. Jimi Hendrix prendió fuego a su guitarra en Monterrey... Fue el verano del amor. Y en aquel clima cambiante e inhóspito, un encuentro casual cambió el curso de mi vida: fue el verano en que conocí a Robert Mapplethorpe.
Sucedió en el mes de julio de 1967 y eran unos niños, pero a partir de entonces Patti Smith y Robert Mapplethorpe sellaron una amistad que solo acabaría con la muerte del gran fotógrafo, en 1989. De eso habla este espléndido libro de memorias, de la vida en común de dos artistas, los dos entusiastas y apasionados, que cruzaron a grandes pasos la periferia de Nueva York para llegar hasta el centro neurálgico del nuevo arte. Fue así como acabaron instalándose en el hotel Chelsea y se convirtieron en los protagonistas de un mundo hoy ya perdido donde reinaban Alien Ginsberg, Andy Warhol y sus chicos, y se creaban las grandes bandas de música que marcaron los años finales del siglo XX, mientras el sida hacía estragos. Lejos de ser un libro triste y nostálgico, Eramos unos niños es un homenaje a la amistad sin trabas, y sus páginas cargadas de vitalidad y humor nos devuelven el sabor de esa gran ciudad donde hubo un tiempo en que casi todo era posible.
Patti Smith
Éramos unos niños
ePUB v1.0
Polifemo708.10.11
Título original:
Just Kids
Primera edición: junio de 2010
©2010, Patty Smith
© 2010, de la presente edición en castellano para todo el mundo: Random House Mondadori, S.A.
Travessera de Gracia, 47-49. 08021 Barcelona
© 2010, Rosa Pérez Pérez, por la traducción
ISBN: 978-84-264-1405-2
Depósito legal: B-23.778-2010
Compuesto en Fotocomposición 2000, S. A.
Muchas cosas se han dicho acerca de Robert, y se dirán muchas más. Los chicos adoptarán sus andares. Las chicas se pondrán vestidos blancos y llorarán la pérdida de sus rizos. Lo condenarán y lo adorarán. Censurarán o idealizarán sus excesos. Al final, la verdad se hallará en su obra, la esencia corpórea del artista. No se deteriorará. El hombre no puede juzgarla. Porque el arte alude a Dios y, en última instancia, le pertenece.
Yo estaba durmiendo cuando él murió. Había llamado al hospital para desearle las buenas noches como siempre, pero la morfina lo había dejado inconsciente. Me quedé escuchando su respiración fatigosa, sabiendo que ya nunca volvería a oírlo.
Más tarde, me puse a ordenar mis cosas, mi cuaderno y pluma estilográfica. El tintero azul cobalto que había sido suyo. Mi taza de té, mi corazón morado, una bandeja con dientes de leche. Subí los peldaños despacio, contándolos, los catorce, uno a uno. Arropé a mi hija en su cuna, besé a mi hijo dormido. Luego me acosté junto a mi marido y recé mis oraciones. «Sigue vivo», recuerdo que susurré. Luego, me dormí.
Me desperté temprano y, al bajar las escaleras, supe que había muerto. Reinaba un silencio casi absoluto, quebrado únicamente por el sonido del televisor, que se había quedado encendido durante la noche. Emitían un programa cultural. Se oía una ópera. La pantalla captó mi atención cuando Tosca anunció, con fuerza y dolor, su pasión por el pintor Cavaradossi. Era una fría mañana de marzo y me puse el jersey.
Subí las persianas y el estudio se inundó de luz. Alisé la gruesa tela de lino que cubría mi sillón, escogí un libro de pinturas de Odilon Redon y lo abrí por la imagen de una cabeza de mujer que flota en una franja de mar.
Les yeux clos.
Un universo aún por descubrir contenido bajo sus pálidos párpados. Sonó el teléfono y me levanté a cogerlo.
Era Edward, el hermano menor de Robert. Me dijo que había dado a Robert un último beso de mi parte, como había prometido. Me quedé inmóvil, paralizada; luego, despacio, como si estuviera inmersa en un sueño, volví a sentarme. En aquel instante, Tosca comenzó la magnífica aria «Vissi d'arte». «He vivido para el amor, he vivido para el arte.» Cerré los ojos y entrelacé las manos. La Providencia había dictado cómo sería mi despedida.
Cuando era pequeña, mi madre me llevaba de paseo por el parque Humboldt, junto a la orilla del río Prairie. Tengo recuerdos borrosos, semejantes a huellas dactilares en platos de cristal, de un viejo cobertizo para barcos, una glorieta circular, un puente de piedra con arcos. El río desembocaba en una vasta laguna y en su superficie presencié un milagro singular. Un largo cuello curvo se alzó de un vestido de plumas blancas.
«Cisne», dijo mi madre, percibiendo mi emoción. El ave golpeteó el agua resplandeciente con sus grandes alas y alzó el vuelo.
La palabra en sí apenas dio fe de su grandeza ni transmitió la emoción que me produjo. Su imagen me generó un deseo para el que no tenía palabras, un deseo de hablar del cisne, de decir algo acerca de su blancura, la naturaleza explosiva de su movimiento y la lentitud con que había batido las alas.
El cisne se fundió con el cielo. Me esforcé por hallar palabras que expresaran mi noción de él. «Cisne», repetí, no enteramente satisfecha, y sentí un cosquilleo, un anhelo curioso, imperceptible para los transeúntes, mi madre, los árboles o las nubes.
——>>*<<——
Nací un lunes, en el North Side de Chicago durante la gran nevada de 1946. Me adelanté un día, porque los niños nacidos en la víspera de
Año Nuevo salían del hospital con un frigorífico nuevo. Pese a sus esfuerzos por no dejarme salir, mi madre comenzó a tener fuertes dolores de parto mientras el taxi atravesaba a paso de tortuga la ventisca que azotaba el lago Michigan. A decir de mi padre, nací larga, flaca y aquejada de bronconeumonía, y él me mantuvo con vida sosteniéndome sobre una bañera humeante.
Me siguió mi hermana Linda, que también nació durante una nevada en 1948. Por necesidad, me vi obligada a despabilarme muy pronto. Mi madre planchaba para otros mientras yo permanecía sentada en las escaleras de nuestra pensión, esperando al heladero y los pocos carros de caballos que aún quedaban. El heladero me daba pedacitos de hielo envueltos en papel de estraza. Yo me metía uno en el bolsillo para mi hermana menor, pero, cuando más adelante iba a sacarlo, descubría que ya no estaba.
Al quedarse mi madre embarazada de mi hermano, Todd, abandonamos nuestro estrecho alojamiento de Logan Square y nos mudamos a Germantown, en Pensilvania. Durante los años siguientes, habitamos en viviendas temporales para militares y sus hijos: barracones encalados con vistas a un campo abandonado rebosante de flores silvestres. Lo llamábamos La Parcela y en verano los adultos charlaban, fumaban y se pasaban jarras de vino de diente de león mientras los niños jugábamos. Mi madre nos enseñó los juegos de su infancia: las estatuas, el Martín pescador y Simón dice. Hacíamos guirnaldas de margaritas para adornarnos el cuello y la cabeza. Por la noche, recogíamos luciérnagas en botes de conserva, les extraíamos la luz y nos hacíamos anillos.
Mi madre me enseñó a rezar; me enseñó la oración que su madre le había enseñado a ella.
Now I lay me down to sleep, I pray the Lord my soul to keep:
«Ahora que me acuesto, ruego al Señor que vele por mi alma». Al anochecer, me arrodillaba delante de mi camita mientras ella, con su omnipresente cigarrillo, me escuchaba recitarla. Nada me gustaba más que decir mis oraciones, pero aquellas palabras me inquietaban y la acosaba a preguntas. ¿Qué es el alma? ¿De qué color es? Yo sospechaba que mi alma, como era traviesa, podía escabullirse mientras soñaba y no regresar. Hacía todo lo posible por no quedarme dormida, para mantenerla dentro de mí, donde debía estar.
Quizá para satisfacer mi curiosidad, mi madre me apuntó a catequesis. A fuerza de repetir aprendíamos versículos de la Biblia y las palabras de Jesús. Después nos colocaban en fila y nos recompensaban con una cucharada de miel. Solo había una cuchara para servir a un montón de niños con tos. Yo rehuía la cuchara de forma instintiva, pero enseguida acepté la noción de Dios. Me gustaba imaginarme una presencia por encima de nosotros, en continuo movimiento, como estrellas líquidas.
No satisfecha con mi oración infantil, pronto pedí a mi madre que me dejara inventar las mías. Fue un alivio no tener que seguir repitiendo las palabras
If l should die before I wake, I pray the Lord my soul to take
y poder expresar, en cambio, lo que tenía en el corazón. Acostada en mi cama junto a la estufa de carbón, me sentía libre para murmurar largas cartas a Dios. No dormía mucho y debí de irritarlo con mis interminables promesas, visiones y proyectos. Pero, conforme pasó el tiempo, terminé experimentando una clase distinta de oración, una oración silenciosa que requería escuchar más que hablar.
Mi riachuelo de palabras se disipó en una compleja noción de expansión y alejamiento. Fue mi entrada en el fulgor de la imaginación. Aquel proceso se acentuó con los estados febriles debidos a la gripe, el sarampión, la varicela y las paperas. Contraje todas aquellas enfermedades y, con cada una, tuve el privilegio de alcanzar un nuevo grado de conciencia. En profunda comunión conmigo misma, mientras la simetría de un copo de nieve giraba sobre mí y se intensificaba a través de los párpados cerrados, accedía a una visión del más alto valor, un fragmento del calidoscopio celestial.
Poco a poco, mi amor por los libros fue deshancando mi amor por la oración. Me quedaba sentada a los pies de mi madre, viéndola tomar café y fumar con un libro en el regazo. Su ensimismamiento me fascinaba. Aunque aún no iba a la guardería, me gustaba mirar sus libros, acariciar las páginas y levantar el papel de seda que protegía los frontispicios. Quería saber qué contenían, qué captaba tanto su atención. Cuando mi madre descubrió que había escondido su tomo carmesí de
El libro de los mártires
de John Foxe debajo de mi almohada, con la esperanza de absorber su significado, se sentó conmigo y comenzó el laborioso proceso de enseñarme a leer. Con sumo esfuerzo, pasamos de la mamá Gansa a los cuentos de Dr. Seuss. Cuando ya no necesité más instrucción, me permitía unirme a ella en nuestro duro sofá mientras leía
Las sandalias del pescador
y
Las zapatillas rojas.
Leer me apasionaba. Anhelaba leerlo todo, y lo que leía me creaba nuevos anhelos. A veces me iba a África y ofrecía mis servicios a Albert Schweitzer o, engalanada con mi gorro de piel de mapache y mi polvorera de cuerno, defendía al pueblo como Davy Crockett. Podía escalar el Himalaya y vivir en una cueva donde haría girar una rueda de oración para mantener la tierra en movimiento. Pero la necesidad de expresarme era mi deseo más fuerte, y mis hermanos fueron los primeros que conspiraron conmigo para sacar partido a mi imaginación. Escucharon atentamente mis historias, se prestaron a actuar en mis obras de teatro y combatieron en mis guerras con arrojo. Con ellos de mi parte, cualquier cosa parecía posible.