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Authors: Patti Smith

Éramos unos niños (23 page)

BOOK: Éramos unos niños
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Yo estaba muy ilusionada con ir. Me puse mi sombrero de paja y fui a pie, pero, cuando llegué, fui incapaz de entrar. Jimi Hendrix subió la escalera y por casualidad me encontró sentada en un peldaño como un pasmarote y sonrió. Tenía que coger un avión a Londres para tocar en el festival de la isla de Wight. Cuando le dije que era demasiado cobarde para entrar, él se rió con dulzura y dijo lo contrario de lo que cabría esperar: que era tímido y las fiestas le ponían nervioso. Pasó un ratito conmigo en la escalera y me contó lo que proyectaba hacer con el estudio. Soñaba con reunir a músicos de todo el mundo en Woodstock. Se sentarían en círculo en un campo y tocarían sin parar. No importaba qué melodía, en qué tono o con qué ritmo. Seguirían tocando pese a la disonancia hasta encontrar un lenguaje común. Al final, grabarían aquel lenguaje abstracto universal de la música en su nuevo estudio.

«El lenguaje de la paz. ¿Te va?» Me iba.

No recuerdo si llegué a entrar en el estudio, pero Jimi jamás hizo realidad su sueño. En septiembre fui a París con mi hermana y Annie. Sandy Daley tenía un contacto en una compañía aérea y nos ayudó a encontrar vuelos baratos. París había cambiado en un año, al igual que había hecho yo. Era como si, poco a poco, el mundo entero estuviera siendo despojado de su inocencia. O quizá estuviera viendo con demasiada claridad.

Mientras paseábamos por el boulevard Montparnasse vi un titular que me apenó muchísimo:
Jimi Hendrix est mort. 27 ans.
Sabía qué significaban aquellas palabras.

Jimi Hendrix jamás tendría ocasión de regresar a Woodstock para crear un lenguaje universal. Jamás volvería a grabar en Electric Lady. Sentí que todos habíamos perdido a un amigo. Recordé su espalda, su chaleco bordado y sus largas piernas cuando subió la escalera y salió al mundo por última vez.

El 3 de octubre, Steve Paul nos mandó un coche a Robert y a mí para que nos llevara a ver a Johnny Winter en el Fillmore East. Johnny estaba pasando unos días en el Chelsea. Después del concierto regresamos todos a su habitación. Había tocado en el velatorio de Jimi Hendrix y juntos lloramos la pérdida de nuestro poeta de la guitarra y nos consolamos hablando de él.

Pero la noche siguiente nos reuniríamos otra vez en la habitación de Johnny para volver a consolarnos. Solo escribí dos palabras en mi diario: Janis Joplin. Había muerto de una sobredosis en la habitación 105 del hotel Landmark de Los Ángeles, con veintisiete años.

Johnny se hundió. Brian Jones. Jimi Hendrix, Janis Joplin. Estableció de inmediato el nexo de las jotas, mientras el dolor se le mezclaba con el miedo. Era muy supersticioso y le preocupaba ser el siguiente. Robert intentó calmarlo, pero me dijo: «Lo entiendo perfectamente. Es muy raro»; me propuso que le echara las cartas y lo hice. Las cartas hablaban de una vorágine de fuerzas encontradas, pero no auguraban ningún peligro inminente. Con cartas o sin ellas, Johnny no se enfrentaba a la muerte. Tenía algo especial. Johnny era inconstante. Incluso mientras se preocupaba por las muertes del club de la jota y se paseaba frenéticamente por la habitación, era como si no pudiera quedarse quieto el tiempo suficiente para morir.

——>>*<<——

Yo estaba dispersa y bloqueada, rodeada de canciones sin terminar y poemas abandonados. Iba tan lejos como podía y me topaba con una pared, mis limitaciones imaginarias. Y entonces conocí a un hombre que me reveló su secreto, y era bastante sencillo. Cuando te topas con una pared, solo tienes que derribarla a patadas.

Todd Rundgren me llevó al Village Gate para escuchar a una banda que se llamaba The Holy Modal Rounders. Todd había grabado su propio álbum,
Runt,
y estaba buscando material interesante para producirlo. En el Village Gate, las grandes estrellas como Nina Simone y Miles Davis cantaban arriba, mientras que los grupos más marginales tocaban en el sótano. Yo no había oído nunca a The Holy Modal Rounders, cuya «Bird Song» formaba parte de la banda sonora de
Easy Rider,
pero sabía que serían interesantes porque a Todd le gustaba música poco corriente.

Fue como estar en un baile country en Arabia con una banda de psicobilly. Me concentré en el batería, que parecía un fugitivo de la justicia escondiéndose detrás de su instrumento mientras los polis lo buscaban en otro sitio. Poco antes de terminar cantó un tema titulado «Blind Rage» y mientras aporreaba la batería pensé: «Este tío encarna la auténtica alma del rock and roll». Poseía belleza, energía y un magnetismo animal.

Me lo presentaron cuando fuimos a los camerinos. Dijo que se llamaba Slim Shadow. «Es un placer, Slim», dije. Le mencioné que colaboraba con una revista de rock llamada
Crawdaddy
y que quería escribir un artículo sobre él. Pareció que la idea le divertía. Se limitó a asentir mientras yo comenzaba a soltarle el rollo y le hablaba de su potencial, de cómo «te necesita el rock and roll».

«Pues no me lo había planteado», fue su lacónica respuesta.

Estaba segura de que
Crawdaddy
aceptaría un artículo sobre aquella futura salvación del rock and roll, y Slim accedió a ir a la calle Veintitrés para que lo entrevistara. Le divirtió mi desorden, se repantigó en la estera y me habló de él. Dijo que había nacido en un remolque y me contó una buena historia. Hablaba bien. En una afortunada inversión de papeles, el cuentacuentos fue él y no yo. Era posible que sus historias fueran incluso más inventadas que las mías. Tenía una risa contagiosa y era rudo, inteligente e intuitivo. Para mí, era el tipo con la boca de vaquero
{4}
.

En los días siguientes, aparecía por la noche ante mi puerta con su sonrisa tímida y atractiva y yo cogía mi abrigo y salíamos a dar un paseo. Nunca nos alejábamos mucho del Chelsea, pero parecía que la ciudad se hubiera disuelto en un matorral de artemisa y la basura que arrastraba el viento se hubiera transformado en plantas rodantes.

Un frente frío se cernió sobre Nueva York en octubre. Empecé a tener una tos muy fea. La calefacción era imprevisible en el loft. No estaba concebido para vivir en él y de noche hacía frío. Robert a menudo se quedaba en casa de David y yo me tapaba con todas nuestras mantas y me quedaba despierta hasta muy tarde, leyendo tebeos de la Pequeña Lulú y escuchando a Bob Dylan. Las muelas del juicio me daban problemas y estaba agotada. Mi médico dijo que tenía anemia y me ordenó que tomara carne roja y bebiera cerveza negra, un consejo que dieron a Baudelaire durante el invierno que pasó en Bruselas solo y enfermo.

Yo tenía algo más de iniciativa que el pobre Baudelaire. Me puse un viejo abrigo de tela escocesa con los bolsillos muy grandes y robé dos pequeños filetes en Gristede's con intención de freírlos en el hornillo eléctrico en la sartén de hierro fundido de mi abuela. Me sorprendió encontrarme con Slim en la calle y dimos nuestro primer paseo diurno. Preocupada por que la carne se me estropeara, tuve que terminar confesándole que llevaba dos filetes crudos en el bolsillo. Él me miró, intentando determinar si le estaba diciendo la verdad. Luego me metió la mano en el bolsillo y sacó un filete en mitad de la Séptima Avenida. Negó con la cabeza, fingiendo que me reprendía, y dijo: «Vale, preciosa, vamos a comer».

Subimos y enchufé el hornillo. Nos comimos los filetes en la misma sartén. Después de ese día, Slim se preocupó por si yo comía suficiente. Al cabo de unas noches, pasó por casa y me preguntó si me gustaba la langosta de Max's. Le respondí que no la había probado nunca. Pareció sorprenderse.

—¿No has tomado langosta en Max's?

—No, no he comido nunca en Max's.

—¿Qué? Ponte el abrigo. Vamos a papear.

Cogimos un taxi hasta Max's. Slim entró tranquilamente en la sala vip, pero no nos sentamos a la mesa redonda. Luego, pidió por mí. «Tráigale la langosta más grande que tenga.» Advertí que todo el mundo nos estaba mirando. Me di cuenta de que nunca había ido a Max's con ningún hombre aparte de Robert, y Slim era un hombre guapísimo. Y cuando llegó mi gigantesca langosta con mantequilla, también me di cuenta de que aquel vaquero quizá no tenía dinero para pagar la cuenta.

Mientras comía, advertí que Jackie Curtis me estaba haciendo señas con la mano. Supuse que querría parte de mi langosta, lo que me pareció bien. Envolví una carnosa pinza en una servilleta y la seguí al aseo de señoras. Jackie se puso a interrogarme de inmediato.

—¿Qué estás haciendo con Sam Shepard? —soltó.

—¿Sam Shepard? —dije—. Oh, no. Ese tío se llama Slim.

—Cielo, ¿no sabes quién es?

—Es el batería de The Holy Modal Rounders.

Jackie hurgó frenéticamente en su bolso, contaminando el aire con su colorete.

—Es un dramaturgo experimental buenísimo. Daban una obra suya en Lincon Center. ¡Ganó cinco Obies! —dijo a toda velocidad mientras se perfilaba las cejas. Yo la miré con incredulidad. Su revelación parecía un giro argumental en un musical de Judy Garland y Mickey Rooney.

—Bueno, eso no significa mucho para mí —dije.

—No seas tonta —insistió ella, agarrándome con histrionismo—. Puede meterte en Broadway. —Jackie tenía el don de convertir cualquier contacto fortuito en una película de la serie B.

No quiso la pinza de langosta.

—No, gracias, cielo. Ando tras una presa más grande. ¿Por qué no lo traes a mi mesa? Me encantaría saludarlo.

Yo no tenía los ojos puestos en Broadway ni estaba dispuesta a pasearlo como un trofeo, pero supuse que, aunque si lo que Jackie decía era cierto, seguro que tenía dinero para pagar la cuenta.

Regresé a la mesa y lo miré fijamente.

—¿Te llamas Sam? —pregunté.

—Oh, sí, así es —respondió él, arrastrando la voz como W. C. Fields. Pero en ese momento trajeron el postre, helado de vainilla con chocolate líquido.

—Sam es un buen nombre —dije—. Funcionará.

—Cómete tu helado, Patti Lee —dijo él.

Me sentía cada vez más fuera de lugar en la vorágine social de Robert. Él me acompañaba a meriendas, cenas y alguna que otra fiesta. Comíamos en mesas donde un único servicio tenía más tenedores y cucharas de los que necesitaba una familia de cinco. Nunca entendí por qué debíamos cenar separados ni por qué debía yo entablar conversación con personas que no conocía. Me limitaba a quedarme sentada, sintiéndome desgraciada mientras esperaba el plato siguiente. Nadie parecía tan impaciente como yo. No obstante, tenía que admirar a Robert cuando veía cómo se relacionaba con una facilidad que yo desconocía, ofreciendo fuego y manteniendo la mirada mientras hablaba.

Estaba comenzando a introducirse en la alta sociedad. En ciertos aspectos, su cambio social me resultaba más difícil de asimilar que su cambio sexual. Solo había tenido que comprender y aceptar la dualidad de su sexualidad. Pero, para seguirle los pasos en el terreno social, habría tenido que cambiar mis costumbres.

Algunos de nosotros nacemos rebeldes. Al leer la biografía de Nancy Mildford sobre Zelda Fitzgerald me identifiqué con su espíritu indómito. Me recuerdo pasando por delante de escaparates con mi madre y preguntándole por qué no los destrozaba la gente a patadas. Ella me explicó que había normas tácitas de conducta social y que ese era el modo de coexistir como personas. De inmediato, me sentí limitada por la noción de que nacemos en un mundo donde todo está determinado por quienes nos han precedido. Me esforcé por reprimir mis impulsos destructivos y, en cambio, desarrollé los creativos. Aun así, la niña contraria a las normas que llevaba dentro no había muerto.

Cuando expliqué a Robert las ganas que mi niña interior tenía de destrozar escaparates, él se rió de mí.

«¡Patti! Eres una mala semilla», dijo. Pero no era verdad.

En cambio, Sam se identificó con mi historia. No tuvo ningún problema en imaginarme con mis zapatitos marrones, rabiando por armar la gorda. Cuando le dije que a veces tenía ganas de dar una patada a un escaparate, solo dijo: «Dásela, Patti Lee. Yo te pago la fianza». Con Sam podía ser yo misma. Él comprendía mejor que nadie qué sentías al estar atrapado en tu propia piel.

Robert no congenió con Sam. Él me estaba animando a ser más refinada y le preocupaba que Sam solo exagerara mis modales irreverentes. Desconfiaban uno del otro y jamás lograron salvar aquella brecha. Un observador casual podría haberlo atribuido a que eran especies distintas, pero yo lo atribuía a que ambos tenían carácter y querían lo mejor para mí. Sin contar mis modales en la mesa, reconocía algo de mí en ambos y aceptaba sus encontronazos con humor y orgullo.

Alentado por David, Robert llevó su obra de galería en galería sin resultados. Impasible, buscó una alternativa y decidió exponer sus collages el día de su cumpleaños en la galería Stanley Amos del hotel Chelsea.

Lo primero que hizo fue ir a Lamston's. Era más pequeño y barato que Woolworth's. Robert y yo aprovechábamos cualquier excusa para fisgar entre su anticuado género: hilo, patrones, botones, artículos de droguería, las revistas
Redbook
y
Photoplay,
pebeteros, postales y bolsas de caramelos, pasadores y cintas. Robert compró montones de sus clásicos marcos plateados. A dólar la unidad, tenían mucho éxito y hasta los compraban personas como Susan Sontag.

Robert quería crear invitaciones únicas. Para ello, eligió una baraja de cartas ilustradas con porno blando que había comprado en la calle Cuarenta y dos e imprimió la información en el dorso. Luego las metió en un tarjetero de piel de vaca sintética que había encontrado en Lamston's.

La exposición consistía en collages centrados en fenómenos de feria, pero Robert preparó un retablo bastante grande para la ocasión. Utilizó varios de mis objetos personales en aquella creación, entre ellos mi piel de lobo, un pañuelo bordado de terciopelo y un crucifijo francés. Discutimos un poco por su apropiación de mis cosas, pero, por supuesto, cedí y Robert dijo que nadie lo compraría. Solo quería que la gente lo viera.

Fue en la suite 510 del hotel Chelsea. La habitación estaba atestada de gente. Robert llegó con David. Cuando miré a mi alrededor, rememoré toda nuestra historia en el hotel. Sandy Daley, una de las personas que más apoyaba a Robert, estaba radiante. A Harry le fascinó tanto el retablo que decidió filmarlo para su película inspirada en
Ascenso y caída de la ciudad de Mahagonny.
Jerome Ragni, el coautor de
Hair,
compró uno de los collages. El coleccionista Charles Coles se citó con Robert para hablar de una futura compra. Gerard Malanga y Rene Ricard alternaron con Donald Lyons y Bruce Rudow. David fue un anfitrión elegante y el portavoz de la obra de Robert.

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