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Authors: Patti Smith

Éramos unos niños (4 page)

BOOK: Éramos unos niños
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Ese mismo día, en Brooklyn, Robert se colocó con LSD. Ordenó su área de trabajo y puso su cuaderno y lápices de dibujo en una mesa baja con un cojín para sentarse. Extendió una lámina de papel revestido de arcilla en la mesa. Sabía que a lo mejor no podía dibujar cuando el ácido le subiera, pero quería tener sus instrumentos cerca por si los necesitaba. Ya había intentado trabajar bajo los efectos del LSD, pero aquello lo conducía hacia espacios negativos, zonas que, normalmente, tenía la fortaleza de eludir. A menudo, la belleza que contemplaba era un engaño y su producto resultaba agresivo y desagradable. No se planteaba qué significaba aquello. Solo era así.

Al principio, el LSD le pareció inofensivo y eso lo decepcionó, porque había tomado más que de costumbre. Había pasado por la fase de anticipación y agitación nerviosa. Le encantaba aquella sensación. Identificó la emoción y el temor que notaba en el estómago. Solía experimentarlos cuando era monaguillo y, vestido con su sotanita, esperaba tras las cortinas de terciopelo cargado con la cruz, listo para marchar en procesión.

Pensó que no iba a suceder nada.

Enderezó un marco dorado sobre la repisa de la chimenea. Percibió la sangre corriéndole por las venas, atravesándole la muñeca y los relucientes bordes del puño de la camisa. Percibió la habitación en planos, sirenas y ladridos de perros, la pulsación de las paredes. Advirtió que estaba apretando los dientes. Percibió su propia respiración como la respiración de un dios moribundo. Una lucidez terrible se apoderó de él; una fuerza paralizante que lo postró de rodillas. Ante él se desplegó un hilo de recuerdos como arropía: rostros acusadores de compañeros cadetes, agua bendita que inundaba la letrina, compañeros de clase que pasaban como perros indiferentes, la desaprobación de su padre, su expulsión del Cuerpo de Adiestramiento de Oficiales de la Reserva y las lágrimas de su madre, cuya soledad se mezcló con el apocalipsis de su mundo.

Intentó levantarse. Se le habían dormido las piernas. Consiguió ponerse en pie y se las restregó. Tenía las venas de las manos hinchadísimas. Se quitó la camisa húmeda y empapada de luz para mudar las pieles que lo encarcelaban.

Miró la lámina extendida en su mesa. Vio la obra, aunque no estuviera dibujada aún. Se agachó y trabajó con seguridad bajo los últimos rayos de luz vespertina. Hizo dos dibujos, inseguros y amorfos. Escribió las palabras que había visto y percibió la gravedad de lo que había escrito: «Destrucción del universo. 30 de mayo de 1967».

«Está bien», pensó, con cierta tristeza. Porque nadie vería lo que había visto él, nadie lo comprendería. Estaba habituado a aquella sensación. La tenía desde que nació, pero, antes, había intentado compensarla, como si fuera culpa suya. Lo había hecho con su carácter dulce, buscando la aprobación de su padre, sus profesores, sus compañeros.

No sabía a ciencia cierta si era buena o mala persona. Si era altruista. Si era demoníaco. Pero de una cosa estaba seguro: era un artista. Y por eso no se disculparía jamás. Se apoyó en una pared y se fumó un cigarrillo. Se sentía envuelto en claridad, un poco tembloroso, pero sabía que aquello solo era físico. Estaba comenzando a notar otra sensación para la que no tenía nombre. Se sentía dueño de su vida. Ya no volvería a ser un esclavo.

Cuando anocheció, advirtió que tenía sed. Le apetecía un vaso de leche con cacao. Había un sitio que estaría abierto. Se palpó el bolsillo donde llevaba algunas monedas, dobló la esquina y se dirigió a Myrtle Avenue, sonriendo en la oscuridad.

——>>*<<——

En la primavera de 1967 evalué mi vida. Había traído al mundo un hijo sano y lo había puesto bajo la tutela de una familia amorosa y culta. Había dejado mis estudios de magisterio porque carecía de la disciplina, el propósito y el dinero que necesitaba para continuar. Tenía un empleo eventual muy mal pagado en una imprenta de libros de texto de Filadelfia.

Mi preocupación inmediata era decidir mi siguiente paso y pensar en cómo me las iba a arreglar. Abrigaba la esperanza de ser artista, aunque sabía que nunca podría pagarme la escuela de bellas artes y tendría que trabajar. No había nada que me atara a mi hogar, ninguna perspectiva de futuro ni ningún sentimiento de comunidad. Mis padres nos habían educado en una atmósfera de diálogo religioso, de compasión, de derechos civiles, pero el ambiente general del sur rural de Nueva Jersey no era favorable a los artistas. Mis pocos compañeros se habían mudado a Nueva York para escribir poesía y estudiar bellas artes, y yo me sentía muy sola.

Había encontrado consuelo en Arthur Rimbaud, con quien me había tropezado en un quiosco enfrente de la terminal de autobuses de Filadelfia cuando tenía dieciséis años. Su altiva mirada se cruzó con la mía desde la tapa de
Iluminaciones.
Poseía una inteligencia irreverente que me estimulaba y lo adopté como compañero, pariente e incluso amor secreto. Como no tenía los noventa y nueve centavos que costaba el libro, me lo metí en el bolsillo.

Rimbaud tenía las llaves de un lenguaje místico que yo devoraba pese a no poder descifrarlo del todo. Mi amor no correspondido por él era tan real para mí como otras cosas que había experimentado. En la imprenta donde había trabajado con un grupo de austeras mujeres analfabetas, fui hostigada en su nombre. Sospecharon que era comunista por leer un libro en otro idioma y me amenazaron en el retrete para que lo denunciara. Fue aquel ambiente lo que alimentó mi enfado. Por Rimbaud escribí y soñé. Se convirtió en mi arcángel y me salvó del horror de la tediosa vida obrera. Sus manos habían cincelado un manual del paraíso y yo las asía con fuerza. Conocerlo me permitía caminar con la cabeza alta y aquello no me lo podían quitar. Metí mi ejemplar de
Iluminaciones
en una maleta de cuadros. Escaparíamos juntos.

Tenía un plan. Buscaría amigos que estuvieran estudiando en el Instituto Pratt de Brooklyn. Pensé que, si me introducía en su ambiente, aprendería de ellos. Cuando la imprenta de libros de texto me despidió a finales de junio, lo interpreté como la señal de que debía marcharme. En el sur de Nueva Jersey era difícil encontrar empleo. Yo estaba en lista de espera para trabajar en la fábrica de Columbia Records de Pitman y la empresa de sopas Campbell de Camden, pero pensar en cualquiera de los dos empleos me daba náuseas. Tenía dinero suficiente para un billete de ida. Pensaba pasarme por todas las librerías de Nueva York. Me parecía el trabajo ideal. Mi madre, que era camarera, me regaló unos zapatos blancos de tacón bajo y un uniforme nuevo envuelto en papel liso.

«Nunca conseguirás ser camarera —dijo—, pero, aun así, quiero ayudarte.» Fue su manera de mostrarme su apoyo.

Fue la mañana del lunes 3 de julio. Me despedí tan bien como fui capaz, recorrí a pie los casi dos kilómetros hasta Woodbury y cogí un autobús a Filadelfia. Al pasar por mi querido Camden, incliné respetuosamente la cabeza ante la patética fachada del hotel Walt Whitman, antaño próspero. Sentí una punzada de dolor al abandonar aquella ciudad en aprietos, pero allí no había trabajo para mí. Iban a cerrar el gran astillero y pronto todo el mundo estaría buscando trabajo.

Me apeé en Market Street y entré en Nedick's, metí veinticinco centavos en la máquina de discos, escuché dos caras de Nina Simone y me tomé un bollo con café de despedida. Me dirigí a Filbert Street y llegué a la terminal de autobuses. Enfrente estaba el quiosco que había frecuentado en los últimos años. Me detuve delante del sitio donde me había metido el Rimbaud en el bolsillo. En su lugar había un estropeado ejemplar de
Amor en la orilla izquierda
con granuladas fotografías en blanco y negro de la vida nocturna parisina de finales de los años cincuenta. Las imágenes de la hermosa Vali Myers, con el pelo alborotado y los ojos perfilados con kohl, bailando en las calles del Barrio Latino, me causaron una profunda impresión. No robé el libro, pero grabé su imagen en mi recuerdo.

Fue un duro golpe que el billete a Nueva York valiera casi el doble que la última vez que había viajado. No pude comprarlo. Me metí en una cabina telefónica para pensar. Fue un momento digno de Clark Kent. Pensé en llamar a mi hermana pese a estar demasiado avergonzada para regresar a casa. Pero, debajo del teléfono, en el estante, encima de las recias páginas amarillas, había un bolso blanco de charol. Contenía un guardapelo y treinta y dos dólares, casi el sueldo de una semana en mi último empleo.

Muy a pesar mío, cogí el dinero, pero dejé el bolso en el mostrador de las taquillas con la esperanza de que su dueña recuperara al menos el guardapelo. En él no había nada que revelara su identidad. Solo puedo dar las gracias, como he hecho tantas veces a lo largo de los años, a aquella benefactora anónima. Fue ella quien me dio el último empujón, un buen augurio para una ladrona. Acepté el regalo del bolsito blanco como una señal de que el destino me alentaba a continuar.

Con veinte años, me subí al autobús. Llevaba el pantalón de peto, un jersey negro de cuello alto y la vieja gabardina gris que había comprado en Camden. Mi maletita, de cuadros rojos y amarillos, contenía algunos lápices de dibujo, un cuaderno,
Iluminaciones,
unas cuantas prendas de ropa y fotografías de mis hermanos. Yo era supersticiosa. Aquel día era lunes; yo había nacido en lunes. Era un buen día para llegar a Nueva York. Nadie me esperaba. Todo me aguardaba.

Cogí inmediatamente el metro de Port Authority a Jay Street y Borough Hall, y luego a Hoyt-Schermerhorn y DeKalb Avenue. Era una tarde soleada. Confiaba en que mis amigos pudieran alojarme hasta que encontrara un sitio. Fui a la dirección que me habían dado, pero se habían mudado. El nuevo inquilino fue educado. Me señaló una habitación del fondo y sugirió que su compañero de piso podía saber la nueva dirección.

Entré en la habitación. Había un muchacho dormido encima de una sencilla cama de hierro. Era pálido y delgado con una oscura mata de pelo rizado. Tenía el torso desnudo y collares de cuentas alrededor del cuello. Me quedé quieta. Él abrió los ojos y sonrió.

Cuando le conté mi difícil situación, se levantó de un salto, se puso las sandalias y una camiseta blanca y me indicó que lo siguiera.

Lo observé mientras caminaba delante de mí, ágil, con las piernas un poco arqueadas. Me fijé en sus manos mientras se golpeteaba los muslos con los dedos. Nunca había visto a nadie como él. Me condujo hasta otra casa de Clinton Avenue, se despidió con un breve saludo, sonrió y se marchó.

Pasó el día. Esperé a mis amigos. La suerte quiso que no regresaran. Esa noche, al no tener adonde ir, me quedé dormida en su portal. Cuando me desperté, era el día de la Independencia, el primero que pasaba lejos de casa, con su desfile, su comida al aire libre para los veteranos y su espectáculo de pirotecnia. Percibí crispación en el ambiente. Jaurías de niños lanzaron petardos que me estallaron en los pies. Pasaría aquel día de una forma muy similar a como pasé las semanas siguientes, buscando conocidos, cobijo y, con más urgencia, empleo. El verano parecía mala época para encontrar un estudiante compasivo. Nadie estaba muy dispuesto a echarme una mano. Todo el mundo tenía dificultades y yo, llegada del campo, solo era una presencia incómoda. Al final, regresé a Manhattan y dormí en Central Park, no lejos de la estatua del Sombrerero Loco.

Dejé solicitudes de trabajo en tiendas y librerías de toda la Quinta Avenida. A menudo me detenía delante de un hotel suntuoso, convertida en una observadora ajena al estilo de vida proustiano de la clase privilegiada, que salía de lustrosos coches negros con exquisitos baúles marrones estampados de dorado. Era otra cara de la vida. Había calesas estacionadas entre el cine París y el hotel Plaza. En periódicos que encontraba en la basura, buscaba qué hacer por las noches. Parada en la otra acera del Metropolitan, veía entrar a la gente y percibía su expectación.

Nueva York era una urbe auténtica, furtiva y sexual. Grupos de exaltados marineros que buscaban acción en la calle Cuarenta y dos, repleta de cines X, mujeres descaradas, rutilantes tiendas de recuerdos y vendedores de perritos calientes, me daban topetazos al pasar. Yo deambulaba por los bingos y miraba a través de las grandes cristaleras del espléndido Grant's Raw Bar, lleno de hombres con abrigos negros que se servían montones de ostras frescas.

Los rascacielos eran hermosos. No parecían meros edificios empresariales. Eran monumentos al espíritu arrogante pero filantrópico de Estados Unidos. El carácter de cada manzana era vigorizante y se podía percibir el devenir de la historia. El Viejo Mundo y el emergente plasmados en el ladrillo y el mortero de artesanos y arquitectos.

Caminaba durante horas de parque en parque. En Washington Square aún percibía los personajes de Henry James y la presencia del propio autor. Al entrar en el perímetro del arco blanco, oía bongos y guitarras acústicas, canciones de protesta y discusiones políticas, activistas repartiendo octavillas, jóvenes desafiando a jugadores de ajedrez ya maduros. Aquel ambiente de apertura era algo que nunca había experimentado, una libertad llana que no parecía oprimir a nadie.

Estaba agotada y hambrienta y llevaba mis pocos efectos personales envueltos en una tela, como los vagabundos, un hatillo sin palo; mi maleta escondida en Brooklyn. Era domingo y descansé de mi búsqueda de empleo. Había pasado la noche en el metro, yendo y viniendo de Coney Island, echando cabezadas cuando podía. Me apeé en la estación de Washington Square y caminé por la Sexta Avenida. Me detuve cerca de Houston Street para ver cómo jugaban los chicos a baloncesto. Fue allí donde conocí a Saint, mi guía, un cherokee negro con un pie en la calle y otro en la Vía Láctea. Apareció de repente, como a veces se encuentran los vagabundos.

Lo examiné con rapidez, por dentro y por fuera, y vi que era de fiar. Me pareció natural hablar con él, aunque no tuviera por costumbre hablar con desconocidos.

—Oye, hermana. ¿Cuál es tu situación?

—¿En la tierra o en el universo?

Él se rió y dijo:

—¡Vale!

Lo observé mientras miraba el cielo. Se parecía a Jimi Hendrix, alto, delgado y afable, aunque algo andrajoso. No representaba ninguna amenaza, no hizo ninguna insinuación sexual, ninguna alusión a nada físico, salvo a lo más básico.

—¿Tienes hambre? —Sí.

—Vamos.

La calle de los cafés estaba empezando a despertar. Saint se detuvo en varios establecimientos de MacDougal Street. Saludó a los camareros, que se estaban preparando para el nuevo día. «¡Eh, Saint!», decían ellos, y él les soltaba el rollo mientras yo aguardaba a unos metros de distancia. «¿Tenéis algo para mí?», preguntaba.

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