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Authors: Patti Smith

Éramos unos niños (21 page)

BOOK: Éramos unos niños
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Unos días después nos encontrábamos en casa de Sandy. Robert cogió su cámara Polaroid con aire despreocupado. «¿Me la dejas?», preguntó.

——>>*<<——

La cámara Polaroid en las manos de Robert. El acto físico, un rápido movimiento de muñeca. El chasquido al sacar la fotografía y la expectación, sesenta segundos para ver cómo había quedado. La inmediatez del proceso se adecuaba a su carácter.

Al principio, jugueteó con la cámara. No estaba totalmente convencido de que fuera lo suyo. Y la película era cara, diez fotos por unos tres dólares, una suma considerable en 1971. Pero tenían bastante más calidad que las del fotomatón y no había que llevarlas a revelar.

Fui su primera modelo. Se sentía cómodo conmigo y necesitaba tiempo para definir su técnica. El mecanismo de la cámara era sencillo, pero las opciones eran limitadas. Hicimos incontables fotografías. Al principio, Robert tuvo que frenarme. Yo quería que hiciera fotografías como la carátula de
Bringing It All Back Home,
donde Bob Dylan se rodea de sus cosas preferidas. Distribuí mis dados y mi matrícula con el logo de The Sinner, un disco de Kurt Weill, mi disco de
Blonde on Blonde,
y me vestí con una combinación negra como Anna Magnani.

—Hay demasiada porquería —dijo—. Deja que te saque solo a ti.

—Pero estas cosas me gustan —aduje.

—No estamos haciendo una carátula. Estamos haciendo arte.

—¡Odio el arte! —grité, y Robert hizo la fotografía.

Él fue su primer modelo masculino. Nadie podía cuestionarle cuando se fotografiaba a sí mismo. Tenía el control. Viéndose, decidía qué quería ver.

Estaba satisfecho con sus primeras imágenes, pero la película valía tanto que se vio obligado a dejar la cámara, aunque no por mucho tiempo.

Robert dedicaba muchas horas a mejorar su espacio y la presentación de su obra. Pero, a veces, me miraba con preocupación. «¿Va todo bien?», me preguntaba. Yo le decía que estuviera tranquilo. En verdad, yo hacía tantas cosas que su orientación sexual no era mi preocupación inmediata.

David me caía bien, Robert estaba creando obras excepcionales y, por primera vez, podía expresarme como quería. Mi habitación reflejaba el colorido desorden de mi mundo interior, parte furgón, parte reino de las hadas.

Una tarde vino a vernos Gregory Corso. Primero visitó a Robert y fumaron hierba, así que, cuando pasó a mi parte del loft, el sol ya había empezado a ponerse. Yo estaba sentada en el suelo escribiendo en la Remington. Gregory entró y examinó la habitación muy despacio. Vasos para orinar y juguetes rotos. «Sí, una habitación como las que a mí me gustan.» Le acerqué un viejo sillón. Gregory se encendió un cigarrillo y se puso a leer mi montón de poemas abandonados. Se quedó dormido e hizo una pequeña quemadura en el brazo del sillón. La apagué con un poco de Nescafé. Él se despertó y se bebió el resto. Le di unos cuantos pavos para sus necesidades más apremiantes. Cuando se iba, miró un viejo crucifijo francés colgado encima de mi estera. Bajo los pies de Cristo había una calavera adornada con las palabras
Memento mori.
«Significa "Recuerda que eres mortal" —dijo Gregory—, pero la poesía no lo es.» Asentí.

Cuando se marchó, me senté en el sillón y pasé los dedos por la quemadura de cigarrillo, una cicatriz dejada por uno de nuestros grandes poetas. Gregory siempre suponía problemas y hasta podía hacer estragos, pero nos regaló una obra tan pura como un cervatillo recién nacido.

La clandestinidad estaba asfixiando a Robert y a David. Los dos disfrutaban con un poco de misterio, pero creo que David era demasiado franco para seguir ocultándome su relación. Comenzaron a surgir tensiones entre ellos.

Aquella situación alcanzó su punto crítico en una fiesta en la que Robert y yo habíamos quedado con David y su pareja, Loulou de la Falaise. Estábamos bailando los cuatro. Loulou, una carismática pelirroja, célebre musa de Yves Saint Laurent e hija de una modelo de Schiaparelli y un conde francés, me caía simpática. Llevaba una recia pulsera africana; cuando se la quitó, tenía un cordel rojo alrededor de su finísima muñeca que, según decía, le había atado Brian Jones.

Parecía que todo iba bien, salvo que Robert y David no hacían más que separarse de nosotras para discutir acaloradamente en un rincón. De pronto, David agarró a Loulou de la mano, la sacó de la pista de baile y abandonó la fiesta de forma repentina.

Robert corrió tras él y yo lo seguí. Cuando David y Loulou estaban subiendo a un taxi, Robert gritó a David que no se marchara. Loulou miró a David, desconcertada, y le preguntó: «¿Sois amantes?». Él cerró la puerta con violencia y el taxi arrancó.

Robert se vio obligado a contarme lo que yo ya sabía. Mantuve la calma y guardé silencio mientras se esforzaba por encontrar las palabras apropiadas para explicar lo que acababa de suceder. Verlo tan torturado no me procuró ningún placer. Sabía que aquello era difícil para él, de modo que le expliqué lo que Tinkerbelle me había contado.

Él se puso furioso.

«¿Por qué no me has dicho nada?»

Enterarse de que Tinkerbelle no solo me había dicho que tenía una aventura, sino también que era homosexual lo dejó destrozado. Era como si hubiera olvidado que yo ya lo sabía. También debió de resultarle difícil porque era la primera vez que lo identificaban abiertamente con una orientación sexual. Su relación con Terry en Brooklyn había quedado entre nosotros tres, no había salido a la luz pública.

Se puso a llorar.

—¿Estás seguro? —le pregunté.

—No estoy seguro de nada. Quiero hacer mi trabajo. Sé que se me da bien. Es todo lo que sé. Patti —dijo, abrazándome—, nada de esto tiene que ver contigo.

Robert apenas dirigió la palabra a Tinkerbelle después de aquello. David se mudó a la calle Diecisiete cerca de donde había vivido Washington Irving. Yo dormía en mi lado de la pared y Robert en el suyo. Nuestras vidas estaban avanzando a tanta velocidad que no podíamos detenernos.

Más tarde, sola con mis pensamientos, tuve una reacción retardada. Me sentí apesadumbrada, decepcionada de que Robert no hubiera confiado en mí. Me había dicho que no tenía nada de que preocuparme, pero, al final, lo había tenido. No obstante, entendía por qué no podía contármelo. Creo que tener que definir sus impulsos y limitar su identidad en virtud de su sexualidad era impropio de él. Su deseo sexual por los hombres lo consumía, pero yo jamás sentí que me amara menos. Para él, no era fácil cortar nuestras ataduras físicas. Yo lo sabía.

Ambos seguíamos fieles a nuestra promesa. Ninguno iba a dejar al otro. No lo vi nunca a través del cristal de su sexualidad. Mi imagen de él permanecía intacta. Era el artista de mi vida.

Bobby Neuwirth entraba en Nueva York como un jinete libre y salvaje. Se apeaba de su montura y todos los artistas, músicos y poetas se agrupaban, una reunión de las tribus. Era un catalizador para la acción. Se presentaba sin avisar y me llevaba a conocer mundo, exponiéndome a otros artistas y músicos. Yo era un potro, pero él valoraba y alentaba mis torpes intentos de componer canciones. Quería hacer cosas que confirmaran su fe en mí. Desarrollé largos poemas orales inspirados en narradores de cuentos como Blind Willie McTeil y Hank Williams.

El 5 de junio de 1970 me llevó al Fillmore East para ver a Crosby, Stills, Nash & Young. De hecho, no era la clase de banda que me gustaba, pero me conmovió ver a Neil Young porque su canción «Ohio» me había causado una profunda impresión. Parecía consolidar la función del artista como comentarista responsable, dado que rendía homenaje a los cuatro jóvenes estudiantes de la Universidad Estatal de Kent que perdieron la vida en nombre de la paz.

Después fuimos en coche a Woodstock, donde The Band estaba grabando
Stage Fright.
Todd Rundgren era el ingeniero de sonido. Robbie Robertson estaba trabajando con ahínco, concentrándose en la canción «Medicine Man». Casi todos los demás fueron desapareciendo para irse de juerga. Me quedé hablando con Todd hasta el amanecer y descubrimos que ambos teníamos nuestra raíces en Upper Darby. Mis abuelos habían vivido cerca de la casa donde él nació y se crió. También éramos extrañamente similares: tímidos, sobrios, trabajadores, críticos y muy especiales.

Bobby continuó revelándome su mundo.

A través de él había conocido a Todd, a los artistas Brice Marden y Larry Poons y a los músicos Billy Swan, Tom Paxton, Eric Andersen, Roger McGuinn y Kris Kristofferson. Como una bandada de gansos, todos pusieron rumbo al hotel Chelsea para esperar la llegada de Janis Joplin. La única credencial que me permitía acceder al círculo íntimo de aquellas personas era la palabra de Bobby, y su palabra no admitía discusión. Me presentó a Janis Joplin como «la poeta» y, a partir de entonces, fue así como ella me llamó siempre.

Fuimos todos a Central Park para verla actuar en Wollman Rink. Las entradas estaban agotadas, pero había infinidad de gente diseminada por las rocas de los alrededores. Estuve con Bobby al lado del escenario, fascinada con la energía eléctrica de Janis. De pronto, comenzó a diluviar. Cuando se puso a relampaguear y tronar, dejaron el escenario vacío. Sin posibilidades de continuar, los ayudantes empezaron a desmontar el equipo. El público se negó a marcharse y comenzó a silbar.

Janis estaba destrozada.

—Me están silbando, tío —gritó a Bobby.

Él le apartó el pelo de los ojos.

—No te silban a ti, cariño —dijo—. Silban a la lluvia.

La efervescente comunidad de músicos alojados en el Chelsea en ese momento a menudo hallaba la forma de entrar en la suite de Janis con sus guitarras acústicas. Tuve el privilegio de verlos trabajar en canciones para su nuevo disco. Ella era la reina de la rueda radiante, sentada en su sillón con una botella de Southern Comfort, incluso por la tarde. Michael Pollard solía estar a su lado. Eran como gemelos inseparables, ambos con la misma forma de hablar, siempre diciendo «tío» entre frase y frase. Yo estaba sentada en el suelo cuando Kris Kristofferson cantó su «Me and Bobby McGee» y ella se le unió en el estribillo. Estuve allí en aquellos momentos, pero era tan joven y estaba tan absorta en mis pensamientos que apenas los reconocí como momentos.

Robert se perforó un pezón. Se lo hizo un médico en la habitación de Sandy Daley mientras estaba acurrucado en los brazos de David Croland. Ella lo rodó en 16 milímetros, un ritual impío, el
Canto de amor
de Robert. Yo confiaba en que, bajo la impecable dirección de Sandy, sería una toma hermosa. Pero el procedimiento me parecía repugnante y no fui, estaba segura de que se le infectaría, y ocurrió. Cuando le pregunté cómo había sido me respondió que interesante y asqueroso. Luego, nos fuimos los tres a Max's.

Estábamos sentados en la zona vip con Donald Lyons. Al igual que las principales figuras masculinas de la Factoría, Donald era un neoyorquino de barrio de procedencia católico-irlandesa. Había sido un clasicista brillante en Harvard, destinado a triunfar en el mundo académico. Pero se quedó fascinado con Edie Sedgwick, que estudiaba arte en Cambridge, y la siguió a Nueva York, renunciando a todo. Donald podía ser extremadamente cáustico cuando bebía, y repartía insultos o provocaba risas entre sus acompañantes. En sus mejores momentos, hablaba con erudición sobre cine y teatro, y citaba arcanos textos latinos y griegos y largos pasajes de T. S. Eliot.

Donald nos preguntó si queríamos ver a The Velvet Underground, que tocaba arriba. El concierto señalaba su reunión en Nueva York y el debut de la música rock en directo en Max's. Donald se extrañó de que yo no hubiera visto nunca a la banda e insistió en que subiéramos con él para verla tocar.

Me identifiqué de inmediato con la música, que tenía una palpitante cadencia surf. Nunca había prestado atención a las letras de Lou Reed y reconocí, sobre todo a través de los oídos de Donald, qué poesía tan potente contenían. En Max's, la sala de arriba era pequeña, con un aforo inferior a un centenar de personas y, conforme The Velvet Underground entraba en calor, nosotros comenzamos a movernos.

Robert salió a bailar con David. Llevaba una fina camisa blanca abierta hasta la cintura, y se le transparentaba el aro de oro que le adornaba el pezón. Donald me cogió de la mano y bailamos más o menos. David y Robert bailaron clarísimamente. En nuestras diversas discusiones, Donald tenía razón con respecto a Homero, Heródoto y
Ulises,
y aún la tenía más con respecto a The Velvet Underground. Era la mejor banda de Nueva York.

El día de la Independencia, Todd Rundgren me preguntó si quería acompañarlo a Upper Darby para visitar a su madre. Lanzamos fuegos artificiales desde una parcela abandonada y nos comimos un helado Carvel. Después me encontré junto a su madre en el patio de su casa, mientras lo veía tocar con su hermana menor. La madre miraba con curiosidad su pelo multicolor y los pantalones acampanados de terciopelo. «He parido a un extraterrestre», soltó, lo cual me sorprendió, porque Todd parecía una persona muy sensata, al menos para mí. Cuando regresamos a Nueva York, los dos coincidimos en que éramos dos seres afines, tan extraterrestre uno como el otro.

Esa misma noche, en Max's, me tropecé con Tony Ingrassia, un dramaturgo que no trabajaba en La MaMa. Me pidió que hiciera una prueba para un papel de
Island,
su nueva obra. Me mostré un poco reacia, pero, cuando me dio el guión, me prometió que no habría maquillaje compacto ni purpurina.

Parecía un papel fácil para mí porque no tenía que relacionarme con ninguno de los personajes de la obra. Mi personaje, Leona, estaba desconectado del mundo, se chutaba speed y divagaba sobre Brian Jones sin ninguna coherencia. Nunca supe bien de qué trataba la obra, pero era una epopeya de Tony Ingrassia. Como en el
Candidato de Manchuria,
participaba todo el mundo.

Me puse mi raída camiseta de cuello de barca y kohl alrededor de los ojos, pues debía tener el peor aspecto posible. Supongo que conseguí parecer una yonqui con ojeras. Había una escena en la que vomitaba. No fue ningún problema. Me bastó con retener en la boca durante varios minutos una buena cantidad de garbanzos machacados y harina de maíz para echar las papas. Pero una noche, durante el ensayo, Tony me trajo una jeringuilla y dijo, como si nada: «Inyéctate solo agua, sácate un poco de sangre del brazo y la gente creerá que te estás chutando».

Casi me desmayé. No podía ni mirar la jeringuilla, y aún menos pincharme.

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