Phil Lanzatella también tiene que coger un avión.
—Tal vez toda esa energía se pueda canalizar en forma de beneficios monetarios —dice. Ha recibido una oferta para escribir un libro—. Ahora tengo tiempo para reflexionar y está claro que tengo historias. Desde mil novecientos setenta y nueve hasta ahora. Presentarme a legislador estatal... Salir con la hija de Móndale cuando boicoteamos los Juegos Olímpicos en mil novecientos ochenta... Formar parte de cinco equipos olímpicos... Algo que nadie ha hecho. Sí, hay muchas historias.
Recoge sus zapatillas y dice:
—Todavía tengo que llamar a mi mujer...
—Es estupendo cuando lo dejas —dice el entrenador de lucha en institutos Steve Knipp—. Tu vida es tan dura cuando estás en activo que cuando dejas de controlarte el peso y te pones a comer, disfrutas de la comida como nunca en tu vida. O cuando simplemente te sientas, nunca has disfrutado tanto de ese sillón. O cuando bebes un vaso de agua, nunca has disfrutado tanto del agua.
Y ahora Lanzatella, Harrington, Lewis, Kim, Rodrigues, Jackson y Petersen, con sus orejas, y Davis, Wilson, Bigley, con sus orejas deformes como estalactitas, se dispersan por el ancho mundo y empiezan a integrarse en él. En sus trabajos. En sus familias.
Donde solamente serán reconocidas por otros luchadores.
Keith Wilson dice:
—Es una familia pequeña, pero todos nos conocemos.
Y tal vez la lucha amateur esté muriendo, pero tal vez no.
En las finales preolímpicas de Dallas hay 50.170 espectadores con entrada y empresas patrocinadoras de peso como The Bank of America, AT &T, Chevrolet y Budweiser.
En Dallas, un luchador pide permiso para llevar a cabo un antiguo ritual que marque el último combate de su carrera. De acuerdo con la tradición, el luchador deja sus zapatillas en el centro de la colchoneta y las cubre con un pañuelo. Mientras el público guarda silencio, el luchador besa la colchoneta y deja sus zapatillas atrás.
Sean Harrington dice:
—Tengo un amigo que solía decirme: «Si yo luchara sería el mejor. Sé que sería el mejor. Sé que podría». Pero no lo hizo. Nunca. Así que siempre podía creer que podría haber sido el mejor, pero la verdad es que nunca se puso las zapatillas ni salió a intentarlo.
Dice:
—Lo importante es que lo has hecho, que te has puesto una meta y has ido a por ella, que nunca has sido uno de esos que dicen «Yo podría», «Si yo hubiera querido...». Lo has hecho de verdad.
Ninguno de los mencionados en este artículo llegó al equipo olímpico.
(You are Here)
En el salón de baile del hotel Sheraton del aeropuerto hay un equipo de hombres y mujeres sentados en cabinas individuales, separados entre sí por cortinas. Cada uno está sentado delante de una mesilla y las cortinas delimitan un espacio donde no cabe nada más que la mesilla y dos sillas. Y están a la escucha. Así pasan el día entero, sentados y escuchando.
Delante del salón, en el vestíbulo, espera una multitud de escritores con manuscritos o guiones de cine en las manos. Una mujer de la organización custodia las puertas del salón, consultando la lista de nombres que lleva en una tablilla con sujetapapeles. La mujer dice tu nombre y tú te acercas y la sigues al salón. Te abre una cortina. Tú te sientas delante de una mesilla. Y empiezas a hablar.
Como escritor, tienes siete minutos. En algunos sitios te pueden dar ocho o incluso diez, pero en cuanto se acaban la persona de la organización viene y pone a otro escritor en tu sitio. Y tú has pagado entre veinte o cincuenta dólares por ese lapso de tiempo y la oportunidad de hacer llegar tu historia a un agente literario, un editor o un productor cinematográfico.
Y durante todo el día, el salón de baile del Sheraton del aeropuerto permanece lleno de gente hablando. La mayoría de los escritores que hay aquí son viejos: viejos siniestros, jubilados que se aferran a su única buena historia. Que agitan su manuscrito con las dos manos moteadas por la edad y dicen: «¡Tenga! ¡Lea mi historia sobre incesto!».
La mayor parte de toda esta escritura trata sobre el sufrimiento personal. Apesta a catarsis. A melodrama y memorias. Una amiga escritora se refiere a esta escuela como la escuela literaria de «Brilla el sol, los pájaros cantan y mi padre vuelve a estar encima de mí».
En el vestíbulo que hay delante del salón del hotel los escritores esperan y ensayan entre ellos su única gran historia. Una batalla de submarinos en plena guerra o los maltratos a manos de un cónyuge borracho. Historias de cómo sufrieron pero sobrevivieron para vencer. De desafío y de triunfo. Se cronometran entre ellos con relojes de pulsera. En tantos minutos exactos tienen que contar su historia y también demostrar por qué sería perfecta para Julia Roberts. O para Harrison Ford. O si no, para Mel Gibson. Y si no es Julia, para Meryl.
Y entonces, lo sentimos, se han acabado sus siete minutos.
Los organizadores siempre te interrumpen en la mejor parte de tu discurso, cuando estás inmerso en contar tu adicción a las drogas. O tu violación en grupo. O tu salto borracho a un estanque poco profundo del río Yakima. Y en explicar que sería una película de cine genial. O si no, una película de cable genial. O si no, un telefilme genial.
Y entonces, lo sentimos, se han acabado sus siete minutos.
La multitud del vestíbulo, todos con sus historias en las manos, son un poco como la multitud que estuvo aquí la semana pasada para la feria itinerante de antigüedades. Cada uno de ellos llevando un peso que quitarse de encima: un reloj bañado en oro o la cicatriz de un incendio doméstico o la historia de una vida como mormón casado y gay. Hay algo con lo que llevan toda la vida cargando y que ahora van a ver por cuánto se vende en el mercado abierto. ¿Cuánto me dan por esto? Esta tetera de porcelana o esta enfermedad de la médula que causa parálisis. ¿Son un tesoro o no son más que quincalla?
Y entonces, lo sentimos, se han acabado sus siete minutos.
En el salón de baile del hotel, en esos cubículos cerrados por cortinas, una persona permanece sentada en actitud pasiva mientras la otra se vacía. En ese sentido, es como un burdel. El oyente pasivo ha pagado para recibir. El orador activo ha pagado para que lo oigan. Para dejar tras de sí cierto rastro de sí mismo: siempre confiando en que dicho rastro baste para echar raíz y convertirse en algo más grande. Un libro. Un hijo. Un heredero para su historia, para llevar su nombre hasta el futuro. Pero al oyente ya nada le viene de nuevo. Es educado pero se aburre. Es difícil de impresionar. A uno le dejan coger las riendas durante siete minutos —por decirlo de algún modo—, pero la puta no para de mirarse el reloj, de preguntarse qué hay para comer y de hacer planes para gastarse su estipendio. Y entonces...
Lo sentimos, se han acabado sus siete minutos.
He aquí la historia de tu vida pero reducida a dos horas. El momento en que viniste al mundo, en que tu madre dio a luz en el asiento trasero de un taxi, ahora es tu secuencia inicial. La pérdida de tu virginidad es el clímax de tu primer acto. La adicción a los calmantes es la progresión dramática de tu segundo acto. Los resultados de tu biopsia son la revelación de tu tercer acto. Lauren Bacall estaría perfecta como tu abuela. William H. Macy como tu padre. Dirigidos por Peter Jackson o por Roman Polanski.
Se trata de tu vida, pero procesada. Embutida en el molde de un buen guión. Interpretada de acuerdo con el modelo de un éxito de taquilla. No es de extrañar que hayas empezado a ver cada día en términos de un nuevo episodio de la trama. La música se convierte en tu banda sonora. La ropa se convierte en vestuario. Las conversaciones en diálogos. Nuestra tecnología para contar historias se convierte en nuestro lenguaje para recordar nuestras vidas. Para entendernos a nosotros mismos. En nuestro marco de referencia para percibir el mundo.
Vemos nuestras vidas en términos de convenciones narrativas. Nuestras sucesiones de matrimonios se convierten en secuelas. Nuestra infancia es nuestra precuela. Nuestros hijos son
spin-offs.
Tengan en cuenta solamente la rapidez con que la gente empezó a usar expresiones como «funde a negro» o «fundido lateral». O búsqueda rápida. Corte a... Flashback... Secuencia onírica... Créditos...
Y entonces, lo sentimos, se han acabado sus siete minutos.
Otros siete minutos cuestan veinte, treinta o cincuenta dólares. Un nuevo intento de conectar con el mundo exterior. De vender tu historia. De convertir la tristeza en un montón de dinero. Dinero en concepto de adelanto por el libro o de opción de compra de adaptación cinematográfica. El gordo de la lotería.
Hace unos años había muy pocas de estas convenciones que enviaban a gente de la industria de Nueva York o Los Ángeles, los metían en hoteles y les pagaban un estipendio para que se sentaran a escuchar. Ahora hay tantas que los organizadores tienen que escarbar un poco y buscar a cualquier ayudante de producción o editor asociado que pueda dedicar un fin de semana a volar hasta Kansas City o Bellingham o Nashville.
Esta es la Conferencia de Escritores del Medio Oeste. O la Conferencia de Escritores del Sur de California. O la Conferencia de Escritores del Estado de Georgia. Como aspirante a escritor, has pagado para estar en la puerta, para tener una tarjeta con tu nombre y asistir a un almuerzo con charla. Hay clases a las que se puede uno apuntar y conferencias sobre técnica y marketing. Está la presencia medio reconfortante y medio competitiva del resto de los escritores. De los colegas escritores. Cientos de ellos con manuscritos debajo del brazo. Uno paga el dinero extra, el de los siete minutos, para comprar la atención de una persona de la industria. Uno compra la oportunidad de vender y de marcharse de aquí con algo de dinero y de reconocimiento por su historia. Un billete de lotería vital. Una oportunidad de convertir limones —un aborto espontáneo, un conductor borracho, un oso pardo— en limonada.
Es paja, pero convertida en oro. Aquí en el gran casino de las narraciones.
Y entonces, lo sentimos, se han acabado sus siete minutos.
Y en otro sentido, este salón de hotel está lleno de gente que confiesa sus crímenes espantosos. Que cuenta con pelos y señales cómo abortaron a su hijo. Cómo trajeron droga de Pakistán metida en el culo. Historias de cómo perdieron la gracia, lo contrario a un relato heroico. En este sitio pueden vender incluso su mal ejemplo, aquí ese ejemplo puede ayudar a los demás. Evitar desastres semejantes. Esta gente ha venido en busca de la redención. Para ellos, cada cabina cerrada con cortinas se convierte en un confesionario. Cada productor de cine, en un sacerdote.
Ya no es Dios el que espera para emitir su juicio. Es el mercado.
Tal vez un contrato de publicación sea el nuevo halo. Nuestra nueva recompensa para sobrevivir con fuerza y carácter. En lugar del cielo conseguimos dinero y la atención de los medios de comunicación.
Tal vez una película protagonizada por Julia Roberts, elevándose por encima de los mortales y tan guapa como un ángel, sea la única vida que hay después de la muerte.
Y eso solo si... eres capaz de embellecer tu vida y tu historia, de promocionarlas y venderlas.
En otro sentido, este público se parece mucho al público que estuvo aquí el mes pasado, cuando un concurso televisivo estaba haciendo pruebas de casting para encontrar concursantes. Para resolver acertijos. O el mes anterior, cuando estuvieron aquí los productores de un programa diurno de tertulias en busca de gente con problemas que los quisiera airear en una cadena nacional de televisión... Padres e hijos que han tenido la misma pareja sexual. O madres que demandan a sus ex maridos para que paguen la pensión alimenticia de sus hijos. O cualquiera que esté cambiando de sexo.
Y entonces, lo sentimos, se han acabado sus siete minutos.
El filósofo Martin Heidegger señaló que los seres humanos suelen considerar el mundo una reserva permanente de materiales que podemos usar. Como unas existencias que podemos procesar para convertirlas en algo más valioso. Árboles que dan madera. Animales que dan carne. A ese mundo de recursos naturales brutos lo llamó
Bestand.
Parece inevitable que la gente sin acceso a las formas naturales del
Bestand
como son los pozos petrolíferos o las minas de diamantes recurran al único stock de que disponen: sus vidas.
Cada vez más, el
Bestand
de nuestra era es nuestra propiedad intelectual. Nuestras ideas. Las historias de nuestras vidas. Nuestra experiencia.
Lo que antes la gente soportaba o incluso disfrutaba, todos esos acontecimientos que conformaban episodios de la trama, como aprender a usar el retrete, irse de luna de miel o sufrir cáncer de pulmón, ahora se pueden dotar de una buena presentación y venderse.
El truco es prestar atención. Tomar notas.
El problema de ver el mundo como
Bestand,
dijo Heidegger, es que te lleva a usar las cosas, a esclavizar y explotar las cosas y a la gente, para tu beneficio personal.
Teniendo esto en cuenta, ¿es posible esclavizarse a uno mismo?
Martin Heidegger también señala que la presencia del espectador da forma a los acontecimientos. Un árbol que cae en el bosque es en cierto modo un suceso distinto si hay alguien presente para verlo, tomando notas y acentuando los detalles a fin de convertirlo en una película con Julia Roberts.
Aunque solo sea distorsionando los acontecimientos, retorciéndolos para conseguir un mayor impacto dramático y exagerándolos hasta el punto de que te olvidas de tu verdadera historia —de que te olvidas de quién eres—, ¿es posible explotar tu propia vida para conseguir una historia vendible?
Pero entonces, lo sentimos, se han acabado sus siete minutos.
Tal vez tendríamos que haberlo visto venir.
En los años sesenta y setenta, los programas de cocina de la televisión convencieron a una clase emergente de personas para que se gastaran el tiempo y el dinero que les sobraban en comida y vino. Pasaron de comer a cocinar. Guiados por expertos del «Hágalo usted mismo» como Julia Child y Graham Kerr, exploramos el mercado en busca de cocinas de restaurante y ollas de cobre. En los ochenta, con la libertad que nos dieron los vídeos y los reproductores de cedes, el entretenimiento se convirtió en nuestra nueva obsesión.
Las películas se convirtieron en el terreno sobre el que la gente podía reunirse para polemizar, igual que lo habían sido una década atrás los soufflés y el vino. Y tal como antes hacía Julia Child, ahora Gene Siskel y Roger Ebert aparecían en televisión y nos enseñaban a discutir sobre nimiedades. El entretenimiento se convirtió en el siguiente terreno en que invertir el tiempo y el dinero sobrantes.