Error humano (4 page)

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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Humor, Relato

BOOK: Error humano
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Es la última oportunidad para el antiguo luchador universitario Timothy O’Rourke, de cuarenta y un años, que luchó por primera vez en 1980 y dice:

—Lo vi en internet y pensé: Qué demonios, voy a probar.

A pesar de todo lo que hay en juego, el ambiente no es tanto de torneo de lucha como de reunión familiar.

Keith Wilson ha venido del Centro de Entrenamiento Olímpico de Colorado Springs para competir en lucha grecorromana en la categoría de setenta y seis kilos.

—No me guardo nada dentro —dice—. Estoy feliz todo el tiempo. Y si me estreso, tengo una válvula de escape que no está nada mal. Puedo venir aquí y darle una paliza a alguien sin meterme en líos por ello. Cuando luchas quieres sangre, pero cuando salimos de la colchoneta los dos volvemos a ser amigos.

—Es casi como una familia —dice Chris Rodrigues—. Uno conoce a todo el mundo. Yo conozco a todo el mundo. Te reúnes con gente a la que conoces y todo el mundo tiene la oportunidad de conocerse en los grandes torneos nacionales. El nacional juvenil y el nacional que tienen lugar cada año. Es como tener una gran conexión con todo el mundo. Yo conozco a gente en Moscú y Bulgaria. Conozco a gente de todo el mundo.

Su padre, David, añade:

—Forma parte de una fraternidad y, cuando se vaya a Michigan y se gradúe en empresariales y tal vez lo deje y nunca más vuelva a luchar en su vida, se encontrará con otro tío que luchó en la misma época y la camaradería siempre estará ahí.

Sean Harrington dice:

—Cuando conoces por primera vez a otro luchador, por ejemplo en un viaje, es como eso que dicen de que la gente que tiene un Corvette siempre se saluda con la mano. Lo mismo pasa con la lucha. Hay camaradería porque uno sabe por lo que ha pasado el otro.

—Hay que concentrar la energía para el combate —dice Ken Bigley—. Cuando estamos sobre la colchoneta, solamente queremos partirnos la cara los unos a los otros, pero cuando no estamos luchando, sabemos por lo que estamos pasando porque todos pasamos por lo mismo. Por mucho que te concentres en darle una paliza a tu adversario, por mucho que en la colchoneta seamos enemigos, por muy fuerte que le vayas a pegar, en cuanto dejamos de luchar nos convertimos en gente no violenta, a la que simplemente le gusta un deporte violento.

Nick Feldman lo llama «violencia elegante».

Durante los combates, los luchadores se tumban alrededor de las colchonetas para mirar. Vestidos con sudaderas holgadas. Permanecen juntos, abrazados entre ellos o bien entrelazados practicando llaves, con esa clase de intimidad tranquila que ya solamente se ve en los anuncios de moda masculina. En los anuncios para revistas de Abercrombie & Fitch o de Tommy Hilfiger. Nadie parece necesitar «espacio personal». Nadie está a la defensiva.

—Somos hermanos —dice Justin Petersen, que a los diecisiete años tiene una media de matrícula de honor y dirige su propia empresa de marketing en internet—. Comemos juntos. Cuando almorzamos es con los demás luchadores y lo único que hacemos es hablar del hambre que pasamos y de que no podemos esperar a que pasen los pesajes para comer esto o aquello. De cuántos decagramos vamos a perder en un día.

Nick Feldman dice:

—En general, los luchadores se sienten más cómodos con otros luchadores. No hay demasiados egos hinchándose por todas partes porque todo eso no son más que fantasmadas. Lo nuestro viene a ser lo contrario de la NBA.

—El calvario —dice Sara Levin—. Es el resultado de estar sufriendo el mismo calvario. Sabes que hay un tío en Rusia que está pasando por lo mismo que este tío de aquí, intentando bajar de peso para el encuentro. Todos tienen que hacer lo mismo para llegar al combate. Existe un vínculo por el hecho de que no es un deporte glamouroso. No estamos ganando montones de dinero. Ya se sabe que somos unos pringados.

Y hasta se parecen como si fueran hermanos. Muchos tienen las narices rotas. Las orejas deformes. Muchos tienen una especie de aspecto pastoso y hervido de tanto sudar y caerse de cara. Están todos musculados como un diagrama de anatomía. La mayoría parecen tener la frente ceñuda.

—En nuestra sala de combates solemos tener la calefacción alta —dice Mike Engelmann, cuyas largas pestañas contrastan con su ceño—. Lo que se consigue así es limpiar el cuerpo. Lo sudas todo. Bebes más y lo vuelves a sudar, y eso hace que se te hundan un poco los ojos y las mejillas, y al final lo único que te sobresale es la frente. Te da un aspecto que a mí me gusta, porque demuestra que estás trabajando duro.

Ese rollo de hermandad parece terminarse cuando el árbitro hace sonar el silbato.

El sábado, a pesar de todos los años de preparación, el torneo de estilo libre se termina en un momento.

Joe Calavitta pierde y queda fuera de las Olimpiadas.

En la competición juvenil, Justin Petersen gana y en cuanto sale de la colchoneta vomita.

La poca gente que hay en la tribuna aplaude. La mujer de Sheldon Kim, Sasha, va repitiendo, sin levantar mucho la voz:

—Vamos, Shel, vamos, Shel, vamos, Shel...

—Cuando estás ahí, cara a cara con tu adversario —dice Timothy O’Rourke—, no puedes oír lo que está pasando en la tribuna.

O’Rourke es inmovilizado en cinco segundos.

Sheldon Kim pierde.

Trevor Lewis gana el primer combate pero pierde el segundo.

Chris Rodrigues gana el primer combate.

El hermano menor de Sheldon Kim, Sean, pierde ante Rodrigues.

Mark Strickland se enfrenta a Sean Harrington, con Lee Pritts de entrenador en una esquina. Strickland va perdiendo y pide tiempo muerto, y le grita a Pritts con la cara fruncida, como si ya estuviera llorando:

—¡Le voy a romper las costillas!

—Los tipos más duros que conozco lloran después de los combates porque ponen mucho en ellos —dice Joe Calavitta.

Lee Pritts dice:

—Se desarrolla una relación tan íntima con tus compañeros de entrenamiento que acaban siendo como tu familia, y si salen y pierden un combate, si pierden un combate importante, entonces se te rompe el corazón.

Strickland pierde ante Harrington.

—Odio verlo perder —dice Pritts—. Lo he visto tener tantos éxitos que cuando pierde me destroza.

Pritts gana su combate.

Chris Rodrigues gana su segundo combate.

Ken Bigley gana el primer combate y el segundo, pero pierde el tercero.

Rodrigues pierde el tercer combate y queda fuera del torneo de estilo libre.

Sean Harrington y Lee Pritts se clasifican para la final preolímpica de Dallas.

Un médico se niega a decir la cifra de músculos elongados, huesos rotos y articulaciones dislocadas. Todo eso, dice, es «altamente confidencial».

Y el torneo de lucha libre se termina hasta dentro de cuatro años.

Esa noche, en un bar, un luchador que no ha ganado dice que lo ha jodido un árbitro para favorecer a un héroe local y que la Federación Americana de Lucha tendría que importar árbitros imparciales de otras partes. Ese mismo luchador habla de ir a Japón a ganar veinte mil dólares en un combate de artes marciales mixtas «sin reglas» y luego usar el dinero para crear una empresa conjunta que combine clubes de topless y torneos de lucha amateur.

—Muchos de estos tipos acaban haciendo lucha sin reglas porque se gana mucho dinero —dice Sara Levin—. Tenemos atletas olímpicos que se dedican a eso. Kevin Jackson se dedica a eso. Y la mitad de nuestro equipo de grecorromana de 1996. No me emociona que sea la salida profesional de nuestros muchachos, pero es la única opción que tienen.

El luchador del bar dice que puede meter clandestinamente en el país el dinero de Japón sin pagar impuestos. Planea evitar las leyes estatales sobre la lucha profesional pagando a los luchadores en negro. Firma autógrafos para los niños. Es un tipo enorme y nadie se muestra en desacuerdo con nada de lo que dice. Y eso que no para de hablar.

A la mañana siguiente, domingo, hay aparcado delante del Young Arena un vehículo militar de reclutamiento de los marines y de un par de altavoces gigantes sale música heavy metal a todo volumen mientras dos reclutadores con uniformes de marines permanecen de pie al lado.

Dentro del estadio, las colchonetas están colocadas una sobre otra, en pilas de a dos, a modo de preparación para el torneo de lucha grecorromana.

—A mucha gente le da miedo la grecorromana —dice Michael Jones—. Yo tardé años en que me gustara, porque me daba miedo. Es por los lanzamientos. Hay algunos lanzamientos tremendos.

Phil Lanzatella se viste para el combate, con la cicatriz de su operación a corazón abierto recorriéndole el centro del pecho. Explica que por lo menos la tercera y última rotura de válvula cardíaca tuvo lugar probablemente mientras estaba practicando lucha grecorromana con Jeff Green en el Centro de Entrenamiento Olímpico en 1997.

—Yo pesaba unos ciento treinta kilos y Green venía a pesar unos ciento veinte, así que entre los dos sumábamos unos doscientos cincuenta volando por los aires a no sé cuántos kilómetros por hora. Retorciéndonos y dando vueltas. Y estábamos al lado de unos tipos más pequeños. En aquel sitio estábamos todos muy pegados. Y ellos levantaron las manos y los pies —dice—. Y nosotros veníamos volando y girando por el aire y yo aterricé justo en el pie de un tío.

Lanzatella dice:

—Lo sentí. Me di cuenta de lo que había pasado, pero no me detuve a pensar mucho en ello. Me había llevado porrazos peores que aquel.

Hoy hay quien habla del lado oscuro de la lucha, de cómo alguien entró con una cámara escondida en los pesajes del torneo de las Midlands unos años atrás y los mejores luchadores del mundo acabaron saliendo desnudos en internet. La gente cuenta que los luchadores amateurs son acosados por fans obsesionados. Que los han llamado de madrugada. Que los han seguido. Que los han matado.

—Sé que se ha hablado mucho —dice Butch Wingett—. DuPont se pasó mucho tiempo yéndole detrás a Dave Schultz.

El antiguo luchador universitario Joe Valente dice:

—Este deporte no es nada respetado. La gente cree que son un montón de maricas que solo quieren sobarse.

En el momento de empezar la competición grecorromana no hay nadie en la tribuna.

Keith Wilson gana su primer combate y pierde el segundo, pero a pesar de todo irá a las finales preolímpicas porque ya se había clasificado en el torneo nacional.

Chris Rodrigues gana un solo combate y se clasifica para las finales preolímpicas de lucha grecorromana. El único estudiante de secundaria que se clasifica.

Ya con su padre después del combate, dice:

—Es genial. Todavía voy al instituto. Voy a volver a casa y contaré a todos mis amigos que voy a ir a los preolímpicos de Dallas.

Phil Lanzatella gana su primer combate por tres a cero.

En su segundo combate, Phil empata a cero en el primer tiempo, cede un punto a su oponente en el segundo y pierde el combate en la prórroga.

Ya quedan pocos luchadores en el evento. La gente se está marchando, cogiendo aviones. Mañana es lunes y todo el mundo tiene que estar de vuelta en el trabajo. Sean Harrington es contratista de pintores. Tyrone Davis es operador de una planta de aguas en la localidad de Hempstead (Nueva York). Phil Lanzatella es portavoz de la empresa que le instaló la válvula en el corazón y representante de cuentas publicitarias para la Time Warner.

Lanzatella está sentado en el extremo más alejado de la arena mientras terminan los últimos combates de consolación. Sus zapatillas de lucha están tiradas a unos metros.

—Tengo lo que merecía —dice—. No he estado entrenando lo bastante duro. Ahora tengo otras prioridades. Mi mujer. Mis hijos. Mi trabajo.

Dice:

—Es la última vez que estas zapatillas entran en acción.

Dice:

—A lo mejor me paso al golfo algo así.

Sheldon Kim dice:

—Probablemente esto se ha acabado para mí. Tengo otras prioridades. Tengo una niña. Después de esto, se acabó. Ya he aprendido lo bastante de este deporte como para saber hasta dónde he llegado.

Los luchadores abandonan «la familia» para concentrarse en sus familias.

Ya casi no queda nadie en el Young Arena.

—La lucha tiene una especie de culto de seguidores —dice William R. Graves, que esta noche se vuelve en coche a la Universidad Estatal de Ohio, donde está terminando el último año de su doctorado en física—. Vienen tus amigos. Viene tu familia. Y creo que mucha gente ve la lucha como un deporte aburrido.

Justin Petersen dice:

—Es un deporte que agoniza. He oído decir que el boxeo está un poco peor, pero la lucha le anda a la zaga. Hay muchas universidades que están cerrando sus programas de lucha. También está perdiendo popularidad en los institutos. No le quedan muchos años, por lo que dice la gente.

—Sobre todo está muriendo en el ámbito universitario —dice Sean Harrington—. Pero he leído que en el infantil, entre los niños, es más popular que nunca. Hay muchos niños que están entrando en la lucha porque los padres saben lo que les puede dar a sus hijos.

Dice:

—Es todo culpa del Apartado Nueve.

En los veinticinco años desde que se aprobó la ley federal que obliga a las universidades a ofrecer igualdad de oportunidades en el deporte para hombres y mujeres, un total de cuatrocientas sesenta y dos escuelas cancelaron sus programas de lucha.

—El Apartado Nueve es un factor importante —dice Mike Engelmann—. A todas esas universidades les están jodiendo los programas de lucha porque tenemos que tener igualdad en el número de deportes. No quiero parecer sexista ni nada así, pero yo no creo en eso.

Incluso el campeón olímpico Kevin Jackson dice:

—Tengo un hijo que está empezando a luchar un poco, pero ya practica taekwondo, fútbol y baloncesto, y no veo claro lo de presionarlo para que luche porque es mucho trabajo a cambio de una recompensa muy pequeña.

Todavía sentado junto a sus zapatillas en el estadio casi vacío, Phil Lanzatella habla de sus hijos:

—Es más, yo los pondría a jugar al golfo al tenis. Algo sin contacto físico que dé un montón de dinero.

Jackson dice:

—Hay mucha gente por todo el país que ha luchado o que conoce a alguien que ha luchado. Y que tiene algún vínculo con la lucha. Simplemente tenemos que promocionar mejor a nuestros deportistas para que la gente que ve la tele pueda establecer ese vínculo.

—Esos tipos... —dice Engelmann—. Estoy seguro de que sus hijos también van a luchar. Y por eso va a sobrevivir el deporte. Yo quiero tener hijos, y no los voy a presionar ni nada, pero confío en que quieran dedicarse a la lucha.

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