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Authors: Boris Vian

Tags: #Relato

Escupiré sobre vuestra tumba

BOOK: Escupiré sobre vuestra tumba
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Lee Anderson, un estadounidense de raza negra pero apariencia de blanco, decide vengar la muerte de uno de sus hermanos y la paliza recibida por el otro, ambas ejecutadas por racistas blancos.

El sobrecogedor plan de violencia física y sexual que trama y lleva a cabo con la minuciosidad del obseso ha sentado siempre como una fulminante patada en el estómago a quienes aceptan como «natural» que todo el mundo tiene algo de racista. Quizá ése sea el mayor mérito literario de
Escupiré sobre vuestra tumba
, el de haber agitado sin contemplaciones —y sólo con palabras— una gran cantidad de conciencias. Frente a ello, el haber importado definitivamente la novela negra de EE.UU. a Europa y haberse burlado a más y mejor de los críticos es una cuestión menor para el público en general, que no para los especialistas.

Significativamente, la historia de esta novela es casi otra novela. Publicada (1946) bajo pseudónimo, logró hacer creer en la autoría de un negro estadounidense, pese a que en su prólogo se deslizaban reveladoras pistas contra tal supuesto. Al cabo de un año,
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se convirtió en un best-seller y al siguiente fue adaptada al teatro. En 1948, la «buena sociedad» francesa reaccionó como si en efecto hubiera recibido un escupitajo en lo más sagrado de sus cimientos: calificó esta novela de ultraje a la moral y a las buenas costumbres, junto con otra que Boris Vian también había publicado bajo el pseudónimo de Vernon Sullivan. Cuando en 1959
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estaba siendo adaptada al cine, el autor tuvo sus más y sus menos con los realizadores; el desagrado que llegó a causarle habría de resultarle totalmente funesto.

Boris Vian

Escupiré sobre vuestra tumba

ePUB v1.3

Tammy_Baker
05.07.12

Título original:
J'irai cracher sur vos tombes

Boris Vian, 1946

Traducción: Jordi Martí Garcés

Diseño: Winfried Bährle

Ilustración: según foto cedida por Archivo Vendrell

Editorial: Círculo de Lectores

Editor original: Tammy_Baker (v1.0 a v1.3)

ePub base v2.0

Prefacio

Hacia julio de 1946, Jean d'Halluin conoció a Sullivan, en una especie de reunión franco-americana. Dos días más tarde, Sullivan le entregaba su manuscrito.

En el entretanto, le contó que se consideraba más negro que blanco, pese a haber cruzado la frontera; como se sabe, varios millares de «negros» (considerados como tales por la ley) desaparecen todos los años de las listas de empadronamiento y se pasan al otro bando; su preferencia por los negros le inspiraba a Sullivan una especie de desprecio por los «buenos negros», por aquellos a los que los blancos, en las novelas, daban palmaditas cariñosas en la espalda. Opinaba que era posible imaginar, e incluso encontrar en la vida real, a negros tan «duros» como los blancos. Es lo que, por su parte, había intentado demostrar en la breve novela cuyos derechos exclusivos de publicación adquirió Jean d'Halluin tan pronto como se enteró, por su amigo, de su existencia. Sullivan no tenía el menor inconveniente en dejar su manuscrito en Francia, ya que los contactos que había establecido con diversos editores americanos le acababan de demostrar la futilidad de cualquier intento de publicar en su país.

Aquí, nuestros moralistas de siempre reprocharán a algunas de las páginas de esta obra su… realismo un poco subido de tono. A este respecto, nos parece interesante señalar las diferencias de fondo existentes entre tales páginas y las narraciones de Miller: mientras éste no vacila nunca en echar mano al vocabulario más crudo, la intención de Sullivan parece ser más bien la de sugerir por medio de giros y construcciones que la de recurrir a un lenguaje descarnado; visto así, se acerca a una tradición erótica más latina.

Por otra parte, es fácil advertir en las páginas siguientes la influencia extremadamente clara de Cain (aunque el autor no intente justificar, mediante artificio alguno, manuscrito o de otro tipo, el empleo de la primera persona, cuya necesidad proclama el citado escritor en el curioso prólogo a
Three of a kind
, colección de tres novelas cortas reunidas recientemente en América en un solo volumen y traducidas aquí por Sabine Berritz), y también la de los más modernos cultivadores de la literatura de horror, como Chase. En este aspecto, hay que reconocer que Sullivan se muestra mucho más sádico que sus ilustres predecesores; no es de extrañar que su obra haya sido rechazada en América: la habrían prohibido, sin ninguna duda, al día siguiente de su publicación. En cuanto al fondo propiamente dicho de la obra, es una manifestación de un afán de venganza en una raza que, digan lo que digan, vive aún escarnecida y aterrorizada; es algo así como un intento de exorcizar el poder de los «verdaderos» blancos —intento comparable al de los hombres del Neolítico que pintaban bisontes heridos por las flechas para atraer a las presas a la trampa—, llevado a cabo con un desprecio más que considerable por la verosimilitud, y no exento de alguna que otra concesión al gusto del público.

Y es que ¡ay!, América, la tierra de Jauja, es también la tierra de elección de los puritanos, de los alcohólicos y del métetelo-bien-en-la-cabeza; y mientras en Francia nos esforzamos por lograr una mayor originalidad, al otro lado del Atlántico nadie siente el menor remordimiento por explotar sin escrúpulos una fórmula que ha dado ya probados resultados. A fe mía, es una manera como otra de dar el pego…

B
ORIS
V
IAN
[1]

CAPÍTULO I

Nadie me conocía en Buckton. Clem había elegido la ciudad por esta razón; y por otra parte, aunque me hubiera rajado, no me quedaba gasolina para seguir más al norte. Apenas cinco litros. Aparte de mi dólar, todo lo que tenía era la carta de Clem. De mi maleta más vale ni hablar. Por lo que había en ella. Lo olvidaba: en el maletero del coche tenía el pequeño revólver del chico, un miserable 6,35 de ocasión; estaba aún en su bolsillo cuando el sheriff vino a decirnos que nos lleváramos el cadáver a casa para enterrarlo. Debo decir que confiaba más en la carta de Clem que en todo lo demás. Tenía que funcionar, tenía que funcionar a la fuerza. Miraba mis manos sobre el volante, los dedos, las uñas. Realmente, nadie podía tener nada que objetar. Por ese lado, ningún peligro. Quizá llegara a arreglármelas…

Mi hermano Tom había conocido a Clem en la universidad. Clem no se comportaba con él como los demás estudiantes. Le dirigía gustoso la palabra; bebían juntos, salían juntos en el Caddy de Clem. Gracias a Clem, los demás toleraban a Tom. Cuando Clem se marchó para sustituir a su padre en la dirección de la fábrica, Tom tuvo que irse también. Volvió a casa. Había aprendido mucho, y consiguió sin ninguna dificultad un puesto de profesor en la escuela nueva. Y luego la historia del chico lo mandó todo al carajo. Yo era lo bastante hipócrita como para no decir nada, pero el chico no. No veía nada malo en ello. El padre y el hermano de la chica se encargaron de él.

Esto explica la carta de mi hermano a Clem. Yo no podía quedarme en el pueblo, y mi hermano le pedía a Clem que me encontrara algo. No muy lejos, para que pudiéramos vernos de vez en cuando, pero sí lo bastante como para que nadie nos reconociera. Tom pensaba que, con mi aspecto y mi carácter, no corríamos ningún peligro. Quizá llevara razón, pero yo de todos modos me acordaba del chico.

Encargado de una librería en Buckton: éste era mi nuevo trabajo. Tenía que ponerme en contacto con mi predecesor y estar al corriente de todo al cabo de tres días. El antiguo encargado pasaba a ocupar un cargo más importante y no estaba muy dispuesto a volver la vista atrás.

Hacía sol. La calle se llamaba ahora Pearl Harbour Street. Probablemente Clem no lo sabía. El antiguo nombre se leía aún en las placas. Vi la tienda en el 270 y detuve el Nash frente a la puerta. El encargado, sentado detrás de la caja, pasaba unas cifras a un libro de cuentas; era un hombre de mediana edad, duros ojos azules y pálidos cabellos rubios, por lo que pude ver al abrir la puerta. Le di los buenos días.

—Buenos días. ¿Qué desea?

—Tengo esta carta para usted.

—¡Ah! Es a usted a quien tengo que poner al corriente. Déjeme ver la carta.

La cogió, la leyó, le dio la vuelta y me la devolvió.

—No tiene ninguna complicación —explicó—. Éste es el stock —señaló a su alrededor—. Las cuentas las habré terminado esta noche. En cuanto a las ventas, la publicidad y demás, siga las indicaciones de los inspectores y de los papeles que vaya recibiendo.

—¿Es una cadena?

—Sí. Sucursales.

—Ajá —asentí—. ¿Qué es lo que más se vende?

—¡Oh! Novelas. Novelas malas, pero eso no es asunto nuestro. Libros religiosos, bastante, y también libros de texto. Libro infantil, poco, igual que los libros serios. Es un campo al que nunca he prestado atención.

—Así que para usted los libros religiosos no son serios.

Se pasó la lengua por los labios.

—No me haga decir lo que no he dicho.

Me reí de buena gana.

—No se lo tome a mal, yo tampoco soy muy creyente.

—Pues le voy a dar un consejo: no deje que la gente se dé cuenta, y vaya todos los domingos a escuchar al pastor, porque de lo contrario en pocos días se encontrará usted en la calle.

—Bien, qué le vamos a hacer —le dije—: iremos a escuchar el sermón.

—Tenga —me dijo, tendiéndome una hoja de papel—. Verifíquelo. Es la contabilidad del mes pasado. Es muy sencillo. Los libros los traen de la central. Todo lo que usted tiene que hacer es llevar cuenta de las entradas y las salidas, por triplicado. Pasan a recoger el dinero cada quince días. A usted le pagarán con un cheque, con un pequeño porcentaje.

—Deme esto —le dije.

Cogí la hoja y me senté en un mostrador bajo, cubierto de libros que los clientes habían sacado de las estanterías. Seguramente no había tenido tiempo de devolverlos a su sitio.

—¿Qué se puede hacer en una ciudad como ésta? —pregunté, reanudando la conversación.

—Nada —me contestó—. Hay chicas en el drugstore de enfrente, y bourbon en el bar de Ricardo, a dos manzanas de aquí.

No era desagradable, pese a su brusquedad.

—¿Cuánto tiempo hace que está usted aquí?

—Cinco años —respondió—. Y me quedan cinco más.

—¿Y después, qué?

—Es usted curioso, ¿eh?

—Culpa suya. ¿Por qué me cuenta que le quedan cinco años? Yo no se lo he preguntado.

Suavizó el rictus de su boca, y se formaron arrugas en torno a sus ojos.

—Tiene usted razón. Pues mire, otros cinco años y me retiro de este trabajo.

—¿Y a qué se va a dedicar?

—A escribir —me dijo—. A escribir best-sellers. Sólo best-sellers. Novelas históricas, novelas en las que los negros se acuesten con las blancas y no los linchen, novelas en las que jovencitas puras logren crecer inmaculadas en medio de toda la podredumbre de los suburbios.

Soltó una risita irónica.

—¡Best-sellers, hombre! Y luego novelas increíbles audaces y originales. En este país es fácil ser audaz: no hay más que decir lo que todo el mundo puede ver si se esfuerza un poco.

—Lo conseguirá —le dije.

—Claro que lo conseguiré. Ya tengo seis a punto.

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