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Authors: Boris Vian

Tags: #Relato

Escupiré sobre vuestra tumba (3 page)

BOOK: Escupiré sobre vuestra tumba
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—¿Qué llevas en esa botella? —preguntó.

Yo tenía la chaqueta encima de las rodillas. Ella deslizó la mano por debajo, y no sé si lo hizo a propósito, pero si fue así, tenía una puntería endiablada.

—No te muevas —le dije retirando su mano—. Ya te sirvo yo.

Desenrosqué el tapón niquelado y le pasé la petaca. Se tomó un buen trago.

—¡No te lo termines! —protestó Dick.

Nos estaba vigilando por el retrovisor.

—Pásame un poco, Lee, viejo caimán…

—No te preocupes, tengo más.

Sostuvo el volante con una sola mano y agitó la otra en nuestra dirección.

—¡Déjate de bromas! —reconvino Judy—. No sea que nos estrellemos contra el decorado…

—Tú eres el cerebro de la banda, ¿no? —aventuré—. ¿No pierdes nunca la sangre fría?

—¡Nunca! —respondió.

Agarró la petaca al vuelo en el momento en que Dick iba a devolvérmela. Cuando me la entregó, estaba vacía.

—¿Qué tal? —le dije, en tono aprobador—. ¿Estás mejor?

—Psé… no es gran cosa… —comentó Judy.

Sus ojos estaban empañados de lágrimas, pero había encajado el golpe. Su voz sonaba algo estrangulada.

—Con todo ese cuento —dijo Jicky—, yo me he quedado sin nada.

—Vamos a buscar más —propuse—. Vamos por la guitarra y luego volvemos a donde Ricardo.

—Eres un tipo con suerte —dijo el chico—. A nosotros nadie nos quiere vender.

—¿Veis lo que os pasa por parecer tan jóvenes? —dije yo, burlándome de ellos.

—No tan jóvenes como eso —gruñó Jicky.

Empezó a agitarse, hasta colocarse de manera tal que yo con sólo cerrar los dedos ya tenía en qué ocuparme. De pronto, el coche se detuvo y dejé colgar mi mano, negligentemente, a lo largo de su brazo.

—Vuelvo en seguida —anunció Dick.

Salió del coche y echó a correr hacia la casa, que parecía obra del mismo constructor que las que la rodeaban. Dick volvió a aparecer en el porche. Llevaba una guitarra en un estuche barnizado. Cerró de golpe la puerta tras él y, en dos brincos, se plantó junto al coche.

—B. J. no está —anunció—. ¿Qué hacemos?

—Ya se la devolveremos —dije—. Sube. Vamos donde Ricardo, a que me llene el depósito.

—Vas a tener buena reputación, como sigas así —observó Judy.

—¡Oh! —la tranquilicé—. Se darán cuenta en seguida de que habéis sido vosotros los que me habéis arrastrado a vuestras sucias orgías.

Hicimos el mismo trayecto en dirección contraria, pero la guitarra me molestaba. Le dije al chico que se detuviera a cierta distancia del bar y bajé a repostar. Compré otra botella más, y volví con el grupo. Dick y Judy, de rodillas en el asiento delantero, discutían enérgicamente con la rubia.

—¿Qué te parece, Lee? —dijo el chico—. ¿Vamos a bañarnos?

—De acuerdo —respondí—. Tendréis que prestarme un bañador. No he traído nada…

—No te preocupes. Ya nos arreglaremos.

Puso el motor en marcha y salimos de la ciudad. Al poco rato, tomó un atajo, apenas lo bastante ancho para el Chrysler, y en pésimo estado de conservación. En realidad, de conservación nada.

—Tenemos un lugar fantástico para bañarnos —me aseguró—. No hay nunca nadie. Y un agua…

—¿Hay truchas en el río?

—Sí. Y gravilla y arena blanca. Y nunca va nadie. Somos los únicos que pasamos por este camino.

—Se nota —dije, agarrándome la mandíbula, a punto de desencajarse a cada sacudida—. En vez de coche tendrías que llevar un bulldozer.

—Es parte del juego —me explicó—. Así la gente no viene a meter sus sucias narices por estos barrios.

Aceleró y yo encomendé mis huesos al Creador. El camino describió un brusco desvío, y terminó ciento cincuenta metros más adelante. No había más que arbustos. El Chrysler se detuvo en seco al pie de un corpulento arce y Dick y Judy saltaron a tierra. Yo bajé antes que Jicky y la agarré al vuelo. Dick había cogido la guitarra e iba el primero. Le seguí, animoso. Había un estrecho paso bajo las ramas y se descubría de golpe el río, fresco y transparente como un vaso de gin. El sol estaba bajo, pero hacía aún un calor intenso. Una parte del agua se estremecía a la sombra; la otra reverberaba débilmente a los rayos oblicuos del sol. Una hierba espesa, seca y polvorienta, descendía hasta el agua.

—No está mal el rincón —concedí—. ¿Lo habéis encontrado solitos?

—No somos tontos del todo —dijo Jicky.

Y me lanzó un gran terrón de tierra seca, que me alcanzó en el cuello.

—O te portas bien —la amenacé—, o se acabó lo que se daba.

Di unos golpecitos al bolsillo de mi chaqueta para acentuar el efecto de mis palabras.

—¡Oh! No se enfade usted, viejo cantor de blues —se excusó—. Demuéstrenos más bien lo que sabe usted hacer.

—¿Y mi bañador? —le pregunté a Dick.

—Qué más da —me replicó—. No hay nadie.

Me volví. Judy ya se había sacado el suéter. Evidentemente, no llevaba gran cosa debajo. Su falda se deslizó a lo largo de sus piernas, y, en un abrir y cerrar de ojos, hizo volar por los aires zapatos y calcetines. Se tendió en la hierba completamente desnuda. Debí poner cara de estúpido, porque se rió de mí con tantas ganas que estuve a punto de no poder contenerme. Dick y Jicky, en el mismo atuendo, se dejaron caer a su lado. Para colmo del ridículo, era yo el que parecía turbado. Observé, sin embargo, la delgadez del chico, cuyas costillas se marcaban bajo su piel bronceada.

—Está bien —dije por fin—, no veo por qué tendría que hacerme el estrecho.

Me tomé mi tiempo con toda la intención. Sé lo que valgo en pelotas, y os aseguro que tuvieron ocasión de darse cuenta mientras me desnudaba. Hice crujir mis costillas desperezándome con fuerza, y me senté junto a ellos. No me había recuperado aún de mis escaramuzas con Jicky, pero no hice nada para disimularlo. Supongo que esperaban que me rajara.

Empuñé la guitarra. Era una excelente Ediphone. Pero no es muy cómodo tocar sentado en el suelo, así que le dije a Dick:

—¿Te importa que me traiga el asiento del coche?

—Voy contigo —dijo Jicky.

Y se escabulló como una anguila por entre las ramas.

Me hizo un curioso efecto, ver aquel cuerpo de adolescente, bajo aquella cabeza de starlette, rodeado por las sombras de los arbustos. Dejé la guitarra y la seguí. Me llevaba ventaja, y cuando llegué al coche, ella ya volvía cargada con el pesado asiento de cuero.

—¡Dame eso! —le dije.

—¡Déjame tranquila, Tarzán! —gritó.

Hice caso omiso de sus protestas, y la agarré por detrás con brutalidad. Soltó el asiento y se dejó hacer. Yo me habría tirado hasta una mona. Debió de darse cuenta, porque empezó a revolverse con todas sus fuerzas. Me eché a reír. Me gustaba. Allí la hierba era alta, y mullida como una colchoneta hinchable. Se deslizó al suelo y yo la seguí. Luchábamos como salvajes. Estaba bronceada hasta la punta de los senos, sin esas marcas de sostén que tanto afean a las mujeres desnudas. Y tersa como un albaricoque, desnuda como una niña, pero cuando conseguí tenerla debajo de mí, me di cuenta de que sabía mucho más que una niña. Hacía meses que no me daban una demostración tal de técnica. Mis dedos sentían su espalda, lisa y luego cóncava, y, más abajo, sus nalgas, firmes como sandías. No duró ni diez minutos. Simuló que se dormía, y en el momento en que yo me disponía a emplearme a fondo, me abandonó como a un fardo y huyó delante de mí, hacia el río. Recogí el asiento y corrí tras ella. Al borde del agua, tomó impulso, y se zambulló sin salpicaduras.

—¿Ya os estáis bañando?

Era la voz de Judy. Tendida de espaldas, cubriéndose la cara con las manos, mascaba una ramita de sauce. Dick, abandonado a su lado, le acariciaba los muslos. Había una botella tirada por el suelo. Judy advirtió mi mirada.

—Sí…, está vacía… —se rió—. Os hemos dejado la otra.

Jicky chapoteaba, al otro lado del agua. Busqué en mi chaqueta y cogí la otra botella, y luego me zambullí. El agua estaba tibia. Me sentía maravillosamente en forma. Me lancé en un sprint mortal y alcancé a Jicky en el centro del río. Había unos dos metros de fondo y una corriente casi inapreciable.

—¿Tienes sed? —le pregunté, batiendo el agua con una sola mano para mantenerme a flote.

—¡Y que lo digas! —me aseguró—. Me has destrozado, con tus modos de campeón de rodeo.

—Ven —le dije—. Haz el muerto.

Se dejó ir sobre la espalda, y yo me deslicé bajo ella, con un brazo a través de su torso. Le tendí la botella con la otra mano. Cuando fue a cogerla, dejé que mis dedos se deslizaran a lo largo de sus muslos. Separé suavemente sus piernas y la tomé, otra vez, en el agua. Se abandonaba encima de mí. Estábamos casi de pie, y nos movíamos lo justo para no irnos a pique.

CAPÍTULO III

La cosa siguió igual hasta septiembre. Completaban la banda cinco o seis miembros más, entre chicos y chicas: B. J., la propietaria de la guitarra, bastante mal hecha, pero con una piel que olía extraordinariamente bien; Susie Ann, otra rubia, pero más llenita que Jicky, y otra chica de pelo castaño, insignificante, que solía pasarse el día bailando. En cuanto a los chicos, eran tan estúpidos como yo hubiera podido desear. No había vuelto a salir con ellos por la ciudad: habría sido mi perdición ante la gente. Nos encontrábamos a orillas del río, y ellos guardaban el secreto de nuestros encuentros porque yo era para ellos un proveedor cómodo de bourbon y de gin.

Conseguía a todas las chicas, una tras otra, pero era demasiado fácil, me desanimaba. Lo hacían casi con la misma facilidad con que se limpiaban los dientes, por higiene. Se comportaban como una banda de chimpancés, descamisados, glotones, tumultuosos y viciosos; pero, por el momento, me conformaba con eso.

A menudo tocaba la guitarra; esto solo me habría bastado, incluso aunque no hubiera sido capaz de romperles la cara a todos aquellos mocosos al mismo tiempo, y con una sola mano. Me enseñaban el
jitterburg
y el jive; no me costó mucho esfuerzo hacerlo mejor que ellos. Pero no era culpa suya.

Sin embargo, me había puesto de nuevo a pensar en el chico, y dormía mal. Había vuelto a ver a Tom dos veces. Estaba logrando aguantar. Ya no se hablaba de la historia del chico. A Tom le dejaban tranquilo en su escuela, y a mi no me recordaban demasiado. El padre de Anne Moran había mandado a su hija a la universidad del condado; su hijo seguía con él. Tom me preguntó si las cosas me iban bien, y le dije que mi cuenta corriente ascendía ya a ciento veinte dólares. Economizaba en todo, salvo en el alcohol, y los libros se seguían vendiendo bien. Esperaba un aumento a finales de verano. Tom me pidió que no olvidara mis deberes religiosos. En realidad, había conseguido librarme de todas mis creencias, pero me las arreglaba para que se notara tan poco como lo demás. Tom creía en Dios. Yo iba al oficio dominical, como hiciera Hansen, pero estoy convencido de que no se puede conservar la lucidez y creer en Dios al mismo tiempo, y yo tenía que estar lúcido.

Al salir del templo, nos encontrábamos en el río y nos tirábamos a las chicas, con tanto pudor como una banda de orangutanes en celo; a fe mía, eso es lo que éramos. Y luego terminó el verano sin que nos diéramos cuenta, y empezaron las lluvias.

Volví a frecuentar el bar de Ricardo. De vez en cuando me pasaba por el drugstore para charlar un rato con la basca del lugar; realmente empezaba a hablar su jerga mejor que ellos, se ve que tenía facilidad también para esto. Por aquellos días fueron volviendo de vacaciones un montón de tipos, de lo más rico de Buckton, venían de Florida o de Santa Mónica o de yo qué sé dónde… Todos bronceados y rubios, pero no más que nosotros, que nos habíamos quedado junto al río. La tienda se convirtió en uno de sus lugares de reunión.

Esos no me conocían aún, pero había tiempo de sobra y yo no tenía ninguna prisa.

CAPÍTULO IV

Y luego volvió también Dexter. Me habían hablado de él hasta hacerme sangrar los oídos. Vivía en una de las casas más bonitas del barrio elegante de la ciudad. Sus padres estaban en Nueva York, pero él se quedaba todo el año en Buckton porque tenía los pulmones delicados. La familia era originaria de Buckton, y allí se podía estudiar tan bien como en cualquier otra ciudad. Había ya oído hablar del Packard de Dexter, de sus clubs de golf, de su radio, de su bodega y de su bar, y sabía tanto de todo eso como si me hubiera pasado la vida en su casa: no me decepcionó cuando le vi. Era exactamente la especie insignificante y sucia de crápula que tenía que ser. Un tipo delgado, moreno, de aspecto un poco indio, de ojos negros y mirada sardónica, pelo rizado y labios delgados bajo una gran nariz aguileña. Tenía unas manos horribles, como palas, con las uñas muy cortas y como plantadas de lado, más anchas que largas, e hinchadas como las uñas de un enfermo.

Corrían todos tras él como perros tras un pedazo de hígado. Perdí un poco de mi importancia como proveedor de alcohol, pero me quedaba la guitarra, y además les tenía preparada una exhibición de zapateado que ni se la soñaban. Tenía tiempo, necesitaba un pez gordo, y en la banda de Dexter iba a encontrar sin duda lo que estaba esperando desde que me había puesto a soñar con el chico todas las noches. Creo que le gusté a Dexter. Habría sido más normal que me detestara por mis músculos y mi estatura, y también por mi guitarra, pero todo esto le atraía. Yo tenía todo lo que a él le faltaba. Y él tenía dinero. Estábamos hechos para entendernos. Y además se dio cuenta, desde un principio, de que yo estaba dispuesto a un buen número de cosas. No sospechaba ni remotamente lo que yo quería; no, no llegaba tan lejos; ¿cómo hubiera podido ocurrírsele a él y a los demás no? Lo que sencillamente pensaba, creo, era que con mi ayuda podría preparar unas cuantas orgías particularmente sonadas. Y en este sentido no andaba equivocado.

La ciudad estaba casi al completo, ahora; empezaba a vender libros de ciencias naturales, geología, física y cosas por el estilo. Los de la banda me mandaban a todos sus compañeros. Las chicas eran terribles. Tenían catorce años y ya se las arreglaban para que las toqueteara, y eso que no es nada fácil encontrar un pretexto para que te toqueteen mientras estás comprando un libro… Pero lo conseguían: me hacían palpar sus bíceps para que comprobara el resultado de sus vacaciones, y luego, sin que yo me diera apenas cuenta, pasábamos a los muslos. Se pasaban un poco. Yo procuraba controlar la situación, porque aún me quedaba algún cliente serio. Pero aquellas mocosas estaban a cualquier hora del día calientes como cabras, y tan húmedas que goteaban. Ser profesor de universidad debe de ser un trabajo agotador, si las cosas resultan ya tan fáciles para un humilde librero. Cuando empezaron las clases me dejaron un poco más tranquilo. Venían sólo por las tardes. Lo terrible era que también los chicos me amaban. No eran ni machos ni hembras, aquellos bichos: salvo algunos que eran ya hombres hechos y derechos, a los demás les gustaba tanto como a las chicas ponerse al alcance de mi mano. Y siempre con la dichosa manía de bailar. No recuerdo haber visto a más de cinco juntos sin que empezaran a tararear una estribillo cualquiera y a agitarse siguiendo el compás. Pero eso no me disgustaba: al fin y al cabo, lo habíamos inventado nosotros.

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