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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

Espadas y demonios (23 page)

BOOK: Espadas y demonios
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Pronto el Ratonero hizo con Varita Gris y su vaina lo mismo que había hecho con Escalpelo, y ataba el tobillo izquierdo de Fafhrd al muslo, apretando cruelmente la cuerda, aunque los nervios de Fafhrd, anestesiados por el vino, apenas lo notaron. Equilibrándose con su maleta de acero, bebió de su jarro y reflexionó profundamente. Desde que se unió a Vlana le había interesado el teatro, y la atmósfera de la Casa de los Actores había incrementado aquel interés, por lo que le encantaba la perspectiva de representar un papel en la vida real. Pero por brillante que sin duda fuera el plan del Ratonero, parecía tener inconvenientes. Trató de formularlos.

—Ratonero, no acaba de gustarme esto de tener las espadas atadas, de modo que no podremos utilizarlas en caso de emergencia.

—Pero podemos usarlas como garrotes —replicó el Ratonero, el aliento silbando entre sus dientes mientras hacía el último nudo—. Además, tenemos los cuchillos. Mira, gira el cinto hasta que el cuchillo te quede a la espalda, bien oculto por el manto. Yo haré lo mismo con Garra de Gato. Los mendigos no llevan armas, por lo menos a la vista, y hemos de mantener la teatralidad en todos los detalles. Ahora deja de beber, que ya es suficiente. Yo sólo necesito un par de tragos más para llegar a mi mejor grado de excitación.

—Y tampoco estoy seguro de que me guste entrar cojeando en la guarida de los matones. Puedo saltar con una rapidez sorprendente, es cierto, pero no tan rápido como cuando corro. ¿Crees que es realmente prudente?

—Puedes soltarte en un instante —dijo el Ratonero con un atisbo de impaciencia y enojo—. ¿No estás dispuesto a hacer el menor sacrificio por el arte?

—Oh, muy bien —dijo Fafhrd, apurando su jarro y echándolo a un lado—. Sí, claro que lo estoy.

El Ratonero le inspeccionó críticamente.

—Tu aspecto es demasiado saludable. —Dio unos toques al rostro y las manos de Fafhrd con grasienta pintura gris y añadió unas arrugas oscuras—. Y tus ropas están demasiado limpias.

Recogió tierra mugrienta de entre los adoquines y manchó con ella la túnica de Fafhrd. Luego trató de hacerle algún desgarrón, pero el tejido resistió. Entonces se encogió de hombros y se metió el saco aligerado bajo el cinto.

—También tu aspecto es demasiado pulido —observó Fafhrd, y se agachó sobre la pierna derecha para recoger un buen puñado de basura, que contenía excrementos a juzgar por su tacto y olor. Irguiéndose con un potente esfuerzo, restregó la basura sobre el manto del Ratonero y también su jubón de seda gris.

El hombrecillo notó el olor y soltó una maldición, pero Fafhrd le recordó la «teatralidad».

—Es bueno que hedamos. Los mendigos huelen mal... esa es otra razón por la que la gente les da monedas: para librarse de ellos. Y nadie en la Casa de los Ladrones sentirá deseos de inspeccionarnos de cerca. Vayamos ahora, mientras siguen ardiendo nuestras hogueras interiores.

Y cogiendo al Ratonero por el hombro, se impulsó rápidamente hacia la calle de la Pacotilla, colocando la espada vendada entre adoquines, a buena distancia por delante de él, y dando saltos poderosos.

—Más despacio, idiota —le susurró el Ratonero, deslizándose junto a él casi con la velocidad de un patinador para mantenerse a su altura, mientras golpeaba el suelo con su bastón espada como un loco—. Se supone que un lisiado ha de ser débil... Eso es lo que provoca la compasión.

Fafhrd asintió prudentemente y redujo un poco su velocidad. El amenazante umbral desierto apareció de nuevo a la vista. El Ratonero inclinó su jarro para apurar el vino, bebió un poco y se atragantó. Fafhrd le arrebató el jarro, lo vació y lo arrojó por encima de su hombro. El recipiente se estrelló ruidosamente contra el suelo.

Saltando y arrastrando los pies, entraron en la calle de la Pacotilla, pero se detuvieron en seguida al ver a un hombre y una mujer ricamente ataviados. La riqueza del atuendo del hombre era sobria, y el individuo grueso y algo viejo, aunque de facciones fuertes. Sin duda era un mercader que pagaba dinero al Gremio de los Ladrones —una cuota de protección por lo menos— para circular por allí a aquellas horas.

La riqueza de la vestimenta femenina era llamativa, aunque no chillona; era bella y joven, y parecía aún más joven de lo que era. Casi con seguridad se trataba de una competente cortesana.

El hombre empezó a desviarse para pasar lejos de la ruidosa y sucia pareja, volviendo el rostro, pero la mujer se dirigió al Ratonero, la preocupación creciendo en sus ojos con la rapidez de una planta de invernadero.

—¡Oh, pobre muchacho! Ciego. Qué tragedia. Démosle algo, querido.

—Aléjate de esos hediondos, Misra, y sigue tu camino —replicó él, sus últimas palabras vibrantemente apagadas, pues se pinzaba la nariz.

Ella no replicó, pero introdujo una mano en su bolso blanco de armiño y depositó una moneda en la palma del Ratonero, cerrándole los dedos sobre ella. Luego le cogió la cabeza entre sus manos y le dio un rápido beso en los labios, antes de que su acompañante la arrastrara.

—Cuida bien del chiquillo, anciano —le dijo la mujer a Fafhrd, mientras su compañero gruñía apagados reproches, de los cuales sonó de modo inteligible «zorra pervertida».

El Ratonero miró la moneda que tenía en la palma y luego dirigió una larga mirada a su benefactora. En tono de asombro le susurró a Fafhrd:

—Mira. Oro. Una moneda de oro y la simpatía de una mujer bella. ¿Crees que deberíamos abandonar este aventurado proyecto y tomar la mendicidad como profesión?

—¡Y hasta la sodomía! —respondió Fafhrd con aspereza, molesto porque la bella le había llamado «anciano»—. ¡Sigamos adelante!

Subieron los dos escalones desgastados y cruzaron el umbral, sin que les pasara desapercibido el excepcional grosor de la pared. Delante había un corredor alto, recto, de techo alto, que finalizaba en una escalera y cuyas puertas derramaban luz a intervalos, a la que se añadía la iluminación de las antorchas colocadas en la pared.

Apenas habían cruzado el umbral cuando el frío acero heló el cuello y punzó un hombro de cada uno de ellos. Desde arriba, dos voces ordenaron al unísono:

—¡Alto!

Aunque enardecidos —y embriagados— por el vino fortificado, los dos tuvieron el buen sentido de detenerse y, con mucha cautela, alzaron la vista. Dos rostros enjutos, con cicatrices, de fealdad excepcional, ambos con un pañuelo chillón que les recogía el cabello hacia atrás, les miraban desde una hornacina grande y profunda, por encima del umbral, lo cual explicaba que fuera tan bajo. Dos brazos nervudos bajaron las espadas que todavía les rozaban.

—Salisteis con la hornada de mendigos del mediodía, ¿eh? —observó uno de ellos—. Bueno, será mejor que tengáis buenos ingresos para justificar tan gran retraso. El Maestro Mendigo nocturno está de permiso en la calle de las Prostitutas.

Informaréis a Krovas. ¡Dioses, qué mal oléis! Será mejor que os lavéis primero, o Krovas hará que os bañen con agua hirviendo. ¡Marchaos!

El Ratonero y Fafhrd avanzaron arrastrando los pies y cojeando, poniendo el máximo cuidado en parecer auténticos mendigos lisiados. Uno de los centinelas oculto en una hornacina les gritó cuando pasaron por debajo:

—¡Tranquilos, chicos! Aquí no tenéis que seguir fingiendo.

—La práctica le hace a uno perfecto —replicó el Ratonero con voz temblorosa, y los dedos de Fafhrd se hundieron en su hombro para advertirle.

Siguieron avanzando con un poco más de naturalidad, tanto como lo permitía la pierna atada de Fafhrd.

—Dioses, qué vida tan fácil tienen los mendigos del Gremio —observó el otro guardián a su compañero—. ¡Qué falta de disciplina y poca habilidad! ¡Perfecto! ¡No te fastidia! Hasta un niño podría ver lo que hay debajo de esos disfraces.

—Sin duda algunos niños pueden verlo —dijo su compañero—, pero sus queridos papás dejan caer una lágrima y una moneda o les dan una patada. Los adultos, embebidos por su trabajo y sus sueños, se vuelven ciegos, a menos que tengan una profesión como la de robar, que les permite ver las cosas tal como realmente son.

Resistiendo el impulso de reflexionar en esta sabia filosofía, y contentos por no haber tenido que pasar la inspección del astuto Maestro Mendigo —Fafhrd pensó que, en verdad, el Kos de la Condenación parecía llevarles directamente a Krovas y quizá la decapitación sería la orden de la noche— siguió andando vigilante y cautelosamente junto con el Ratonero. Entonces empezaron a oír voces, sobre todo breves y entrecortadas, y otros ruidos.

Pasaron por algunas puertas en las que hubieran querido detenerse, a fin de estudiar las actividades que se desarrollaban en el interior, pero sólo se atrevieron a avanzar un poco más despacio. Por suerte la mayor parte de los umbrales eran anchos y permitían una visión bastante completa.

Algunas de aquellas actividades eran muy interesantes. En una habitación adiestraban a muchachos para arrebatar bolsos y rajar monederos. Se acercaban por detrás a un instructor, y si éste oía ruido de pisadas o notaba el movimiento de la mano —o, peor, oía el tintineo de una falsa moneda al caer— les castigaba con unos azotes. Otros parecían entrenarse en tácticas de grupo: dar empellones, arrebatar por detrás, y pase rápido de los objetos robados a un compañero.

En otra estancia, de la que salían densos olores de metal y aceite, unos estudiantes de más edad realizaban prácticas de laboratorio en descerrajamiento de cerraduras. Un hombre de barba gris y manos pringosas, que ilustraba sus explicaciones desmontando pieza a pieza una complicada cerradura, les daba la lección. Otros parecían estar sometiendo a prueba su habilidad, velocidad y capacidad para trabajar sin hacer ruido... Sondeaban con finas ganzúas los ojos de las cerraduras en media docena de puertas, colocadas unas al lado de las otras en un tabique que no tenía más finalidad que aquella, mientras un supervisor que sostenía un reloj de arena les observaba atentamente.

En una tercera estancia, los ladrones comían ante largas mesas. Los aromas eran tentadores, hasta para hombres llenos de alcohol. El Gremio trataba bien a sus miembros.

En una cuarta habitación, el suelo estaba acolchado en parte, y se instruía a los alumnos en deslizamiento, esquivar, agacharse, caer, tropezar y otras formas de hacer inútil la persecución. Estos estudiantes también eran mayores. Una voz como la de un sargento gruñía:

—¡No, no, no! Así no os podríais escabullir de vuestra abuela paralítica. He dicho que os agachéis, no que hagáis una genuflexión al sagrado Aarth. A ver esta vez...

—Grif ha usado grasa —gritó un inspector.

—¿Ah, sí? ¡Un paso al frente, Grif! —replicó la voz gruñona, mientras el Ratonero y Fafhrd se apartaban con cierto pesar para que no pudieran verles, pues se dieron cuenta de que allí podrían aprender muchas cosas: trucos que podrían mantenerles útiles incluso en una noche como aquella—. ¡Escuchad todos vosotros! —siguió diciendo la voz imperiosa, tan fuerte que podían oírla aunque ya se habían alejado un buen trecho de allí—. La grasa puede ir muy bien para un trabajo nocturno, pero de día su brillo grita la profesión de quien la usa a todo Nehwon. Y, en cualquier caso, hace que el ladrón tenga un exceso de confianza en sí mismo. Se hace dependiente del pringue y luego, en un apuro, descubre que ha olvidado aplicársela. Además, su aroma puede traicionarle. Aquí trabajamos siempre con la piel seca... ¡salvo por el sudor natural!, como os dijimos a todos la primera noche. Agáchate, Grif. Cógete los tobillos. Endereza las rodillas.

Más azotes, seguidos por gritos de dolor, distantes ahora, puesto que el Ratonero y Fafhrd se hallaban ya a mitad de las escaleras, el último ascendiendo trabajosamente, aferrado a la barandilla y la espada vendada.

El segundo piso era una réplica del primero, pero mientras éste estaba vacío, el otro era lujoso. A lo largo del corredor alternaban las lámparas y los afiligranados recipientes de incienso colgantes del techo, difundiendo una luz suave y un olor aromático. Las paredes tenían ricos tapices y el suelo mullida alfombra. Pero aquel corredor también estaba desierto y, además, totalmente silencioso. Los dos amigos se miraron y avanzaron con resolución.

La primera puerta, abierta de par en par, mostraba una habitación desocupada, llena de percheros de los que colgaban ropas, ricas y sencillas, inmaculadas y sucias, así como pelucas en sus soportes, estantes con barbas y otros adminículos pilosos, así como varios espejos ante los que se alineaban unas mesitas llenas de cosméticos y con taburetes junto a ellas. Era claramente una sala para disfrazarse.

Tras mirar y escuchar a cada lado, el Ratonero entró corriendo para coger un gran frasco verde de la mesa más próxima, y salió con la misma celeridad. Lo destapó y olisqueó su contenido. Un olor rancio y dulzón a gardenia luchó con los acres vapores del vino. El Ratonero salpicó su pecho y el de Fafhrd con aquel dudoso perfume.

—Antídoto contra la mierda —le explicó con la seriedad de un médico, cerrando el frasco—. No vamos a permitir que Krovas nos despelleje con agua hirviendo. No, no, no.

Dos figuras aparecieron en el extremo del corredor y se dirigieron a ellos. El Ratonero ocultó el frasco bajo su manto, sujetándolo entre el codo y el costado, y luego él y Fafhrd siguieron adelante... Volverse levantaría sospechas.

Las tres puertas siguientes ante las que pasaron estaban cerradas por pesadas puertas. Cuando se acercaban a la quinta, las dos figuras que se aproximaban, cogidas del brazo, pero a grandes zancadas, moviéndose con más rapidez de lo que permitía la cojera y el arrastrar de pies, se hicieron claras. Vestían ropas de nobles, pero sus rostros eran de ladrones. Fruncían el ceño con indignación y suspicacia, a la vista del Ratonero y Fafhrd.

En aquel momento —procedente de algún lugar entre las dos pareas de hombres— una voz empezó a pronunciar palabras en una lengua extraña, utilizando el ritmo monótono y rápido de los sacerdotes en un servicio rutinario, de algunos brujos en sus encantamientos.

Los dos ladrones ricamente ataviados redujeron la rapidez de sus pasos al llegar a la séptima puerta y miraron adentro. Se detuvieron en seco. Sus cuellos se tensaron y sus ojos se abrieron con desmesura. Palidecieron visiblemente. Entonces, de súbito, siguieron su camino apresuradamente, casi corriendo, y pasaron por el lado de Fafhrd y el Ratonero como si éstos fuesen unos muebles. La monótona voz siguió martilleando su encantamiento.

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