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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

Espadas y demonios (27 page)

BOOK: Espadas y demonios
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Por sí mismo, el ángulo antinatural transmitía todo el impacto de un universo volcado.

El resplandor anaranjado mostraba las alfombras extrañamente arrugadas, salpicadas aquí y allá de negros círculos dé un palmo de diámetro; las velas, que habían estado pulcramente apiladas, estaban ahora desparramadas por debajo de sus estantes, junto con algunos de los jarros y cajas esmaltadas, y, por encima de todo, dos montones, negros, bajos, irregulares y más largos, uno junto a la chimenea y el otro la mitad sobre el sofá dorado y la mitad a sus pies.

Desde cada montón miraban fijamente al Ratonero y a Fafhrd innumerables pares de ojos diminutos, bastante separados, rojos como bocas de horno.

Sobre la gruesa alfombra del suelo al otro lado de la chimenea había una telaraña plateada... una jaula de plata caída, pero ninguna cotorra cantaba en su interior.

Se oyó un leve roce metálico: Fafhrd se aseguraba de que Varita Gris se deslizaba sin obstáculos en su vaina.

Como si aquel débil ruido hubiera sido elegido de antemano como la señal de ataque, cada uno desenfundó al instante su espada y avanzaron lado a lado por la estancia, cautelosamente al principio, comprobando la solidez del suelo a cada paso.

Al oír un chirrido de las espadas desenvainadas, los ojuelos rojos parpadearon y se movieron inquietos, y ahora que los dos hombres se les acercaban con rapidez, se escabulleron, par tras par, en el extremo de un cuerpo negro, bajo, delgado, con cola sin pelos, cada uno huyendo a los círculos negros abiertos en las alfombras, donde se desvanecieron.

Sin duda los círculos negros eran agujeros de ratas recién roídos a través del suelo y las alfombras, mientras que las criaturas de ojos rojos eran ratas negras.

Fafhrd y el Ratonero dieron un salto adelante, emprendiéndola a frenéticos mandobles contra los roedores, al tiempo que soltaban toda clase de maldiciones y exabruptos.

No alcanzaron a muchas. Las ratas huían con una celeridad sobrenatural, y muchas de ellas desaparecieron por los agujeros abiertos cerca de los muros y la chimenea.

El primer tajo frenético de Fafhrd atravesó el suelo, y con un fatídico crujido y una nube de astillas, la pierna del muchacho se hundió hasta la cadera. El Ratonero pasó corriendo por su lado, sin pensar en la posibilidad de nuevos agrietamientos.

Fafhrd levantó su pierna atrapada, sin notar siquiera los rasguños producidos por las astillas, y tan indiferente como el Ratonero a los continuos crujidos de la madera. Las ratas habían desaparecido. Se lanzó en pos de su camarada, el cual había arrojado un manojo de leña a la estufa para que hubiera más luz.

Lo horroroso era que, aunque todas las ratas se habían ido, los dos montones longilíneos seguían allí, si bien considerablemente disminuidos y, como ahora mostraban claramente las llamas amarillentas que brotaban de la negra portezuela inclinada, habían cambiado de tonalidad... ya no eran los montones negros con multitud de rojas cuentecillas, sino una mezcla de negro brillante y marrón oscuro, un mórbido azul purpúreo, violeta, terciopelo negro y armiño blanco, y los rojos de las medias, la sangre, la carne y el hueso ensangrentados.

Aunque manos y pies habían sido roídos hasta dejar los huesos mondos, y los cuerpos horadados hasta la profundidad del corazón, los rostros estaban intactos. Era una pena, pues aquellas eran las partes azul púrpura a causa de la muerte por asfixia, los labios abiertos, los ojos saltones, todos los rasgos contorsionados por el sufrimiento. Sólo el cabello negro y castaño muy oscuro brillaba sin ningún cambio... eso y los dientes blanquísimos.

Mientras cada hombre miraba a su amada respectiva, incapaces de apartar la vista a pesar de las oleadas de horror, aflicción y rabia que se abatían sobre ellos, vieron una diminuta hebra negra que se desenrollaba de la negra depresión alrededor de cada garganta y fluía, disipándose, hacia la puerta abierta tras ellos... dos hebras de niebla nocturna.

Con un
crescendo
de crujidos, el suelo se hundió tres palmos más en el centro antes de alcanzar una nueva estabilidad temporal.

Los bordes de sus mentes torturadas en el centro observaron diversos detalles: que la daga con empuñadura de plata de Vlana había atravesado a una rata, la cual, sin duda demasiado ansiosa, se había acercado más de la cuenta antes de que la niebla mágica hubiera llevado a cabo su acción mágica; que su cinto y la bolsa habían desaparecido; que la caja azul esmaltada y con incrustaciones de plata, en la que Ivrian había guardado la parte que le correspondía al Ratonero de las joyas robadas, también había desaparecido.

El Ratonero y Fafhrd alzaron sus rostros y se miraron: estaban blancos y contraídos por el dolor, pero en ambos había idéntica expresión de entendimiento y finalidad. No era necesario comentar lo que debía de haber sucedido allí cuando los dos lazos de vapor negro se tensaron en el receptor de Hristomilo, o por qué Slivikin había saltado y chillado de júbilo, o el significado de frases como «un número suficiente de comensales» «no olvides el botín» o «ese asunto del que hablamos». Tampoco Fafhrd tenía necesidad de explicar por qué ahora se quitaba la túnica con capucha o por qué recogía la daga de Vlana, arrojaba la rata con un brusco movimiento de muñeca y se la colocaba al cinto. El Ratonero no tenía por qué explicar las razones de que buscara media docena de jarros de aceite y tras romper tres de ellos ante la estufa llameante, se detuviera, reflexionara y guardara los otros tres en el saco que le pendía de la cintura, añadiéndoles la leña restante y la marmita llena de carbones al rojo, atándolo herméticamente.

Entonces, todavía sin intercambiar una sola palabra, el Ratonero se cubrió la mano con un trapo e, introduciendo la mano en la chimenea, tiró de la estufa, de modo que cayó con la portezuela abierta sobre las alfombras empapadas de aceite. Las llamas amarillas surgieron a su alrededor.

Se volvieron y corrieron a la puerta. Con crujidos más fuertes que antes, el suelo se derrumbó. Desesperadamente, los dos jóvenes ascendieron por una empinada colma de alfombras deslizantes y llegaron a la puerta y el porche poco antes de que todo cuanto quedaba tras ellos cediera y las alfombras en llamas, la estufa, la madera, las velas, el sofá dorado y todas las mesitas, cajas y jarros —y los cuerpos increíblemente mutilados de sus primeros amores— se precipitaron a la seca, polvorienta y atestada de telarañas habitación de abajo, y las grandes llamas de la cremación limpiadora o al menos amasadora empezaron a fulgurar hacia arriba.

Se precipitaron por la escalera, que se arrancó de la pared y se derrumbó, estrellándose en el suelo con un estruendo sordo en el mismo momento en que ellos llegaban al suelo. Tuvieron que abrirse paso entre las maderas para llegar al callejón de los Huesos.

Por entonces las llamas sacaban sus brillantes lenguas de lagarto por las ventanas con los postigos cerrados del ático y las tapiadas con tablas del piso inferior. Cuando llegaron al patio de la Peste, corriendo uno junto al otro a toda velocidad, la alarma contra incendios de la Anguila de Plata difundía su campanilleo cacofónico detrás de ellos.

Todavía corrían cuando llegaron a la bifurcación del callejón de la Muerte. Entonces el Ratonero cogió a Fafhrd y le obligó a detenerse. El robusto joven se resistió, lanzando alocadas maldiciones, y sólo desistió —su pálido rostro todavía parecía el de un lunático— cuando el Ratonero gritó, jadeante:

—¡Sólo diez latidos de corazón para armarnos!

Se quitó el saco del cinto y, sujetándolo con fuerza por el cuello, lo estrelló contra los adoquines, lo bastante fuerte no sólo para romper las botellas de aceite, sino también la marmita con los carbones, pues en seguida la base del saco empezó a llamear un poco.

Entonces desenvainó a la brillante Escalpelo mientras Fafhrd hacía lo mismo con Varita Gris y siguieron corriendo, el Ratonero haciendo girar el saco en un gran círculo para avivar sus llamas. Era una auténtica pelota de fuego que le quemaba la mano izquierda mientras corrían a través de la calle de la Pacotilla y llegaban a la Casa de los Ladrones, y el Ratonero, dando un gran salto, arrojó el saco en llamas hacia la gran hornacina por encima de la puerta.

Los guardianes que estaban en la hornacina gritaron de sorpresa y dolor ante el llameante invasor de su escondite y no tuvieron tiempo de hacer nada con sus espadas, o cualesquiera armas de que dispusieran, contra los otros dos invasores.

Los estudiantes de ladrón salieron de las puertas al oír los gritos y los ruidos de pisadas, y retrocedieron al ver las fieras llamas y los dos hombres de rostro demoníaco que blandían sus largas y brillantes espadas.

Sólo un pequeño aprendiz, que apenas tendría más de diez años, se quedó demasiado tiempo. Varita Gris lo atravesó sin piedad, mientras sus grandes ojos sobresalían y su pequeña boca dibujaba un rictus de horror y súplica para que Fafhrd tuviera piedad.

Se oyó entonces por delante de ellos una llamada espectral y sollozante, hueca, que ponía los pelos de punta, y las puertas empezaron a cerrarse en vez de vomitar a los guardianes armados que los dos jóvenes casi rogaban que apareciesen para ensartarlos con sus espadas. Además, a pesar de las largas antorchas colgadas de las paredes, el corredor quedó a oscuras.

La razón de esto último apareció clara cuando se lanzaron escaleras arriba. Jirones de niebla nocturna aparecían en la caja, materializándose de súbito en el aire.

Los jirones se hacían más largos y numerosos, más tangibles. Tocaban y se aferraban repugnantemente. En el corredor de arriba formaban de pared a pared y del suelo al techo una especie de telaraña gigantesca, haciéndose tan sólidos que el Ratonero y Fafhrd tenían que cortarlos con sus aceros para avanzar, o así lo creían sus mentes maníacas. La negra red apagó un poco una repetición de la misteriosa y gimiente llamada, que procedía de la séptima puerta más adelante, y esta vez terminó en un griterío y un cloqueo tan dementes como las emociones de los dos atacantes.

También aquí las puertas se cerraron con estruendo. En un efímero instante de racionalidad, al Ratonero se le ocurrió que los ladrones no les temían a Fafhrd y a él, pues todavía no los habían visto, sino más bien a Hristomilo y su magia, aun cuando trabajara en defensa de la Casa de los Ladrones.

Incluso la sala del mapa, de donde era más probable que surgiera el contraataque, estaba cerrada por una enorme puerta de roble con incrustaciones de hierro.

De nuevo tuvieron que cortar la telaraña negra, viscosa, de filamentos gruesos como cuerdas, a cada paso que daban. A medio camino entre la sala del mapa y la de la magia, se estaba formando la negra red, espectral al principio pero que crecía con rapidez, haciéndose más sólida, una araña negra grande como un lobo.

El Ratonero cortó la espesa telaraña ante aquel monstruo, retrocedió dos pasos y se abalanzó de un salto. Escalpelo atravesó aquella cosa, golpeándole entre los negros ojos recién formados, y se derrumbó como una vejiga pinchada por una daga, soltando un olor fétido.

Entonces los dos jóvenes se encontraron ante la sala de la magia, la cámara del alquimista. Estaba casi igual que antes, salvo que algunas cosas se habían duplicado e incluso multiplicado más.

Sobre la larga mesa dos retortas llenas de un líquido azul burbujeaban y despedían otra cuerda sólida que se retorcía con más rapidez que la cobra negra de los pantanos, que puede correr más rápido que un hombre, y no iba a parar a receptores gemelos, sino a la atmósfera de la habitación para tejer una barrera entre sus espadas y Hristomilo, el cual volvía a estar, alto pero encorvado, inclinado sobre su pergamino brujeril marrón, aunque esta vez su mirada exultante se fijaba sobre todo en Fafhrd y el Ratonero, dirigiendo tan sólo de cuando en cuando una mirada breve al texto del encantamiento que entonaba monótonamente.

En el otro extremo de la mesa, en el espacio libre de telarañas, saltaban no sólo Slivikin, sino también una rata enorme igual que él en tamaño y en todos sus miembros, excepto la cabeza.

En las ratoneras al pie de las paredes, los ojillos rojos brillaban a pares.

Con un aullido de rabia, Fafhrd empezó a cortar la barrera negra, pero las bocas de las redomas las sustituían con tanta celeridad como él las cortaba, mientras que los extremos seccionados, en vez de caer y quedar inactivos, ahora se tensaban Hambrientos hacia él como serpientes constrictivas o enredaderas estranguladoras.

De repente, pasó Varita Gris a su mano izquierda, desenfundó su largo cuchillo y lo arrojó al brujo. 'Brillando hacia su Objetivo, el arma cortó tres jirones, se desvió, un cuarto y un quinto redujeron su velocidad, un sexto casi lo detuvo y acabó colgando inútilmente, enlazado por un séptimo jirón de niebla sólida.

Hristomilo lanzó una risa aguda y luego sonrió mostrando sus enormes incisivos superiores, mientras Slivikin chillaba extasiado y daba saltos más altos.

El Ratonero arrojó Garra de Gato sin mejor resultado..., peor, en realidad, dado que su acción dio tiempo a dos veloces jirones de niebla a enroscarse alrededor de la mano que sostenía la espada y deslizarse hacia el cuello. Unas ratas negras salieron apresuradamente de los grandes agujeros al pie de las paredes.

Entretanto, otros jirones se enrollaban alrededor de los tobillos, rodillas y brazo izquierdo de Fafhrd, casi derribándole. Pero mientras se debatía para mantener el equilibrio, cogió la daga de Vlana, que llevaba al cinto, y la alzó por encima del hombro, su empuñadura de plata centelleante, su hoja marrón con la sangre seca de la rata.

Al verlo, la sonrisa abandonó el rostro de Hristomilo. Entonces el brujo soltó un grito extraño e insistente y se apartó del pergamino que estaba sobre la mesa, alzando sus manos provistas de garras para repeler la fatalidad.

La daga de Vlana voló sin impedimento a través de la negra araña, cuyas hebras incluso parecían apartarse para dejarla pasar, y entre las manos extendidas del brujo, para hundirse hasta la empuñadura en su ojo derecho.

El brujo emitió un débil grito de atroz agonía y se llevó las manos al rostro. La negra telaraña se retorció como presa de los espasmos de la muerte.

Las retortas se quebraron a la vez, derramando su lava sobre la mesa magullada, extinguiendo las llamas azules aun cuando la gruesa madera de la mesa empezó a humear un poco en el borde de la lava. Ésta cayó pesadamente sobre el oscuro mármol del suelo.

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