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Authors: Hernán Casciari

España, perdiste (11 page)

BOOK: España, perdiste
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Caga tió , caga turró

d'ametlles i pinyó

i si no cagues bé,

et fotré un cop de bastó!

Lo que traducido al argentino sería como cantar:

Cagá Papá Noel,

cagá turrón de miel,

y si no cagás regalos,

te cagamos bien a palos.

A pesar de esta tradición violenta, en las Fiestas del hemisferio norte los petardos suenan más despacio, los parientes más iracundos nunca llegan a las manos, los regalos de Melchor son más caros pero menos valiosos, en las mesas no hay piononos ni mucho menos salpicón de pollo, y los chicos se congelan como estalactitas antes de que llegue el ser sobrenatural que corresponda a cada región y se chamusque el culo en la chimenea.

Mientras escribo esto es un jueves de diciembre, tengo treinta y cinco años y hace frío. Sin embargo, pasé mis primeros veintinueve diciembres con calor, en patas o en chancletas y abriendo la heladera cada dos minutos para buscar los cubitos. Ahora hace seis diciembres consecutivos que canto el “caga tió” al lado de una estufa, como un viejo choto o un esquimal achanchado, y todavía no me puedo acostumbrar a este espantoso clima español del fin de año. Ni tampoco a lo que llega después, que es todavía más ridículo: el carnaval en invierno. Las mascaritas con campera. El rey momo pidiendo a gritos que lo quemen.

Las películas y las series de la televisión, que casi siempre vienen desde Norteamérica, nos acostumbraron a convivir —visualmente— con las navidades blancas del hemisferio norte, con los gorros de lana que usaba Michael Landon cuando le construía los trineos de madera a sus tres hijas, con las compras de último momento en la helada Nueva York, donde el humo aparece nítido desde las alcantarillas y las bocas de subte.

Es decir, los habitantes del cono sur entendemos con ojos de videotape la vulgaridad que representa pasar la navidad con frío. Pero no la podemos entender con el cuerpo. Y, lo que es lo mismo y hasta más grave, no la podemos soportar cuando se nos acerca, blanca y radiante como la novia de Antonio Prieto.

Lo más preocupante de las culturas frías es que no se puede sacar la mesa al patio para ver llegar el nuevo año. Y eso genera que las conversaciones sean tediosas, programadas y prolijitas. No sé por qué ocurre esto, pero el español, cuando está bajo techo, tiende a construir sobremesas sin gracia. En cambio cuando lo alumbra la luna, las estrellas y los faroles del jardín, se da el lujo de ser más natural, de tirarse pedos sin disimulo y de cortejar abiertamente a las cuñadas.

En España, a las doce de la noche del 31 de diciembre, todos los televisores de todas las casas están encendidos; eso es lo que se llama empezar mal el año. Generalmente en la tele se ven a unos personajes conocidos, con abrigos hasta el cuello, en una plaza pública donde hay un edificio con un reloj enorme. Cada año, el pueblo ibérico tiene por costumbre comer una uva por cada campanada que suena en la televisión, hasta engullir exactamente una docena en doce segundos. Esto les parece a todos muy divertido, porque fingen atragantarse o fingen que les cuesta mucho hacerlo.

Desde las once de la noche, además, los presentadores de la televisión le explican a la población civil que no hay que confundir los cuartos con las campanadas. Lo explican de esta manera:

PRESENTADOR: —“Un repiqueteo intenso acompaña el descenso de la bola; a continuación comienzan los cuatro cuartos, que no es el momento en que ustedes se toman las uvas; e inmediatamente después, casi simultáneo al cuarto cuarto, la primera campanada, donde sí ustedes deben tomarse las uvas”.

En Argentina nadie sabe exactamente qué programa pasa la televisión a las doce de la noche del 31 de diciembre. Me imagino que alguna misa, o una película donde Jesús es hermoso y tiene los ojos parecidos a Robert Powell. La gente normal está en el patio, peleándose con los mosquitos y los cascarudos. Yo creo que la presencia cercana de insectos nos ayuda mucho a liberarnos de los códigos y los reglamentos. No es lo mismo conversar cuando el animal más cercano es un locutor de televisión, que charlar mientras una vaquita de san antonio te camina por el antebrazo.

En España, como es lógico, no hay insectos en Navidad. Ni ventiladores, ni patios, ni artilugios ingenuos contra los mosquitos. Tampoco suena la sirena de los bomberos a las doce en punto del nuevo año, ni se ilumina el cielo con fuegos artificiales caseros y mortíferos, ni un vecino saca el revólver y tira balazos al aire, ni otro vecino muere al instante por culpa de una bala perdida, ni se cae tu suegro borracho a la pileta, ni las mujeres se pasan la tarde cortando frutas para la ensalada, ni las amigas de tu hermana se aparecen a la una y media para ir a bailar, semidesnudas y alegres, ni te llama por teléfono a las doce en punto un pariente emigrado desde España, para decirte que allí ya son las cinco de la madrugada, que todos duermen y que en las calles desiertas hay dos grados bajo cero.

Ahora, que el pariente estúpido que llama soy yo mismo, esas comunicaciones telefónicas me revuelven el estómago.

Es que detrás de la voz de mi madre o mi padre o mi hermana, detrás de la conversación trivial y del cómo la están pasando, detrás de las enhorabuenas y de los deseos recíprocos, escucho siempre esos gritos veraniegos, los estruendos y los petardos, a los chicos que gritan o se zambullen, las sirenas y la música de fondo. A veces, si pego bien la oreja al auricular, también escucho mi voz, mi propia voz de los veinticinco años, mi voz antigua allá a lo lejos, que arrastra las erres, y que está conversando con mi cuñado al lado de la parrilla.

V. La sociedad
Yo soy un niño barato

En la televisión española no hay programas infantiles. Será porque hay pocas criaturas en la península, o porque hacer un buen producto para chicos es difícil, o porque los que deciden la programación no crecieron mirando a Piluso. O quizás es porque —y es lo que me temo— acá los chicos son mercadería de segunda.

Cuando llegué a España me encontré con quince mil cosas más ordenadas que en Argentina, como es lógico. La economía, para empezar, y todas las ventajas que eso implica. Pero también me encontré —corría el 2000— con una lucha hipócrita entre padres y maestros: los padres querían menos vacaciones de verano para sus hijos. Y los maestros se negaban poniendo el grito en el cielo.

Los argumentos de los tutores o encargados era que sus niños necesitaban más educación; la excusa de los maestros, que sus alumnos ya tenían la suficiente. En realidad el motivo de la lucha entre padres y maestros era otra: deshacerse de los chicos por más tiempo.

Un viñeta del humorista gráfico Ermengol, en el Diari Segre de aquel tiempo, mostraba a un padre y a un maestro jugando al tenis. La red era el muro de un colegio. La pelota, un pibe desconcertado que volaba de un terreno al otro.

Verano Azul, aquella especie de Pelito con mar de fondo, y Los payasos de la tele son los últimos éxitos populares para chicos españoles. Hablo de los años ochenta. Después de aquello, un silencio abrumador y una natalidad en retroceso.

Los spots de "Vamos a la cama, hay que descansar" que la tele argentina de nuestra época pasaba a las 10 de la noche, aquí se emiten a las 19:55. Y no estamos Noruega, donde la gente se va al catre a las 20:30. Estamos en España, un país latino en el que los padres se acuestan entre la una y las dos de la mañana, como en el resto del mundo libre. Y la realidad es ésa: ya no saben qué inventar para que sus hijos desaparezcan del comedor.

Contarle historias a un chico es, de entre las pocas maravillas de este mundo, una de las más nobles y gratificantes. Buscarles el asombro, la risa o la curiosidad no se paga con nada. Meterse en el laberinto de sus ideas, que son de por sí explosivas, y aprender a contar desde esa magia, es una tarea inmensa a la que nadie (ni la tevé, ni la escuela, ni los padres) debería hacerle asco.

Me da mucha pena (y, desde que soy padre, un poco de bronca y miedo también) que la televisión española menosprecie a los chicos. Que el único programa infantil actual sea una de esas franquicias de "El show de Disney" donde ponen a un negrito, a un gordito y a dos nenes estándares a presentar dibujos animados del orto. Y que la única opción para compartir con tu hijo sean, siempre, los Simpsons.

Los chicos españoles ven una media de tres horas de televisión al día. Pero no hay nada español para ellos. Sólo dibujos enlatados en la televisión de aire. De los buenos o de los malos. Pero nadie en esos dibujos come paella, por ejemplo, nadie les explica en qué lugar nacieron y por qué.

Y, aunque es peligroso generalizar, los padres tampoco son lo que se dice promotores de la fantasía de sus hijos. Los traen al mundo casi al borde de sus posibilidades de concepción, tienen —como muchísimo— un hijo, y se pasan la vida intentando que el pobre diablo no tenga vacaciones, para estar tranquilos como cuando no tenían ninguno.

"En esta vida hay cosas que son caras porque cuestan mucho dinero —decía el Chavo— y otras que cuestan muy poco y por lo tanto son baratas. Yo, por ejemplo, soy un niño barato". Contarle historias a un chico es, de las cosas baratas de este mundo, la que mejor se paga, la que más nos engrandece. Por eso el amor que siento por aquellos que me han contado historias, cuando yo era un chico, es un amor irrepetible.

Si hoy tengo fantasías y sueños, es porque alguna vez estuvieron a mi lado Mark Twain, Roberto Gómez Bolaños, Alberto Olmedo, García Ferré, mi mamá y mi papá, todos los inmensos periodistas y dibujantes de la revista Humi, Carlitos Balá, Quino, María Elena Walsh, mi amigo el Chiri, Berugo Carámbula, Coquito, Arthur Conan Doyle, Gaby, Fofó y Miliki. No es por otra cosa, ni por nadie más, que sigo siendo un niño barato.

Esto lo escribo por algo; es un artículo que no estaba previsto. Hablo del tema porque hace cuatro horas terminó en Argentina la entrega de los premios Martín Fierro. Y hace unos minutos felicité por messenger a Javier Morello, un guionista que, desde hace cuatro años ininterrumpidos, produce o escribe programas infantiles que resultan ganadores del Martín Fierro. Este año —otra vez— Javier se subió al atril para recibir el aplauso de la crítica.

Yo le di hace un ratito la enhorabuena, con esa alegría intrasferible que se siente cuando a un amigo que queremos le salen las cosas bien. Pero me dio vergüenza decirle, así, mariconamente, que lo que hace es fundamental en un país que — incluso sin presupuesto— apuesta a seguir teniendo hijos con identidad.

De las muchas cosas que podemos hacer para salvar al mundo, divertir a los chicos sin darles mierda es una de las que más admiro. Sin embargo, y con el egoísmo que me caracteriza, quisiera que Javier estuviera creando sus cosas en España. Para mi hija, que lo mira por tevé.

Negro que muerde blanco no es noticia

El 4 de abril de 1994 recrudeció en Ruanda una guerra civil entre dos tribus (los tutsis y los watusi) que le costó la vida a 800 mil personas analfabetas de color negro en cuarenta y ocho horas. La portada de los diarios, al día siguiente, no mencionaba el asunto. El 11 de septiembre de 2001 se estrellaron dos aviones contra el World Trade Center de Nueva York. Murieron casi tres mil personas alfabetizadas de color blanco en venticuatro horas. Las portadas de la prensa del día siguiente tuvieron letras del tamaño de un caballo y ediciones especiales durante semanas.

Al menos en la prensa occidental de la que existe una hemeroteca online (como La Vanguardia, que es la que estoy usando para contrastar ambas masacres) la noticia de la desaparición de casi un millón de negros analfabetos aparecía en un recuadro perdido en la página 15, cuatro días después de que ocurrieran los hechos. En cambio, la muerte de 2.700 seres humanos blancos alfabetizados durante el 11-S apareció en portada y en las siguientes 39 páginas de todos los diarios.

Utilizo ex profeso los colores 'blancos' y 'negros' para dar cuenta de la cantidad de melanina existente en la piel de los muertos en cada uno de los acontecimientos. También puntualizo, adrede, la condición cultural de cada grupo de víctimas con los prefijos 'analfa' y 'alfa' delante del verbo 'betizados'. Y hasta podría adentrarme en la descripción y decir: muertos con traje y corbata (en un caso) y muertos en camiseta (en el otro caso). Muertos limpios; muertos sucios. Muertos parecidos a mí; muertos distintos a mí.

El tópico del periodismo es muy claro: "un perro que muerde a un hombre no es noticia; un hombre que muerde a un perro, sí". Más sintético: lo que ocurre con frecuencia no merece la pena ser contado. Y así, como quien no quiere la cosa, llegamos a una hipótesis general sobre las desgracias seguidas de muerte: hay muertos importantes y muertos sin importancia.

También hay dos clases de dolor, pensaba yo esta mañana mientras navegaba frenéticamente por las hemerotecas de los años 1994 y 2001. Está el dolor que nos duele en serio, y también está el dolor que debería dolernos pero, por alguna razón desconocida, no nos duele. La muerte de casi un millón de personas (del color que sean) debería dolernos. Pero (¿por qué será?) no nos duele en absoluto si no son del color adecuado.

Yo lo siento mucho por los progresistas y la gente sensible que pretende que no es así, pero quien marca el destino de nuestros valores éticos no es el Vaticano, ni Greenpeace, ni la Asociación Pro Africa fundada por Jimmy Carter, sino el rating que una noticia tenga en nuestra vida diaria (el rating ocupa, en este siglo, el sitio que en la antigüedad ocupaba la moral colectiva). Y la masacre ruandesa de 1994 no tuvo rating, a pesar de que superaba en casi trescientos mil muertos a la masacre neoyorkina del 2001, que sí lo tuvo.

Pero no nos preocupemos, porque este hecho absolutamente natural (es decir, que está en nuestra naturaleza) también se da en otros ámbitos. Atención que voy a poner un ejemplo muy lindo:

Punto A. Miles y miles de africanos se mueren de hambre a diario y tienen que comerse entre ellos: esto lo sabemos, y no pasa nada. Punto B. Se cae un avión con 18 deportistas uruguayos que deben practicar canibalismo para sobrevivir; el asunto genera una novela de trescientas páginas, un documental de la BBC, una película en la que Ethan Hawke toma mate y un almuerzo anual con los sobrevivientes en el programa de Mirtha Legrand.

¿Por qué esa diferencia? ¿Por qué el Milagro de los Andes nos sigue produciendo escalofríos treinta años después, y el cotidiano goteo del hambre en el mundo no? Porque los uruguayos son como nosotros; porque "podría habernos pasado". La muerte cotidiana de gente distinta, que no juega nuestros deportes, que se viste de un modo raro, que se divide en tribus, nos importa un reverendísimo carajo. Y no nos acordamos nunca de esas muertes, porque ocurren todos los días. El perro muerde al hombre casi siempre: no es noticia, no nos importa (estamos vacunados).

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