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Authors: Hernán Casciari

España, perdiste (8 page)

BOOK: España, perdiste
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Y justamente más allá, es decir a España, nos vinimos unos pocos seres sensibles cuando la última pizzería quebró en Buenos Aires. Nos vinimos, hay que decirlo, sin conciencia de nuestra seducción innata; llegamos ignorantes de ser objetos sexuales; arribamos, incluso, pensando que éramos gordos y feos; aterrizamos dispuestos a hacernos las pajas de siempre, pero de cara al Mediterráneo.

Entonces, como por arte de magia, nos comenzó a ir bien, por alguna razón empezó a funcionar el acento, las mujeres en lugar de decirnos 'no seas vueltero' susurraban un 'ay qué profundo eres', y empezamos a descubrir que éramos muy buenos creativos publicitarios, que éramos excelentes amantes furtivos, o que podíamos dirigir una empresa de catering. La vida empezaba a sonreír. Pero no faltó quien, rápidamente, dio la voz de alarma:

—Che, parece que si te vas a España y hablás como el puto de Darín cogés con un montón de gallegas —y zas, a los seis minutos salieron ochenta aviones de Aerolíneas llenos de argentinos impostando sensibilidad y nivel terciario.

Durante mis primeros años de estancia ibérica todo funcionó a las mil maravillas, porque no se había corrido la voz. Las chicas me escuchaban hablar y decían:

—Ay, Hernán, no sé si me calienta más lo que dices, cómo lo dices o cuándo lo dices...

Con el paso del tiempo, y el arribo del cine de Campanella, ellas empezaron a decir:

—Ay, Hernán, si cierro los ojos lo estoy oyendo propiamente a Ricardo Darín —y eso ya molestaba un poco, pero se cogía igual.

Pero ahora, cuando te escuchan decir algo nacido de tu sensibilidad natural, algo originalísimo, espontáneo, fruto de tu esfuerzo intelectual, ellas retrucan con fastidio:

—Vosotros los argentinos decís siempre lo que una quiere oír.

¡No, mujer! Por el amor de Dios, no somos todos..., ¡soy yo! El que ha estudiado el alma femenina desde los trece años, el que ha leído y ha sufrido de amor hasta comprender íntimamente todos los laberintos de tu ser, el que se ha quemado las pestañas durante décadas catalogando empíricamente las especies de mujeres que existen sobre la faz de la tierra para poder luego decir lo que necesitás oír, ése, el mago que por fin ha llegado a tu vida, soy yo, no somos "todos los argentinos". El resto son copias pirata, corazón, el resto es oro falso.

—Y una mierda —dicen ellas—, hace un par de días, en un bar, había un camarero argentino que me ha dicho también cosas por el estilo.

—¿Qué te ha dicho el camarero?

—No sé, pero hablaba como tú, y también usaba la palabra "empíricamente", que no tengo ni puñetera idea de lo quiere decir pero me pone cachonda.

Y es verdad. Eso es lo peor. Los argentinos pirata han aprendido a usar palabras clave y a hacer gestos que sólo conocíamos nosotros, los argentinos con denominación de origen. Y últimamente no se puede ir por la calle sin escucharlos. Son una plaga. Cada dos cuadras te cruzás con media docena de falsos argentinos recién llegados; van todos diciendo piropos naïf, guiñando ojos a mansalva, dando a entender que han leído a Borges, ofreciendo fuego a las fumadoras, persiguiendo morochas con paso acaramelado y sembrando la confusión en el target femenino.

Aún no ha ocurrido, pero falta poco para que se sature el mercado, para que nadie (ni los argentinos reales ni las burdas copias darinescas) puedan engañar a una gallega y llevársela a los yuyos. Es triste decirlo, pero vamos camino a perder un nicho de acción que podríamos haber hecho propio a fuerza de verdad y trabajo, y todo por culpa de nuestro egoísmo enquistado. No parecemos hermanos, parecemos aves de rapiña. Y así nos va.

Me tenés inadmitido, jueputa?

Me he peleado para siempre con gente muy querida a causa de mi costumbre de inadmitir a todo el mundo en el messenger. Los ofendidos piensan que soy un ser típicamente antisocial, un ermitaño moderno; yo creo que nadie en su sano juicio debería dejar abierta la ventana de su intimidad.

—¿Te pensás que no me doy cuenta que me tenés inadmitido, eh?

Ésa es la pregunta retórica que (desde el auricular del teléfono o desde el zaguán de casa) más he oído durante los últimos años. Por lo general, fueron las últimas palabras de muchas personas con las que compartía una amistad o un lazo sanguíneo. Dicen eso y trascartón se ofenden para siempre. Pero igual no cejo en mi solitaria lucha. El messenger no ha nacido para que te molesten, sino para conversar cuando uno quiere, no cuando quieren los demás.

El viernes discutíamos acaloradamente en casa este tema espinoso con la investigadora Beatriz Marín (que estudia las relaciones interpersonales dentro de las nuevas tecnologías, y además dirige Actilingua; es decir, una señora que ha estudiado) y ella, con gran aplomo y experiencia docente, catalogó mi actitud:

—Tú lo que eres es un maleducado de mierda.

Lo han intentado mil veces, pero nadie ha logrado convencerme de nada. La gente me dice que, de prosperar mi método, media Humanidad tendría inadmitida a la otra media Humanidad (y viceversa) logrando de este modo la ilusoria sensación de que el "Planeta Tierra ha abandonado la sesión". Lo acepto. Y la verdad, me importa un carajo. ¿O no vivimos así como mil años sin que pasara gran cosa?

Cristina, mi mujer, muchas veces me mira con trompa y me dice:

—¿Por qué me tienes inadmitida cuando estás en el trabajo? —yo le explico que no la tengo inadmitida a ella en particular, sino a todos. Que no es individual mi odio, que es contra el mundo entero.

—Yo no soy todo el mundo, gilipollas —me dice.

Y cuando tu esposa te dice "yo no soy todo el mundo", lo más seguro es que a continuación te toque hacer la comida y almorzar solo. Y después irte a publicar "Los Bertotti" al cibercafé de enfrente.

Y justamente allí, en los cibercafés, observo con irreprimible asquete a los adolescentes actuales con sesenta contactos admitidos y conectados, escribiendo como locos monosílabos de compromiso, respondiendo con síes y con noes, o lo que es peor, con jajajas. ¿No es hora de avisarle al pueblo, de gritar a los cuatro vientos, de confesar al unísono y de una vez por todas que nadie se está riendo mientras escribe jajaja? ¡Basta de farsas, por el amor de Dios! El messenger es el germen de la hipocresía y de la vigilancia interpersonal, igual que los teléfonos móviles.

Ahora leo en el diario —horrorizado— que a fin de año se lanzará al mercado un sistema que te indica dónde está exactamente la otra persona cuando la llamás al telefonito. ¿Qué es este botoneo infame? Graham Bell se debe estar revolcando en su tumba... A veces pareciera que las mujeres celosas han conseguido trabajo en Nokia y buscan venganza. Deberíamos replantearnos esta moda de que todos sepan si estás, a dónde estás y en qué estás.

El hombre que inventó el "Teléfono Que Te Avisa Quién Llama" es un genio. Eso está claro. Porque gracias a él yo descubrí hace poco que, por hache o por bé, todo el mundo me molesta. Desde que tengo ese aparato en casa no atiendo más a nadie y soy feliz. O lo era.

Porque resulta que después vino otro inventor, un flor de hijo de puta, que creó un aparato que sirve para ocultar la identidad del que te busca. Y ahora mi teléfono, en vez de avisarme con un letrero que el que llama es "El pesado de Juancarlos", ahora pone un misterioso cartelito: "Llamada Privada", porque el pesado de Juan Carlos, que sabe que es un pesado, se compró un coso de esos para ocultarse... ¡Hay que subestimarse mucho para activar ese artilugio, mucha conciencia de ser un pesado hay que tener...!

Con el messenger (ya van a ver) va a pasar algo parecido en cualquier momento —si no es que ya ha pasado—: van a inventar un software para saber quién te tiene inadmitido. Y después van a inventar otro software para bloquear a los que tienen ese primer software, y así hasta la eternidad.

Yo creo que, dentro de no mucho, la vida se va a convertir en un contraespionaje casero, en una guerra psicológica en la que habrá que pelear desde casa y en piyama, contra bravísimos enemigos que serán todos tus parientes, tus conocidos y tus compañeros de trabajo.

¡Por fin una guerra como la gente, en la que no hay que hacer la colimba ni ponerse un casco y borceguíes! ¡Por fin una guerra a la medida de mis posibilidades!

Espero con ansias esa contienda... Sé que voy a triunfar.

El chistoso es una lacra social

Hay una clase de gente que sabe chistes. Saber chistes es fácil; te sentás una tarde con un casette y, si le ponés voluntad, te aprendés noventa. Pero 'saber' contar chistes es otra historia. Yo le tengo un miedo espantoso a esa gente que, en las fiestas, te empieza a contar chistes. Le tengo más miedo a eso que al cáncer de próstata.

—Hernán Hernán, vení —se viene riendo de entrada el chistoso, y te agarra del hombro para que no te escapes— ¿Sabés el del tipo que va a la tintorería porque tiene una mancha de semen en el pantalón?

—No.

Yo soy de los que dicen "no", como casi todo el mundo. Quisiera ser de los que dicen "sí" y se quedan tan contentos. O de los que dicen "no sé, pero no quisiera verte hacer el ridículo, Ricardo".

Pero mi timidez, o mi falta de reflejos, provocan que mi respuesta sea "no". Y entonces me quedo en pausa, intimidado, como las liebres en la ruta cuando viene un camión de frente con las luces altas. Digo "no" y me preparo a vivir un momento incómodo. ¿Por qué es incómodo que te cuenten un chiste? Principalmente, porque hay que hacer demasiados esfuerzos para fingir que te estás divirtiendo.

Como primera medida tengo que poner la mandíbula en piloto automático. Esto es, sonreír de entrada, mientras el otro empieza con su relato. Siempre el contador amateur quiere ser gracioso desde el vamos: mueve las manos, cambia la voz si hay más de un personaje, etcétera. Y esto, supuestamente, 'ya es' gracioso. Entonces tenso el músculo abductor, mostrando los dientes, cosa que cansa muchísimo.

El esfuerzo mayor, sin embargo, es dividir el cerebro en tres compartimientos: el que escucha el argumento del chiste, el que se pregunta porqué mierda no me quedé en mi casa, y el que critica minuciosamente la performance.

Mientras el chistoso cuenta, yo pienso cuánto hay de natural en su exposición. Cuánto es de él, y cuánto está copiando. Reconozco los fallos de tiempo y suspense. Le busco los hilos a la marioneta. No sé por qué, pero dedico mucha energía a hacer una crítica despiadada del pobre aficionado; me convierto en una especie de borjamari del chascarrillo.

Y sufro mucho. Sobre todo cuando el chistoso va llegando al final, y desde lejos se nota que la trama va perdiendo fuerza. Que no se sostiene, que las voces de los personajes no son las mismas que al principio, que el remate se ve venir, se sospecha... Y entonces empiezo a preparar la carcajada falsa. No sé reírme de mentira. Me sale como un catarro. Pero mentalmente voy practicando.

—¡Aja jaaaa jaa jaja! —exploto cuando el chiste termina, tratando de no quedar del todo satisfecho, por las dudas que el contador sea uno de esos que saben más chistes.

Pero hay algo peor que el que te arrincona en soledad: y es el que cuenta chistes verdes en la mesa, y en vez de decir culo, pito, coger o concha, hace gestos, ruiditos o movimientos de cejas:

—Había una pareja en un auto, a la noche, y estaban a punto de... ya saben —y cierra el puño, pone cara 'graciosa' y mueve la mano para atrás y para adelante—. Entonces ella le agarra al tipo la ... ¿no? —y mira a las mujeres presentes—, bueno, y era enorme.

¡Si vas a contar algo en donde la poronga es protagonista, decí "Poronga"! Y si pensás que decir poronga es amoral, o es una falta de educación, o constituye delito o pecado, ¡entonces no cuentes algo donde la poronga es la protagonista!

Yo transpiro mucho en esas reuniones de gente grande que cuenta chistes. Me hago mucha mala sangre, me saca úlcera. Incluso me estoy poniendo de muy mal humor mientras escribo esto.

Odio mucho, por ejemplo, a los que cuentan chistes de gallegos metiendo la zeta en todas partes, a los que después del primer chiste te cuentan otro porque fingiste mucha risa, a los que tartamudean al final porque se ponen nerviosos, a los que cuentan chistes de Verdaguer poniendo la voz de Verdaguer, a los que se ríen mientras narran como si los ganara la tentación, a los que cuentan chistes de caballos que entran a un bar y piden un vino, a los que imitan la voz de los maricones usando la misma zeta de los gallegos pero poniendo la mano como si llevaran una bandeja invisible, a los que te explican el final, a los que se equivocan y empiezan de nuevo, a los que creen que para hablar como un judío solamente es necesario decir 'noive' en lugar de nueve, a los que repiten el remate porque no te causó gracia y creen que no entendiste, a los que sospechan que los chistes en donde aparece Marx o Freud son chistes inteligentes, a los que cuentan chistes largos donde hay un amante adentro de un ropero, a los que incluyen el final en la introducción y no se dan cuenta, a los que preguntan si no hay gente con cáncer en la mesa antes de contar un chiste negro, a ustedes, a todos ustedes que son legión y que compran los casettes de José Luis Gioia en las góndolas de liquidación y después se encierran un día entero a aprenderse de memoria cada palabra, a ustedes les tengo miedo, les tengo lástima y los odio.

No son graciosos y lo saben, pero insisten. La única virtud que tienen es haber aprendido algo de memoria. Saben las palabras, las pueden repetir una atrás de la otra, pero no tienen la menor idea de cómo decirlas. No les entra en la cabeza que el humor es un arte, como pintar cuadros o tocar el violín.

Yo, por ejemplo, me sé de memoria muchos poemas, pero eso no me habilita a ir por las reuniones recitándoselos a la gente por la espalda y a traición. Aunque no estaría mal que, una noche de estas, para vengarme de todos los hijos de puta que se creen graciosos, empezara a llevármelos uno por uno a un rincón y les dijera:

-¿Sabés ése del tipo que no es nada, que nunca será nada, que no puede querer ser nada, pero aparte de eso tiene en él todos los sueños del mundo?

A ver cuánta poesía portuguesa son capaces de aguantar.

Pequeña teoría de las especies

Ya es hora de que alguien hable del gran tema tabú alrededor de la inmigración argentina en España. Y es que todo el mundo mira para otro lado ante la gran pregunta: ¿Por qué hay innúmeras parejas formadas por argentinos-macho y españolas-hembra, mientras que casi no existen relaciones estables entre argentinas-hembra con españoles-macho?

BOOK: España, perdiste
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