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Authors: Hernán Casciari

España, perdiste (9 page)

BOOK: España, perdiste
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El argentino-macho, desde el principio de los tiempos, se topa con el mayor problema de su especie: la hembra de su entorno es un animal hermoso y exigente. Igual que los peces, que cuando bajaron las mareas debieron convertir sus aletas en patitas para sobrevivir, el argentino-macho tuvo que desarrollar su labia como sistema de seducción para no quedarse atrás.

¿Por qué desarrollaron la labia, y no por ejemplo los bíceps, como hacen las especies industrializadas? Porque aprender a hablar es gratis, mientras que un gimnasio cuesta 18 dólares por mes. Comprobamos así que el segundo problema del argentino-macho, después de seducir a la hembra de su entorno, es la falta de dinero para agasajarla.

La hembra-argentina no nace, pues, entre algodones: nace, vive y muere entre piropos y miradas de fuego. Por cada mujer que camina por la calle moviendo el culo, hay doce creativos publicitarios sin trabajo persiguiéndola con frases de amor llenas de originalidad y lujuria.

Un 70% de las mujeres argentinas elige a un hombre de su patria y comparte con él la vida, pero otros muchos varones, cansados de luchar contra una hembra autóctona cada vez más vanidosa e histérica, deciden emigrar a España. Y allí se encuentran con un mercado completamente virgen.

El español-macho, desde el principio de los tiempos, se topa con el mayor problema de su especie: matar a todos los toros y arrancarles una o las dos orejas. Según su óptica, el toro es un animal hermoso y exigente. Para seducir a las mujeres españolas mientras torean, se disfrazan de arlequines foforescentes.

¿Por qué el español-macho sacrifica mamíferos en una plaza pública, en lugar de ejercitar los bíceps en un gimnasio o el arte de la oratoria? Porque se saben incapacitados para otros tipo de deportes en los que hay que enfrentarse a otros seres humanos (por ejemplo el fútbol o el cortejo de seducción) y prefieren enfrentarse a animales asustados. Comprobamos así que el segundo problema del español-macho, después de la tauromaquia, es su complejo de inferioridad competitiva.

La hembra-española, por ende, tampoco nace entre algodones. Lo hace esquivando las patadas de padres, hermanos y novios quienes, al creer que el toro es la exégesis de su masculinidad, tratan a sus hembras como si fuesen vacas. Cansadas de no recibir piropos, agasajos y mimos, la hembra-española (al menos la que no muere por los golpes) se toma un taxi y se va a los aeropuertos, a esperar hombres de otras latitudes, a ver si hay suerte.

Y justamente desde los aeropuertos arriban, cansados de las exigencias femeninas de su especie, los argentinos-macho, con los puños llenos de verdades y la cavidad bucal explotando con piropos y lisonjas. El argentino-macho llega a España buscando una mujer serena que no esté acostumbrada a la caricia, y la hembra-española busca un hombre que sepa conversar de algo interesante durante más de dos minutos. ¡Feliz coincidencia!

¿Pero qué pasa con las argentinas-hembra que, cansadas de la penuria económica, también emigran a España? Ocurre, como es lógico, que se sienten descolocadas al caminar por las calles moviendo el culo. Les extraña no oír los piropos de siempre, ni las frases dulces almibaradas de lujuria. Y es que el español-macho, a esa hora, está mirando los toros o doliéndose porque su equipo de fútbol ha perdido otra vez en cuartos de final.

Las muy pocas argentinas-hembra que traban relación sentimental con un español-macho, lo hacen por interés (que es la segunda característica de esta especie, después de la belleza). El resto, a la larga, se consigue un argentino-macho emigrado, o se vuelve a la patria para escuchar otra vez, de boca de sus hombres autóctonos, lo lindo que balancea el traste. Y se sienten otra vez arropadas y en paz.

IV. La nostalgia
Próximo destino, la memoria

Creo que vuelvo al amanecer con gripe, que no hay escuela, y entonces me quedo en la cama a descubrir la televisión matutina, que es muy rara: primero Telescuela Técnica, después las Manos Mágicas y a las once Patolandia el programa feliz. A dejarme poner la bolsa de agua caliente en los pies. A eso creo que vuelvo cuando voy. Pero también a otras cosas.

Al olor del negocio de trueque de historietas de Mar del Plata, por ejemplo. A la textura áspera de las revistas de Disney y a la emoción de encontrar una nunca leída. O a hundir el tenedor en la clara batida y gratinada del pastel de papas, con precisión de cirujano, para oír ese ruidito leve, zsab, que deja escapar un aroma único a carne y pasadeuvas. O a morder la empanada desde las puntas y soplar una esquina para que salga el humo de la locomotora. Y reírnos.

Creo que vuelvo a saltar de la bolsa de dormir antes que nadie, y que salgo de la carpa iglú a las siete de la mañana, a esa hora en que hace frío y calor al mismo tiempo. Que camino hasta el río con paso de experto en la soledad. Que encarno, que tiro la caña, que espero. Y entonces me siento el chico de diez años más grande del mundo. Luego, cuatro o cinco mojarras después, siento los pasos del abuelo Salvador que llega con las líneas para dorados y taruchas. Al humo de sus Particulares 30, creo que vuelvo. A sus consejos de pescador de tiburones.

O a tener dieciséis años y estar sentados en en banco de la 40 con Chiri y el Ruso, hablando de don Miguel de Unamuno y del culo de las chicas de cuarto año. Los tres sabemos (y sabemos también que es un milagro saberlo) que en ese momento estamos siendo felices. La nostalgia del presente la descubrimos entonces, antes aún de descubrir el poema.

Me imagino que vuelvo a casa desde el centro (por primera vez en años, caminando) después de haberme dejado robar en las narices la bicicross. Hago esas seis cuadras muy serio, enojadísimo con el mundo, pensando cómo será mi vida desde ahora, sin bicicleta. Sin esa bicicleta, a la que sólo le faltaba volar. Y vuelvo sin llantos. No debo entrar llorando a casa, no soy un gordito maricón. Tengo que aceptar la tragedia como un hombre de a pie, que es en lo que me he convertido.

También sospecho que vuelvo a sobresaltarme en la cama sin saber si está amaneciendo o cayendo el sol. Sin terminar de entender si todavía es temprano para la escuela o si estoy en medio de la siesta. Alargo esa duda y trato de pensar en otra cosa, para que se llene de misterio la pieza y se estire la incertidumbre, que es hermosa e intensa: como la sensación de despertar en un país que aún no ha sido fundado por el tiempo.

Y sospecho que voy a Buenos Aires, por primera vez solo, y lo miro todo como si viera una pantalla de cine sin bordes. Pienso, fascinado: "acá voy a vivir en unos años; acá voy a coger". Y me pierdo queriendo por Corrientes, la que no duerme nunca. Y entro a un bar y me pido un wisky. Y soporto estoico la media sonrisa del camarero, su cuchicheo irónico con el pelado de la caja. Pelotudos, los dos. Y descubro enseguida que un wisky es algo muy amargo que no me gusta. Vuelvo a todo eso.

Y a orejear la baraja despacio. A ver la panza redondeada de algo que que pueden ser 3 damas, o 3 nueves, o 3 ochos. Esa excitación de tener un proyecto de pierna con dos cartas aún cubiertas. Y rompo el suspenso con un envión del pulgar para destapar el full servido. Y sin fumar. Sobre todo sin fumar (ellos saben, Jorge, que cuando fumás después de orejear es porque ligaste). Y entonces pongo cara de póker, paso a la primera y después me juego el resto, para que me crean mentiroso.

O a caminar por el pasillo de casa en invierno sabiendo que hay cáscaras de naranja quemándose en la estufa. A oler el aire como lo olería un perro. A saberme, por alguna razón inexplicable, protegido y a salvo del futuro. O a ver pasar un sulky por la vereda de la 35 y pensar que los chicos de la Capital no van a tener nunca esa suerte. Vuelvo a estar orgulloso de haber nacido en un pueblo, a pesar de que ellos, los porteños, agarren Tevedós sin antena.

Y a patalear en el Cine Argentino cuando se empiezan a apagar las luces. O a tirarle piedras al farol del Solbaid, borracho como un chancho, y acertarle siempre. Y a vomitar hasta el pulmón jurando que nunca más, pero nunca más, vino tinto en cajita. Creo que vuelvo a marcar cuatro números en el teléfono, con el corazón hecho mierda, para hablar con alguien que amo y no me ama. También a eso.

Y seguramente a más cosas. Pero a ésas, sobre todo, creo que vuelvo cada vez que me bajo en Ezeiza, cada vez que miro mi cielo del sur, una vez al año. Durante las doce horas de avión tengo siempre la ilusión pavota de que estoy volviendo a aquéllo, a mi patria memorizada.

Pero cuando respiro y veo, cuando el taxista guarda mi valija negra en el baúl, entonces me cae la ficha. Entiendo de golpe que solamente he vuelto a la Argentina, a un país cualquiera entre mil países, a un envoltorio para regalos que ya no tiene mi juguete adentro.

Borges, desde el tablón

Lo peor que puede pasar en una mesa, cuando el tema es Borges, es que los que conversan empiecen con la cantinela de su posición política y la mar en coche. Hasta los 25 años yo me tomaba el trabajo de discutir sobre el asunto (un día en Chile, incluso, me cagué a palo con uno). Pero desde que maduré, me levanto de la mesa y me voy sin saludar.

Para ser hincha de Borges, pero hincha en serio, ojo, es necesario ir todos los domingos a la cancha. No vale ser "simpatizante". Es decir, no vale comprarse los tres tomos color manzana y tenerlos a la vista en el anaquel. No vale "haber leído" a Borges. Para ser un incondicional, por lo menos la Poética Completa tiene que vivir en el baño, arriba del canasto de la ropa, junto a la revista dominical del diario y el Deportivo del lunes.

Para empezar, hay que saber que Borges dijo todo lo necesario que había para decir en el mundo. Si no tenés bien clarito esto, no podés ser hincha. Las demás cosas que dijo o escribió el resto pueden estar bien o mal, pero no son tan tan tan fundamentales. Por eso, en cualquier conversación jugosa sobre cualquier tema, un hincha en serio no tiene otra opción que decir, cada dos por tres: "boludo, ya lo decía Borges", y poner cara de barrabrava.

Los hinchas de Borges no son intelectuales. Les importan un carajo las siguientes palabras: semántica, silogismo, hipertexto, entrelínea y epistemología. Los hinchas de Borges no compran nunca, ni a punta de pistola, libros que estudian la obra de Borges, ni libros que chusmean sobre su vida privada. Los barrabrava más radicales incluso van a las librerías a quemar este tipo de literatura analítica o biográfica, mientras cantan de esta forma:

"Sarlo,

qué asco te tengo,

lavate el culo

con aguarrás".

O de esta otra:

"María

Kodama,

la concha de tu hermana".

Lo que sí hacen los hinchas muy a menudo es juntarse en un departamento a fumar porro y leer a Borges en voz alta, pasándose el libro cada tanto para que no se les seque la garganta a ninguno.

Se empieza con la poética y se sigue con algún cuento. Después, hacia las tres am, se mechan ensayos cortos para no caer en el fanatismo barato. Si bien no es conveniente conversar mucho durante estas tertulias, está permitido, cada tanto, intercalar alguna interjección. Por ejemplo:

Lector: —"(...) A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires: la juzgo tan eterna como el agua y como el aire."

Oyente: —¡Qué hijo de una gran puta!

Las hinchas femeninas de Borges fuman como un escuerzo y son, a los ojos de las señoras de los otros edificios, más putas que las gallinas de la raza ponedora. Puede invitarse a una tertulia a señoritas decentes para disimular, incluso a vírgenes, pero entre la medianoche y el alba pasan dos cosas: o se quedan dormidas —en tal caso hay que despertarlas y pedirles un taxi— o entienden de golpe el mundo y empiezan a manotear la poronga del que está leyendo.

Otra conversación aburrida y tópica, a la que los hinchas le escapan como el gato al agua, es la que gira sobre la sexualidad de Borges. A un barrabrava serio no le importa si a Borges se le erguía o no la chota en la intimidad. Ni le preocupa en lo más mínimo que su literatura esté excenta de salvajismo sensual. Los hinchas están en contra de Estela Canto y de todas las mujeres que se han querido hacer famosas a costa de la impotencia del escritor. Si Borges no se las cogía, es porque eran feas.

Adolfo Bioy Casares es un problema para la hinchada. Siempre lo fue. Se acepta y festeja su amistad con Borges, pero muchos hinchas no están de acuerdo con la literatura de Bioy. No les divierte, no los seduce, no les calienta. Pero igual —a pedido de los fanáticos muy radicales— a veces en las tertulias se lee un poquito de "La Invención de Morel": más que nada el prólogo. Y santas pascuas.

Por último, pequeños detalles para ser un buen hincha: los libros de Borges no se prestan: se regalan. Está permitido decirle "el ciego" en la intimidad, pero nunca delante de gente que no sea barrabrava. No necesariamente hay que obsesionarse con las espadas, los mayores, el sajón, los espejos, el color amarillo ni el idioma alemán (una cosa es ser fanático, y otra cosa es ser adolescente histérico). Para un buen hincha, el mejor dibujo de Borges lo hizo Sábat.

Pero lo más importante para un hincha en serio es no hacer alarde de Borges. No hay que decir nunca (y mucho menos en un blog que se lee en la península) que Borges es el mejor escritor en castellano de todos los tiempos. Porque a los cervantinos se les atraganta la comida cada vez que descubren que la Eurocopa a veces la ganan, sí, pero que el Mundial fue y será siempre blanquiceleste.

Yo es otro

Yo creo que hago todo lo necesario, carajo. Y más. Abro el Clarín todas las mañanas a las ocho. Miro el partido del viernes; también entreveo, medio dormido por la diferencia horaria, el partido del sábado; y me siento en el sofá con una Quilmes en la mano a mirar los dos clásicos del domingo. Hago todo lo que hay que hacer.

El kiosco de enfrente de casa, que fue adquirido hace dos meses por un tipo de Lanús, ahora se llama La Bombonera y me vende yerba, alfajores y Serranitas; además, toda la familia del kiosquero me saluda con asento. Converso cuando se me antoja —vía Skype— con mi familia en Mercedes a un centavito de euro el minuto. Algunas tardes el Chiri me cuenta, por messenger, las novedades literarias desde su librería de Luján.

Me cuido mucho de no hablar de tú más que lo estrictamente necesario. Despotrico contra la forma en que las españolas meten el culo adentro de los vaqueros: sin gracia, sin calce profundo. Recito a solas la frase "ayer guiyermo se olvidó las yaves del garaye y el toyota se quedó abajo de la yuvia" para no perder la entonación. A la Nina le digo ¡che! y la santa se da vuelta: es importante inculcarle que "che" es su segundo nombre.

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