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Authors: Juan Gómez-Jurado

Tags: #thriller

Espía de Dios (20 page)

BOOK: Espía de Dios
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Hotel Raphael

Largo Febo, 2

Jueves, 7 de abril de 2005. 14:25

—Residencia Santo Ambrogio.

—Buenas tardes. Quería hablar con el cardenal Robayra —dijo la joven periodista en un malísimo italiano.

La voz al otro lado del teléfono se azaró.

—¿Puedo preguntar de parte de quién?

No fue mucho, el tono apenas varió una octava. Pero fue suficiente para alertar a la periodista.

Andrea Otero llevaba trabajando cuatro años para el diario El Globo. Cuatro años en los que había pateado salas de prensa de tercera, entrevistado a personajes de tercera y escrito historias de tercera. Tenía 25 años cuando entró al periódico, y había conseguido el trabajo por enchufe. Empezó en Cultura, donde su redactor jefe jamás se la tomó en serio. Siguió en Sociedad, donde su redactor jefe nunca confió en ella. Y ahora estaba en Internacional, donde su redactor jefe no creía que estuviera a la altura. Pero ella lo estaba. No todo eran las notas. Ni el currículum. También estaba el sentido común, la intuición, el olfato periodístico. Y si Andrea Otero tuviese realmente de esas cualidades el diez por ciento de lo que ella creía tener, sería una periodista merecedora del Pulitzer. No le faltaba confianza en si misma, en su metro setenta, en sus rasgos angelicales, en su pelo castaño y en sus ojos azules. Detrás de ellos se escondía una mujer inteligente y resuelta. Por eso cuando la compañera que debía cubrir la muerte del Papa tuvo un accidente de coche de camino al aeropuerto y se rompió las dos piernas, a Andrea no le faltaron redaños para aceptar la propuesta de su jefe de sustituirla. Llegó al avión por los pelos y con su portátil por todo equipaje.

Por suerte había unas tiendecitas de lo más mono cerca de la Piazza Navona, que se encontraba a treinta metros del hotel. Y Andrea Otero se hizo (a cuenta del periódico, claro) con un práctico vestuario, ropa interior y un teléfono móvil, que era el que estaba usando para llamar a la Residencia Santo Ambrogio para conseguir una entrevista con el papable cardenal Robayra. Pero…

—Soy Andrea Otero, del diario El Globo. El cardenal me prometió una entrevista para hoy jueves. Por desgracia no contesta a su móvil. ¿Sería tan amable de pasarme con su habitación, por favor?

—Señorita Otero, por desgracia no podemos pasarle con su habitación porque el cardenal no llegó.

—¿Y cuando llegará?

—Bueno, es que no va a venir.

—Vamos a ver, ¿no llegó o no va a venir?

—No llegó porque no va a venir.

—¿Va a hospedarse en otro sitio?

—No lo creo. Quiero decir, supongo que si.

—¿Con quién hablo?

—He de colgar.

El tono intermitente anunciaba dos cosas: el corte de la comunicación y un interlocutor muy nervioso. Y que mentía. De eso Andrea estaba segura. Ella era demasiado buena mentirosa como para no reconocer a uno de su clase.

No había tiempo que perder. No le llevó más de diez minutos conseguir el teléfono del despacho del cardenal en Buenos Aires. Allí eran casi las diez menos cuarto de la mañana, una hora prudente para llamar. Se regocijó en la factura de móvil que le iba a caer al periódico. Ya que le pagaban una miseria, por lo menos que se jodieran con los gastos.

El teléfono dio tonos durante un minuto y luego se cortó la comunicación.

Era raro que no hubiera nadie. Lo intentó otra vez.

Nada.

Probó con el número de centralita. Una voz de mujer contestó enseguida.

—Arzobispado, buenos días.

—Con el cardenal Robayra —dijo en castellano.

—Ay señorita, marchó.

—¿Marchó dónde?

—Al Cónclave, señorita. A Roma.

—¿Sabe dónde se hospeda?

—No señorita. Le paso con el padre Serafín, su secretario.

—Gracias.

Música de los Beatles mientras te ponen en espera. Qué apropiado. Andrea decidió mentir un poco para variar. El cardenal tenía familia en España. A ver si colaba.

—¿Aló?

—Hola, quería hablar con el cardenal. Soy su sobrina, Asunción. La española.

—Asunción, tanto gusto. Soy el padre Serafín, el secretario del cardenal. Su Eminencia no me ha hablado nunca de usted. ¿Es hija de Angustias o de Remedios?

Sonaba a trampa. Andrea cruzó los dedos. Cincuenta por ciento de posibilidades de pifiarla. Andrea también era experta en pifias. Su lista de meteduras de pata era más larga que sus propias (y esbeltas) piernas.

—De Remedios.

—Claro, que tonto. Ahora recuerdo que Angustias no tiene hijos. Por desgracia el cardenal no está.

—¿Cuándo podría hablar con él?

Hubo una pausa. La voz del cura se tornó recelosa. Andrea casi pudo verlo al otro lado de la línea, apretando el auricular y retorciendo el cable del teléfono con el índice.

—¿De qué tema se trata?

—Verá, yo vivo en Roma desde hace años y me prometió que la próxima vez que viniera me visitaría.

La voz se volvió aún más cautelosa. Hablaba despacio, como si tuviera miedo a equivocarse.

—Salió para Córdoba para arreglar unos asuntos en esa diócesis. No podrá asistir al Cónclave.

—Pero si en la centralita me dijeron que el cardenal se había marchado a Roma.

El padre Serafín dio una respuesta atropellada y evidentemente falsa.

—Ah, bueno, la muchacha de la centralita es nueva y aún no conoce muy bien el funcionamiento del Arzobispado. Le ruego que me disculpe.

—Está usted disculpado. ¿Le dirá a mi tío que le llamé?

—Por supuesto. ¿Podría decirme su número de teléfono, Asunción? Es para apuntarlo en la agenda del Cardenal. Podría ser que tuviéramos que contactar con usted…

—Ah, el ya lo tiene. Perdone, me llama mi esposo, adiós.

Dejó al secretario con la palabra en la boca. Ahora estaba segura de que algo no andaba bien. Pero tenía que confirmarlo. Por suerte había conexión a Internet en el hotel. Tardó seis minutos en localizar los números de teléfono de las tres principales compañías aéreas de Argentina. Hubo suerte a la primera.

—Aerolíneas Argentinas.

Tocaba impostar su acento madrileño hasta convertirlo en un pasable deje argentino. No se le dio mal. Se le daba mucho peor hablar en italiano.

—Buenos días. Le llamo del arzobispado. ¿Con quien tengo el gusto de hablar?

—Soy Verona.

—Verona, mi nombre es Asunción. Llamaba para confirmar el regreso del cardenal Robayra a Buenos Aires.

—¿En qué fecha?

—Volverá el 19 del mes entrante.

—¿Y el nombre completo?

—Emilio Robayra.

—Favor de esperar mientras lo checamos.

Andrea mordisqueó nerviosa el bolígrafo que sostenía en las manos, comprobó el estado de su pelo en el espejo de la habitación, se tumbó en la cama, agitó nerviosa los dedos de los pies.

—¿Aló? Mire, me comunican mis compañeras que ustedes compraron el billete abierto sólo de ida. El cardenal ya viajó, con lo cual ustedes tienen derecho a comprar una vuelta con un diez por ciento de descuento según la promoción que hay ahora en abril. ¿Tiene el número de viajero frecuente a mano?

—Un momento que lo checo.

Y colgó conteniendo la risa. Pero la hilaridad dejó paso enseguida a una eufórica sensación de triunfo. El cardenal Robayra había subido a un avión con destino a Roma. Pero no aparecía por ninguna parte. Podría haber decidido hospedarse en otro sitio. Pero en ese caso ¿por qué mentían en la Residencia y en el despacho del cardenal?

—O yo estoy loca o aquí hay una buena historia. Una historia cojonuda —le dijo a su reflejo en el espejo.

Faltaban pocos días para elegir quién se sentaría en la Silla de Pedro. Y el gran candidato de la Iglesia de los pobres, el adalid del tercer mundo, el hombre que coqueteaba descaradamente con la Teología de la Liberación
[26]
, había desaparecido.

Domus Sancta Marthae

Piazza Santa Marta, 1

Jueves, 7 de abril de 2005. 16:14

Paola quedó sorprendida antes de entrar al edifico por la gran cantidad de coches que aguardaban su turno en la gasolinera de enfrente. Dante le explicó que los precios allí eran un treinta por ciento más baratos que en Italia, ya que el Vaticano no cobraba impuestos. Había que tener una tarjeta especial para repostar en alguno de los siete surtidores de la Ciudad, y aún así las largas colas eran interminables. Tuvieron que esperar fuera unos minutos, mientras los guardias suizos que custodiaban la puerta de la Domus Sancta Marthae informaban a alguien del interior de la presencia de los tres. Paola tuvo tiempo para pensar en los sucesos de la mañana. Apenas dos horas antes, todavía en la sede de la UACV, Paola había llevado aparte a Dante en cuanto se pudo deshacer de Boi.

—Superintendente, quiero hablar con usted.

Dante rehuyó la mirada de Paola, pero siguió a la criminalista hasta su despacho.

—Sé lo que va a decirme, Dicanti. Ya está, estamos juntos en esto, ¿vale?

—De eso ya me he dado cuenta. También he notado que, al igual que Boi, me llama
ispettora
, y no
dottora
. Porque
ispettora
es un rango inferior a superintendente. No me preocupa en absoluto su sentimiento de inferioridad siempre que no se cruce con mis competencias. Como su numerito de antes con las fotografías.

Dante se puso colorado.

—Sólo quería informarle. No es nada personal.

—¿Quería ponerme sobre aviso acerca de Fowler? Ya lo ha hecho. ¿Le ha quedado clara mi postura o debo ser aún más concreta?

—Ya he tenido bastante de su claridad,
ispettora
—lo dijo con retintín culpable, mientras se pasaba la mano por las mejillas—. Se me han removido los putos empastes. Lo que no se es cómo no se ha roto usted la mano.

—Yo tampoco, porque tiene usted una cara muy dura, Dante.

—Soy un tipo duro en más de un sentido.

—No tengo interés en conocer ninguno más. Espero que eso también quede claro.

—¿Eso es un no de mujer,
ispettora
?

Paola se estaba volviendo a poner muy nerviosa.

—¿Cómo es un no de mujer?

—De los que se deletrean S - I.

—Es un no que se deletrea N - O, machista de los cojones.

—Tranquila, que no hay ninguna necesidad de excitarse, ricura.

La criminalista se maldijo mentalmente. Estaba cayendo en la trampa de Dante, dejando que jugara con sus emociones. Pero ya estaba bien. Adoptaría un tono más formal para que el otro notara su frío desprecio. Decidió imitar a Boi, al que este tipo de confrontaciones se le daban muy bien.

—Bien, ahora que hemos clarificado éste punto he de decirle que he hablado con nuestro enlace norteamericano, el padre Fowler. Le he expresado mis recelos acerca de su historial. Fowler me ha expuesto unos argumentos sumamente convincentes y que a mi juicio son suficientes para confiar en él. Quiero agradecerle sus molestias para recabar información acerca del padre Fowler. Ha sido un detalle por su parte.

Dante se quedó sorprendido por el gélido tono de Paola. No dijo nada. Sabía que había perdido la partida.

—Como responsable de la investigación, he de preguntarle formalmente si está dispuesto a darnos su pleno apoyo para capturar a Viktor Karoski.

—Por supuesto,
ispettora
—Dante masticó las palabras como clavos al rojo.

—Finalmente sólo me resta preguntarle el motivo de su rápido regreso.

—Llamé para quejarme a mis superiores, pero no se me ha dado opción. Se me ha ordenado pasar por encima de rencillas personales.

Paola se alertó ante aquella última frase. Fowler había negado que Dante tuviera nada contra él pero las palabras del superintendente decían lo contrario. La criminalista ya había notado en alguna ocasión que ambos parecían conocerse de antes, a pesar de que habían actuado hasta el momento de forma contraria. Decidió preguntárselo directamente a Dante.

—¿Conocía usted al padre Anthony Fowler?

—No,
ispettora
—dijo Dante con voz firme y segura.

—Su expediente apareció muy rápido.

—En el
Corpo de Vigilanza
somos muy organizados.

Paola decidió dejarlo ahí. Cuando ya se disponía a salir, Dante le dijo tres frases que le halagaron profundamente.

—Solo una cosa,
ispettora
. Si vuelve a sentir la necesidad de llamarme al orden, prefiero el método de las bofetadas. No me llevo nada bien con los formalismos.

Paola solicitó a Dante conocer personalmente el lugar dónde iban a residir los cardenales. Y allí estaban. En la Domus Sancta Marthae, la Casa de Santa Marta. Situada al oeste de la Basílica de San Pedro, aunque dentro de los muros vaticanos.

Era un edificio de apariencia austera por fuera. Líneas rectas y elegantes, sin molduras, ni adornos, ni estatuas. En comparación con las maravillas que la rodeaban, la Domus destacaba tan poco como una pelota de golf en un cubo de nieve. Hubiera sido difícil que un ocasional turista (no los había en aquella zona del Vaticano, que estaba restringida) hubiera dedicado dos miradas a aquella construcción.

Pero cuando llegó la autorización y los guardias suizos les franquearon la entrada, Paola descubrió que por dentro el aspecto era bien distinto a su aspecto interior. Parecía un modernísimo hotel, con suelos de mármol y carpintería de jatoba. En el ambiente flotaba un ligerísimo olor a lavanda. Mientras esperaban en el vestíbulo, la criminalista paseó la vista. De las paredes colgaban cuadros en los que Paola creyó reconocer el estilo de los grandes maestros italianos y holandeses del siglo XVI. Y ninguno aparentaba ser una reproducción.

—Caray —se asombró Paola, que estaba intentando limitar su abundante emisión de tacos. Lo conseguía sólo cuando estaba tranquila.

—Conozco el efecto que causa —dijo Fowler, pensativo.

La criminalista recordó que cuando Fowler había estado invitado en la Domus, sus circunstancias personales no habían sido agradables.

—Es todo un choque con respecto al resto de los edificios del Vaticano, al menos los que yo conozco. Lo nuevo y lo viejo.

—¿Sabe cuál es la historia de ésta residencia,
dottora
? Como sabe, en 1978 hubo dos cónclaves seguidos, separados por apenas dos meses.

—Yo era muy pequeña, pero guardo en mi memoria imágenes sueltas de aquellos días —dijo Paola sumergiéndose en el pasado por un momento.

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