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Authors: Clifford D. Simak

Tags: #Ciencia ficción

Estacion de tránsito (20 page)

BOOK: Estacion de tránsito
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De ser seguro —se dijo Enoch— que habría una guerra, de que ésta era ineludible, en tal caso no resultaba difícil hacer la elección. Pero siempre existía la posibilidad de que el mundo podía evitar la guerra, de que podía ser conservada una paz un tanto frágil y tenue, por lo que en tal caso sería innecesaria la desesperada exigencia de la cura galáctica. Antes de poder decidir —se dijo— uno debía estar seguro; mas, ¿cómo se podía estarlo? La carta que se hallaba en el cajón del escritorio decía que habría una guerra; muchos diplomáticos y observadores estimaban que la próxima conferencia de paz no servía a otro propósito sino a armar el gatillo bélico. Sin embargo, tampoco en ello había seguridad alguna.

Y aun cuando la hubiese —se decía Enoch—, ¿cómo podría un hombre, un hombre solo, asumir el papel de Dios para toda la raza? ¿Con qué derecho podía tomar un hombre una decisión que afectaba a todos los demás, a billones de otros? Y si lo hiciera, ¿podría en los años venideros, ser capaz de justificar su elección?

¿Cómo podía un hombre decidir lo dañina que podía ser la guerra, y, en comparación, cuán funesta la estupidez? La respuesta parecía ser que él no lo podía. No había medio alguno para medir el posible desastre en cualquier circunstancia.

Al cabo de un tiempo, quizá, podría ser racionalizada una elección entre una de las medidas. Con tiempo, podría desarrollarse una convicción que capacitara a un hombre a llegar a alguna especie de decisión, la cual, si acaso no fuese cabalmente justa, pudiera no obstante hallarse de acuerdo con su conciencia.

Enoch se puso en pie y se dirigió a la ventana. El sonido de sus pasos producía un sordo eco en la estación. Miró su reloj y vio que era poco más de medianoche.

Había razas en la Galaxia —pensó—, que podían adoptar una decisión rápida y justa sobre casi cualquier cuestión, zanjando en derechura a través de todas las enmarañadas líneas del pensamiento, guiadas por reglas de lógica que eran más específicas que cualesquiera de las que pudiera tener la raza humana. Eso sería bueno, desde luego, en el sentido de que hacía posible la decisión, pero en llegando a ésta, ¿no tendería ello a minimizar, a ignorar quizás por entero, algunas de las verdaderas facetas de la situación que pudieran significar más para la raza humana que la propia decisión en sí?

Enoch permaneció ante la ventana con la mirada posada a través de los campos iluminados por la luna, que discurrían hasta la oscura línea de los bosques. Las nubes se habían despejado y la noche era apacible. Aquel paraje particular —pensó— siempre sería apacible, pues estaba apartado de la pista batida, distante de cualquier posible blanco en una guerra atómica. Excepto por la remota posibilidad de algún conflicto menor en los días prehistóricos, no inscrito y tiempo ha olvidado, ninguna batalla había sido librada allí, ni sería librada. Sin embargo, no podría sustraerse al sino común del suelo y el agua emponzoñados, caso de que el mundo, en un funesto arrebato de furia, desatara el poder de sus espantosas armas. Entonces, los cielos se cubrirían de ceniza atómica, que se derramaría abajo como por un tamiz, y poco importaría dónde pudiera hallarse un hombre. Más pronto o más tarde, la guerra lo alcanzaría, si no con el fulgurante centelleo de monstruosa energía, con la nieve de la muerte cayendo del firmamento.

Volvió de la ventana al escritorio y amontonó los periódicos que habían llegado en el correo de la mañana, percatándose al hacerlo de que Ulises había olvidado los que había separado para él. Ulises estaba desazonado, trastornado —se dijo—, pues de lo contrario no los habría echado en olvido. ¡Dios nos guarde a los dos —pensó—, pues ambos tenemos nuestras penas y sinsabores!

Había sido un día muy activo. Se dio cuenta de que no había leído más que dos o tres referencias del
Times
sobre la convocatoria de la conferencia. El día había estado demasiado colmado, demasiado repleto de cosas terribles.

Durante cien años —pensó—, las cosas habían marchado bien. Había habido buenos momentos y malos, pero en conjunto su vida había transcurrido serenamente y sin incidentes alarmantes. Luego, hoy había amanecido, y todos los años serenos se habían desplomado en torno a sus oídos.

De pronto había una esperanza de que la Tierra podía ser aceptada como miembro de la familia galáctica, y que él podía servir de emisario para obtener ese reconocimiento. Mas ya tal esperanza se hallaba destrozada, no sólo por el hecho de que la estación pudiera ser cerrada, sino que su cierre se basaría en la barbarie de la raza humana. La Tierra estaba siendo empleada como un chiquillo azotado en la política galáctica, desde luego, pero una vez colgado el sambenito, no podría serle quitado tan pronto. Y en cualquier caso, aun cuando pudiera serlo, el planeta se había revelado como uno contra el que la Central Galáctica, en la espera de conservarlo, estaba dispuesta a aplicarle una acción drástica y degradante.

Había algo que podía salvarse de todo ello, lo sabía. Podía permanecer él como terrestre y transmitir al pueblo de la Tierra la información que había reunido en años y lo escrito a la vez, con meticuloso detalle, con muchos sucesos e impresiones personales y demás, en las largas hileras de registros que se hallaban alineadas en las estanterías contra la pared. Esto y la literatura ajena que había obtenido y leído y acumulado. Y los artilugios y artefactos que procedían de otros mundos. De todo ello, el pueblo de la Tierra podía obtener algo que le pudiera valer a lo largo del camino que eventualmente llevaría a sus componentes a las estrellas y a aquel ulterior conocimiento y aquella mayor comprensión que sería su herencia —quizá la herencia y el privilegio de toda inteligencia—. Pero la espera para aquel día sería larga; y más larga ahora de lo que jamás lo había sido, debido a lo que había sucedido en este día. Y la información que poseía él, recogida penosamente en el transcurso de casi un siglo, era tan insuficiente comparada a aquel más completo conocimiento que podía haber reunido en otro siglo (o en mil años) que parecía algo lastimoso para ofrecérselo a su pueblo.

¡Si únicamente pudiera haber más tiempo!, pensó. Pero, naturalmente, no lo había. No lo había ya ahora y no lo habría nunca. Por muchos siglos que pudiera disponer, siempre existiría mucho más conocimiento que el que tendría recogido en el momento, pareciendo siempre el reunido una mezquina pitanza.

Sentóse pesadamente en la butaca ante el escritorio y ahora, por primera vez, se preguntó cómo podría hacerlo… como podría abandonar la Central Galáctica, cómo podría trocar la Galaxia por un simple planeta, aun cuando este planeta siguiera siendo el suyo propio.

Exprimió su confusa y extraviada mente para encontrar la respuesta, pero la mente no pudo hallar respuesta alguna.

Un hombre solo, pensó.

Un hombre solo no podía resistir contra la Tierra y Galaxia a la vez.

XXIV

Le despertó el sol derramándose a través de la ventana y quedóse donde estaba, sin moverse, empapándose de su calor. Se sentía una agradable e intensa sensación a la luz del sol, un beso tranquilizador, y por un momento ahuyentó la preocupación y el interrogante. Pero notaba su proximidad y volvió a cerrar los ojos. Quizá si pudiese dormir algo más, podría despejarse del todo y perderse en alguna parte, y no hallarse presente cuando volviera a despertarse.

Pero había algo que no iba bien, algo junto a la preocupación y el interrogante.

Le dolían cuello y hombros, tenía una extraña rigidez en el cuerpo, y la almohada era demasiado dura.

Abrió los ojos de nuevo y se ayudó con las manos para incorporarse, notando que no estaba en la cama. Estaba sentado en una butaca, y su cabeza, en vez de reposar sobre una almohada, había estado apoyada sobre el escritorio. Abrió y cerró la boca, notando un gusto tan malo como suponía.

Se puso lentamente en pie, enderezándose y estirándose, intentando relajar el agarrotamiento de sus articulaciones y músculos. Y mientras tanto iba notando cómo volvían escurridizas a él, de donde habían estado escondidas, la preocupación y la desazón y la espantosa necesidad de respuestas. Pero las apartó a un lado, no de manera decisiva, pero sí lo bastante para retirarlas un poco y dejarlas como agazapadas en espera de un nuevo asalto.

Fue al hornillo y buscó la cafetera, recordando entonces que la pasada noche la había puesto en el suelo junto a la mesa. Fue a recogerla. Las dos tazas de café se hallaban aún sobre la mesa, con su negro poso en el fondo. Y en la masa de cachivaches que Ulises había apartado a un lado para hacer sitio a las tazas, la pirámide de esferas yacía volcada de lado, pero brillando y destellando aún, girando cada esfera en dirección opuesta a las demás.

Enoch tendió la mano y la cogió. Sus dedos exploraron cuidadosamente la base sobre la que estaban encajadas las esferas, buscando algo —alguna palanca, algún engranaje, algún mecanismo, algún botón— que hiciera mover o parar a las esferas. Debía haber sabido —se dijo a si mismo— que no encontraría nada. Pues ya había mirado antes. Y sin embargo, Lucy había hecho algo el día anterior que lo había puesto en funcionamiento y que seguía funcionando aún. Estaba así desde hacía más de doce horas, sin que fueran obtenidos resultados. Anotar esto… —pensó— ningún resultado que pudiera reconocerse.

Volvió a colocar sobre su base el artefacto en la mesa y puso las tazas una dentro de otra, llevándolas. Se detuvo para alzar la cafetera del suelo. Pero sus ojos no se apartaron de la pirámide de esferas.

Era enloquecedor —se dijo para sí—. No había medio de ponerlas en movimiento, y sin embargo Lucy lo había hecho. Y ahora no había medio de detenerlas… aunque probablemente no importaba si estaban paradas o en marcha.

Fue al fregadero con las tazas y la cafetera.

La estación estaba tranquila… en una calma pesada y opresiva; aunque probablemente la impresión de opresión —pensó—, no estaba más que en su imaginación.

Atravesó la habitación hasta el aparato de mensajes, viendo que la placa estaba en blanco. No había habido mensajes durante la noche. Era tonto por su parte —pensó—, esperar que los hubiera habido, ya que en este caso, habría funcionado la señal de audición, y habría continuado haciéndolo hasta que él empujase la manecilla.

¿Sería posible que la estación hubiese sido ya abandonada, que hubiese sido desviado en derredor todo tráfico? Ello, sin embargo, resultaba difícilmente posible, pues el abandono de la estación Tierra significaría también el de las situadas más allá. No había atajos en la red extendiéndose al brazo espiral, para hacer posible el reencaminamiento. No era insólito que pasaran horas, y hasta un día, sin tráfico alguno. Éste era irregular. Se daban ocasiones en que las llegadas dispuestas habían de ser suspendidas hasta que se pudiera disponer de facilidades para encargarse de ellas, y otras en que el equipo estaba ocioso, como ahora, porque no se producía ninguna.

Asustadizo; me estoy volviendo asustadizo —pensó.

Antes de que cerrasen la estación, se lo comunicarían. La cortesía, si no otra cosa, exigía que lo hicieran.

Volvió al hornillo y puso en él la cafetera. En la refrigeradora halló un paquete de gachas hechas de un cereal que crecía en uno de los mundos de la jungla draconiana. Lo tomó, volvió a dejarlo en su sitio, y cogió los dos últimos huevos de la docena que Wins, el cartero, había traído de la ciudad hacía cosa de una semana.

Miró su reloj y vio que había dormido hasta más tarde de lo que pensaba. Era ya casi la hora de su paseo cotidiano.

Puso la sartén en el hornillo, un trozo de mantequilla en ella, esperó a que se derritiese y luego cascó los huevos, friéndolos.

Acaso, pensó, no iría de paseo hoy. Sería la primera vez que no lo diera, excepto por una o dos veces de furiosa ventisca. Pero el que siempre lo hubiese dado, se dijo porfiado, no era razón para que lo diera. Omitiría el paseo y luego bajaría a buscar el correo. Podía emplear el tiempo en hacer las cosas pendientes del día anterior. Los periódicos se hallaban aún amontonados en el escritorio, esperando su lectura. No había escrito en su diario, y había mucho que escribir, pues debía registrar con detalle exactamente lo que había ocurrido, y había habido buena cantidad de sucesos.

Era una regla que se había impuesto desde el primer día que había comenzado a funcionar la estación, la de no dejar nunca el diario. Podía retrasarse a veces un poco en hacerlo, pero el hecho de que se retrasara o estuviese apremiado por el tiempo nunca fue obstáculo para que registrase en él una palabra menos de las que estimaba debía poner para decir todo lo que había que decir.

Miró a través de la habitación a las largas hileras de registros que estaban apilados en las estanterías y pensó, con orgullo y satisfacción, en lo completo de aquel archivo. Casi una centuria de escritura se hallaba entre las cubiertas de aquellos libros, y ni un solo día había sido pasado por alto.

Allí estaba su legado —pensó—. Allí su donación al mundo; aquélla sería su entrada sin trabas de nuevo en la raza humana; allí estaba cuanto había visto y oído y pensado durante casi cien años de asociación con aquellos pueblos alienígenas de la Galaxia.

Mirando a las hileras de libros, volvieron a asaltarle en tropel los interrogantes que había apartado a un lado, no cabiendo esta vez resistirlos. Durante un breve espacio de tiempo los había mantenido a raya, el poco tiempo que necesitó para despejar su cerebro y desentumecer su cuerpo, vivificándolo de nuevo. Ahora no luchó contra ellos. Los aceptó, pues no los escabullía.

Puso los huevos de la sartén en el plato, tomó la cafetera y sentóse a desayunar.

Miró de nuevo su reloj.

Tenía tiempo aún para dar su paseo cotidiano.

XXV

El hombre del ginseng estaba esperando en el manantial.

Enoch lo vio desde alguna distancia del sendero, y se preguntó, con rápido relampagueo de enojo, si podía estar esperándole allí para decirle que no podía devolver el cadáver del hazer, que algo había sucedido, que se había topado con inesperadas dificultades.

Y pensándolo, Enoch recordó cómo la noche anterior había amenazado con matar a cualquiera que impidiese el retorno del cadáver. Acaso no había sido acertado decir eso —se dijo—. Se preguntó si podía decidirse a matar a un hombre; no sería el primero a quien hubiese matado nunca… pero eso había ocurrido hace mucho tiempo, y había sido cuestión de matar o ser matado.

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