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Authors: Clifford D. Simak

Tags: #Ciencia ficción

Estacion de tránsito (15 page)

BOOK: Estacion de tránsito
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—Es la mejor manera de adiestrar a un perro de caza —observó Roy.

—Sí, señor —asintió Hank—. Por esto mis hijos apresaron a la liebre.

—La necesitábamos para enseñar al cachorro —observó Roy.

—Todo esto me parece muy bien y me alegro de saberlo —dijo Enoch—. Pero, ¿qué tiene que ver Lucy con todo ello?

—Se interpuso y trató de evitar que adiestrásemos al perro —dijo Hank—. Intentó quitarle
Butcher
a Roy.

—Esa muda tiene demasiadas ínfulas —dijo Roy.

—Tú cállate la boca —le reprendió su padre con aspereza, volviéndose furioso hacia él.

Roy murmuró algo entre dientes y dio un paso atrás. Hank se volvió de nuevo hacia Enoch.

—Roy le pegó y la tiró al suelo —dijo—. No debiera haberlo hecho. Debiera haber tenido más cuidado.

—No quería hacerlo —se disculpó Roy—. La derribé al levantar el brazo para evitar que se acercase a
Butcher
.

—Así fue —dijo Hank—. La derribó sin querer. Pero ella no tenía que haber hecho lo que hizo. Dejó a
Butcher
tieso y agarrotado, para que no pudiese lanzarse sobre la liebre. Sin tocarle siquiera un pelo, fíjate bien, lo dejó agarrotado. No podía mover ni una pata. Esto puso furioso a Roy.

Y dijo con tono anhelante a Enoch:

—¿Y tú, no te hubieras puesto furioso ante una cosa así?

—No, creo que no —contestó Enoch—. Aunque claro, yo no me dedico a cazar liebres con perros adiestrados.

Hank parecía pasmado ante tamaña falta de comprensión.

Pero continuó su relato.

—Roy se enfureció mucho con ella. Ten en cuenta que había criado a
Butcher
. Quiere mucho a ese perro y no estaba dispuesto a que nadie, ni siquiera su propia hermana, lo dejase agarrotado, como ella le hizo a
Butcher
. Nunca había visto una cosa así en mi vida. Pero esto no fue todo. Entonces Roy se quedó rígido y cayó al suelo con las piernas encogidas y sujetándose el cuerpo con los brazos. Allí se quedó tendido, hecho una bola. Quedó paralizado como
Butcher
. Pero ella no le hizo nada a la liebre, no la dejó agarrotada. Únicamente le hizo eso a los de su casa.

—Pero no dolía —observó Roy—. No dolía en absoluto.

—Yo estaba allí sentado —prosiguió Hank—, trenzando este látigo para el ganado. Tenía la punta gastada y le puse una nueva. Vi lo que pasaba pero no intervine hasta que vi a Roy tendido y quieto en el suelo. Entonces le dije: esto ya no lo aguanto. Soy un hombre muy tolerante; no me importa que mi hija haga desaparecer las verrugas con ensalmos y otras cosas parecidas. Ha habido mucha gente capaz de hacer eso. No es nada deshonroso. Pero esto de dejar a los perros y a las personas agarrotados…

—Y entonces fue cuando le diste de garrotazos, ¿no es eso? —dijo Enoch.

—Cumplí con mi deber —manifestó Hank solemnemente—. No estoy dispuesto a tolerar la presencia de brujas en mi familia. Le di un par de latigazos y ella me pidió por gestos que dejase de pegarla. Pero yo tenía que cumplir mi deber y continué arreándole latigazos. Si hubiese continuado, creo que le hubiera quitado para siempre las ganas de hacer esas bromas. Pero fue entonces cuando ejerció sus poderes conmigo. Lo mismo que había hecho con Roy y
Butcher
, pero de manera distinta. Me dejó ciego… ¡cegó a su propio padre! No podía ver nada. Avancé a tientas por el patio, gritando y dando manotadas. De pronto volví a ver, pero ella había desaparecido. La vi correr por el bosque, monte arriba. Y entonces fue cuando Roy y yo nos fuimos tras ella.

—¿Y crees que la tengo aquí?

—Sé que está aquí —contestó Hank.

—Muy bien —dijo Enoch—. Pues búscala.

—Claro que la buscaré —repuso Hank, ceñudo—. Roy, tú registra el granero. Puede estar escondida allí.

Roy se dirigió al granero. Hank entró en el anexo y salió casi inmediatamente al decrépito gallinero.

Enoch esperaba, con el rifle bajo el brazo.

Se le había presentado una complicación… una complicación mayor que todas cuantas habían surgido hasta entonces. Los hombres como Hank Fisher no se avenían a razones. Sería inútil tratar de discutir con él en aquellos momentos. Lo único que podía hacer era esperar que Hank se calmase. Sólo entonces quizá sería posible hacerle entrar en razón.

Ambos no tardaron en volver.

—No está por aquí —dijo Hank—. Por lo tanto, está en la casa.

Enoch meneó negativamente la cabeza.

—Nadie puede entrar en esa casa.

—Roy —ordenó Hank—, sube esos peldaños y abre esa puerta.

Roy dirigió una mirada medrosa a Enoch.

—Vamos, obedece —dijo Enoch.

Roy se dirigió a la escalera y subió muy despacio por ella. Atravesó el porche, puso la mano en el picaporte y trató de hacerlo girar. Lo intentó de nuevo. Después se volvió.

—Padre, no puedo —dijo—. No puedo abrir esta puerta.

—Eres un inútil —dijo Hank, disgustado—. No sabes hacer nada.

Hank subió los peldaños de dos en dos y cruzó el porche hecho una furia. Asió el picaporte con la mano y trató de hacerlo girar con gesto airado. Lo probó una y otra vez, sin conseguirlo. Luego se volvió hacia Enoch, hecho un basilisco.

—¿Puede saberse qué pasa aquí? —gritó.

—Ya te dije que no se puede entrar —contestó Enoch.

—¡Eso ya lo veremos! —rugió Hank.

Tiró el látigo a Roy y bajó del porche para plantarse en dos zancadas ante el montón de leña que se alzaba junto al anexo. Con un brusco ademán, arrancó la pesada hacha doble del tajo.

—Ten cuidado con el hacha —le advirtió Enoch—. La tengo desde hace mucho tiempo y la aprecio mucho.

Hank no contestó. Volvió a subir al porche y se detuvo con los pies muy separados ante la puerta.

—Apártate —ordenó a Roy—. Déjame sitio.

Roy se hizo a un lado.

—Eh, un momento —dijo Enoch—. ¿Te propones derribar esa puerta?

—Eso es exactamente lo que pienso hacer.

Enoch hizo un grave gesto de asentimiento.

—Bien, ¿y qué? —dijo Hank.

—Por mí, ya puedes probar.

Hank asentó sólidamente los pies en el suelo y empuñó el mango del hacha con ambas manos. El acero relampagueó sobre su cabeza y luego se abatió en un golpe tremendo.

El filo del hacha chocó con la superficie de la puerta y se inclinó, desviado por ella, cambió de curso y rebotó de la puerta.

La hoja descendió rápidamente, rozó la pierna de Hank y éste casi perdió el equilibrio, arrastrado por su propio impulso.

Luego se quedó allí de pie, con expresión estúpida. Los brazos colgando y las manos empuñando aún el mango del hacha. Su mirada se clavó en Enoch.

—Pruébalo otra vez —le dijo Enoch, invitador.

Hank sufrió un arrebato de cólera. Su rostro estaba congestionado por la ira.

—¡Vaya si lo probaré! —gritó como un poseído.

Volvió a plantar sólidamente los pies en el suelo y ésta vez blandió el hacha no contra la puerta, sino contra la ventana contigua a ésta.

Cuando la hoja chocó contra la ventana, se oyó un agudo ruido metálico y fragmentos de acero saltaron por los aires, brillando al sol.

Hank agachó la cabeza y tiró el hacha, que rebotó en el suelo del porche. Tenía una hoja rota y mellada. La ventana estaba intacta. No mostraba ni un rasguño.

Hank se quedó allí un momento, contemplando el hacha rota, como si no diese crédito a sus ojos.

Tendió la mano en silencio y Roy le puso el látigo en ella.

Entonces ambos bajaron la escalera.

Se detuvieron al pie de ella y miraron a Enoch. La mano de Hank temblaba en el mango del látigo.

—En tu lugar, yo no lo intentaría, Hank —le dijo Enoch—. Soy muy rápido disparando.

Dio unas palmadas a la culata del rifle.

—Te agujerearía la mano antes de que pudieras levantar el látigo.

Hank jadeaba pesadamente.

—Tienes el diablo en el cuerpo, Wallace —dijo—. Y ella también. Los dos estáis de acuerdo. Estoy seguro de que os encontráis a escondidas en los bosques.

Enoch lo miraba, expectante.

—¡Que Dios me asista! —gritó Hank—. ¡Mi hija es una bruja!

—Lo mejor que podéis hacer —le dijo Enoch— es volveros a casa. Si encuentro a Lucy, yo mismo os la traeré.

Ninguno de los dos se movió.

—¡Esto no termina así! —vociferó Hank—. Tienes a mi hija escondida en alguna parte pero yo la sacaré de tus garras. Te aseguró que me las pagarás.

—Cuando quieras —dijo Enoch—, pero ahora no.

Y movió el cañón del rifle con ademán imperioso.

—Vamos, andando —dijo—. Y no volváis. No quiero volver a veros por aquí a ninguno de los dos.

Ambos vacilaron por un momento, mirándolo, tratando de sondearlo y de adivinar cuáles eran sus intenciones.

Luego dieron lentamente la vuelta y ambos se alejaron monte abajo.

XVIII

«Hubiera debido matarlos a los dos», pensó. No eran dignos de vivir.

Bajó la vista para mirar el rifle y vio que lo empuñaba con tal fuerza, que tenía los dedos blancos y rígidos sobre la madera marrón y satinada.

Jadeaba un poco, por el esfuerzo que hacía por contener la cólera que hervía en su interior, pugnando por estallar. Si hubiesen permanecido allí un poco más, si no los hubiese expulsado, supo que hubiera terminado por ceder a la ira que lo embargaba.

Pero era mejor, mucho mejor, que hubiese sucedido tal como había sucedido. Se preguntó vagamente cómo era posible que hubiese logrado contenerse.

Pero se alegraba. Porque, a pesar de sus defensas, aquello le hubiera sido muy perjudicial.

Ellos hubieran dicho que estaba loco, que los había echado por la fuerza. Incluso podían acusarle de haber secuestrado a Lucy y de retenerla contra su voluntad. No se detendrían ante nada para crearle las mayores dificultades.

No se hacía ilusiones acerca de su reacción, porque conocía a los seres de su calaña, vengativos en su pequeñez, pequeños y malévolos insectos de la especie humana.

De pie ante el porche, vio cómo bajaban por la cresta preguntándose cómo era posible que una joven tan maravillosa como Lucy tuviese aquella familia tan degenerada. Tal vez su defecto físico sirvió de muralla para aislarla de aquella gentuza y evitó que se convirtiese en uno de ellos. Si hubiese podido hablar u oír, quizá con el tiempo se hubiera convertido en un ser tan retrógrado y con tan malos instintos como ellos.

Cometió un gran error al meterse en aquel asunto. Un hombre en su condición no debía mezclarse en aquella clase de cuestiones. Tenía demasiado que perder; hubiera debido guardar neutralidad.

¿Y qué podía haber hecho, sin embargo? ¿Podía haberse negado a prestar su protección a Lucy, bañada en la sangre que surgía de sus latigazos? ¿Tenía que haber desoído la frenética expresión de súplica que se pintaba en su carita desvalida?

Pudiera haber obrado de manera distinta. Tal vez hubiera podido encontrar medios más diplomáticos y hábiles de resolver el asunto. Pero no tuvo tiempo de pensar en otra solución. Sólo tuvo tiempo de poner a la muchacha a salvo y luego salir para enfrentarse con sus perseguidores.

Pero entonces, al pensarlo, comprendió que acaso lo mejor hubiera sido no salir. Si se hubiese quedado dentro de la estación nada hubiera ocurrido.

Se dejó llevar de un impulso, cuando salió a afrontarlos. Acaso fue una reacción humana, pero no fue prudente. Mas la cosa ya no tenía remedio. A lo hecho, pecho. Si tuviese que hacerlo de nuevo, obraría de un modo distinto, pero la ocasión ya había pasado.

Dio media vuelta y regresó con paso cansino al interior de la estación.

Lucy continuaba sentada en el sofá, sosteniendo un objeto centelleante en la mano. Lo contemplaba arrobada y en su cara se pintó de nuevo aquella misma expresión vibrante y alerta que le había visto aquella mañana, cuando sostenía a la mariposa.

Dejó el rifle sobre la mesa y se detuvo en silencio, pero ella debió de notar su movimiento, porque levantó rápidamente la vista hacia él. Luego sus ojos volvieron a posarse en el objeto rutilante que tenía en las manos.

Él vio que era la pirámide de esferas y que todas las esferas giraban lentamente, unas a derecha y otras a izquierda y que, al girar, brillaban y relumbraban, cada una con su particular coloración, como si en el interior de cada una hubiese una fuente de luz suave y cálida.

Enoch contuvo el aliento ante la belleza y la maravilla de aquel espectáculo… preguntándose, pasmado, qué antiguo artilugio podía ser aquel objeto y cuál podía ser su finalidad. Lo había examinado cientos de veces, devanándose los sesos para comprender su significado, sin conseguir descifrar el enigma. Por lo que podía ver, era sólo un objeto destinado a la contemplación, aunque lo había embargado con insistencia la sensación de que tenía una finalidad determinada y acaso un modo de funcionamiento.

Y entonces estaba funcionando. Él había tratado de hacerlo funcionar docenas de veces, pero Lucy lo consiguió a la primera.

Observó la expresión arrobada con que lo contemplaba. ¿Era posible, se preguntó, que supiese cuál era la finalidad del objeto?

Cruzó la habitación para tocarle el brazo y ella levantó la cara para mirarlo. Enoch vio en sus ojos un brillo de dicha y excitación.

Indicó la pirámide con un gesto de interrogación, tratando de preguntar a la joven si sabía lo que era. Pero ella no le entendió. O tal vez lo supiese, pero supiese también lo difícil que era explicar su finalidad. Hizo de nuevo aquel gesto alegre y aleteante con la mano, indicando la mesa cargada de chucherías, y pareció que iba a reírse… al menos, tenía una expresión risueña en el rostro.

No es más que una niña, dijo Enoch para sus adentros, con una caja llena de nuevos y maravillosos juguetes. ¿Era solamente esto? ¿Se hallaba únicamente contenta y excitada porque de pronto se había percatado de las cosas que se apilaban encima de la mesa?

Dio media vuelta con gesto cansado y volvió junto a la mesa. Tomó el rifle y lo colgó en la pared.

Ella no debía estar en la estación. Allí no podía haber ningún ser humano, fuera de él. Al traerla allí, había faltado al acuerdo tácito establecido con los extraterrestres, que le nombraron custodio de la estación. Aunque de todos los humanos que hubiera podido traer, Lucy acaso fuese la única sobre la que no pesase aquella prohibición tácita, porque la muchacha nunca podría explicar a nadie lo que allí dentro había visto.

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