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Authors: Clifford D. Simak

Tags: #Ciencia ficción

Estacion de tránsito (18 page)

BOOK: Estacion de tránsito
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Le miró por encima del hombro. Lucy le seguía muy cerca. Sonrió ella, manifestándole con un gesto que todo iba bien. Sí hizo un ademán para indicar que ahora debían torcer a la derecha, y que ella debía seguirle muy unida. Aunque —se dijo a sí mismo— probablemente no era necesario indicarle nada, pues ella conocía seguramente la ladera tan bien, o tal vez mejor que él mismo.

Giró pues a la derecha y siguió a lo largo de la rocosa escarpa, llegó a la hendidura y gateó abajo, para alcanzar el declive inferior. Procedente de la izquierda, oía el murmullo del rápido riachuelo que se precipitaba por el rocoso barranco desde el manantial.

La ladera se sumía más escarpada aún, y trazó un camino que esquinaba el áspero declive.

Era curioso, pensó, que hasta en la oscuridad pudiese él reconocer ciertos rasgos naturales… el encorvado y retorcido roble blanco, colgando en insensato ángulo sobre el declive del cerro; el bosquecillo de robles rojos que sobresalía de una cúpula de roca desplomada, situados de tal modo que ningún leñador había intentado talarlos; la pequeña ciénaga repleta de espadañas, que se encajaba cómodamente en una terracita tallada en la ladera.

Lejos, abajo, percibió el resplandor de la luz de una ventana, y descendió hacia ella. Volvió a mirar por encima del hombro y vio que Lucy iba siguiéndole muy cerca.

Ambos llegaron a una tosca valla de estacas y gatearon para atravesarla; el terreno era ahora más llano.

En alguna parte abajo ladró un perro en la oscuridad y otro se le unió en sus ladridos. Más aún se les unieron y la jauría subió corriendo el declive. Llegaron precipitados, giraron en torno a Enoch y la linterna y se abalanzaron a Lucy… transformándose súbitamente, a su vista, en una comisión de bienvenida más bien que en una compañía de guardianes. Brincaron en mescolanza, y las manos de ella palmotearon y acariciaron sus cabezas. Y como a una señal, los canes retozaron alegremente en círculo para volverse de nuevo.

A poca distancia más allá de la cerca de estacas había un huerto y Enoch lo atravesó, siguiendo cuidadosamente un senderillo entre los sembrados. Se encontraron luego en el patio y ante ellos la casa destartalada, con sus perfiles engullidos por la oscuridad, y las ventanas de la cocina iluminadas por la tenue y cálida luz de una lámpara.

Enoch atravesó el patio hasta la puerta de la cocina y llamó con los nudillos, oyendo seguidamente ruido de pasos en el interior.

Abrióse la puerta y apareció enmarcada por la luz Ma Fisher, mujer corpulenta, de elevada estatura y huesuda, embutida en algo que era más un saco que un vestido.

Se quedó mirando fijamente a Enoch, medio asustada y medio belicosa, mas al ver tras él a la muchacha, exclamó:

—¡Lucy!

La muchacha se abalanzó a ella, y su madre la tomó en sus brazos.

Enoch dejó su linterna en el suelo, puso su carabina bajo el brazo y atravesó el umbral.

La familia había estado cenando, sentada en torno a una gran mesa dispuesta en el centro de la cocina. En el centro de la mesa había una ornada lámpara de petróleo. Hank se había puesto en pie, pero sus tres hijos y el forastero permanecían aún sentados.

—Así que la volviste a traer —dijo Hank.

—La encontré —dijo Enoch.

—La estuvimos buscando hasta hace un rato —manifestó Hank—. Íbamos a volver a salir a hacerlo otra vez.

—¿Recuerdas lo que me dijiste esta tarde? —preguntó Enoch.

—Te dije varias cosas.

—Me dijiste que yo tenía el diablo en mí. Vuelve a levantar la mano contra esa muchacha, y te prometo que te enseñaré hasta dónde tengo de diablo.

—Esas baladronadas no sirven conmigo —braveó Hank. Pero se veía que estaba atemorizado. Lo mostraba en la blandura del rostro y la rigidez del cuerpo.

—Pues si quieres verlo, no tienes más que echarme de aquí.

Los dos hombres permanecieron encarados durante unos instantes, y luego Hank se sentó.

—¿Quieres tomar algo con nosotros? —dijo.

Enoch denegó con la cabeza, y volviéndose al forastero, preguntó:

—¿Eres tú el hombre del ginseng?

El aludido asintió, y respondió:

—Así es como me llaman.

—Quiero hablar contigo. Afuera.

Claude Lewis se puso en pie.

—No tienes a qué ir —intervino Hank—. Él no puede obligarte. Lo mismo puede hablarte aquí.

—No me importa —dijo Lewis—. En realidad, deseo hablar con él. Tú eres Enoch Wallace, ¿no es así?

—Eso es quien es —confirmó Hank— debiera haber muerto de viejo hace cincuenta años. Pero míralo. Tiene el diablo con él. Te lo aseguro, él y el diablo tienen un pacto.

—¡Cállate, Hank! —dijo Lewis, quien dando la vuelta a la mesa, fue a la puerta.

—Buenas noches —dijo Enoch a los demás.

—Mr. Wallace —dijo Ma Fisher—, gracias por haber traído de nuevo a mi hija. Hank no la pegará otra vez. Puedo prometérselo. Yo estaré al tanto.

Enoch salió y cerró la puerta. Tomó la linterna del suelo. Lewis se hallaba ya en el corral y fue a él, diciéndole:

—Alejémonos un poco.

Se detuvieron en la esquina del jardín y se encararon.

—Tú has estado vigilándome —dijo Enoch.

Lewis asintió.

—¿De manera oficial? ¿O sólo por curiosidad?

—Lamento que de manera oficial. Mi nombre es Claude Lewis. No hay razón para que no te dijese… que soy de la C.I.A.

—No soy ningún traidor ni espía —repuso Enoch.

—No, en efecto. Sólo te estábamos vigilando.

—¿Sabes lo del cementerio?

Lewis asintió.

—Tú sacaste algo de una tumba.

—Sí —dijo Lewis—. De la extraña lápida.

—¿Y dónde está lo que sacaste?

—Quieres decir el cadáver. En Washington.

—No debieras haberlo sacado —dijo ceñudamente Enoch—. Has causado gran trastorno con ello. Debes devolverlo. Y tan pronto como puedas.

—Eso llevará algún tiempo —respondió Lewis—. Tendrán que expedirlo en vuelo. Veinticuatro horas acaso.

—¿Es lo más rápido?

—Podría hacerlo algo mejor.

—Pues haz lo más que puedas. Es importante que el cadáver vuelva.

—Lo haré, Wallace. Yo no sabía…

—Y, Lewis…

—¿Qué?

—No pretendas dártelas de listo. No te andes por las ramas. Haz sólo lo que te digo. Estoy tratando de ser razonable, porque es lo único que cabe. Pero si intentas alguna argucia…

Tendió una mano y asió la parte delantera de la camisa de Lewis, retorciéndosela.

—¿Me comprendes, Lewis? —añadió.

Lewis quedóse inmóvil, sin intentar desasirse.

—Sí —dijo—. Comprendo.

—¿Por qué diablos hiciste eso?

—Tenía un trabajo…

—Sí, un trabajo. El de vigilarme. No el de robar tumbas.

Le soltó la camisa.

—Dime —dijo Lewis—. Eso de la tumba… ¿qué era?

—Nada que maldito te importe —le respondió Enoch desabridamente—. Lo que sí te importa es devolver el cadáver. ¿Estás seguro de que puedes hacerlo? ¿No hay nada que se te interponga?

Lewis denegó con la cabeza, y añadió:

—Nada en absoluto. Telefonearé en cuanto tenga a mano un teléfono. Les diré que es cosa imperiosa.

—Y lo es —afirmó Enoch—. El volver ese cadáver a su sitio es la cosa más importante que jamás habrás hecho. No lo olvides ni por un momento. Afecta a todos en la Tierra. A ti, a mí, y a cualquiera de los demás. Y si fracasas, me responderás de ello.

—¿Con esa arma?

—Acaso —respondió Enoch—. No se te ocurra bromear. No te imagines que vacilaré en matarte. En esta situación, mataría a cualquiera… a cualquiera en absoluto.

—Wallace, ¿hay algo en ello que puedas decirme?

—Nada de nada —respondió Enoch, volviendo a tomar la linterna.

—¿Vuelves a casa?

Enoch asintió.

—No parece importarte que te vigilemos.

—No. En todo caso, no vuestra vigilancia. Sólo vuestra interferencia. Vuelve a traer ese cadáver y sigue vigilando si lo deseas. Pero que nadie me importune ni me provoque. Las manos fuera. Que no se toque nada.

—Pero, ¡santo Dios!, hay algo en marcha… tú puedes decirme algo.

Enoch vaciló.

—Alguna idea de lo que pasa —insistió Lewis— no los detalles, sino sólo…

—Vuelve a traer el cadáver —respondió lentamente Enoch—, y acaso entonces hablemos de nuevo.

—Se te devolverá —afirmó Lewis.

—Y de lo contrario, puedes ya considerarte muerto desde ahora —dijo tajante Enoch, quien, volviéndose, atravesó el huerto y comenzó a subir el cerro.

Lewis permaneció largo rato en el patio, contemplando cómo el resplandor de la linterna se iba perdiendo de vista.

XXII

Ulises se hallaba solo en la estación cuando volvió Enoch. Había despachado al thubano y enviado de nuevo a Vega al hazer.

Hervía un cazo de café, y Ulises estaba tendido en el sofá, sin hacer nada.

Enoch colgó su fusil y apagó la linterna. Quitóse la cazadora y la arrojó sobre el escritorio, tras lo cual se sentó en una butaca que estaba al lado del sofá.

—El cadáver volverá mañana para esta hora —dijo.

—Sinceramente espero que eso sea para bien —dijo Ulises—. Pero me siento inclinado a dudarlo.

—Acaso no debiera haberme molestado —dijo Enoch acremente.

—Será muestra de buena fe —opinó Ulises—. Podría tener cierto efecto mitigador en la consideración final.

—El hazer podría haberme dicho dónde estaba el cadáver —dijo Enoch—. Si sabía él que fue sacado de la tumba, debió también saber dónde se le podía encontrar.

—Sospecho que sí —manifestó Ulises—, pero, ya ves, no pudo decírtelo. Todo cuanto podía hacer era presentar su protesta. Lo demás, te tocaba a ti. Él no podía dejar a parte su dignidad sugiriendo lo que debías hacer tú. Según el protocolo, debe seguir siendo la parte agraviada.

—A veces, este asunto basta para volverle a uno loco —dijo Enoch—. A pesar de las instrucciones de la Central Galáctica, hay siempre algunas sorpresas, reiteradamente trampas abiertas para tragarle a uno.

—Puede llegar un día en que no será así —dijo Ulises—. Puedo ver el futuro, con la unión de la Galaxia en una gran cultura, una inmensa área de comprensión. Desde luego, existirán aún las variedades locales y raciales, y es como debe ser, pero el dominarlas a todas será una tolerancia que constituirá lo que estaría uno tentado de llamar una hermandad.

—Hablas casi como un humano —dijo Enoch—. Ésa es la especie de esperanza que han sustentado muchos de nuestros pensadores.

—Tal vez —convino Ulises—. Ya sabes que mucho de la Tierra parece haberse pegado a mí. No se puede pasar tanto tiempo como yo lo hice en vuestro planeta sin por lo menos contagiársele algo de él. Y dicho sea de paso, causaste una buena impresión en el vegano.

—No me di cuenta de ello —dijo Enoch—. Él fue amable y correcto, desde luego, pero apenas más.

—Esa inscripción en la lápida… Estaba impresionado por ella.

—No la puse para impresionar a nadie. La grabé porque era así como sentía yo. Y porque quiero a los hazers. Fue sólo un intento de ser justo con ellos.

—A no ser por la presión de las facciones galácticas, —dijo Ulises— estoy convencido de que los veganos estarían dispuestos a olvidar el incidente, y ésta es una concesión mayor de lo que puedes suponer. Puede llegar hasta que se alíen con nosotros cuando haya que poner las cartas boca arriba.

—¿Quieres decir que podrían salvar la estación?

Ulises meneó la cabeza.

—Dudo que nadie pueda hacerlo. Pero la cuestión sería más fácil para todos nosotros en la Central Galáctica si pusieran su peso de nuestra parte.

El cazo de café borboteó y Enoch fue a retirarlo. Ulises apartó a un lado algunos de los cachivaches que había sobre la mesa para dejar espacio a dos tazas. Enoch las llenó y puso la cafetera sobre el suelo.

Ulises tomó su taza, la tuvo un momento en sus manos, y la volvió a depositar sobre la mesa.

—Estamos en baja forma —dijo—. No como en tiempos pasados. Ello ha preocupado a la Central Galáctica. Todo ese disputar y altercar entre las razas, todo ese entrometimiento y agresión… —miró a Enoch—. Tú pensabas que todo era cómodo y agradable.

—No —respondió Enoch—, eso no. Sabía que existían puntos de vista dispares, opiniones antagónicas, y también que había cierto trastorno. Pero temo haber pensado en ello como estando en un plano enormemente elevado… caballeresco y de buenos modales.

—Así fue en un tiempo. Siempre ha habido opiniones divergentes, pero se hallaban basadas en principios y críticas, y no en intereses especiales. Tú ya sabes de la fuerza espiritual, desde luego… de la fuerza espiritual universal.

Enoch asintió.

—He leído algo de la literatura. No la he entendido cabalmente, pero estoy dispuesto a aceptarla. Sé que hay un medio de entrar en contacto con la fuerza.

—El Talismán —dijo Ulises.

—Eso es. El Talismán. Una máquina de clasificación.

—Supongo que puede llamársele así —convino Ulises—. Aunque la palabra «máquina» es un tanto torpe. En su elaboración entró algo más que la mecánica. Es precisamente el único. Sólo uno fue hecho jamás, por un místico que vivió hace 10.000 años de los vuestros. Desearía poder decirte lo que es o cómo está construido, pero temo que no hay nadie que pueda decírtelo. Ha habido otros que han intentado duplicar el Talismán, pero ninguno lo ha logrado. El místico que lo hizo no dejó fotocalcos, ni plano alguno, ni ninguna especificación, ni siquiera una simple nota. No hay nadie que sepa nada al respecto.

—Supongo que ésa no es una razón para que no pudiera ser hecho otro. Quiero decir que no existen tabús sagrados. El construir otro no sería sacrílego.

—En absoluto —dijo Ulises—. De hecho, necesitamos otro con urgencia. Pues ahora no tenemos Talismán. Ha desaparecido.

Enoch dio un bote en su silla.

—¿Desaparecido? —preguntó.

—Perdido —dijo Ulises—. Extraviado. Robado. Nadie lo sabe.

—Pero yo no había…

Ulises sonrió pálidamente.

—No lo habías oído. Lo sé. No es algo de lo que hablamos. No nos atrevemos. El pueblo no debe saberlo. Cuando menos, no por un tiempo. No es demasiado difícil hacerlo. Ya sabes cómo operaba, cómo el custodio lo llevaba de planeta en planeta y se celebraban reuniones de grandes masas, donde era exhibido el Talismán y establecido mediante el contacto con la fuerza espiritual. Nunca ha habido un plan de apariencias; el custodio se trasladaba simplemente. Podía producirse un interregno de cien años de los vuestros o más, en las visitas del custodio a un planeta particular. El pueblo no se mantenía en expectación de una visita. Sabía sencillamente que alguna vez se produciría una, y que en ese día cualquiera aparecería el custodio con el Talismán.

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