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Authors: David Lynn Golemon

Tags: #Ciencia Ficción, Intriga

Evento (36 page)

BOOK: Evento
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De pronto se detuvo. La cola se elevó hacia el cielo y se quedó allí quieta. Sobre la superficie de la piel del animal algunos orificios se abrieron y luego se cerraron. Los apéndices blindados cubiertos de pelo que llevaba alrededor del cuello se desplegaron lejos del cuerpo. Había olido alguna fragancia. Los verdes ojos se entrecerraron de forma que las espesas cejas peludas se volvieron puntiagudas casi como si fueran cuernos. Las tres cuartas partes de los veintidós millones de poros con los que su piel absorbía del aire las sustancias químicas necesarias se cerraron por completo. La criatura tenía suficiente con tomar un poco del aire oxigenado que la rodeaba una vez cada cinco minutos. De pronto, la bestia se irguió por completo. Giró la cabeza, que se alzaba a más de seis metros del suelo, primero a la izquierda y luego a la derecha. El poderoso movimiento fue seguido del balanceo de la blindada coraza que llevaba en torno al cuello y que se asemejaba a la que tenían los gallos. Las hirsutas matas de pelo que cubrían su cuerpo se erizaron y captaron todo lo que se transmitía a través del aire nocturno. Los miles de millones de cabellos huecos se sacudieron un instante, como si ondearan, y la piel resplandeció bajo la luz de la luna.

El animal puso en marcha sus poderosas patas traseras y corrió un par de metros por la llanura del desierto mientras emitía un zumbido extremadamente agudo que provenía directamente de su paladar. El silente sonido reblandeció la superficie hasta hacerla borbotear después de haber transformado una vez más su estructura atómica. La criatura saltó en el aire hasta los cinco metros de altura y cerró la armadura que había en torno a su cuello. A continuación, las garras que precedían al resto de su aerodinámica figura impactaron contra las rocas y la arena y se sumergieron en la superficie de la tierra con la misma facilidad que un ser humano se sumerge en el agua.

Las inconscientes presas continuaron su camino en la distancia. El Destructor había emprendido la caza; su suerte estaba echada.

En la mayoría de los casos, la maquinaria que hace funcionar las agencias de policía de los Estados Unidos se movía de forma muy lenta, pero si eran dos de sus agentes los que habían desaparecido, los engranajes estaban mejor engrasados de lo que parecía. Cuando Dills y Milner no aparecieron al final de su turno, la maquinaria policial se puso en funcionamiento. Todas las agencias locales y estatales fueron avisadas; a la caída de sol, la búsqueda de los dos agentes comenzó de forma oficial.

El coche de la policía del estado de Arizona estaba aparcado detrás de la caravana mientras los dos agentes ayudaban a su conductor a cambiar una rueda. Estaban parados a un lado de la carretera estatal 88. Ed Wasser sostenía la linterna mientras su compañero Jerry Dills, hermano del agente Tom Dills, esperaba impaciente a su lado.

A Jerry le importaba muy poco esta parada de cortesía que estaban haciendo en vez de buscar a su hermano mayor. Era evidente que aquel turista tenía todo bajo control, pensó Dills, excepto a su mujer, que de vez en cuando se acercaba y le decía: «Ya te lo dije».

El agente miró alrededor y pisó con la bota sobre el macadán. Milner y su hermano Tom no eran de los que no aparecían al final del turno sin avisar a la central de que iban a seguir patrullando un rato más. Llevaban horas intentando localizarlos por radio, así que su hermano y su compañero de patrulla debían de haber tenido algún percance en algún lugar del desierto. Tom llevaba en nómina tres años más que Jerry, pero eso no significaba que supiese mucho más que él. Por lo menos, Jerry sabía que George Milner era un tipo duro que en caso de necesidad haría todo lo humanamente posible por cuidar de Tom.

Jerry se giró al escuchar cómo la radio crujía y emitía una señal de llamada. Rápidamente se acercó a paso ligero hasta el coche patrulla. Su ausencia duró tan solo unos pocos minutos, después, con medio cuerpo fuera del coche, llamó a su compañero.

—Eh, Ed, tenemos una llamada, código Cinco en el camino de Riley.

Wasser le dijo alguna cosa al hombre que cambiaba la rueda y se dio la vuelta. Corrió a paso ligero hasta el coche y subió en el asiento del conductor. Jerry se quedó mirando a su compañero, contento de estar otra vez en marcha y consciente de que la vida de su hermano podía encontrarse en juego. Nunca se sabe qué puede pasar ahí fuera. El desierto podía ser un lugar mortal incluso para aquellos que lo conocían bien.

—El camino de Riley está aquí al lado —dijo Wasser, poniendo el coche patrulla a casi cien kilómetros por hora y conectando las luces del techo—. La única cosa que hay ahí es el rancho de Thomas Tahchako.

—Eso estaba pensando. El camino empieza ahí. —Jerry señaló a la derecha—. Si no recuerdo mal, es todo recto, está un poco más allá de las estribaciones.

—Así es. —Wasser dio un volantazo y se metió por el pequeño desvío.

El camino lleno de baches hizo que la suspensión del coche patrulla fuera como loca. Jerry se ajustó el cinturón de seguridad y se agarró con la mano derecha a la parte superior de la puerta conforme los baches eran cada vez más profundos. Las luces iluminaron algunas liebres que en vez de huir del coche, corrían hacia ellos. Dills se giró para verlas correr por el camino y quiso decir algo acerca de la extrañísima imagen, pero se quedó callado porque su compañero estaba plenamente concentrado en la complicada carretera. Las luces traseras rojas y el polvo impedían ver bien, pero a Dills le pareció distinguir más liebres cruzando el camino después de que el coche pasara a toda velocidad.

—¿Has visto eso? —no pudo evitar preguntarle esta vez a su compañero.

—¿Qué? ¡Joder! —gritó Wasser, mientras daba un volantazo a la derecha y esquivaba por muy poco a una de las vacas de Tahchako, que venía corriendo por en medio de la carretera.

—¿Qué demonios es eso, una estampida de liebres y de ganado? —preguntó sin podérselo creer, mientras enderezaba el coche y volvía a acelerar.

De pronto, las luces iluminaron la silueta de Thomas Tahchako de pie a un lado del camino de tierra. Sostenía un viejo Winchester modelo 1894 y estaba disparando en medio de la oscuridad e iluminando parcialmente con cada detonación los matorrales que lo rodeaban.

—¿Qué está haciendo? —preguntó Jerry en voz alta, mientras el coche derrapaba con el frenazo. Abrieron las puertas del vehículo y fueron corriendo hasta el lado del camino donde el indio seguía disparando su rifle.

—Thomas… ¡Thomas! —gritó Wasser.

Pero el ganadero siguió haciendo saltar casquillos usados y disparando. El agente tocó el hombro de Tahchako y el hombre se dio la vuelta. El agente agarró rápidamente el cañón del rifle y lo llevó hacia el suelo.

—Dios, has hecho que se me baje todo el
tiswin
—dijo el viejo, refiriéndose a la bebida alcohólica tradicional de los apaches. Llevaba el sombrero de paja de vaquero de lado, y sus ojos estaban aún llenos de furia.

—¿A qué demonios le estás disparando? —preguntó el agente, con las detonaciones resonándole todavía en los oídos.

—¡Algo está matando a mis vacas, maldita sea!

—Thomas, está demasiado oscuro, no se ve nada. ¿A qué diablos le estás disparando? —preguntó Wasser, mientras intentaba distinguir algo en medio de la oscuridad.

Jerry escuchó mugir a una vaca. El sonido fue interrumpido de pronto por un bramido. Desenfundó su pistola de 9 mm y le quitó el seguro con el dedo pulgar.

—Maldita sea, las vacas no hacen un ruido así. ¿Qué demonios hay ahí con tu ganado?

—No lo sé, pero es enorme, joder.

—Thomas, cálmate y dime qué está pasando aquí —dijo Wasser cada vez más enfadado.

—¿Qué es eso, un puma? —preguntó Dills, esforzándose por vislumbrar algo en medio de la oscuridad, apuntando nerviosamente con su pistola, primero a la derecha y luego a la izquierda.

—No podemos quedarnos aquí sentados hablando, ¡están matando a mis reses! —dijo Thomas, manteniendo la calma en la medida de lo posible, pero rechinando los dientes.

Una vez dijo eso, se dio la vuelta y se alejó lentamente del camino. Hizo saltar un cartucho ya gastado y levantó el cañón del rifle a la altura de la cintura. Los dos agentes lo siguieron. Wasser le quitó el seguro a la pistola y Jerry fue alumbrando con la potente linterna. Dirigió el rayo de luz hacia un arco bastante ancho, cada vez se alejaban más de la zona iluminada por los faros del coche patrulla. Los resplandores rojos y azules de las luces del techo producían un efecto bastante turbador a los matorrales del desierto. Wasser estuvo a punto de caer tras tropezar con algo de gran tamaño; la superficie sobre la que pisaba parecía estar cubierta de algún tipo de líquido. Dills escuchó el sonido de sus pisadas y alumbró primero hacia Wasser con la potente linterna y luego a aquello con lo que había tropezado.

—¡Dios santo todopoderoso! —exclamó Dills cogiendo aire de pronto. Su compañero dio un salto hacia atrás cuando descubrió qué era aquello que estaba pisando. Los ojos de la vaca estaban abiertos, y en el blanco de las pupilas aún se percibía el espanto que había sentido antes de la muerte. La cabeza estaba seccionada como si hubiera recibido un corte limpio. La lengua le colgaba de la boca hasta caer sobre la arena.

Mientras Jerry Dills contemplaba la escena sintió que se le erizaba el vello de la nuca. Había más restos de la matanza esperando a ser iluminados por el rayo de luz de su linterna. Mientras alumbraba alrededor, escuchó la brusca respiración de Thomas Tahchako. La luz fue haciendo visibles los restos de las reses del indio, esparcidas aquí y allá, en grados diferentes de mutilación; en la mayor parte de los casos los cuerpos habían desaparecido.

—En nombre de Dios, ¿qué puede haber hecho esto? —preguntó Jerry, empuñando con más fuerza su pistola de 9 mm.

—Hijos de la gran puta, cuarenta reses, todo el ganado que tengo aquí en el Oeste —musitó mientras soltaba lentamente el rifle—. Malditas mutilaciones de ganado, seguro que el Gobierno está detrás de esto.

Los dos agentes vieron cómo el hombre se vino abajo y continuaba murmurando. Entonces miraron al desierto y se preguntaron qué era aquello que había ahí fuera. Sus miradas se encontraron un momento, tras tener el mismo pensamiento. Les resultaba evidente que el gobierno no guardaba relación con la matanza del ganado del apache. Fuera lo que fuera, desde luego no tenían ningunas ganas de encontrárselo en plena noche.

De pronto el suelo estalló hacia arriba y una oleada de tierra, arena y maleza arrancada saltó hacia donde estaban. La ola impactó contra sus pies y lanzó a los tres hombres por los aires. Tahchako, Wasser y Dills cayeron pesadamente, y trataron enseguida de volver a ponerse en pie. Los tres temblaban intensamente e intentaban avizorar algo en medio de la oscuridad, pero todo lo que podían ver era la ola que se perdía en la distancia mientras el intruso invisible cruzaba el camino de tierra, zarandeaba violentamente el coche patrulla, que estaba con las luces encendidas, y desaparecía.

El desierto volvió a recuperar la calma.

Una vez hubo acabado de cambiar la rueda, unos veinte minutos después de que los agentes de policía se marcharan, Harold Tracy subió nervioso los escalones de la enorme caravana. Se lavó las manos en el fregadero y se las secó con una toalla. Trepó hasta el compartimento del conductor al lado de la consola central. Su mujer seguía mirando el mapa de carreteras y moviendo la cabeza con gesto hastiado.

—¿Ya está todo? —preguntó sin levantar la vista.

Harold se quedó mirando a su mujer y le hizo un gesto de burla mientras ella seguía inmersa en el maldito mapa.

—Eso no está bien, Harold. Por eso te pasa luego lo que te pasa. —Seguía con la cara oculta tras el mapa.

—El policía me ha dicho que para poder acercarnos un poco a la interestatal tenemos que ir por el otro lado, por la estatal 88. —Haciendo todo el hincapié posible, añadió—: Te has vuelto a equivocar, Grace.

Ella bajó por fin el enorme mapa y lo dobló con cuidado. Sus ojos delataban lo falso de su sonrisa.

—¿Quién ha sido el que quería hacer la excursión por el desierto, Harold?, ¿acaso he sido yo? No, yo no he sido, has sido tú, el gran aventurero que tanto se burlaba de la posibilidad de ir a casa de mi hermana en Colorado. Así que si tienes ganas de señalar culpables, empieza por ti mismo.

—Créeme, si pudiera hacer que esta cosa volara, Grace, te llevaría allí ahora mismo y te dejaría caer. —Las últimas cuatro palabras las dijo casi gritando mientras arrancaba la caravana.

A punto estaba ella de emprenderla a golpes cuando de pronto los dos fueron proyectados contra el techo del vehículo. Grace se golpeó con tanta fuerza que hizo una abolladura en el aluminio. Luego la caravana descendió, rebotó sobre sus diez ruedas y se fue ladeando hacia la derecha hasta que cayó de lado. Por un momento, Harold pensó que de verdad estaban volando en dirección a Denver. El ruido de cristales rotos amortiguó los gritos de Grace mientras la enorme caravana caía sobre su costado derecho. Luego todo se quedó en silencio. Harold había caído sobre su mujer, que intentaba apartarlo.

—Quítate de encima —le gritó al oído.

Pero Harold no la escuchaba, tan solo miraba por el parabrisas con la boca abierta. Grace miró donde él miraba y un grito se apoderó de su garganta cuando vio aquello que ni en sus peores pesadillas podía haber llegado a imaginar.

La bestia parpadeó mientras observaba a las dos personas que había en el interior del vehículo, paralizados por el terror. En los ojos verdes y amarillos podían ver su propia imagen reflejada.

Mientras Harold hacía todo lo posible por no gritar, el animal emitió un bramido en dirección al parabrisas y desplegó los apéndices blindados que tenía en torno al cuello. La ventana se empañó y luego se agrietó en un millón de finas líneas, pero, por desgracia, la imagen del animal se podía seguir viendo a la perfección. Estaban delante de los incisivos más enormes que hubieran visto en su vida. La boca era gigantesca, y cada vez que abría las fauces, podían apreciarse claramente las filas y filas de dientes que había dentro de la boca. La bestia volvió a bramar; el cristal, incapaz de resistir más embestidas sonoras, se desplomó entero. El hombre y la mujer gritaron y gritaron hasta que se dieron cuenta del repentino silencio que reinaba en el interior de la caravana. Cuando abrieron los ojos, el animal se había marchado.

Harold se quedó mirando a Grace, que seguía mirando por la ventana y no podía controlar los temblores que agitaban todo su cuerpo. La mayoría de los rulos que se había puesto en el pelo antes de que pararan en el bar-asador se le habían caído. Algunos aguantaban de milagro, prendidos al pelo por un extremo tan solo.

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