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Authors: Bernard Cornwell

Excalibur (56 page)

BOOK: Excalibur
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—Eres afortunado, Derfel —me dijo—, pues has conocido una cosa poco común. Un gran amor.

—Como el que conocisteis vos, señora —dije.

Hizo un gesto y, en ese momento, deseé no haber concitado, aun sin mentarlo, el pensamiento de que su gran amor se había echado a perder, aunque en realidad, tanto ella como Arturo habían sobrevivido al infortunio. Supongo que aún conservaban el recuerdo como una sombra profundamente enterrada y a veces, en aquellos años, cuando algún insensato pronunciaba el nombre de Lancelot, un silencio repentino enturbiaba el aire. En una ocasión, un bardo que llegó de paso cantó inocentemente el lamento de Blodeuwedd, una canción que habla de la infidelidad de una mujer y, al concluir la canción, se hizo un silencio plomizo en la ahumada sala de banquetes. Aun con todo, la mayor parte del tiempo que vivieron allí Arturo y Ginebra fueron felices de verdad.

—Sí, yo también soy afortunada —dijo Ginebra secamente, no porque yo le hubiera disgustado sino porque siempre le incomodaban las conversaciones íntimas. Sólo en Mynydd Baddon llegó a superar su natural reserva, al punto de que poco faltó para que se trabara una verdadera amistad entre nosotros; sin embargo, desde entonces nos alejamos de nuevo, sin llegar a la hostilidad de otros tiempos y manteniendo una relación afectuosa pero con recelo—. Te favorece la cara afeitada —dijo entonces, cambiando de tema—, pareces más joven.

—He jurado que no me la dejaré crecer de nuevo hasta que muera Mordred —dije.

—Pues que sea pronto. No soportaría morir antes de que esa lombriz reciba su merecido —dijo despiadadamente y con verdadero temor de que el tiempo acabara con ella antes de la muerte de Mordred. Todos habíamos cumplido ya los cuarenta, y pocos superaban esa edad en aquel tiempo. Naturalmente, Merlín había vivido dos veces cuarenta años, y más, y todos conocíamos a algunas personas de cincuenta, sesenta e incluso setenta, pero ya nos creíamos viejos. Ginebra tenía el pelo veteado de mechones blancos, pero conservaba la belleza y su enérgico rostro miraba al mundo con la misma fuerza y arrogancia de siempre. Se detuvo al ver a Gwydre, que había llegado a la arena a caballo. La saludó con la mano e hizo volver al caballo sobre sus pasos. Estaba adiestrando al animal para la guerra, le enseñaba a alzarse y a golpear con los cascos, a mantener las patas en movimiento aunque no se desplazara, para que ningún enemigo pudiera cortarle los tendones de las corvas. Ginebra se quedó un rato observándolo.

—¿Crees que llegará a ser rey? —me preguntó con melancolía.

—Sí, señora. Mordred cometerá un error tarde o temprano y entonces nos abalanzaremos.

—Eso espero —dijo, y me tomó del brazo. No me pareció que deseara procurarme consuelo a mí, sino a sí misma—. ¿Arturo ha hablado contigo de Amhar? —me preguntó.

—Brevemente, señora.

—No te culpa. Lo sabes, ¿verdad?

—Me gustaría creerlo —dije.

—Puedes creértelo —replicó bruscamente—. Sufre por haber fracasado como padre, no por la muerte de ese bastardo.

Sospechaba que la pesadumbre de Arturo se debía más a Dumnonia que a la muerte de Amhar, pues la noticias de las masacres le produjeron profunda amargura. Quería vengarse, como yo, pero Mordred poseía un ejército y Arturo contaba con menos de dos centenares de hombres que habrían de cruzar el Severn en naves llegado el caso de enfrentarse a Mordred. Sinceramente, Arturo no sabía cómo hacerlo. Incluso se preocupaba por la legitimidad de la venganza.

—Los hombres a los que ha matado —me dijo— le habían jurado lealtad. Tenía derecho a matarlos.

—Y nosotros tenemos derecho a vengarlos —insistí, pero no creo que Arturo estuviera completamente de acuerdo conmigo. Siempre elevaba la ley por encima de las pasiones personales y, según nuestra ley de lealtad que hace del rey la fuente de toda ley y por tanto de todos los juramentos de lealtad, Mordred podía proceder a su capricho en su propia tierra. Arturo, siendo como era, se preocupaba por el incumplimiento de la ley, aunque lamentaba la muerte de los hombres y mujeres y la esclavitud de los niños, y sabía que aún caerían más, muertos o esclavizados, mientras Mordred viviera. Al parecer, sería necesario forzar la ley, pero Arturo no sabía cómo hacerlo. Si hubiéramos tenido ocasión de marchar con nuestros hombres cruzando Gwent y llevarlos en dirección este hasta alcanzar las tierras fronterizas con Lloegyr, uniendo así nuestras fuerzas a las de Sagramor, habríamos tenido fuerza suficiente para vencer al sanguinario ejército de Mordred, o al menos enfrentarnos a él en igualdad de condiciones, pero el rey Meurig se negaba obstinadamente a franquearnos el paso por sus tierras. Si cruzábamos en naves por el Severn, tendríamos que prescindir de los caballos y nos encontraríamos muy lejos aún de Sagramor, separados por el ejército de Mordred. El rey podría vencernos a nosotros primero y atacar al numidio después.

Al menos, Sagramor aún seguía con vida, aunque no era grande el consuelo. Mordred había matado a algunos de sus hombres pero no logró encontrarlo a él y se retiró con sus tropas del país fronterizo antes de que Sagramor tomara represalias brutalmente. Nos habían dicho que Sagramor se había refugiado con ciento veinte hombres en una plaza fuerte al sur del país. Mordred no se atrevía a asaltarla y Sagramor carecía de fuerza para hacer una escapada y derrotar al ejército de Mordred, de modo que se vigilaban el uno al otro sin enfrentarse, mientras los sajones de Cerdic, animados por la impotencia de Sagramor, volvían a expandirse hacia el oeste en nuestro territorio. Mordred envió algunas bandas a luchar contra esos sajones, ajeno a los mensajeros que se atrevían a cruzar su tierra poniendo a Arturo en contacto con Sagramor. Los mensajes reflejaban la frustración de Sagramor... ¿cómo sacar de allí a sus hombres y llevarlos a Siluria? Mediaba una gran distancia y el enemigo, mucho más numeroso, se encontraba en el camino. Realmente parecía que no podríamos vengar las masacres de ninguna manera, pero entonces, tres semanas después de mi regreso a Dumnonia, tuvimos nuevas de la corte de Meurig.

El rumor nos llegó a través de Sansum. El obispo había ido a Isca conmigo, pero la compañía de Arturo le irritaba, de modo que dejó a Morgana al cuidado del hermano de ésta y se marchó a Gwent; después, tal vez para alardear de sus buenas relaciones con el rey, nos envió una misiva anunciándonos que Mordred quería obtener permiso de Meurig para cruzar Gwent con sus hombres y atacar Siluria. Meurig, decía Sansum, todavía no le había dado respuesta.

—¿El señor de los ratones estará urdiendo algo otra vez? —me preguntó Arturo, tras ponerme al corriente de la misiva de Sansum.

—Os apoya a vos y a Meurig, señor —dije agriamente— para ganar el favor de ambos.

—Pero, ¿es cierto? —se preguntó Arturo. Esperaba que sí, pues si Mordred lo atacaba, ninguna ley podría condenarlo por defenderse, y si Mordred conducía a su ejército hacia el norte y entraba en Gwent, nosotros podríamos navegar hacia el sur por el mar Severn y unirnos a Sagramor en algún punto del sur de Dumnonia. Tanto Galahad como el obispo Emrys dudaban de que el mensaje de Sansum fuera cierto, pero yo no estaba de acuerdo con ellos. Mordred odiaba a Arturo más que a nadie y me parecía que no podría resistir la tentación de vencerlo en la batalla.

De modo que pasamos unos días haciendo planes. Nuestros hombres se ejercitaban con la lanza y la espada y Arturo envió mensajes a Sagramor explicándole a grandes rasgos la campaña que esperaba llevar a cabo, pero, o bien Meurig negó el permiso a Mordred o bien Mordred decidió no atacar Siluria, pues nada sucedió. El ejercito de Mordred permanecía entre Sagramor y nosotros y no nos llegaron más rumores de Sansum, de modo que tuvimos que quedarnos esperando.

Esperando y presenciando la agonía de Ceinwyn, viendo que se demacraba de día en día, oyendo sus delirios, sintiendo el terror con que nos agarraba y oliendo la muerte que no llegaba.

Morgana probó hierbas nuevas. Colocó una cruz sobre el cuerpo desnudo de Ceinwyn pero el mero roce la hizo aullar. Una noche, cuando Morgana dormía, Taliesin hizo un contrahechizo para anular el que creía que aquejaba a Ceinwyn, pero, a pesar de sacrificar una liebre y untar con la sangre la cara a Ceinwyn, y a pesar de tocar la piel erizada de forúnculos con la punta de una vara de fresno, y a pesar de que le rodeamos el lecho de piedras de águila, dardos de elfo y piedras de fada, y a pesar del ramito de zarzamora y el de muérdago que cortamos de un limero y colocamos sobre su lecho, y a pesar de que dejamos a Excalibur, uno de los tesoros de Britania, a su lado, la enfermedad no remitía. Rezamos a Grannos, el dios de la salud, pero nuestras oraciones no fueron escuchadas y nuestros sacrificios no fueron aceptados.

—Se trata de magia muy poderosa —concluyó Taliesin con tristeza. A la noche siguiente, mientras Morgana dormía, fuimos a buscar a un druida del norte de Siluria y lo llevamos a la estancia de la enferma. Era un druida del pueblo, todo barbas y mal olor, y recitó un conjuro, luego machacó huesos de alondra hasta reducirlos a polvo y los mezcló con una infusión de artemisa en una copa sagrada. Hizo tomar la medicina a Ceinwyn a gotas, pero todo fue en vano. El druida intentó darle trocitos de corazón de gato negro asado, pero ella los escupió, de modo que el druida utilizó su recurso más fuerte, el roce de la mano de cadáver. La mano, que me recordó al penacho del casco de Cerdic, estaba negruzca. El druida se la pasó a Ceinwyn por la frente, la nariz y la garganta y la presionó sobre el cráneo mientras musitaba un encantamiento, pero lo único que consiguió fue pasar un puñado de piojos de sus barbas a la cabeza de Ceinwyn y, cuando quisimos despiojarla, terminó de caérsele el poco cabello que le quedaba. Pagué al druida y lo acompañé al patio huyendo del humo de las hogueras en las que Taliesin quemaba hierbas. Morwenna salió conmigo.

—Tienes que descansar, padre —me dijo.

—Tiempo habrá para descansar —le dije, mirando al druida que se perdía en la oscuridad arrastrando los pies.

Morwenna me abrazó y descansó la cabeza en mi hombro. Tenía el pelo dorado como Ceinwyn, y olía igual.

—Tal vez no sea cosa de magia —me dijo.

—Si no lo fuera, ya habría muerto.

—En Powys hay una mujer que dicen que tiene grandes poderes.

—Pues que vayan a buscarla —dije, cansado, aunque ya no tenía te en los hechiceros. Muchos nos habían visitado y habían aceptado el oro, pero ninguno pudo sanarla. Había hecho sacrificios a Mitra y había rogado a Bel y a Don, mas la situación seguía igual.

Ceiwnyn empezó a gemir hasta que su voz se convirtió en un aullido de dolor. El grito me sobrecogió y me separé de Morwenna con suavidad.

—Tengo que ir a su lado.

—Descansa, padre —insistió Morwenna—, yo le haré compañía.

En ese momento vi una sombra envuelta en un manto en el centro del patio. No distinguí si se trataba de hombre o mujer ni habría sabido decir cuánto tiempo llevaba allí de pie. Tenía la impresión de que, un momento antes, en el patio no había nadie, y sin embargo ahí tenía a un desconocido embozado que me miraba con la cara en sombra, semioculta a los rayos de la luna por una gran capucha; temí de pronto que fuera la muerte misma. Me acerqué.

—¿Quién eres? —pregunté.

—No me conocéis, lord Derfel Cardarn. —Tenía voz de mujer y, mientras hablaba, se retiró la capucha y vi un rostro pintado de blanco con hollín alrededor de los ojos, de modo que parecía una calavera viva. Morwenna tragó saliva.

—¿Quién eres? —insistí.

—Soy el soplo del viento del oeste, lord Derfel —dijo con voz silbante—, y la lluvia que riega Cadair Idris, y la helada que borda los picos de Eryri. Soy la mensajera del tiempo anterior a los reyes, soy la Bailarina. —Y se rió con unas carcajadas que resonaron como un acceso de locura en la noche. Al oírlas, Taliesin y Galahad salieron a la puerta de la enferma y se quedaron en el umbral mirando fijamente a la mujer de la cara blanca, que reía a mandíbula batiente. Galahad hizo la señal de la cruz y Taliesin tocó el cerrojo de la puerta, que era de hierro—. Venid conmigo, lord Derfel —me ordenó la mujer—, venid conmigo.

—Id, señor —me animó Taliesin, y de pronto tuve la esperanza de que los encantamientos del druida infestado de piojos hubieran surtido algún efecto, pues aunque no hubieran aliviado a Ceinwyn, habían producido una aparición en el patio, de modo que salí al claro de luna y me acerqué a la mujer embozada.

—Abrazadme, lord Derfel —me dijo, y en su voz percibí no sé qué decadencia y suciedad; me estremecí, avancé un paso más y le rodeé los delgados hombros con mis brazos. Olía a miel y ceniza.

—¿Queréis que Ceinwyn viva? —me susurró al oído.

—Sí.

—Pues venid conmigo en este instante —musitó nuevamente, y se deshizo de mi abrazo—. Ahora —insistió al ver que vacilaba.

—Voy a buscar un manto y una espada —dije.

—No necesitáis espada en el lugar al que vamos, lord Derfel, y podemos abrigarnos los dos con mi manto. Venid en este instante o vuestra dama seguirá sufriendo. —Con tales palabras, dio media vuelta y salió del patio.

—¡Id! —me apremió Taliesin—. ¡Id!

Galahad quiso acompañarme, pero la mujer se volvió al llegar a la puerta y le ordenó que retrocediera.

—Lord Derfel viene solo —dijo— o no viene.

De este modo partí tras los pasos de la muerte, en plena noche, hacia el norte.

Pasamos la noche andando y, al amanecer, estábamos al borde de las altas montañas; ella seguía adelante por sendas que nos alejaban más y más de cualquier población. La mujer que se hacía llamar la Bailarina iba descalza, y a veces brincaba como poseída de un júbilo insaciable. Una hora después del amanecer, cuando el sol inundaba los montes de nueva luz dorada, se detuvo junto a un lago pequeño a echarse agua por la cara y a frotarse las mejillas con puñados de hierba para quitarse la mezcla de miel y ceniza con que se había pintado. Hasta entonces no supe si era joven o vieja, pero de pronto vi a una mujer de veinte años, muy hermosa. Tenía el rostro delicado y lleno de vida, con ojos risueños y la sonrisa fácil. Sabía que era bonita y rompió a reír al ver que yo apreciaba su gracia.

—¿Queréis yacer conmigo, lord Derfel? —preguntó.

—No.

—Y si con ello Ceinwyn sanara —insistió—, ¿yaceríais conmigo?

—Sí.

—¡Pero no! —dijo—. ¡No sanará con ello! —Volvió a reírse y echó a correr delante de mí dejando caer el pesado manto, bajo el cual llevaba un vestido de lino fino que se le pegaba grácilmente al cuerpo—. ¿Os acordáis de mí? —preguntó girándose.

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