Exilio: Diario de una invasión zombie (10 page)

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Eran las 5.00 horas de la mañana cuando me he despertado y he encendido las luces. He cogido el neceser y me he enfrascado en la laboriosa tarea de despertar del todo. Al asar por mi antigua habitación, la puerta se ha abierto y Dean ha salido del centro de control con unas tijeras.

—No puedo permitir que salgas sin cortarte el pelo.

Me he echado a reír y he procurado que la toalla no se me cayera delante de ella.

—Supongo que no, Dean.

La mujer le había cortado el cabello a Danny cada vez que lo necesitaba, y me ha asegurado que el niño no se había quejado nunca. Durante estos últimos meses el cabello me ha crecido y ya no se adecua a las ordenanzas militares. Me lo corté hará unos tres meses, pero desde entonces no me lo había vuelto a cortar y lo llevaba bastante largo. No era propio de mí descuidar el cabello de esa manera. Es cierto que la destrucción del mundo civilizado podía ser una buena excusa para no cortarse el pelo, pero Dean no estaba de acuerdo. Cual maestro barbero, ha logrado que mi cabeza volviera a regirse por las regulaciones no escritas que afectan a los oficiales de aviación (sólo un poquito más largo que el de los reclutas).

Al ir a ducharme, me he afeitado la barba incipiente y me he mirado en el espejo. Estaba presentable para lo que iba a hacer. No tenía ningún uniforme, ni espada de oficial, pero me las apañaría. Envuelto en la toalla, he regresado a mi habitación. Al llegar a la puerta he encontrado las botas, perfectamente lustradas, y una nota con letra de niño que decía: «Espero que te guste. Yo le limpiaba las botas a mi padre. Danny».

Debía de haber entrado y se las habría llevado mientras dormía. Suelo dejar la puerta abierta para enterarme de si ocurre algo en el pasillo. O estoy perdiendo facultades, o es que es un niño muy silencioso. Me he acordado de cuando vi a Danny orinándose sobre los muertos vivientes desde lo alto de la torre de agua. Qué imagen más divertida.

Me he puesto un uniforme de vuelo limpio, con los galones en el hombro y la insignia en el pecho. He sacado la gorra militar del bolsillo de los pantalones, donde había pasado seis meses, y me la he puesto en la cabeza. He salido de la habitación en uniforme, dispuesto a encararme con los marines. Eran las 5.50 horas y he visto por las cámaras que estaba a punto de salir el sol, y que por ello las nubes del este brillaban con una ominosa coloración anaranjada.

He encendido la radio.

—Sargento, ¿está usted ahí? Cambio.

Al cabo de una breve pausa, una voz fatigada, insegura y turbada me ha respondido:

—Sí, estoy aquí, y llevo toda la maldita noche aquí.

—Muy bien. Entonces, ordene a sus hombres que se aparten de la entrada del silo. Voy a subir.

—Le esperaremos aquí arriba. Corto.

Armado únicamente con una pistola que llevaba en el cinturón, he ido a la escotilla del silo. John y Will me cubrían con sus armas. Hemos tenido que ser tres para hacer girar la rueda y abrir la escotilla, porque el calor y las explosiones habían provocado que la aleación se dilatara y se contrajera. Nada más abrirse la escotilla, la luz nos ha inundado desde lo alto y se han levantado remolinos de polvo. John y Will se han plantado al instante junto a la escotilla. Hacía tiempo que no veía tan de cerca el interior del silo. Había restos calcinados de hueso y ropa por todo el fondo. Un montón de dientes desparramados por el suelo. Debía de haber un buen número de criaturas cuando los forajidos se pusieron a quemarlas. Las paredes se habían ennegrecido por culpa de todos los explosivos que habían hecho detonar durante las últimas veinticuatro horas.

Los hombres que estaban en lo alto no me veían, porque me había quedado demasiado cerca del mamparo del fondo. Con fría resolución, he salido a la luz y he trepado hasta arriba por la escalerilla. Estaba cubierta de cenizas. El grito de «¡Hostia puta!» me ha dado a entender que me habían avistado. He subido hasta arriba. Un sargento de armas del Cuerpo de Marines me ha dado su mano enguantada para ayudarme a pasar por encima el reborde de la puerta del silo. Una vez allí le he mirado a los ojos. Se ha cuadrado y me ha hecho un vigoroso saludo militar. Se lo he devuelto con la misma actitud, y entonces él ha bajado la mano. Me ha guiado al instante hasta su tienda. Nos acompañaba un puñado de sargentos de personal.

—Señor, no tenía ni idea de que...

—No se apure, sargento. Usted no sabía que yo fuera un oficial, y no he querido decírselo hasta que llegara el momento.

Entonces se ha iniciado una sesión de preguntas y respuestas, y le he contado toda mi historia desde el primer día. No le he explicado que mi comandante segundo me ordenó que me personara en el refugio. Sí le he dicho que probablemente soy el último superviviente de mi unidad y que me había preocupado de sobrevivir y de salvar a otros siempre que podía. Entonces ha ordenado a los sargentos de personal que salieran de la tienda.

Se ha acercado a mí y, con un susurro muy tenue y nervioso, me ha dicho:

—Señor, hace meses que no veo a un oficial comisionado. A todos los nuestros los mandaron hace meses a una ubicación secreta y desde entonces no los hemos visto ni se han comunicado con nosotros. Podríamos decir que nos han abandonado a la muerte. Les he dicho a los hombres que nuestro oficial al mando estaba vivo y que me transmitía órdenes personalmente a mí mediante una línea segura de radio. En realidad, no les he mentido, porque sí he recibido órdenes del almirante Goettleman, de la nave insignia George Washington. Empiezan a dudar de mis palabras. Tengo que mantener alta su moral. ¿Cómo van a luchar, cómo van a trabajar en equipo si saben que los oficiales comisionados de su unidad los abandonaron a la muerte, y que muy probablemente han muerto ellos mismos?

Nos hemos quedado los dos en silencio. He pensado en las consecuencias de lo que me decía. Mis reflexiones se interrumpían de vez en cuando por el estruendo de los disparos, porque los hombres mantenían a distancia a los muertos vivientes.

—¿Qué es lo que trata de decirme, sargento?

—Lo que le digo es que es usted el primer oficial comisionado que he visto en mucho tiempo y que lo necesitamos, aunque sólo sea como líder formal. No me importa que su mando sea real o no: necesito que cumpla con ese papel antes de que se sepa la verdad y nos explote a todos en la cara.

—Si me lo plantea así, sargento, mi centro de mando va a estar en este sitio, en el Hotel 23. Tendrá que quedarse usted aquí y mandar de vuelta a la mayoría de sus hombres junto con el sargento de personal en quien más confíe.

Ha estado de acuerdo. Le he dicho que me dirigiría a los hombres mientras él pensaba quién se iba a quedar y quién no.

He pasado una media hora montado sobre una caja de municiones y he visto las caras de los jóvenes patriotas que miraban y escuchaban.

—Soy el oficial al mando de esta base y necesito a un puñado de hombres competentes.

Me han respondido con un aplauso entusiasta.

—Hará unos seis meses y medio sucedió algo que volvió nuestro mundo del revés. No hay nadie que sepa lo que ocurrió realmente, pero tampoco importa.

Creo que el discurso no me estaba quedando muy bien, pero los hombres han expresado lo contrario con sus silbidos y aplausos.

—¡En mi opinión, podríamos quedarnos sin cartuchos, pero no se nos acabarán los palos! Aunque esto nos lleve mucho tiempo, no nos vamos a rendir. Vamos a salvar a toda la gente que podamos y tomaremos la ofensiva contra esas
cosas
.

»Quiero que no olvidéis en ningún momento que pertenecéis al ejército estadounidense. No quiero que nadie diga en ningún momento que Estados Unidos ya no existe. Eso sería un sinsentido. Puede ser que nuestra Constitución aún esté allí, en el Distrito de Columbia, y también es posible que se haya quemado, pero no por eso ha muerto como esas criaturas que están ahí fuera. La respaldaremos y defenderemos hasta el final.

Me han respondido con vítores y aplausos, y muchos hombres se han congregado en torno al sargento de Armas y se han presentado voluntarios para quedarse en el Hotel 23. Era una mañana de verano y el sol se había elevado sobre los árboles. Mi sencillo discurso había terminado y habían recobrado visiblemente la moral. El complejo rebosaba entusiasmo.

El sargento me ha dicho:

—Otra cosa, señor. Ramírez me ha pedido que le diera esto.

Me ha entregado un puñal embutido en una funda de alta resistencia. En la funda había un bolsillo muy pequeño que contenía una piedra para afilar. He sacado el puñal de la funda y me he dado cuenta de que era un arma de muy alta calidad, con mango negro de Micarta. La hoja parecía de acero inoxidable y llevaba la inscripción «Fabricado por Randall, Orlando, FL» impresa cerca de la empuñadura. Me he reído al pensar para mis adentros: «Ahora ya no se hacen puñales como éste.» Pues claro, joder, porque ahora ya no se hace nada.

Una vez todo ha sido dicho y hecho, tres LAV y un camión entoldado para el transporte de suministros se han quedado aquí con veintidós hombres, entre los que se contaba el sargento de armas. Aún estábamos en el exterior cuando el sargento de personal y su convoy se han puesto en marcha hacia el campamento base, con la noticia de que habían encontrado a un oficial comisionado dispuesto a colaborar en la causa. Han bajado al complejo dos radios militares con códigos cifrados mediante KYK-13 (pequeñas unidades de almacenamiento criptográfico) y las han instalado en el centro de control. Los marines se han preparado unos catres.

Nos hemos pasado la mayor parte de la tarde volviendo a transformar el Hotel 23 en un centro de operaciones militares en activo.

C41

18 de Julio

16:05 h.

Hemos iniciado comunicaciones con el navío George Washington. El jefe de Operaciones Navales en funciones no se hallaba en el portaaviones, porque se encuentra en un navío de menor tamaño, donde se ha reunido con uno de los comodoros para trazar planes. Estoy seguro de que habrá novedades en los próximos días. Me han dicho que con el próximo envío de suministros van a mandar a alguien a reprogramar el chip de la tarjeta de acceso común implantado en mi credencial militar; aunque en circunstancias normales serviría para acceder a ordenadores y redes de uso reservado a personal militar, no sé muy bien de qué me servirá ahora, ni qué sentido puede tener en este momento.

22 de Julio

17:20 h.

He destapado la caja de Pandora. Ya tengo tantas responsabilidades que no sé qué hacer con ellas. Los veintidós nuevos marines se han encargado de la militarización del perímetro y de montar guardias. Ahora tengo un operador de radio a tiempo completo que dispone de una línea directa con la unidad de ataque del portaaviones. Entre los muchos mensajes que intercambiamos, han sido frecuentes los informes sobre la situación actual en el Golfo y en la costa Este. Recibimos incluso valoraciones diarias de amenazas, en las que se nos avisa de la presencia de grandes contingentes de muertos vivientes en ciertas áreas. Me tenía intrigado saber cómo era posible que al portaaviones le llegara comida para la tripulación de más de tres mil esqueletos que transporta. Uno de los jóvenes marines me ha explicado que llevaban a bordo unidades de asalto de la Armada, y que habían enviado a dichas unidades con lanchas Zodiac para que investigaran los posibles centros de aprovisionamiento de la costa e identificaran los más apropiados para que los helicópteros se desplazaran hasta ellos y se llevaran la comida.

Hoy me he pasado unas horas escuchando las radios de las unidades de combate y he seguido las comunicaciones de los aviones de la Armada y las Fuerzas Aéreas, en concreto las retransmisiones de un avión de reconocimiento U-2 que sobrevolaba la costa Este. Me intrigaba saber cómo era posible que hicieran volar el
Dragón Lady
dada su gran necesidad de mantenimiento y de grandes aeródromos.

Según parece, el ejército estadounidense no ha tenido mucha suerte y, de acuerdo con un informe que recibimos anteayer, debe de haber perdido el 70 por ciento de la infantería en el continente. Simplemente no había espacio para ellos en los barcos. Los marineros y marines gozaban de prioridad y, así, abandonaron a las otras unidades del ejército estadounidense para que se defendieran por sí solas en tierra firme. Les avisaron del ataque nuclear con anticipación, pero muchos de ellos cayeron ante los muertos vivientes radiactivos que aparecieron en las zonas irradiadas después de los ataques.

Una parte de las comunicaciones de voz que he estado siguiendo me han dado a entender que aún operan sobre el terreno varios equipos de búsqueda que tratan de encontrar militares supervivientes. Una de las comunicaciones, en concreto, provenía de un avión de reconocimiento que sobrevolaba las islas Vírgenes en busca de un convoy de tanques desaparecido. Parece ser que el convoy desapareció cuando un paso a desnivel se hundió bajo el peso de uno de los tanques que iban en cabeza. El armazón del paso elevado había sido objeto de una reparación deficiente y se vino abajo, y se llevó consigo a cuatro de los tanques. Millares de muertos vivientes «calientes» perseguían al convoy, y tardaron tan sólo dos horas en dar alcance a los que seguían con vida. Tres de los tanques habían quedado averiados al caer del paso elevado y sus ocupantes murieron dentro de sus tumbas de metal, mientras un número incontable de cadáveres golpeaba el pesado blindaje y se retorcía sobre la torreta y las llantas como gusanos sobre un cadáver de animal atropellado en la carretera.

Los tanques restantes se dispersaron a los cuatro vientos y se les perdió el rastro. Se desconoce su paradero.

El personal que viajaba en la parte de atrás del avión nos comentó por radio que era posible que los ocupantes de los tanques ya se hubieran expuesto a altos niveles de radiactividad simplemente por el mero número de muertos vivientes. Los sensores del avión indicaban que la horda emitía niveles de radiactividad letales sobre la superficie. Tras observar la situación, la aeronave ha regresado a la base, después de informar que volaban casi sin combustible.

Hay algo que está claro: dentro de muy poco, el número de nuevos inquilinos nos obligará a buscar un camión cisterna que nos permita llenar los depósitos de agua del Hotel 23 hasta su máxima capacidad. Hoy mismo he golpeado el depósito con el rifle y he comprobado que el agua no llegaba ni siquiera a un octavo de su capacidad. Hemos tenido que racionarla y distribuir numerosos recipientes por el área del complejo para recoger agua de lluvia que nos sirva para cubrir esta imperiosa necesidad.

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