Exilio: Diario de una invasión zombie (4 page)

BOOK: Exilio: Diario de una invasión zombie
9.54Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

No tenía ningún sentido permitir que me viera, porque se habría puesto a aporrear el camión y habría atraído a otras criaturas. Tenía que dejarlo tal como estaba. Una vocecita me decía que pusiera fin a su sufrimiento, porque era un colega militar. Me he acercado al enorme camión por el lado del copiloto y he echado una ojeada al interior. Sobre el asiento había una pistola M-9. Por ese lado, el cristal de la ventanilla estaba subido hasta arriba y la puerta, cerrada. Yo sólo llevaba un rifle y una pistola y no sería mala idea que los supervivientes tuvieran un arma durante la operación de rescate. He cambiado de opinión y he decidido matar al soldado para conseguir la pistola. He bajado del estribo del camión y he caminado hasta la parte de atrás. Era un camión de transporte con plataforma de carga, cubierta con una lona. He mirado en la plataforma de carga. No he visto nada que me pudiera ser útil... tan sólo unas cajas de madera llenas de Dios sabrá qué. Probablemente explosivos. No soy experto en la materia.

He cogido un buen cascote de autopista y lo he arrojado sobre el asfalto, cerca de los pies de la criatura, para que mirase hacia otro lado mientras me aproximaba a ella. Ha funcionado. Me he acercado en seguida y le he metido el morro del arma por debajo del casco, para que el kevlar que le protegía la cabeza no me diera problemas. Le he disparado un solo cartucho. La criatura se ha quedado inerme y no se ha movido mientras yo abría la puerta. Le he registrado los bolsillos. Nada de valor. He agarrado la M-9 y me he marchado de allí.

No he tenido mucho tiempo para pensar cómo los sacaría de la torre de agua. Teníamos que ponernos en marcha antes del ocaso. No podría neutralizar a las criaturas. Yo contaba con la ventaja que me daban mi cerebro y mis armas de fuego, pero, de todos modos, eran demasiados. Tenía que pensar en otro método. Parecía que no tuviera otra posibilidad que correr hacia ellos y empezar a gritar, o a disparar, para que se apartasen de la torre de agua (salvé de uno modo parecido a la familia Grisham). Pero esto último también era demasiado peligroso, porque no podía llevármelos en coche. Otra vez la falta de planes. Había ido hasta allí con la única idea de aterrizar cerca del lago Charles, contactar con los supervivientes y, tal vez, transportarlos hasta el Hotel 23. No había planeado otro ridículo intento de rescate.

La torre de agua estaba a la vista. He divisado a uno de ellos sobre la pasarela. He tratado de hacerles señas con ambos brazos, pero no me han respondido. He estado a punto dudar de mí mismo. Me he preguntado si habría ido hasta allí tan sólo para salvar a dos cadáveres. Pero entonces mis esfuerzos se han confirmado. He divisado a una pequeña figura de sexo masculino que orinaba desde la baranda sobre los cadáveres que se encontraban abajo. Aunque la maleza me impedía ver los cadáveres, he sabido en seguida qué era lo que hacía el muchacho. Apuntaba con toda su malicia a las cabezas de los muertos.

Me he permitido una risita y luego he vuelto a lo que estaba. La torre de agua se encontraba a tan sólo diez metros de la valla del aeródromo. En lo alto de la valla no había púas y no tendrá ningún problema para pasar por encima. He ido a toda prisa hasta un trecho donde las criaturas no pudieran verme y, con precisión, he pasado al otro lado. Entonces he corrido hacia el hangar. He visto una hilera de cochecitos eléctricos portaequipajes enchufados a unos cargadores que se encontraban detrás del hangar. Me he acercado lentamente a ellos. No sabía cuánto tiempo había pasado desde que aquella zona se había quedado sin suministro eléctrico, así que tampoco estaba seguro de que aún funcionaran. He desenchufado uno y lo he empujado hasta el costado del hangar para verlo bien. Había atraído a un cadáver curioso que se encontraba al otro lado de la valla. Debía de haberme visto dar el salto.

Los cochecitos no se activaban con llave. Me imagino que no empleaban llaves para impedir que se cayeran accidentalmente en la pista y provocaran daños en los motores de los aviones. He pulsado el interruptor, me he sentado en el vehículo y he pisado el acelerador. El motor eléctrico ha dado una sacudida, pero el cochecito no se ha movido. He probado con otro cochecito. Había varios y estaban todos ellos alineados detrás del edificio. Lo he conseguido con el tercero que he probado. Se ha oído el murmullo del motor, y entonces el cochecito se ha puesto en marcha y ha avanzado hacia el trecho de valla que se había roto cerca de la torre de agua. Me he detenido en el centro de la pista y he bajado al suelo sin apagar el motor. He apoyado el rifle en el hombro y he empezado a disparar hacia la base de la torre, para matar a todos los que pudiera antes de que todos los ojos de los muertos vivientes en un radio de tres kilómetros se volvieran hacia mí.

He seguido disparando hasta que todos ellos se han congregado en el agujero de la valla, con los brazos extendidos y deseosos de atraparme. He aguardado a que estuvieran a cincuenta metros de distancia antes de regresar al cochecito y alejarme a toda velocidad. Así, los muertos vivientes se han alejado de la torre. He reducido velocidad mientras seguía adelante por la pista y he cargado el arma. Aunque no estoy muy seguro, creo que debían de seguirme entre doscientos y trescientos.

Había llegado al final de la pista. Me he bajado del vehículo y he empezado a dispararles. Se encontraban a unos trescientos metros. Tenía tiempo. He empezado por matar a los que ya se encontraban dentro del perímetro del aeropuerto y estaban cerca de mí. Luego he disparado selectivamente a la muchedumbre, empezando por los que estaban más lejos. Así, cuando regresara a la torre de agua, tardarían más en darme alcance.

Debían de encontrase a unos cien metros de mi. Habían atraído a tantas moscas que me entraban ganas de vomitar. Los gemidos de los cadáveres no me impedían oír el zumbido colectivo de las moscas. Aunque debería decir que lo peor de todo eran sus caras resecas y putrefactas. Sus labios se habían contraído en una perpetua sonrisa y sus manos huesudas iban por delante en un intento de capturar algo. Era el momento de ponerse en marcha. He saltado de nuevo al cochecito y he trazado un círculo en torno a la masa de muertos vivientes, y he pisado el acelerador hasta que el talón ha tocado el suelo. Por cuestiones de seguridad, el vehículo no podía ir muy rápido. Como mucho, a quince o veinte kilómetros por hora. Al acercarme a la corre de agua, les he gritado que estuvieran a punto. No sé si me han oído o no. El grueso de las criaturas debía de estar a unos ochocientos metros de mí. Aún había tiempo, pero igualmente tendría que encargarme de los diez o doce que se habían quedado al pie de la torre de agua. La batería del cochecito empezaba a dar señales de agotamiento.

Había llegado al agujero abierto en la valla. El follaje no me permitía ver bien y, por ello, no tenía manera de saber con exactitud qué habría al otro lado. He abierto fuego contra lo que me ha parecido que era una cabeza. He abandonado esa táctica y me he adentrado con precaución en la maleza que rodeaba la torre. Los que se habían quedado allí debían de estar sordos porque se hallaban en un estado avanzado de descomposición. Era posible que ni siquiera hubiesen oído el disparo. Muchos da ellos tenían un solo ojo, y algunos ninguno. Serian un blanco fácil. Al cabo de poco tiempo, la base de la torre ha quedado libre de todo peligro. Les he gritado a los supervivientes que bajaran en cuanto fuera posible.

He oído una voz autoritaria de mujer que gritaba:

—Danny, han lo que ir dice el señor.

Y el muchacho le ha respondido con voz nerviosa:

—Si, abuela.

El chico ha bajado primero. Debía de tener unos doce años, con el cabello castaño, los ojos de color marrón oscuro, y la piel clara. Luego ha bajado la mujer. Yo diría que tenía cincuenta largos, incluso sesenta y pocos. Tenia el cabello pelirrojo y ondulado, y un ligero sobrepeso. Ambos estaban ya en el suelo con sus escasas pertenencias y me miraban a la espera de que les resolviera sus dudas. Después de haber visto a tantas criaturas juntas, se me agotaba la confianza en mi mismo, igual que se agotaba la batería del cochecito de golf. He empleado todas las habilidades teatrales que aún me quedaban (las que empleaba para interpretar a Abraham Lincoln en el parvulario) y he fingido estar seguro de mi mismo. Les he dicho que me siguieran. Antes de ponernos en marcha he sacado una brida de la mochila y he vuelto al cochecito portaequipajes.

Estaban más cerca, a unos quinientos cincuenta metros y se aproximaban con rapidez. Me he subido al cochecito y he arrancado marcha atrás. Se ha oído una fuerte señal acústica de aviso. He sujetado el pedal con la brida para que el cochecito no se detuviese hasta que chocara con algo o se quedara sin batería, He saltado a tierra y he dado volteretas por el suelo para evitar hacerme daño, mientras el cochecito seguía en marcha con sus estridentes señales de aviso, en dirección hacia la masa de muertos vivientes. Hemos vuelto a la avioneta por el mismo camino por el que yo había ido antes, con especial cuidado de que no nos descubrieran mientras caminábamos torpemente por las espesuras paralelas a la I-10. He oído fuertes gemidos que venían de más atrás, que se nos acercaban desde el aeropuerto. El viento nos venía de cara. No cabe ninguna duda de que pueden localizarnos por el olor, aunque reconozco que en ningún momento me he detenido a examinar a ninguno de ellos lo bastante cerca como para ver si respiran siquiera.

Mientras caminábamos por el bosque hacia la zona donde se hallaba la avioneta, le he dado a la mujer la M-9 que había robado antes del camión militar. Me ha dicho que se llama Dean y que el niño era su nieto, Danny. Les he estrechado la mano a ambos y he sacado la nota escrita a mano sobre papel amarillo que había encontrado en el camión cisterna del aeropuerto Hobby.

La mujer ha mirado la nota. Se ha detenido un momento y sus ojos enrojecidos se han puesto a llorar, y han mirado a los míos. Ha tendido los brazos y me ha abrazado sin dejar de llorar. Al instante he pensado que el señor Davis debía de haber sido un amigo íntimo, o un familiar de la mujer, y que la nota había hecho aflorar recuerdos dolorosos y recientes de su muerte.

—Sé que lo está pasando usted mal, pero no podemos detenernos. A nuestro alrededor hay muchas criaturas como ésas. Ese cochecito de golf no los engañará durante mucho tiempo —le he dicho.

Me ha insistido en que necesitaría un minuto, o dos, para volver en sí. ¿Qué iba a decirle? Si mi madre llega a descubrir que le había faltado el respeto a una persona mayor que yo, me habría arreado en el culo.

Le he preguntado a la mujer qué había ocurrido con el señor Davis y su familia.

Me ha respondido:

—La familia Davis somos Danny y yo. Yo misma dejé esa nota el mes pasado en el aeropuerto regional de Hobby, antes de volar hasta aquí.

Perplejo y espoleado por el levísimo aguijonazo del sexismo en lo más recóndito de mi mente, le he preguntado quién había pilotado el avión.

Me ha sonreído y. por un momento, me ha parecido más joven, y me ha dicho:

—Yo. Soy piloto titulada, o, por lo menos, lo fui en los tiempos en que el título de piloto valía para algo.

He tratado de disimular la cara de gilipollas que se me había puesto, he echado una mirada en derredor por si descubra algún peligro y he reanudado la conversación con la mujer llamada Dean. Danny estaba sentado en el suelo, a sus pies, y su pequeña cabeza también se volvía de un lado para otro en busca de peligros.

Al hablar con la mujer, me sentía en paz, como si fuera la última abuela del mundo y yo quisiese escuchar sus historias.

Pero no era el momento.

Mi principal motivo para detenerme había sido darles un respiro emocional después de lo que acababa de sucederías en la torre de agua. Aunque la mujer fuera más que capaz de cuidar de sí misma, no dejaba de ser una mujer mayor, y me he llevado la impresión de que necesitaba una breve pausa. La mujer llamada Dean mostraba síntomas evidentes de malnutrición. Tenia la piel fláccida en brazos y piernas, testimonio del amor que sentía por su nieto. Danny tampoco tenía muy buena, pinta, pero era evidente que la abuela le había cedido toda la comida para que pudiera sobrevivir.

Con sentimiento de culpa y algo de tristeza en la voz, les he propuesto que siguiéramos adelante y llegáramos antes a la avioneta. Si nos veíamos obligados a volar de noche, seria muy difícil encontrar el camión cisterna en Hobby. Mientras caminábamos, he querido distraer a Dean de los acontecimientos del día y le he preguntado por qué aprendió a volar. La mujer tenía ganas de contármelo. Me lo iba explicando en susurros y yo miraba entre los árboles que intermitentemente me dejaban ver la Autopista Interestatal. De vez en cuando, mientras nos dirigíamos a la avioneta, los he visto.

Mientras caminaba, me ha explicado en voz baja que se había jubilado ya como piloto, que había trabajado en la Brigada de Bomberos de Nueva Orleans, y que añoraba el volar y el ayudar a personas necesitadas. También me ha dicho su edad: que se había retirado hacía diez años, al llegar a los cincuenta y cinco. Me ha parecido increíble que esa mujer hubiera podido sobrevivir durante tanto tiempo y, a la vez, mantener con vida al muchacho. Me he quedado pasmado y he sentido verdadero respeto por su afán de supervivencia.

Había unas pocas criaturas en la Autopista Interestatal que se interponían entre la avioneta y nosotros. A tanta distancia, los gemidos de los muertos eran casi un mero producto de nuestra imaginación. Le he contado a Dean que había perdido el freno de la rueda izquierda al aterrizar y que tenia la esperanza de no tener que suspender el despegue, porque un bonito camión militar, grande y verde, nos aguardaba en la autopista un trecho más allá. No ha parecido que le preocupara y tampoco me ha preguntado de dónde procedían mis habilidades en el pilotaje. Simplemente parecía contenta de estar viva. Al llegar a la avioneta, he abierto la puerta y casi sin pensarlo, le he cubierto los ojos a Danny para que no viese el cadáver que había matado poco antes al lado del aeroplano. Pero ¿qué más daba? El chico debía de haberse meado sobre un número de muertos vivientes mayor del que yo hubiera visto jamás.

Tras inspeccionar la avioneta y los cinturones de seguridad, hemos empezado con la rutina de despegue. Dean y yo mismo nos hemos puesto los auriculares de comunicación interna, y ella me ha ayudado con las rutinas, porque lleva más de doscientas horas de vuelo con ese modelo, muchas más de las que llevo yo. El motor se ha encendido sin problema. Hemos arrancado y la avioneta ha empezado a rodar. No tenía ningún sentido probar los frenos. El área estaba despejada; he acelerado hasta los cincuenta nudos. Un único cadáver se acercaba al asfalto de la Interestatal tras salir de la mediana ajardinada que separaba los dos carriles de la I-10. No estaba seguro de si lo conseguiría.

BOOK: Exilio: Diario de una invasión zombie
9.54Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Sexualmente by Nuria Roca
Fashionistas by Lynn Messina
Monsters & Fairytales by Rebecca Suzanne
Playing Along by Rory Samantha Green
Our Song by A. Destiny