Expedición a la Tierra (22 page)

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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción, Cuento, Relato

BOOK: Expedición a la Tierra
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De: J. O. S. E. P.

A: Presidente.

Se han completado diecinueve naves. La vigési­ma está aún retrasada debido a defecto en el cas­co, y no estará a punto hasta dentro de por lo menos un mes.

Ranthe.

De: Presidente

A: J. O. S. E. P.

Bastarán diecinueve. Mañana repasaré con us­ted el plan de operaciones. ¿Está ya a punto el borrador de nuestra proclama?

K. R. V.

De: J. O. S. E. P.

A: Presidente.

Se incluye borrador:

¡Pueblo de la Tierra!

Nosotros, los habitantes del planeta que ustedes llaman Marte, hemos venido observando desde hace mu­chos años vuestros experimentos para resolver los viajes interplanetarios.
Tales experimentos deben cesar
. Nuestro estudio de vuestra raza nos ha con­vencido del hecho que ustedes no deben salir de vuestro planeta en el presente estado de vuestra civilización. Las naves que ahora ven flotando sobre vuestras ciu­dades, son capaces de destruirlas por completo, y lo harán a menos que suspendan vuestros in­tentos de cruzar el espacio.

Hemos instalado un observatorio en vuestra Luna, y podemos percibir inmediatamente cual­quier violación de estas órdenes. Si obedecen, no volveremos a interferir con ustedes. De lo con­trario, destruiremos una de vuestras ciudades cada vez que observemos que un cohete sale de la at­mósfera de la Tierra.

Por orden del Presidente del Consejo de Marte.

Ranthe.

De: Presidente

A: J. O. S. E. P.

Aprobado. Precédase a la traducción.

Después de todo, no zarparé con la flota. Infór­meme detalladamente a su regreso.

K. R. V.

De: J. O. S. E. P.

A: Presidente.

Tengo el honor de informarle del completo éxi­to de nuestra misión. El viaje a la Tierra trans­currió sin incidentes; los mensajes de radio del planeta indicaron que fuimos detectados a una distancia considerable, y que se produjo un gran revuelo ante nuestra llegada. Se dispersó la flota de acuerdo con lo planeado, y yo radié el ultimá­tum. Partimos inmediatamente, y no fuimos hos­tilizados en forma alguna.

Informaré detalladamente dentro de dos días.

Ranthe.

De: Secretario Consejo de Científicos

A: Presidente.

Los psicólogos han completado su informe, que incluimos:

Como era de esperar, al principio nuestras de­mandas enfurecieron a esa raza exaltada y testa­ruda. El golpe a su orgullo debió ser considerable, pues se creían ser los únicos seres inteligentes del Universo.

Sin embargo, al cabo de pocas semanas se pro­dujo un cambio inesperado en el tono de sus ma­nifestaciones. Habían comenzado a darse cuenta que interceptábamos todas sus emisiones de radio, y nos han dirigido directamente algunos mensajes. Dicen que están de acuerdo en prohibir toda clase de experimentos con cohetes, de acuerdo con nuestros deseos. Eso es tan inesperado co­mo satisfactorio. Incluso si tratan de engañarnos, estamos perfectamente a salvo ahora que hemos establecido nuestra segunda estación justo fuera de la atmósfera. No pueden en modo alguno de­sarrollar naves espaciales sin que las veamos o percibamos su radiación de tubo.

De acuerdo a las instrucciones, se continuará vigilando estrictamente a la Tierra.

Trescon.

De: J. O. S. E. P.

A: Presidente.

Sí, es efectivamente cierto que no ha habido más experimentos con cohetes durante los últimos diez años. ¡Ciertamente, no esperábamos que la Tierra capitulase tan fácilmente!

Estoy de acuerdo en que la existencia de esa raza constituye ahora una amenaza permanente para nuestra civilización, y estamos verificando experimentos según las directrices que sugiere. El problema es difícil, debido al gran tamaño del pla­neta. Los explosivos serían totalmente inadecua­dos, y parece ser que nuestra mayor probabilidad de éxito sería alguna forma de veneno radiactivo.

Afortunadamente, ahora tenemos tiempo inde­finido para contemplar esa investigación; le in­formaré regularmente.

Ranthe.

(Fin del documento)

De: Comandante Henry Forbes, Servicio de In­formación, Cuerpo Especial del Espacio.

A: Profesor S. Maxton, Departamento Filológico, Universidad de Oxford.

Ruta: Retransmisor II (vía Shenectady).

Los papeles que anteceden, junto con otros, fue­ron hallados en las ruinas de lo que se cree fue la principal ciudad marciana. (Red de Marte KL302895.) El uso frecuente del ideógrafo de «Tierra» sugiere que pueden ser de especial in­terés, y se confía en que puedan ser traducidos. Otros documentos seguirán en breve.

H. Forbes. Cte.

(Añadido en manuscrito)

Querido Max:

Siento no haber tenido tiempo de ponerme an­tes en contacto contigo. Te veré tan pronto como regrese a la Tierra.

¡Marte está hecho un desastre! Nuestras coor­denadas eran absolutamente exactas, y las bom­bas se materializaron justo sobre sus ciudades, tal como habían predicho los chicos de Monte Wilson.

Enviamos mucho material por medio de las dos pequeñas máquinas, pero hasta que se materialice el gran transmisor, estamos algo restringidos, y, como es natural, ninguno de nosotros puede volver. ¡De modo que ya pueden apresurarse!

Me alegra que podamos volver a trabajar sobre cohetes. Quizá sea anticuado, pero, la verdad, es que esto de ser exprimido a través del espacio a la velocidad de la luz, no me acaba de gustar.

Tuyo, con prisa,

Henry.

HERENCIA

(Inheritance, 1948)

Quizás David tenga razón al decir que, cuando uno cae sobre África desde una altura de dos­cientos cincuenta kilómetros, un tobillo roto es cosa de poca importancia, pero no por eso deja de doler. Pero pretendió que lo que más le había molestado había sido la manera como nos había­mos precipitado hacia el desierto para ver lo que le había ocurrido al A.20, y no nos habíamos acer­cado a él hasta horas después.

—Sé lógico, David —había protestado Jimmy Langford—. Sabíamos que estabas bien porque el helicóptero de la base radió al recogerte. Pero el A.20 podía haberse perdido por completo.

—Solamente hay un A.20 —dije, tratando de arreglar las cosas—, pero pilotos de ensayos de cohetes, bueno, si no a docenas, tampoco están tan escasos.

David nos lanzó una furiosa mirada fruncien­do sus tupidas cejas, y dijo algo en galés.

—La maldición del Druida —me dijo Jimmy—. Ahora en cualquier momento te convertirás en pue­rro o en un modelo de Stonehenge en plástico.

Como puede verse, estábamos aún algo atontados, y no hubiese sido del caso ponernos serios por un rato. Incluso los nervios de hierro de David debieron haber sufrido un golpe terrible, pero eso no obstante, parecía el más tranquilo de todos nosotros. No pude comprenderlo, entonces.

El A.20 había descendido a cincuenta kilómetros del punto de su lanzamiento. Habíamos seguido por radar toda su trayectoria, de modo que cono­cíamos su posición con una aproximación de pocos metros, si bien entonces no sabíamos que David ha­bía aterrizado diez kilómetros más al este.

La primera indicación del desastre había llegado setenta segundos después del despegue. El A.20 había alcanzado cincuenta kilómetros, e iba si­guiendo la trayectoria corriente, con una aproxi­mación de un cinco por ciento. Por lo que podía verse a simple vista, el trazo luminoso sobre la pantalla del radar apenas se había desviado del camino calculado. David marchaba a dos kilóme­tros por segundo; no mucho, pero todo cuanto el hombre había jamás conseguido hasta aquel mo­mento. Y estaba a punto de desprenderse «Goliat».

El A.20 era un cohete de dos etapas. Tenía que serlo, pues utilizaba combustibles químicos. El componente superior, con su pequeña cabina, sus hojuelas aéreas plegadas y sus aletas, pesaba algo menos de veinte toneladas, cuando estaba total­mente cargado de combustible. Tenía que ser ele­vado por un propulsor inferior de doscientas tone­ladas, que lo debía llevar hasta cincuenta kilóme­tros de altura, después de lo cual el otro podía se­guir tranquilamente por sus propios medios. La parte mayor tenía entonces que caer en la Tierra con paracaídas; no pesaría mucho, una vez que­mado su combustible. Entre tanto, la parte superior habría acelerado lo suficiente para alcanzar el ni­vel de los seiscientos kilómetros antes de caer en un vuelo planeado que podría llevar a David a dar media vuelta al mundo, si es que así lo deseaba.

No recuerdo quien llamó a los dos cohetes «Da­vid» y «Goliat», pero los nombres fueron inmedia­tamente aceptados. Eso de tener por allí a dos Davides, causaba mucha confusión, y no toda ella era accidental.

Pues bien, esa era la teoría, pero cuando obser­vamos que la pequeña mancha verde de la panta­lla se apartaba del curso previamente calculado, comprendimos que algo había salido mal. Y adivi­namos lo que era.

A los cincuenta kilómetros la mancha se debía haber dividido en dos. El eco más brillante debía haberse continuado elevando como un proyectil li­bre, y luego debía caer sobre la Tierra. Pero el otro debió haber seguido acelerando, apartándose rá­pidamente del descartado propulsor.

Y no había habido separación. El vacío «Goliat» había rehusado liberarse y arrastraba a «David» hacia la Tierra, sin remedio, pues los motores de «David» no podían ser utilizados. Los escapes es­taban bloqueados por la máquina inferior.

Vimos todo eso en unos diez segundos. Espera­mos solamente lo suficiente para calcular la nueva trayectoria, subimos a uno de los helicópteros y partimos hacia el área del blanco.

Como es natural, todo lo que esperábamos en­contrar era un montón de magnesio con trazas de haber sido arrollado por una apisonadora. Sabía­mos que «Goliat» no podía expeler su paracaídas mientras tuviese encima a «David», ni «David» podía utilizar sus motores mientras «Goliat» estu­viese agarrado a él por debajo. Recuerdo que me preguntaba cómo se lo iba a decir a Mavis, hasta que me di cuenta que debía haber estado escuchando la radio y lo sabría todo tan pronto como los demás.

Apenas si pudimos dar crédito a nuestros ojos cuando encontramos los dos cohetes aún juntos, yaciendo casi intactos bajo el gran paracaídas. No había señal alguna de David, pero pocos minutos después, la Base llamó para decir que había sido hallado. Los marcadores de la Estación Numero Dos habían captado el pequeño eco de su para­caídas, y habían enviado un helicóptero en su bus­ca. Veinte minutos más tarde estaba en el hospital, pero nosotros nos quedamos en el desierto durante unas cuantas horas revisando las máquinas y to­mando disposiciones para que las recogiesen.

Cuando finalmente regresamos a la Base, tuvi­mos el gusto de ver a nuestros más cordialmente odiados reporteros científicos entre la multitud que era contenida. Nos desentendimos de sus pro­testas, y seguimos hacia la sala del hospital.

El golpe, y luego el alivio, nos había dejado a todos sintiéndonos algo irresponsables, y quizá in­fantiles. Solamente David parecía no haber sido afectado; el hecho que acababa de vivir una de las escapatorias más milagrosas de toda la his­toria humana no le había perturbado lo más mí­nimo. Allí estaba, sentado en la cama, pretendien­do molestarse por nuestras bromas, hasta que nos hubimos calmado.

—Y bien —dijo finalmente Jimmy—. ¿Qué es lo que falló?

—Eso tienen que encontrarlo ustedes —replicó David—. «Goliat» marchó como un sueño hasta el momento de cortar el combustible. Esperé enton­ces la pausa de cinco segundos antes que los ce­rrojos explosivos detonasen, y los muelles le sol­tasen, pero no sucedió nada. Por lo tanto, golpeé la suelta de emergencia. Las luces bajaron, pero la sacudida que esperaba no se produjo. La intenté un par de veces más, pero ya sabía que era inútil. Adiviné que se había producido un cortocircuito en el detonador, y que la potencia se iba a tierra.

»Bueno; hice algunos rápidos cálculos basándo­me en los mapas de vuelo y en las tablas de la cabina. A mi actual velocidad continuaría ele­vándome otros doscientos kilómetros y alcanzaría el apogeo de mi trayectoria en unos tres minu­tos. Y entonces comenzaría mi caída de doscien­tos cincuenta kilómetros, y cuatro minutos más tarde haría un precioso agujero en el desierto. En total, parecía que me quedaban sus buenos siete minutos de vida, prescindiendo de la resistencia del aire, según vuestra frase favorita. Eso podría añadir un par de minutos más a mi posible vida.

»Sabía que no podía sacar el gran paracaídas, y las alas de «David» serían inútiles con las cuarenta toneladas de «Goliat» atadas a su cola. Ha­bía gastado dos de mis siete minutos antes de haber decidido lo que debía hacer.

»Fue una gran cosa que les hiciese ensanchar aquella esclusa de aire. Incluso así, tuve que es­trujarme para pasar a través de ella en mi traje espacial. Amarré el extremo de la cuerda de segu­ridad a una palanca de cierre y me arrastré a lo largo del casco hasta que llegué a la unión de las dos partes.

»El compartimiento del paracaídas no podía ser abierto desde el exterior, pero había llevado con­migo el hacha de emergencia de la cabina del pi­loto. No tardé mucho en atravesar la capa de mag­nesio; una vez perforada, casi la pude desgarrar con las manos. Unos cuantos segundos más tarde había ya soltado el paracaídas. La seda flotó alre­dedor mío, sin objeto alguno; a aquella velocidad, había esperado encontrar algún vestigio de resis­tencia de aire, pero no era así en absoluto. El dosel se quedaba donde se le dejaba. Me quedaba la es­peranza que cuando volviésemos a entrar en la atmósfera, el paracaídas se abriría sin enredarse con el cohete.

»Me pareció que tenía bastantes probabilidades de salirme con la mía. El peso adicional de «David» aumentaría la carga del paracaídas en menos de un veinte por ciento, pero podía ocurrir que los tirantes rozasen contra el roto metal y se desgas­tasen antes que pudiese llegar a la Tierra. Ade­más, el dosel quedaría deformado cuando se abrie­se, debido a la longitud desigual de las cuerdas, pero no había nada que pudiese hacer para evi­tarlo.

»Cuando hube terminado, miré en derredor mío por primera vez. No podía ver muy bien, pues el sudor había empañado el cristal de mi traje. (Convendría que alguien se ocupe de eso, puede ser peligroso). Me estaba elevando todavía, aun­que ahora muy lentamente. Hacia el noreste podía ver toda Sicilia y algo de la tierra de Italia; más al sur podía seguir la costa de Libia hasta Bengazi. Bajo mí estaba todo el país sobre el cual Alexander, Montgomery y Rommel habían luchado cuando yo era niño. Parecía extraño que se hubie­se armado tanto ruido sobre aquello.

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