Expedición a la Tierra (16 page)

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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción, Cuento, Relato

BOOK: Expedición a la Tierra
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Comenzaron a zumbar unas bombas, sustitu­yendo el oxígeno por estéril nitrógeno. Moviéndose ahora más rápidamente, el Amo se dirigió a la litera acolchada, y se acostó. Pensó que se sen­tía bañado por los rayos destructores de bacterias de las lámparas que había encima de su cabeza, pero eso era, naturalmente, una ilusión. Sacó una aguja hipodérmica de un nicho de debajo la litera, y se in­yectó un fluido lechoso en el brazo. Y entonces relajó sus músculos, y esperó.

Hacía ya mucho frío. Pronto los refrigeradores harían descender la temperatura muy por debajo del punto de congelación, y la mantendrían allí durante muchas horas. Luego volvería a subir a la normal, pero entonces se habría completado ya el proceso, todas las bacterias habrían muerto, y el Amo podría dormir, inalterado, por siempre.

Había proyectado esperar cien años. No se atre­vía a demorar más, pues cuando se despertase tendría que aprender y dominar todos los cambios que el paso de los años habría introducido en la ciencia y en la sociedad. Incluso un siglo podría haber alterado la faz de la civilización más allá de su comprensión, pero no tenía más remedio que correr ese riesgo. Menos de un siglo no sería pru­dente, pues el mundo estaría todavía lleno de amargos recuerdos.

Encerrados en el vacío, bajo la litera, había tres contadores electrónicos operados por pares ter­moeléctricos dispuestos a cientos de metros sobre la cara oriental de la montaña, donde la nieve no podía nunca adherirse. Cada mañana el sol na­ciente los haría funcionar, y los contadores añadi­rían una unidad a su cuenta. Así la llegada de la aurora sería registrada en la oscuridad donde dor­mía el Amo.

Cuando alguno de los contadores alcanzase el total de treinta y seis mil, se cerraría un interrup­tor y volvería a entrar el oxígeno en la cámara. La temperatura se elevaría, y la jeringa hipodérmica atada al brazo del Amo le inyectaría la cantidad calculada de fluido. Se despertaría, y solamente los contadores le indicarían que el siglo había realmente pasado. Y entonces no tendría más que hacer sino oprimir el botón que haría saltar la ladera de la montaña y le proporcionaría libre salida al mundo externo.

Todo se había tenido en cuenta. No podía fra­casar. Toda la maquinaria había sido triplicada, y era lo más perfecta que la ciencia había podido idear.

El último pensamiento del Amo al abandonarle la conciencia, no fue de su vida pasada, sino de la madre cuyas esperanzas había traicionado. Sin que lo desease, y a pesar suyo, le vinieron a la mente las palabras de un antiguo poeta:

«
Dormir, soñar quizá…
»

No, no soñaría, no se atrevería a soñar. No ha­ría sino dormir. Dormir… dormir…

* * *

A treinta kilómetros de distancia la batalla estaba llegando a su término. No quedaban ni una docena de las naves del Amo, luchando desespe­radamente bajo un fuego avasallador. La acción hubiese terminado hacía tiempo si no se hubiese ordenado a los atacantes no arriesgar naves en aventuras innecesarias. Se había dejado la deci­sión a la artillería de largo alcance. Así, los gran­des destructores, los acorazados aéreos de aquella época, yacían al lado de sus pantallas de combate junto a la protección de las montañas, lanzando andanada tras andanada sobre las condenadas for­maciones enemigas.

A bordo del buque insignia, un joven oficial de artillería hindú ajustó unos diales de vernier con infinita exactitud, y oprimió un pedal. Se percibió una debilísima conmoción cuando los torpedos de­jaron sus soportes y se abalanzaron contra el ene­migo. El joven indio permaneció sentado esperan­do, tenso, mientras el cronómetro iba marcando los segundos. Pensaba que aquella era, probable­mente, la última andanada que dispararía. Por la razón que fuese no sentía nada de la arrogancia que había esperado; a decir verdad, se sintió sorpren­dido al sentir una especie de simpatía impersonal por sus condenados enemigos, cuyas vidas iban ahora acortándose a cada segundo que pasaba.

A lo lejos, una esfera de fuego violáceo floreció sobre las montañas, entre las motas movedizas que eran las naves enemigas. El artillero se inclinó ha­cia el frente y contó anhelante. Uno, dos, tres, cuatro, cinco veces se produjo aquella explosión peculiar. Y entonces el cielo se aclaró. Las motas huidizas habían desaparecido.

En su libro, el artillero anotó concisamente: «0124 hrs. Andanada n.° 12 disparada. Cinco torpedos explotaron entre naves enemigas, que fueron totalmente destruidas. Un torpedo no explotó».

Firmó la entrada con un floreo y dejó la plu­ma. Durante un rato permaneció sentado contem­plando la familiar cubierta marrón del libro de a bordo, con las quemaduras de colillas por los bor­des, y los inevitables aros allí donde se habían de­positado descuidadamente tazas y vasos. Hojeó con negligencia las páginas del libro, observando nuevamente la escritura de sus muchos predece­sores. Y tal como había hecho antes con mucha frecuencia, lo abrió por una conocida página don­de un hombre que fue su amigo había comenzado a firmar su nombre, pero no había vivido lo bas­tante para terminarlo.

Suspirando, cerró el libro y lo guardó bajo llave. La guerra había terminado.

Allá a lo lejos, entre las montañas, el torpedo que no había estallado, continuaba acelerándose al impulso de sus cohetes. Era ahora una línea luminosa apenas visible que se precipitaba entre las paredes de un solitario valle. Ya las nieves, que habían sido perturbadas por el aullido de su paso, comenzaban a tronar montaña abajo.

El valle no tenía salida; estaba bloqueado por una abrupta pared de trescientos metros de altu­ra. Y ahí el torpedo, que había fallado su blanco, encontró otro mayor. La tumba del Amo que es­taba demasiado dentro de la montaña para ser ni tan sólo sacudida por la explosión, pero los cien­tos de toneladas de cosas que se desprendieron arrasaron tres pequeños instrumentos y sus conexiones, y un futuro que pudo ser, desapareció con ellos en el olvido. Los primeros rayos del sol naciente caerían aún sobre la quebrantada faz de la montaña, pero los contadores que estaban es­perando la treinta y seis milésima aurora, esta­rían esperando todavía cuando ya no hubiese más auroras ni más ocasos.

En el silencio de la tumba, que no era del todo una tumba, el Amo no sabía nada de todo eso, y sus facciones aparecían más tranquilas de lo que era justo. Y así pasó el siglo, tal como había pro­yectado. No es probable que, a pesar de todo su genio maligno, y de los secretos que había ente­rrado consigo, el Amo hubiese podido conquistar la civilización que había florecido desde aquella batalla final sobre el techo del mundo. Nadie po­dría decirlo, a menos que sea verdad, que el tiempo tiene muchas ramificaciones, y que todos los universos imaginables yacen uno al lado de otro, fundiéndose entre sí. Quizá en alguno de aquellos otros mundos el Amo pudiese haber triun­fado. Pero en el que conocemos, dormitó hasta que el siglo hubo quedado muy atrás, verdadera­mente muy atrás.

Después de lo que según ciertos patrones de me­dida hubiese parecido un corto tiempo, la corteza de la Tierra decidió que ya había soportado bas­tante el peso del Himalaya. Lentamente cayeron las montañas, inclinando hacia el cielo las llanu­ras del sur de la India. Y la llanura de Ceilán llegó a ser el punto más elevado de la superficie del globo, y el océano, por encima del Everest, tenía nueve kilómetros de profundidad. Y sin em­bargo, el Amo continuaba imperturbable su sueño libre de pesadillas.

Lenta y pacientemente las tierras de aluvión se deslizaron a través de las elevadas alturas del océano hacia las ruinas del Himalaya. La sábana que algún día sería yeso, comenzó a espesarse a razón de cuatro a cinco centímetros por siglo. Si uno hubiese regresado algún tiempo después, po­dría haber encontrado que el lecho del mar ya no estaba a nueve kilómetros de profundidad, ni a siete, ni a cinco. Y luego la tierra se inclinó nue­vamente, y una gran cordillera de montañas ca­lizas se alzó donde antes estuvieran los océanos del Tíbet. Pero el Amo no sabía nada de eso, ni su sueño fue perturbado cuando sucedió otra vez —y otra vez— y otra vez más.

Y ahora la lluvia y los ríos arrastraban la ca­liza llevándola a los nuevos y extraños océanos, y la superficie iba bajando hacia la escondida tum­ba. Lentamente los kilómetros de roca se fueron desgastando, hasta que al fin la esfera metálica que albergaba el cuerpo del Amo retornó a la luz del día, de un día mucho más largo, mucho más pálido, de lo que había sido cuando el Amo cerró sus ojos.

* * *

Poco pudo imaginarse el Amo, de las razas que habían florecido y muerto desde el amanecer del mundo, cuando se sumergió en su largo sueño. Aquel amanecer estaba ahora muy lejos, y las sombras se alargaban hacia el este; el sol estaba muriendo, y el mundo era muy viejo. Pero toda­vía los hijos de Adán dominaban sus mares y sus cielos, y llenaban de lágrimas y de risas las lla­nuras y los valles y los bosques que eran más vie­jos que las cambiantes colinas.

El sueño sin visiones del Amo había ya casi terminado cuando nació Trevindor el Filósofo, en­tre la caída de la Nonagesimoséptima Dinastía y el nacimiento del Quinto Imperio Galáctico. Na­ció en un mundo muy distante de la Tierra, pues eran pocos los hombres que alguna vez sentaban su pie en el antiguo hogar de su raza, tan dis­tante ahora del palpitante corazón del Universo.

Llevaron a Trevindor a la Tierra cuando su bre­ve colisión con el Imperio hubo llegado a su inevi­table fin. Fue allí donde fue juzgado por los hom­bres cuyos ideales había desafiado, y allí fue don­de meditaron largamente sobre el destino que le correspondía. Aquel caso era único. La suave y fi­losófica cultura que ahora gobernaba la Galaxia no se había nunca antes encontrado con oposición, ni tan sólo en el plano de la inteligencia pura, y aquel conflicto de voluntades, cortés pero impla­cable, la había dejado muy quebrantada. Fue ca­racterístico de los miembros del Consejo que, al resultar imposible tomar una decisión, se dirigie­ron al mismo Trevindor en solicitud de ayuda.

En la blanca y resplandeciente Sala de Justicia, donde nadie había entrado desde hacía cerca de un millón de años, Trevindor se alzó orgullosamente frente a los hombres que habían demos­trado ser más fuertes que él. Escuchó su solicitud en silencio, e hizo una pausa para reflexionar. Sus jueces esperaron pacientemente hasta que habló.

—Sugieren que les prometa no desafiarles nueva­mente —comenzó—, pero no haré promesa nin­guna que no pueda cumplir. Nuestras opiniones son demasiado divergentes, y más pronto o más tarde volveríamos a enfrentarnos.

»Hubo un tiempo en que vuestra elección hu­biese sido fácil. Me podrían haber desterrado, o matado. Pero hoy, donde, entre todos los mundos del Universo, ¿hay un solo planeta en que puedan esconderme, si no me place quedarme? Recuerden que tengo muchos discípulos dispersos por toda la Galaxia.

»Queda la otra alternativa. No les guardaré ren­cor si reviven la vieja costumbre de la ejecución para solucionar mi caso.

Un murmullo de enojo corrió entre los miem­bros del Consejo, y el presidente replicó secamen­te, al tiempo que enrojecía:

—Esta observación es de gusto más que dudoso. Hemos solicitado sugerencias serias, y no el re­cuerdo (aunque sea con intención humorísti­ca) de las costumbres bárbaras de nuestros re­motos antepasados.

Trevindor aceptó la censura con una inclina­ción.

—No hacía sino citar todas las posibilidades. Hay otras dos que se me han ocurrido. Sería sen­cillo alterar la estructura de mi mente ajustándola a vuestra manera de pensar, de modo que no pudiesen haber ya más desavenencias.

—Lo hemos considerado, pero nos vimos forza­dos a rechazar la idea, por muy atractiva que pa­rezca, pues la destrucción de tu personalidad se­ría equivalente a un asesinato. Solamente hay otras quince inteligencias en el Universo que sean más poderosas que la tuya, y no tenemos derecho a modificarla. ¿Y tu sugerencia final?

—Si bien no pueden desterrarme en el espacio, hay aún una alternativa. El río del Tiempo se ex­tiende en frente de nosotros hasta tan lejos como alcanzan nuestros pensamientos. Envíenme a lo largo de ese río, hasta una edad en que estén se­guros que esta civilización habrá pasado. Sé que pueden hacerlo gracias al campo de tiempo de Roston.

Hubo una larga pausa, mientras silenciosamen­te los miembros del Consejo transmitían sus deci­siones a la compleja máquina analítica que las pe­saría comparándolas y emitiría el veredicto. Fi­nalmente el presidente habló.

—De acuerdo. Te enviaremos a una edad en la cual el Sol es aún lo suficientemente caliente para que pueda existir la vida sobre la Tierra, pero tan remota que no es probable que quede vestigio al­guno de civilización. También te proveeremos de todo lo que sea necesario para tu seguridad y un razonable bienestar. Y ahora puedes dejarnos. Te llamaremos cuando hayamos tomado todas nues­tras disposiciones.

Trevindor se inclinó y abandonó la sala de mármol. Ningún guardia le siguió. No había ningún sitio a donde pudiese huir, incluso si lo hubiese deseado, en aquel Universo que las grandes naves galácticas podían cruzar en un solo día.

Por primera y última vez, Trevindor se encon­tró de pie a orillas de lo que antes había sido el Pacífico, escuchando el susurro del viento a través de las hojas de lo que antes habían sido palmeras. Las pocas estrellas de la casi vacía región del es­pacio por la cual pasaba ahora el Sol brillaban con fija luz a través del seco aire del envejecido mun­do. Trevindor se preguntó tristemente si estarían aún brillando cuando volviese a mirar al cielo, en un futuro tan distante que el mismo Sol estaría deslizándose hacia su muerte.

Se oyó un tañido en el pequeño comunicador que llevaba en su muñeca. Había llegado la hora. Volvió su espalda al océano y avanzó resueltamen­te al encuentro de su destino. Antes que hubie­se dado una docena de pasos, el campo de tiempo se había apoderado de él, y sus pensamientos se helaron en un instante que permanecería inaltera­do mientras los océanos se encogían y desapare­cían, se desvanecía el Imperio Galáctico y los grandes grupos de estrellas se hundían en la nada.

Pero para Trevindor no pasó tiempo alguno. Supo solamente que al dar un paso había habido arena húmeda bajo sus pies, y al dar el siguiente, roca endurecida y agrietada por el calor y la se­quía. Las palmeras habían desaparecido, y el mur­mullo del mar había enmudecido. Bastaba una ojeada para comprender que incluso el recuerdo del mar se había desvanecido hacía tiempo de aquel mundo seco y moribundo. Hacia el lejano horizonte se extendía un gran desierto de arenisca roja, ni interrumpido ni mitigado por cosa alguna viviente. Por encima de su cabeza, el disco ana­ranjado de un sol extrañamente alterado resplan­decía desde un cielo tan negro que muchas estre­llas eran claramente visibles.

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