Expedición a la Tierra (20 page)

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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción, Cuento, Relato

BOOK: Expedición a la Tierra
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—¿O no haberla alcanzado aún?

Bertrond se encogió de hombros.

—Una cosa es tan probable como la otra. Quizá tardemos algo en averiguarlo, en un planeta de este tamaño.

—Más tiempo del que disponemos —dijo Clindar, mirando el tablero de comunicaciones que los unía a la nave nodriza, y desde allí al amenazado corazón de la Galaxia. Durante un instante reinó un pesado silencio. Luego Clindar se dirigió al ta­blero de mandos y oprimió una serie de conmuta­dores con habilidad automática.

Dando una ligera sacudida, una sección del cas­co se apartó hacia un lado, y el cuarto miembro de la tripulación bajó al nuevo planeta, accionando sus metálicos miembros y ajustando servo-motores a la desacostumbrada gravedad. En el interior de la nave despertó a la vida una pantalla de televi­sión, revelando un extenso panorama de hierbas ondulantes, algunos árboles a una distancia media y un poco del gran río. Clindar oprimió un botón, y la imagen se desplazó suavemente a través de la pantalla, a medida que el robot iba volviendo la cabeza.

—¿Por dónde vamos a ir? —preguntó Clindar.

—Echemos un vistazo a aquellos árboles —replicó Altman—. Si hay alguna vida animal, la en­contraremos allí.

—¡Mira! —exclamó Bertrond—. ¡Un pájaro!

Los dedos de Clindar volaron sobre el tablero; la imagen se centró sobre la pequeña mancha que había aparecido repentinamente hacia la izquier­da de la pantalla, y se amplió rápidamente al en­trar en acción el teleobjetivo del robot.

—Tienes razón —dijo—. Plumas, pico, bas­tante arriba en la escala evolutiva. Este lugar pro­mete. Pondré en marcha la cámara.

El movimiento oscilante de la imagen al cami­nar el robot no les perturbó; se habían acostum­brado a él desde hacía tiempo. Pero nunca se ha­bían podido conformar a esa exploración por delegación, cuando todos sus impulsos les incita­ban a abandonar la nave, a correr a través de la hierba, y sentir en sus caras la caricia del viento. Pero hubiese sido asumir un riesgo demasiado grande, incluso en un mundo que parecía tan agradable como aquel. Tras las facciones más son­rientes de la Naturaleza se esconde siempre una calavera. Bestias salvajes, reptiles ponzoñosos, tre­medales, la muerte podía alcanzar al explorador desprevenido bajo mil disfraces diferentes. Y peor aún eran los enemigos invisibles, las bacterias y los virus, contra los cuales la única defensa esta­ba quizá a mil años luz de distancia de aque­llos parajes.

Un robot se podía reír de todos esos peligros e incluso si, como a veces ocurría, encontraba una bestia lo suficientemente poderosa para destruirlo, bueno, una máquina puede ser siempre sus­tituida.

No encontraron nada en su paseo a través de los herbazales. Si el paso del robot perturbó a al­gunos animales, se debieron mantener fuera del campo visual. Clindar retardó la máquina al acer­carse a los árboles, y los observadores en la nave se apartaron involuntariamente ante las ramas que parecieron barrerles los ojos. La imagen se oscureció por un instante mientras los mandos se ajustaban a aquella iluminación más débil, y lue­go volvió a lo normal.

El bosque estaba lleno de vida. Se escondía bajo los matorrales, trepaba por las ramas, volaba a través de los árboles a medida que iba avanzando el robot. Y mientras tanto las cámaras automáti­cas iban registrando las imágenes que se iban for­mando en la pantalla, recogiendo material para que los biólogos lo analizasen cuando la nave re­gresase a la base.

Clindar lanzó un suspiro de alivio cuando los árboles se aclararon repentinamente. Era un tra­bajo agotador evitar que el robot chocase con los obstáculos mientras se movía dentro del bosque, pero en campo abierto podía cuidar de sí mismo. Y entonces la imagen tembló como si hubiese re­cibido un martillazo, se oyó un golpe metáli­co, y toda la escena se desplazó vertiginosamente hacia arriba mientras el robot se volcaba y caía.

—¿Qué es eso? —gritó Altman—. ¿Trope­zaste?

—No —dijo Clindar seriamente, mientras sus dedos volaban sobre el tablero—. Algo atacó por detrás. Confío que ¡ah! todavía lo gobierno.

Sentó al robot y le hizo girar la cabeza. No se tardó mucho en encontrar la causa de la pertur­bación. De pie a pocos pasos, y moviendo enfu­recido la cola, había un gran cuadrúpedo de dien­tes feroces. En aquel momento estaba, evidente­mente, tratando de decidir si debía atacar nueva­mente.

Lentamente el robot se levantó, y mientras lo hacía, el gran animal se agachó para saltar. Una sonrisa iluminó la cara de Clindar; sabía cómo en­frentarse con aquella situación. Su pulgar buscó la poco usada clave marcada «Sirena».

La selva retumbó al aullido ululante y horrí­sono del altavoz oculto en el robot, y la máquina avanzó al encuentro de su adversario, agitando los brazos por delante. La espantada bestia casi cayó hacia atrás en su esfuerzo por volverse, y a los pocos segundos había desaparecido de la vista.

—Ahora supongo que tendremos que esperar un par de horas antes que todo vuelva a salir de sus escondites —dijo tristemente Bertrond.

—No sé mucho de psicología animal —inter­puso Altman—, ¿pero es lo corriente que ataquen a algo completamente desconocido?

—Algunos atacan a todo lo que se mueve, pero es poco corriente. Normalmente sólo atacan para comer, o si han sido amenazados. ¿Adónde vas a parar? ¿Sugieres que pueda haber otros robots sobre este planeta?

—Ciertamente que no. Pero nuestro amigo carnívoro puede haber confundido nuestra máquina con un bípedo más comestible. ¿No te parece que esta abertura en la jungla es bastante artificial? Podría muy bien ser un sendero.

—En tal caso —dijo prestamente Clindar— lo seguiremos, y ya veremos. Estoy cansado de es­quivar árboles, pero espero que no volverá a saltar nada sobre nosotros; me ataca a los nervios.

—Tenías razón, Altman —dijo Bertrond poco más tarde—. Es sin duda un sendero. Pero eso no significa inteligencia. Al fin y al cabo hay ani­males…

Se paró a mitad de la frase y en aquel mis­mo momento Clindar detuvo al robot. El sendero se había abierto repentinamente formando una amplia explanada, casi completamente ocupada por un pueblo de endebles chozas. Estaba rodeado por una empalizada de madera, evidentemente una defensa contra un enemigo que en aquel mo­mento no amenazaba. Pues las puertas estaban completamente abiertas, y más allá de ellas los habitantes se afanaban pacíficamente.

Durante algunos minutos los tres exploradores contemplaron en silencio la pantalla. Clindar se estremeció ligeramente, y observó:

—Es algo que produce escalofríos. Podría ser nuestro pro­pio planeta, hace cien mil años. Siento como si hu­biésemos retrocedido en el tiempo.

—No hay nada misterioso en ello —dijo el práctico Altman—. Al fin y al cabo, hemos des­cubierto cerca de cien planetas con nuestro tipo de vida.

—Sí —respondió Clindar—. ¡Cien en toda la Galaxia! Sigo creyendo que es extraño que nos haya sucedido a nosotros.

—Bueno; tenía que ocurrirle a alguien —dijo Bertrond filosóficamente—. Entre tanto tenemos que preparar nuestro método de establecer con­tacto. Si enviamos el robot al pueblo se producirá un pánico.

—Eso —dijo Altman— por lo menos. Lo que tenemos que hacer es captar a un indígena por sí solo y demostrarle que somos amigos. Esconde el robot, Clindar, en algún lugar del bosque desde donde pueda observar el pueblo sin ser visto. Te­nemos frente a nosotros una semana de antro­pología práctica.

Pasaron tres días antes que los ensayos bio­lógicos demostrasen que se podía salir de la nave con impunidad. Incluso entonces Bertrond insistió en salir solo, solo, sino se tiene en cuenta la com­pañía substancial del robot. Con tal aliado no te­mía a los animales más grandes del planeta, y las defensas naturales de su cuerpo podían cuidarse de los microorganismos. Por lo menos, así se lo habían asegurado los analizadores; y si se tenía en cuenta la complejidad del problema, la verdad es que cometían muy pocos errores.

Permaneció fuera durante una hora, disfrutan­do prudentemente, mientras sus compañeros le observaban con envidia. Pasarían otros tres días antes que pudiesen estar completamente ciertos del hecho que era seguro seguir el ejemplo de Ber­trond. Entretanto, tuvieron bastante ocupación contemplando el pueblo a través de las lentes del robot, y recogiendo todo lo que podían con sus cámaras. Habían desplazado de noche a la nave, de modo que estaba escondida en las profundida­des de la selva, pues no querían ser descubiertos hasta que estuviesen a punto.

Y entre tanto las noticias de la patria eran cada vez peores. Aunque el hecho de estar aquí tan lejos, al borde del Universo, amortiguaba el im­pacto, no dejaba de pesar mucho sobre sus mentes, y a veces les dominaba una sensación de futilidad. Sabían que en cualquier momento podía llegar la señal de llamada, cuando el Imperio, en su extre­midad, convocase sus últimos recursos. Pero hasta entonces continuarían su trabajo, como si lo úni­co que importase fuese la ciencia pura.

Siete días después de aterrizar estaban a punto de realizar el experimento. Sabían ahora los ca­minos que tomaban los indígenas cuando salían a cazar, y Bertrond eligió uno de los menos fre­cuentados. Colocó firmemente una silla en medio del camino, y se sentó a leer un libro.

Naturalmente, no era tan sencillo como todo eso; Bertrond había tomado todas las precaucio­nes imaginables. Escondido entre los matorrales a cincuenta metros de distancia, el robot vigilaba a través de sus lentes telescópicas, y sostenía en su mano un arma pequeña pero mortífera. Y go­bernando desde la nave espacial, con los dedos apoyados sobre el tablero, Clindar esperaba para hacer todo lo que pudiera ser necesario.

Ese era el aspecto negativo del plan; la parte positiva era más evidente. A los pies de Bertrond estaba el cuerpo de un pequeño animal astado que esperaba sería un agradable presente para cualquier cazador que acertase a pasar por allí.

Dos horas más tarde, la radio del arnés de su traje murmuró una advertencia. Con mucha cal­ma, a pesar que la sangre le golpeaba las sie­nes, Bertrond dejó a un lado el libro y miró a lo largo del sendero. El salvaje avanzaba confiada­mente, balanceando una lanza en su mano dere­cha. Se detuvo un momento al ver a Bertrond, y luego siguió avanzando con mayor precaución. Com­prendió que no tenía nada que temer, pues el ex­traño era de corta estatura, y evidentemente no llevaba armas.

Cuando estaban a solamente diez pasos de dis­tancia, Bertrond sonrió en forma alentadora y se le­vantó con lentitud. Se inclinó, recogió la res, y se adelantó llevándola como una ofrenda. Aquel ges­to hubiese sido comprendido por cualquier cria­tura en cualquier mundo, y también fue compren­dido allí. El salvaje se aproximó, tomó el animal, y se lo echó sin esfuerzo sobre el hombro. Por un instante contempló a Bertrond en los ojos con una expresión insondable; luego dio la vuelta y regre­só hacia el pueblo. Tres veces se volvió para ver si Bertrond le seguía, y cada vez Bertrond le son­rió y le saludó en forma tranquilizadora. En conjunto, el episodio duró poco más de un minuto. Para ser el primer contacto entre dos razas, careció por completo de dramatismo, pero no de dignidad.

Bertrond no se movió hasta que el otro hubo desaparecido de la vista. Entonces se relajó y ha­bló al micrófono de su traje.

—Ha sido un buen principio —dijo con ale­gría—. No se asustó lo más mínimo, ni tan sólo pareció sospechar. Creo que volverá.

—Todavía parece demasiado bueno para ser cierto —dijo la voz de Altman en su oído—. Pensé que se mostraría hostil o asustado. ¿Es que tú hubieses aceptado un regalo generoso de un ex­traño desconocido con tanta despreocupación?

Bertrond regresaba hacia la nave caminando len­tamente. El robot había salido ahora al descubier­to y montaba la guardia a pocos pasos detrás de él.

—Yo no —contestó—, pero yo pertenezco a una comunidad olvidadiza. Los perfectos salvajes reaccionan ante los extraños de muy diversas ma­neras, según su experiencia anterior. Supongamos que esta tribu no ha tenido nunca enemigos, lo que es muy posible en un planeta grande, pero poco poblado. Entonces podremos esperar curiosidad, pero no temor.

—Si estas gentes no tienen enemigos —inter­puso Clindar, ya no completamente absorbido en gobernar el robot—, ¿por qué tienen una empa­lizada alrededor de su pueblo?

—Me refería a enemigos humanos —replicó Bertrond—. Si eso es cierto, simplifica enorme­mente nuestra tarea.

—¿Crees que volverá?

—Naturalmente. Si es tan humano como creo, la curiosidad y la codicia le harán volver. Den­tro de un par de días seremos íntimos amigos.

Considerado desapasionadamente, aquello se convirtió en una rutina fantástica. Cada mañana el robot salía de caza dirigido por Clindar, hasta convertirse en el cazador más mortífero de la jun­gla. Y entonces Bertrond esperaba a que Yaan —que es lo más cerca de su nombre a que pu­dieron llegar— apareciese confiadamente por el sendero. Venía cada día a la misma hora, y venía siempre solo. Eso les sorprendía: ¿quería conservar para él solo su gran descubrimiento, y así reservar­se el mérito de sus hazañas de caza? Si era así, demostraba gran previsión y astucia.

Al principio Yaan se marchaba inmediatamen­te con su premio, como si tuviese miedo a que el donador de un regalo tan generoso pudiese cam­biar de opinión. Pero pronto, y tal como había confiado Bertrond, fue posible inducirle a que se quedase por medio de algunos sencillos juegos de manos, y enseñándole unas telas y unos cristales de alegres colores, que le complacían en forma infantil. Finalmente Bertrond consiguió entablar con él largas conversaciones, todas las cuales fueron re­gistradas y filmadas a través de los ojos del escon­dido robot.

Algún día los filólogos podrían quizá analizar aquel material; todo lo más que Bertrond podía hacer era descubrir el significado de algunos sen­cillos nombres y verbos. El asunto resultaba com­plicado por el hecho que Yaan no solamente utilizaba diferentes palabras para la misma cosa, sino a veces la misma palabra para cosas dife­rentes.

Entre esas entrevistas cotidianas, la nave se ale­jaba, explorando el planeta desde el aire, y a ve­ces aterrizando para hacer observaciones más de­talladas. A pesar que se observaron algunos otros establecimientos humanos, Bertrond no in­tentó ponerse en contacto con ellos, pues era fácil ver que todos estaban aproximadamente al mis­mo nivel cultural que el de las gentes de Yaan.

Bertrond pensó con frecuencia que era verdade­ramente una mala jugada del Destino que una de las muy pocas razas verdaderamente humanas de la Galaxia hubiese sido descubierta precisamen­te en aquel momento del tiempo. Hacía poco, aquello hubiese sido un acontecimiento de impor­tancia suprema; ahora la civilización estaba de­masiado hostigada para preocuparse de esos sal­vajes parientes que esperaban en la aurora de la historia.

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