—¡Eso de «señoras»…! —exclamó Naj.
—Déjalo —pidió Rob mirando cómo Steamboat se adentraba en la ciudad—. Seguramente nuestro amigo tenga asuntos más importantes de los que ocuparse.
Echaron a andar por el muelle, concentrados en la tarea de buscar una embarcación que los llevara a Isla Neblina, pero todos los barcos que vieron se encontraban vacíos y no había nadie por los alrededores a quien pudieran preguntar.
—Supongo que todo el mundo estará en el centro de la ciudad por eso de la fiesta —dijo Rob, y hacia allí se dirigieron.
—La rana me tiene escamado —comentó el gregoch en voz baja—. Desde que subimos a esa barca no ha dicho una palabra. He intentado ayudarla a pedirle un beso al duque, pero no reacciona. En fin, si quiere seguir siendo una estúpida rana roja el resto de su vida, por mí perfecto.
Rob escuchaba sólo a medias, pues acababa de darse cuenta de que algo no marchaba bien. La ciudad no mostraba la imagen que se le supone a una localidad en fiestas. Había banderitas, farolillos y carteles por todas partes, pero la poca gente que encontraban a su paso parecía más afligida que contenta. En lugar de un festival de música, parecía que lo que se celebraba allí era un funeral. Se acercó a un gran cartel pegado en un muro y leyó:
III FESTIVAL DE MÚSICA DRAMÁTICA DE PORT VARESE
CONCIERTO DE
JEAN DU GUILLAUMES
EN EL AUDITORIO MUNICIPAL
INTERPRETARÁ SUITES DE SUS OBRAS
:
KRAKEN, KRAKEN 2, SOLO EN LA CHOZA, FABULAND
Y ENCUENTROS EN EL SEGUNDO VÓRTICE, ENTRE OTRAS.
Kevin apartó un momento la vista de la pantalla. ¿Jean du Guillaumes? Alargó el brazo para coger la funda del CD de Fabuland y comprobó que ése era el nombre del compositor de la banda sonora del juego. ¡Era genial! Uno de los colaboradores del juego dentro del juego. Eran esas las cosas que hacían a Fabuland distinto a todos los demás pasatiempos en red. Lástima que Martha no llegara a comprenderlo. Al pensar en ella sonrió ligeramente y después devolvió su atención a la pantalla.
De un edificio con aspecto de bodega salió un hombre fornido con una camiseta a rayas. Rob supo enseguida que era marinero y se acercó a él.
—Disculpe, señor. Necesitamos ir al Reino del Ámbar, al otro lado del Mar de los Cenizos. ¿Podría indicarnos cómo…?
—Aparta, enano —le espetó el marinero de mal humor—. No hay barcos disponibles.
Rob se quedó clavado en mitad de la calle mientras el hombretón empezaba a subir una cuesta que llevaba al punto alto de la ciudad. Preguntaron a cuatro o cinco ciudadanos más y obtuvieron la misma respuesta: el tráfico marítimo estaba interrumpido hasta que terminase el festival. Lo extraño era que todos respondían con tristeza, algunos con indignación, antes de continuar su camino a lo alto de la ciudad.
Mientras se preguntaban por el extraño comportamiento de la gente, una joven con un pañuelo morado en la cabeza se les acercó y les entregó un papel al tiempo que recitaba algo sobre el mejor marisco de la ciudad al mejor precio, o algo parecido.
—Es allí mismo —les indicó con amabilidad—. Justo al doblar la esquina. Lo reconoceréis de inmediato por el olor.
En efecto, al doblar la esquina llegaron a la puerta de un local desde el cual venía un delicioso aroma a marisco y pescado asado. Se llamaba El bogavante silbador y en su escaparate podía verse un acuario con varias langostas muriéndose de aburrimiento. Decidieron entrar; Naj a saciar su hambre, Rob a buscar respuestas, y Haba… porque iba con ellos.
El local estaba casi vacío. Sólo había un comensal que desmenuzaba en silencio un bogavante y mojaba sus partes blandas en una salsa blancuzca. ¿Dónde se había metido todo el mundo? Daba la sensación de que en Port Varese había más barcos que habitantes.
—Eh, vosotros! —gritó alguien desde el fondo del restaurante—. No está permitida la entrada con animales. Esa rana dejadla fuera.
—¡No es una rana! —respondió Naj—. Es una duquesa encantada, así que será mejor que seas educado con ella porque tiene poderes mágicos.
—Vaya, lo que nos faltaba —refunfuñó el dueño del establecimiento acercándose a ellos. Era bajo y rechoncho y llevaba un gorro de cocinero casi de su misma estatura—. Por si fuera poca la desgracia que estamos viviendo, tiene que venir esa chusma de Mundomediano a hacer turismo. En fin, sentaos donde queráis. Todo sea por el negocio.
Se sentaron a una mesa junto a la ventana y estudiaron la carta. Ese día el chef recomendaba camperos. Había camperos de palometa, camperos de anchoa, camperos de bogavante, camperos de atún y camperos de lemming (sólo en temporada).
—¿Camperos de lemming? —se sorprendió Naj—. ¿Qué agüita de rosas es eso?
—¿Por qué no se lo preguntas a nuestro anfitrión? —propuso Rob señalando con disimulo al cocinero, que les observaba con cara de malas pulgas—. A lo mejor nos ganamos su confianza y nos explica qué está pasando aquí.
Para sorpresa de ambos, fue Haba quien les sacó de dudas.
—Lo de los lemmings no es tan raro. Mi madre me explicó que son unos mamíferos que, una vez al año, dejan sus tierras para emprender una gran migración. Muchos de ellos se lanzan cada año por un acantilado que da al mar y acaban allí sus días.
—¿Se suicidan? ¿Por qué?
—Cuentan que, hace muchos cientos de años, entre el Reino del Ámbar y el lugar donde nos encontramos existió un continente que unía las dos tierras. Ese continente estaba justo en la ruta de peregrinación de los lemmings. Hace algún tiempo se hundió bajo las aguas, pero el instinto de los lemmings aún les dice que deben hacer ese trayecto. Por eso, cada año, miles de ellos caen al mar y se ahogan.
—Pues vaya animales más tontos —dijo Naj—. Si yo voy caminando en fila y veo que los de delante se despeñan al vacío, me paro.
Haba se encogió de hombros.
—Está en su naturaleza. No lo pueden evitar.
—¿Y los pescadores de Port Varese los pescan y preparan camperos con ellos? —se preguntó Rob en voz alta. De pronto había perdido el apetito.
—Pues yo voy a probarlos —Naj alzó la mano—. ¡Un campero de lemmings, por favor!
Mientras comían (el campero de lemmings resultó saber a pollo), Rob hizo una seña al cocinero para que se acercara y le invitó a sentarse con ellos.
—Tenemos algunas preguntas que hacerle. Acabamos de llegar y estamos un poco perdidos.
—Claro que estáis perdidos, enano. La chusma de Mundomediano, con vuestra magia idiota y vuestros duendes… ¡no estáis preparados para la civilización moderna! Seguro que seguís pensando que Fabuland es plana, cuando aquí ya hace años que sabemos que tiene forma de dado. Las campañas marítimas de nuestros intrépidos navegantes nos están convirtiendo en la sociedad más avanzada del mundo. Estamos ampliando horizontes y ensanchando mentes, Pero claro, son cosas que no están al alcance de cerebros retrógrados y primitivos como los vuestros.
Rob trató de mantener la calma.
—No nos referimos a eso. Verá, mis compañeros y yo vamos rumbo al Reino del Ámbar —a base de practicar, la mentira le había salido perfecta—. Necesitaríamos que un barco nos llevara hasta allí.
—¿Un barco? —El cocinero se pellizcó el moflete—. ¿Al Reino del Ámbar, dices? Creo que el Estrella Pálida hace el trayecto Port Varese-Reino del Ámbar. Pero no podrá llevaros hasta que… bueno, se solucione la crisis.
—¿Qué crisis?
—¡¿Qué crisis?! ¿Ves lo que decía, enano? Las criaturas de Mundomediano no estáis en esta esfera dimensional. ¡Ni siquiera os interesáis por lo que ocurre a vuestro alrededor! Debéis de ser los únicos seres de Fabuland que no saben que estos días se celebra en Port Varese un festival de música dramática que, junto con la pesca y la piratería legal, es nuestra principal fuente de riqueza y nuestro mayor atractivo turístico.
—Pues no se ve que la gente ande muy animada —comentó Naj con la boca llena de lemming.
—¡Cómo va a estar animada! Esta noche tendría que celebrarse el último concierto del festival. La actuación estelar del más grande compositor vivo: el maestro Jean du Guillaumes. Sin embargo eso no será posible porque el maestro ha desaparecido, dejando nuestro festival huérfano y nuestros corazones desolados. Por esa razón, enano, se han puesto controles en las carreteras y en el río y se ha interrumpido el tráfico marítimo hasta que Jean du Guillaumes aparezca.
Rob recordó entonces la estrecha vigilancia que había en el canal, a la salida del Río Nudoso.
—¿Creen que se trata de un secuestro?
—Eso es lo que piensa el alguacil Oligisto. Jean du Guillaumes es un hombre rico y famoso. Cualquiera podría sacar una fortuna secuestrándolo y pidiendo rescate. Todos los vecinos de Port Varese estamos uniendo nuestras fuerzas para tratar de encontrarlo.
De pronto Rob entendió que hubiera tan poca gente en la calle. La mayoría de los ciudadanos estaban reunidos organizando un plan de búsqueda.
—¿Tienen ya alguna pista de su posible paradero?
—Ni una sola. Podría estar en la ciudad o no. Podría estar vivo o muerto. No podemos descartar nada. Sobre todo después del incidente de ayer.
—¿Qué incidente?
—Uno muy desagradable. Vaya, parece que os estoy proporcionando un entretenimiento que no esperabais. Ahora ya tendréis algo que contar a vuestros mágicos y primitivos amigos cuando regreséis a vuestro mundo. Aunque os importe un pito todo esto.
—No es verdad —titubeó Rob—. A mí me interesa la música.
—¿Ah, sí? ¿Cuál de las obras del maestro Du Guillaumes es tu favorita?
—Pues… me gustan mucho Kraken, Fabuland y… Encuentros en el segundo vórtice.
—No tienes mal gusto —se sorprendió el cocinero—. Se nota que te falta algo de rodaje porque has dicho las típicas, pero puede que alguna vez llegues a ser un buen aficionado —miró a Naj y a Haba, que seguían comiendo como si aquello les diera igual—. Bien, hace unos días llegó a nuestro puerto un barco cargado de tuétanos. Esa gentuza vive en Isla Neblina, en medio del archipiélago de las Tres Muertes, y tienen la costumbre de atracar en nuestros muelles siempre que viajan al continente para alguna de sus despreciables misiones. Normalmente no dan problemas, aunque algunos marineros se han quejado y proponen que les neguemos los permisos. Pero todo eso llevaría tiempo y esfuerzo. En fin, que ayer por la noche, de todos los tuétanos que partieron sólo regresó uno, y cuando las autoridades del puerto le prohibieron subir a su barco, armó un escándalo de cuidado. Tres guardias heridos y una farola rota. Tuvieron que solicitar refuerzos, pero aunque le repitieron que estaba prohibido abandonar la ciudad por mar, su agresividad fue tal que acabaron llevándolo al calabozo. No se sabe si ese esqueleto putrefacto habrá tenido algo que ver con la desaparición del maestro, pero por si acaso lo mantienen a buen recaudo hasta que todo se aclare.
Rob miró a sus compañeros con los ojos iluminados y luego se dirigió al cocinero:
—Sólo por curiosidad, ¿ese tuétano del que habla llevaba un casco en forma de caracol podrido?
—Podrido y maloliente. ¿Cómo lo sabes? ¿Le conoces?
Los ojos de Rob volvieron a iluminarse. ¡El jefe de los tuétanos en prisión! Aún había una posibilidad de recuperar a Oguba.
—Ese tuétano nos robó algo. Nos gustaría ir a verlo.
—¿Visitar a un tuétano? Eso acabaría con tu reputación, enano. En un momento de crisis como éste, lo que menos te conviene es que te relacionen con esa escoria.
—Sólo quiero recuperar lo que es mío.
—Necesitarás un permiso del alguacil Oligisto. Y no creo que lo consigas. Ahora mismo estará en casa del gobernador, ultimando el plan de búsqueda y la detención de los sospechosos habituales.
—¿La casa del gobernador es la que está en lo alto del risco?
—Sí.
—¿Y la prisión? ¿Dónde está?
—La prisión de Port Varese es el edificio feo y gris que hay junto a los antiguos barracones. Pero ya te digo que no puedes ir allí sin autorización.
—No se nos ocurriría —dijo Rob palmeándose el estómago. Acababa de tener una idea y le habían entrado prisas—. Una cena deliciosa. ¿Nos trae la cuenta, por favor?
—¿Qué? —preguntó Naj alarmado—. ¿No vamos a tomar postre?
Anochecía sobre las casas de los pescadores cuando Rob terminó de escalar los acantilados de la playa oeste y tuvo ante sí la vieja prisión de Port Varese. Según había leído en un folleto turístico, el edificio había sido un fortín durante los años en los que la ciudad estuvo en guerra con el Reino del Ámbar. Cuando firmaron la paz lo convirtieron en prisión para alojar a los piratas ilegales que faenaban entre las Dos Costas, ahora hermanadas. Era un bloque cúbico de piedras grises cuya apariencia la luz del crepúsculo resultaba amenazadora. Dos guardias con casaca azul estaban apostados a ambos lados de la puerta principal mientras otro patrullaba el perímetro con su fusil al hombro.
—Puedo encargarme de los dos de la puerta —dijo Naj acariciando la empuñadura de su machete—. Luego la echo abajo y nos colamos dentro.
—Admiro tu discreción, peludo. La única pega es que entonces sonarán las alarmas y en cuestión de segundos tendremos encima a toda la armada de Port Varese.
—Entonces ¿qué propones, medio metro?
—Algo más sutil. Tenemos que entrar sin ser vistos, recuperar a Oguba y salir sin llamar la atención. Luego vamos al puerto y pirateamos una barca de remos. Haba, sabes lo que quiero decir con «sin llamar la atención», ¿verdad?
—Creo que sí, Rob —respondió la rana en una especie de siseo que preocupó al baktus.
—¿Qué te pasa? ¿Te encuentras bien? —Sí… es sólo que… no podré usar el hechizo reductor muchas más veces. Cada vez que hago algún tipo de magia me debilito. Y estos últimos días están siendo agotadores. Lo siento, amigos. No sé si podré aguantar mucho.
Rob se sintió de pronto muy preocupado, pero comprendió que no había otra opción.
—Necesitamos que lo hagas un par de veces más, Haba. Bastará con que reduzcas a uno de nosotros y luego lo devuelvas a su tamaño normal. Puedes hacerlo, ¿no?
—Sí… supongo que sí.
Llegaron a la conclusión de que lo mejor era reducir a Rob, ya que al ser más pequeño Haba tendría que esforzarse menos. Además él podría reconocer mejor que ninguno su bolsa de inventario. Naj y Haba permanecerían a cubierto sobre el risco, vigilando por si surgieran complicaciones y tuvieran que intervenir.