—Aquí los tiene, señor. Limpios como la patena.
—Muy bien. Ahora vosotros, decidme: ¿qué hacíais rondando la prisión en plena noche? ¿Pretendíais asaltarla? ¿Rescatar al prisionero tuétano? ¡Hablad, maldita sea! —La potente voz del gobernador tronaba en los oídos de Mini-Rob y Mini-Oguba, que veían temerosos e impotentes cómo aquel hombre gigantesco que cubría su cabeza con una peluca blanca llena de tirabuzones gesticulaba y gritaba sin que ellos pudieran hacerse entender debido a su minúscula capacidad pulmonar—. No queréis hablar, ¿eh? ¡Alguacil! ¡Hágase cargo de estos dos!
Un hombre malencarado de nariz ganchuda y piel grisácea se levantó de la mesa para encargarse del interrogatorio, pero fue interrumpido por alguien a quien Rob reconoció enseguida.
—Espere, señor —dijo el hombre, que llevaba un sombrero pirata y un chaleco verde o negro—. Creo que conozco a los prisioneros.
—Julius Steamboat —masculló el gobernador meneando la cabeza—. ¿De qué puedes conocer a esa gentuza? Sabemos que eres un aventurero y un bribón, pero te aconsejaría que a partir de ahora eligieses mejor tus compañías.
—Sí, sí, los conozco —dijo alegremente Steamboat arrodillado ante los prisioneros— Éste es Rob McBride, el guerrero baktus de Leuret Nogara. Y este otro es… ¡Por todos los arrecifes de aquí a Cayo Pútrido! ¡Qué me aspen si no es una i cerda rastreadora!
«Una cerda rastreadora, una cerda rastreadora», murmuraron en la mesa.
El gobernador se agachó junto a Steamboat y miró con detenimiento al minúsculo ser translúcido, no más grande que un piñón, que correteaba en círculos por la alfombra.
—Por el Amo y Señor, Steamboat. ¿Crees que podría tratarse de…?
—Oguba, señor. La cerda rastreadora del viejo Willie Mojama.
—Eso es imposible. Willie Mojama y Oguba fueron asesinados por Matt Picapatos. La orden de busca y captura aún sigue vigente.
—Es una cerda rastreadora fantasma, señor. En realidad Picapatos mató a Willie Mojama para robarle a la cerda, pero el viejo Willie debió de hacer un pacto con las fuerzas del Otro Lado y volvió al mundo de los vivos para llevarse a Oguba con él. No podía permitir que Picapatos se hiciera con ella, ya que entonces podría salir a buscar los… —Steamboat se interrumpió y miró a Rob, primero con sorpresa y a continuación con respeto—. Al final vas a tener razón, muchacho. Debí sospecharlo cuando me dijiste adonde os dirigíais, pero pensé que era una simple casualidad. Tu misión era casi tan importante como la mía.
—Ese Matt Picapatos —gruñó el gobernador—. Algún día lo atraparemos. Si no fuese porque esa posada del Palantir queda tan lejos, lo habríamos hecho ya. Buenos pasteles de camarones, por cierto. ¡Quién iba a decir que el muy canalla se acabaría convirtiendo en un maestro repostero!
En ese momento se abrió la puerta del salón y apareció otro guardia en posición de firmes.
—¿Qué pasa, Larrazo?
—Señor, hemos detenido a dos sospechosos que merodeaban entre los acantilados y Villa Solfa. Los habríamos llevado a la prisión, pero…
—Está en llamas, ya, ya… Haz pasar a los prisioneros, Larrazo. ¡Y límpiate las botas antes de pisar mi alfombra!
Un tenso murmullo se adueñó del salón cuando, escoltados por dos guardias armados, hicieron su entrada un enorme gregoch color mostaza con un lacito en la cabeza y una rana roja que se arrastraba por el suelo al borde del desmayo.
—¡A éstos también los conozco, señor! —gritó Steamboat entusiasmado—. Son Naj y Haba. Los traje yo en mi barca junto con el baktus.
—¿Qué los trajiste en tu barca? Caramba, Steamboat. No sé si reclutarte para labores de inteligencia o si colgarte del chopo más próximo. ¿Éstos también son mudos o van a explicarme qué está ocurriendo aquí?
—Hablamos perfectamente —replicó el gregoch—. Pero no diremos una sola palabra hasta que se cumplan nuestras peticiones.
—Vaya, una gregoch chulita y con peticiones.
—Es un gregoch, señor gobernador —susurró Steamboat mientras a Naj empezaba a hervirle la sangre.
—¿Un gregoch? Caramba, hubiera jurado…
—Con todo respeto, señor gobernador, creo que sería oportuno escuchar lo que tienen que decir.
—¡Nada de eso, Steamboat! —gritó el alguacil Oligisto sobresaltándolos a todos—. Señor, esta chusma ha entrado en nuestra ciudad en un momento de crisis. Han sido sorprendidos cerca de la prisión en el mismo momento en que le incendiaba. Han entrado en vuestra mansión sin permiso, interrumpiendo una reunión de máxima urgencia. Yo digo que los lancemos al mar dentro de un saco y sigamos con lo nuestro.
—Es posible que el alguacil tenga razón —dijo el gobernador—. Todos los indicios nos llevan a pensar que esta gente no maquinaba nada bueno. Además hay algo que hemos pasado por alto: ¿por qué un baktus y una cerda son tan pequeños como para caber en la boca de Contramaestre?
Se hizo un silencio mientras todos parecían meditar tan grave cuestión.
—Si me permite, señor —terció de nuevo Steamboat—, creo que eso tiene algo que ver con las peticiones que los prisioneros desean haceros.
—Eso es verdad —dijo Naj—. Exigimos que se nos permita devolver a nuestros amigos su tamaño normal. En caso contrario, a ellos no se les oirá y nosotros no diremos dónde está Jean du Guillaumes.
Al gobernador se le abrieron los ojos y la boca al mismo tiempo.
—¿El maestro Jean du Guillaumes? ¿Sabéis dónde está?
—¡Oh, Dios! —se oyó entre el grupo—. ¡Lo tienen secuestrado!
—¡Mienten! —chilló el alguacil Oligisto—. ¿No lo veis, señor? Sólo pretenden confundirnos para ganar tiempo.
—Sin embargo no tiene nada que perder haciéndoles caso —terció Steamboat tratando de hacerse oír sobre el creciente murmullo.
—Está bien —accedió el gobernador después de pensarlo durante un rato—. Podéis proceder, pero al menor movimiento sospechoso os mandaré encerrar en prisión.
—Señor, la prisión…
—Está en llamas, Larrazo. ¿Vas a decirme algo que no sepa? Bien, ¡proceded ya, que no tengo todo el día!
A un gesto de Naj, la fatigadísima Haba se arrastró con dificultad hasta los dos cautivos y disparó una bola de energía a cada uno antes de caer extenuada sobre la alfombra escarlata.
Cuando Rob y Oguba aumentaron de tamaño, el asombro se hizo el dueño del gran salón. Los murmullos se alternaban con exclamaciones y alguna palabra malsonante pronunciada entre dientes por el alguacil.
—Segunda petición —dijo Naj antes de que la sorpresa desapareciera—: quiero que Julius Steamboat bese a mi amiga la rana.
—¿Qué?
—¿Cómo?
—¿Hemos oído bien? —se preguntaban los ciudadanos.
—Yo creo que no —dijo uno que se acercaba una trompetilla al oído.
—¿Qué estás diciendo, gregoch? —exigió saber el gobernador—. ¿Qué marranada es ésa?
—Que lo haga o no abriremos la boca.
Docenas de ojos aterrorizados miraban en ese momento a Steamboat mientras todos se preguntaban si cumpliría la petición. El aventurero avanzó hacia la rana, la miró durante largo rato y al final suspiró y se agachó sobre ella para darle un breve beso en los labios entreabiertos.
—¡Qué asco!
—¡Qué horror!
—¡No puedo verlo! ¡Es repugnante!
El gobernador se frotaba los ojos, cansado.
—Bueno. ¿Alguna cosa más antes de que os mande fusilar?
Pero Naj ignoró la pregunta con la mirada fija en Haba la Rana. Pasaron cinco segundos, luego diez y después quince. Pasó un minuto entero y Haba la Rana continuó siendo Haba la Rana, aunque mucho más inmóvil. Empezó a roncar.
Naj se encaró con Julius Steamboat.
—¿Estás seguro de que eres un duque? —preguntó amenazante.
—Claro que lo soy. Duque de Steamboat, del ducado de Steamboat. ¿A qué viene eso?
El alguacil se había acercado sigilosamente al gobernador i y le susurraba algo al oído mientras en sus ojos brillaba una luz asesina.
—Habrá tiempo para eso, alguacil —replicó el gobernador haciendo un gesto con la mano—. Bien, caballeros… o lo que sean. Hemos cumplido nuestra parte del trato. Ahora os toca a vosotros hablar. En primer lugar, gregoch, ¿dónde está Jean du Guillaumes?
—Atado en el sótano de la mansión que se ve desde los acantilados —respondió Naj mirando con tristeza a la rana. Alguien había mentido y eso le dolía.
—¿Villa Solfa? —preguntó el alguacil soltando una carcajada—. ¡Eso es lo más ridículo que he oído en mi vida! Lalo Solfa es el presidente honorífico de nuestro festival, un amante de la música y un ciudadano ejemplar. Jamás haría algo así.
¡El gregoch miente y yo digo que lo ahorquemos!
El grito reverberó entre la masa, que empezó a repetir la palabra «horca» en un coro infernal. Muchos de ellos empuñaron sus armas y empezaron a rodear a Naj.
—No tengo ni idea de quién es ese Lalo Solfa, pero yo sólo puedo decirles lo que vi. Mientras Rob se internaba en la prisión para rescatar a Oguba, Haba y yo le esperamos en lo alto del acantilado. Al cabo de un rato nos llegó una extraña música que procedía de la mansión. Haba y yo miramos hacia allá, y entonces se oyó un golpe, y la música paró, y hubo unos gritos, y luego alguien que salía por la ventana del sótano y echaba a correr por el bosque. Entonces alguien lo derribó de una pedrada y lo volvió a meter en la casa. Estoy seguro de que ese hombre era Jean du Guillaumes. Haba podría confirmarlo… si estuviera despierta.
—¡Ese hombre no era Jean du Guillaumes! —protestó el alguacil—. Ni siquiera saben qué aspecto tiene.
—¿Un hombre calvo, con barba y una chaqueta de pana color camello con coderas?
—¡Oh, Amo y Señor! —exclamó alguien—. ¡Es Jean du Guillaumes!
Pero a pesar de todos los indicios, el alguacil no quedó convencido.
—Me niego a creer esa absurda historia. Insisto en que Lalo Solfa jamás atacaría a nadie, y mucho menos al maestro.
—Yo no he dicho que fuera Lalo Solfa —replicó Naj—. De hecho, aunque estaba oscuro, estoy casi convencido de que quien atacó a Du Guillaumes era una niña de unos ocho años.
El círculo humano que se cerraba alrededor de Naj se detuvo espantado mientras una docena de voces repetía: «la niña, la niña, la niña…».
—La pequeña Virginia Solfa —dijo Steamboat dirigiéndose a uno de los hombres del círculo, un grandullón calvo con anteojos—. ¿No es alumna suya, profesor Corchea?
—Así es… Le doy Composición y Armonía.
—¿Y qué tal alumna es, profesor Corchea?
—La verdad, no muy buena —Corchea miraba nervioso a la multitud por si entre los hombres hubiera algún familiar de la pequeña—. Ha suspendido las dos.
—Y dígame: ¿tiene la pequeña Virginia Solfa algún deber o tarea que presentarle a usted para aprobar esas dos asignaturas?
—¡Protesto, señor! —gritó el alguacil—. Esto no es…
—Cállese, Oligisto. Deje hablar al profesor.
—Para Armonía tiene un examen de repesca en septiembre. Para Composición le he encargado que me escriba el primer movimiento de una sinfonía. Un alegro, más concretamente.
—Un alegro. ¿Y cree usted, profesor Corchea, que la niña está capacitada para escribir esa pieza por sí sola?
—Sinceramente, mucho tendría que aplicarse para escribir un solo acorde —Corchea se estaba envalentonando, y logró sacar algunas risas entre los presentes—. A no ser que lo copiara. O que obtuviera ayuda del exterior. O…
—¿O que hubiera secuestrado al mejor músico de Fabuland? —Steamboat sonrió y con los brazos abiertos se giró hacia los hombres reunidos en el salón—. Gracias, no hay más preguntas.
—¡Esa maldita niña Solfa! —dijo uno de pronto, encendiendo la mecha de una larga serie de improperios y amenazas.
—¡Tenemos que asaltar la mansión y rescatar al maestro! Y quemarla con la niña dentro.
—¡Eso es sin duda lo que se merece! ¡Yo digo MUERTE!
En ese momento llamaron a la puerta y entró un guardia bastante alterado.
—¡Señor, señor…! El prisionero…
—No quiero más prisioneros aquí, Garufo —se irritó el gobernador—. Llevadlos a la prisión. ¿O es que aún no habéis conseguido sofocar el incendio?
—Eso quería decirle, señor. El prisionero tuétano ha escapado. Ha atacado a la funcionaría y a los guardias y ha huido.
La cara del gobernador se llenó de espanto.
—No podrá ir muy lejos. Todos los caminos están vigilados, y el puerto…
Un potente zumbido acalló las palabras del gobernador seguido de una fuerte explosión que hizo temblar la mansión. Algunos de los hombres se tiraron al suelo, mientras que otros se agarraron al que tenían más cerca.
—¡Señor, señor! —dijo otro guardia empujando al primero y entrando en el salón con el rostro sofocado—. ¡Nos atacan por mar!
—¿Nos atacan? ¿Quiénes? —¡Tuétanos, señor!
La nave se deslizaba sobre el oscuro mar exhibiendo su horripilante estructura a la luz de la luna llena. Más que un barco parecía el esqueleto de un barco, con sus vigas y sus mástiles hechos de huesos y el mascarón de proa confeccionado con los restos de un enorme dragón. A bordo, una tripulación de seres en distintos estados de descomposición gritaba alzando sus ballestas y disparando los cañones contra la indefensa Port Varese.
Algunos de los veleros amarrados en el puerto habían sufrido graves daños. Uno había perdido el palo mayor, mientras que otro flotaba escorado y a punto de hundirse. La población de Port Varese llevaba más de diez años sin sufrir un ataque y no estaba preparada para repeler la agresión.
El gobernador contemplaba el desastre a través de un catalejo desde el piso superior de la mansión. La línea apretada de su boca reflejaba pesimismo y derrota.
—Solicito permiso para preparar la defensa, señor.
El gobernador se dio la vuelta y vio el impasible rostro de Julius Steamboat.
—No te engañes, Julius. Es demasiado tarde para preparar otra cosa que no sea la rendición. He ordenado a los guardias que evacúen a todos los ciudadanos posibles y los reúnan tras el acantilado antes de que la tragedia sea inevitable.
—Sólo le pido que me deje ir al puerto con algunos hombres. En el salón hay varios ex miembros de la Confederación Pirata del Mar de los Cenizos. Juntos seremos capaces de repeler el ataque.
—No hablas en serio, Julius. Un puñado de hombres con pistolas no puede detener un barco tuétano armado hasta los dientes. Con suerte nos golpearán sólo un poco antes de llevarse a su amigo o lo que hayan venido a buscar.