Fabuland (27 page)

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Authors: Jorge Magano

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

BOOK: Fabuland
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Faltaban menos de veinticuatro horas para que Un-Anul ocupara su lugar en el firmamento. El inicio del ritual para resucitar al brujo Gelfin daría comienzo en poco tiempo y Steamboat lo sabía. También sabía que Kreesor estaría nervioso y ocupado, lo que le daría una oportunidad inmejorable para atraparlo.

La mansión se le antojó fantasmagórica. Oscura y llena de aristas, tenía el aspecto ideal para mantener alejados a los intrusos. Pero él no era un intruso cualquiera, sino el héroe que salvaría a Fabuland de la tiranía de Kreesor. Llegó ante la puerta principal e intentó abrirla. Cerrada con llave. Rodeó la mansión en busca de otros accesos, pero no encontró ninguno. Miró hacia arriba, a las ventanas del tejado protegidas por aterradoras gárgolas de piedra, y pensó en usar la cuerda para trepar hasta allí.

Entonces oyó pasos a su espalda y cuando se volvió todo su cuerpo se puso rígido. A pocos metros había un mago hirsuto con túnica verde que parecía tan sorprendido como él.

No era Kreesor, pero Steamboat sacó la pistola.

—¿Quién eres? —preguntó apuntándole al pecho—. Habla o date por muerto.

—Soy Xivirín, el aprendiz de mago —respondió lentamente. Su rostro apenas tenía pelo, y dos ojos verdes combinaban a la perfección con el color de la túnica. Alzó una mano y la bajó despacio hasta situarla a la altura de la pistola—. No necesitas eso.

—Ya lo veremos. ¿Dónde está tu jefe?

—En el laboratorio, preparando el ritual. Nadie puede molestarlo.

—Respuesta equivocada. Llévame ante él y nada de hacer tonterías o te convierto en polvo mágico.

—No tienes adonde ir. La isla está vigilada. Los guardias están alerta y en pocos segundos estarán aquí.

—Nadie me ha visto llegar, así que no vendrá nadie. Esos gusanos hediondos están demasiado ocupados mirando al mar, como en los boleros.

—Te equivocas —dijo Xivirín abriendo los brazos para mostrar que estaba desarmado. Entonces dio una palmada que apenas se oyó, lo que hizo sonreír a Steamboat. Pero su sonrisa duró poco.

Un segundo después todas las gárgolas del tejado parecieron volverse locas y empezaron a emitir agudos chillidos mientras revoloteaban de un lado a otro. Pronto aquello se convirtió en un caos de batidas de alas y gritos demenciales.

—¿Decías? —preguntó Xivirín mientras detrás de Steamboat aparecía una docena de tuétanos armados con ballestas.

Kreesor había dado órdenes explícitas de que no le molestaran. Encerrado en su laboratorio subterráneo en compañía de los cuatro magos hirsutos mayores, contaba las horas y los minutos. Habían empezado a purificar cada rincón, cada herramienta, cada objeto. Habían purificado hasta las cenizas de Gelfin, que reposaban en el fondo de una caja de hueso decorada con la imagen tallada de una sonriente calavera. Los labios de Kreesor se movían con rapidez bajo el pelo, pronunciando conjuros y mantras que garantizaran el mejor ambiente para el ritual.

Cuando un mago hirsuto frunce el ceño, en realidad frunce todo el rostro, y Kreesor lo hizo cuando unos insistentes golpes sonaron en la puerta.

—Gran Kreesor —dijo uno de los magos—. ¿No habías dispuesto que no te molestaran?

—Por lo visto alguien no comprende bien mis órdenes. ¿Qué pasa ahora?

—Gran Kreesor —se oyó la voz de Xivirín al otro lado—. Los tuétanos han detenido a un intruso junto a las puertas de la mansión.

—¿Un intruso?

—Un humano vestido de pirata con una pistola. Dice llamarse Julius Steamboat y afirma que ha venido a detenerte en… —Xivirín hizo una pausa para recordar— «en el nombre de la paz y la justicia». Eso ha dicho.

Kreesor intercambió miradas de resignación con los otros magos y pidió al Maligno que le diera paciencia.

—Que lo encierren en el calabozo con los otros prisioneros. Luego me encargaré de él. Y Xivirín…

—¿Sí, gran Kreesor?

—A no ser que se hunda la isla, no me molestes más. ¿Entendido?

—Entendido, gran Kreesor. Por cierto, gran Kreesor… ¿sería posible que…?

—Por favor, Xivirín, ¿qué pasa ahora?

—Bueno, he hecho todo lo que me has pedido. Bajé al laberinto por la urna de Gelfin, preparé la poción de Animatoris Mortuari como me indicaste, he sacado brillo a tus varitas, tus probetas y tus tubos de ensayo. Soy tu aprendiz de mago, en pocas horas vas a llevar a cabo un ritual que marcará un antes y un después en la historia de nuestra hermandad. Y…

—¿Y…?

—Y bueno… me preguntaba si podría quedarme a mirar.

—¡No! Maldita sea, Xivirín. Lárgate. ¡Y no molestes!

Kreesor lanzó dos maldiciones y una docena de rayos de energía liberadora ante sus cuatro compañeros, que bajaron la mirada con respeto. La tristeza aún empañaba su ánimo tras la pérdida de uno de sus hermanos en Jungla Canalla, pero Kreesor no iba a permitir que eso retrasara sus planes.

—Y ahora, hermanos, comencemos con el ritual.

Aquella mañana, muy temprano, Kevin cogió el autobús hacia Ann Arbor, y una vez allí, subió en el primer tren a Chicago. Unos años antes podría haberlo tomado directamente desde Ypsilanti, pero ahora la estación estaba inoperativa y era necesario trasladarse a la ciudad vecina. Las cuatro horas de viaje se le hicieron eternas y debido a sus nervios tuvo que ir en tres ocasiones al baño. Una vez que llegara allí tendría que hacer las cosas lo más deprisa posible. Había mentido a su madre diciéndole que llegaría a la una en punto cuando en realidad el tren entraría en la estación a las once. Eso le daba dos horas de margen, no demasiado tiempo en una ciudad tan grande como Chicago, que además no conocía, por eso decidió ir a tiro hecho. Nada más salir de la estación subió a un taxi y pidió que lo llevara al John Hancock Center: el guardián de la prolongada sombra y las antenas.

Al llegar junto al monumental rascacielos (el duodécimo más alto del mundo) pagó al taxista con parte del dinero que su padre le había dejado «para emergencias» y se apeó. Kevin estaba acostumbrado a vivir en una zona residencial donde salir a pasear significaba, en el mejor de los casos, tener la oportunidad de saludar a alguna ardilla; por eso hallarse de pronto en el centro de Chicago suponía un giro radical en sus estímulos y percepciones. Se sintió maravillado al verse rodeado por cientos de peatones que transitaban por las aceras, tiendas hasta donde alcanzaba la vista y edificios que ocultaban la luz del sol. Estaba en Chicago, estaba solo y se sentía libre. Al menos hasta dentro de dos horas.

Recordando que tenía una misión, sacó de su mochila gris una libreta y consultó la dirección exacta del tal Nicolás Mabroidis. Podría haberle pedido al taxista que le llevara directamente allí, pero le apetecía caminar un poco, imbuirse de aquel ambiente urbano y cosmopolita. Después de todo, la calle que buscaba no tenía que estar tan lejos. O eso pensaba, porque enseguida se dio cuenta de que el John Hancock Center se veía casi desde toda la ciudad, lo que significaba que Paola Mabroidis podía vivir a una manzana de distancia o en cualquiera de los cinco estados fronterizos.

Un policía le alegró la mañana. La calle que buscaba se encontraba a tan sólo diez minutos andando por Oak Street basta llegar a un restaurante italiano llamado Mamma Giulia y girando a la izquierda.

Haciendo grandes esfuerzos por no pararse ante los escaparates de todas las tiendas que encontró a su paso, al fin llegó al lugar. Era un edificio grande y feo de color marrón y ventanas de esquinas redondeadas. «Muy poco apropiado para una princesa», pensó.

Se dio la vuelta y miró hacia arriba. El John Hancock Center se erguía en todo su esplendor, como un centinela visible para cualquiera que mirara por alguna de las ventanas del otro edificio. Sus dos antenas se recortaban contra el cielo ligeramente nuboso. Seguro que al atardecer su sombra se prolongaría, proyectándose sobre toda la zona.

Kevin notó un pellizco de nervios en el estómago. ¿Y ahora qué?

No podía subir al quinto piso, llamar a la puerta y decir: «Hola, soy Kevin Dexter. Un hacker japonés me ha enviado tus datos y he venido desde Michigan para conocerte». En el mejor de los casos llamarían a la policía y acabaría en un reformatorio. En el peor, el señor Mabroidis le golpearía con un bate de béisbol. Sacó el móvil e hizo lo que desde su casa no se había atrevido a hacer. Marcó el número que aparecía en la guía telefónica. Un tono, dos… cuatro tonos y no pasó nada. Nadie respondía. El nudo de su estómago se tensó aún más. Se sentía solo y perdido, como en un sueño extraño, sin nada a lo que agarrarse. Por eso sus dedos juguetearon con el teclado del móvil y cuando se quiso dar cuenta había abierto el menú de llamadas enviadas y pulsado sobre el número de Martha.

—¿Llamas para hacer las paces? —preguntó ella al tercer toque.

—No sabía que estuviéramos enfadados —replicó Kevin, mintiendo sólo a medias.

—No lo estamos. Me encanta que me planten por un enano virtual.

—Te juro que no fue por eso. No me encontraba bien y…

—No te justifiques, Kevin. Entiendo que esta cosa te tenga enganchado. Mira, para que veas que no estoy enfadada, te invito a almorzar en la pizzería que hay al lado del parque.

—Hoy no va a poder ser, Martha… Estoy en Chicago.

Hubo una breve pausa. Obviamente Martha no sabía si creérselo o no.

—¿En Chicago? ¿Y qué haces tan lejos?

—Con mi madre. He venido a… —por un momento Kevin estuvo tentado de contarle a Martha la verdad, pero creyó que eso volvería a ponerla de mal humor—. A estar con mi madre. Está aquí de paso y hemos quedado para comer juntos.

—Vaya, veo que es el día de las reconciliaciones.

—Sí, bueno, algo así. A lo mejor te llamo luego. ¿Me lo cogerás?

—Depende de a qué hora llames. Estoy en lo más interesante. Curiosamente, a Kevin le costó entender que Martha se estaba refiriendo a Fabuland.

—¿En lo más interesante?

—Pues sí. ¡Quién me iba a decir a mí que un juego de ordenador me iba a enseñar tantas cosas! Por cierto, tu amigo Naj se ha quedado muy solo. Creo que echa de menos al enanito.

—¿Estás con Naj?

—En cierto modo. Vuelve pronto. Esto no es lo mismo sin ti.

—Martha, yo… Necesito saber una cosa. No es un capricho, es una necesidad. Tú no eres la princesa, ¿verdad que no?

—Sólo si tú quieres que lo sea.

—¡Hablo en serio! Si lo eres, dímelo. Estoy aquí por esa chica y no…

—¿Qué chica, Kevin? Has dicho que habías quedado a comer con tu madre.

—Y es verdad, pero…

—Mira, aclárate y cuando lo hagas volveremos a hablar. Ahora tengo que dejarte. Esto está en un punto álgido.

Martha colgó, dejando a Kevin deprimido y hecho un lío ante el feo edificio marrón.

«Felicidades, Kevin. Muy inteligente».

Sin otra opción, entró en el portal, que olía a viejo, y empezó a mirar los nombres en los buzones.

Nicolás Mabroidis. Quinto piso. Apartamento 25.

Kevin sintió un súbito estremecimiento. Había hecho un viaje de cuatro horas, había abandonado a sus amigos, enfadado a Martha y dejado a Rob herido en el depósito de agua del castillo de Seranaz Nam. Estaba más cerca que nunca de su objetivo y sin embargo nunca había tenido tanta necesidad de darse la vuelta y abandonar. De pronto se sintió ridículo. ¿Qué esperas encontrar, Panocha? ¿Una princesa de verdad? Lo más probable es que allí arriba sólo viva una loca inadaptada incapaz de enfrentarse al mundo real. Lo mismo que tú. Vete a casa y déjala en paz.

Su voz interior y su miedo hicieron la suficiente presión para que Kevin saliera del portal. En la calle notó que se tranquilizaba. Sabía exactamente lo que haría. Llamaría a su madre, le diría que el tren se había averiado y que no podría comer con ella y con Mick. Luego se daría un paseo por Chicago, entraría en dos o tres tiendas de cómics y volvería a casa para ayudar a sus amigos. Pediría perdón a Martha, le explicaría todo y, si lograba reunir el valor suficiente, le devolvería aquel beso. Eso haría, y pensar que lo haría le hizo volver a sentirse bien consigo mismo.

Capítulo 23

Había llegado el momento que todos en Isla Neblina habían estado esperando. Todos menos Julius Steamboat, Naj, Imi y Haba la Rana, quienes, cada uno a su modo, estaban sufriendo grandes apuros.

El telescopio de Kreesor mostraba a su dueño la fascinante imagen del Sol Fabuloso con un pequeño círculo negro en su centro. Un-Anul había alcanzado su lugar en el firmamento. El ritual podía comenzar.

Los cuatro magos hirsutos estaban de pie en torno a la mesa circular que contenía la urna con las cenizas de Gelfin cuando Kreesor despegó el ojo del telescopio y se unió a ellos. No era amigo de discursos ni palabrería, pero sabía que había que decir algo.

—¡Hermanos! Estamos a punto de recobrar un poder que por derecho siempre nos ha pertenecido. Ésta es la noche mágica. Gelfin, el brujo más importante de la historia de Fabuland, volverá hoy a la vida para convertirse en nuestra fuente de inspiración y energía. Haciendo uso de mis poderes nigrománticos, me he puesto en contacto con el espíritu de Gelfin y se ha mostrado conforme con nuestro plan. ¡Qué dé comienzo la ceremonia!

Nadie dijo nada, pero era evidente que los cuatro magos hirsutos agradecieron la brevedad del introito. No había nada peor que un mago palizas.

Las peludas manos de Kreesor se acercaron con solemnidad a la urna y ejecutaron una especie de danza ritual sobre ella. Un aura azul brotó entonces de la piedra, levantando exclamaciones de asombro entre los asistentes.

—Hermanos… concentrad vuestro poder en la energía que emana de la urna mientras pronuncio el conjuro propiciatorio —Kreesor alzó las manos y las colocó ante sí con los dedos de una tocando los de la otra—. ¡Dnab draug tsaoc! ¡Setats detinu eht!

El aura azul se convirtió en una humeante columna roja que ascendió hasta el techo del laboratorio y empezó a extenderse como la parte superior de una sombrilla. Kreesor sonrió satisfecho. Un-Anul estaba cumpliendo su papel. Los restos de Gelfin se encontraban listos para la resurrección.

Unas notas musicales invadieron la calle. Era un sonido dulce que pronto se convirtió en una melodía de las que arañan el alma. A Kevin le sonaba, pero no fue capaz de identificarla. El hombre que la interpretaba con su violín estaba de pie a pocos metros del portal del edificio marrón, con los ojos cerrados, sintiendo en su interior cada una de las notas. De no ser por la chaqueta negra y la camisa blanca con corbata, Kevin creería estar contemplando a un músico medieval que tocaba junto al castillo del señor de turno. Se quedó allí, disfrutando del arte del músico callejero, sorprendido de que tocara en una calle casi desierta en lugar de hacerlo en un parque o en cualquiera de las grandes avenidas de la ciudad. Cuando sintió que la pieza llegaba a su fin, Kevin buscó una moneda en su bolsillo, pero no había conseguido sacarla cuando algo cayó del cielo y fue aparar a los pies del violinista.

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