Fabulosas narraciones por historias (55 page)

BOOK: Fabulosas narraciones por historias
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»Cuando llegó y vio el cocido, mi mujer se puso como loca. Le encanta este puchero tan nuestro. En casa siempre lo comemos con calma, repartiendo las sustancias y los diferentes productos por el plato. Ella siempre se pone al lado algo de lechuga. A mí, en cambio, me gusta tener a mano salsa de tomate y, si puedo, pimientos morrones asados. Dimos buena cuenta del cuerpo de mi amigo con ayuda de la verdura y de un par de patatas. ¡Si mi esposa hubiera sabido lo que se estaba comiendo! La carne de pene, por cierto, me decepcionó: es muy correosa y está llena de nervios. Mi mujer la confundió con morro, figúrese. El chorizo, en cambio, nos encantó.

»Al terminar me sentí lleno de P., contento y seguro. Había comido su cuerpo, el cuerpo de mi mejor amigo, y lo tenía dentro de mí. Además, por si fuera poco, en la bodega almacenaba provisiones suficientes para soportar el largo invierno de la Cuaresma. No hay preguntas.

»Leo. Madrid.

»OPINA EL DR. MOORE:

»Dice San Juan que "majoren hac dilectionem nemo habet ut animam suam ponat quis pro amicis suis", es decir, que la mayor prueba de amistad que puede darse es la de morir por los que se ama. Tu amigo no sólo ha dado su vida por ti, sino que se ha dado a sí mismo como alimento, llegando de este modo a un extremo jamás alcanzado por amistades humanas. Sólo Jesucristo hizo algo semejante. De una manera extraordinaria, inimitable, has realizado la unión que la amistad reclama. Porque ¿es la amistad simplemente revestirse del amigo? No. Es nutrirse de él, es incorporarle, es participar de su sustancia, vivir de su vida y, en fin, convertirse en su cuerpo. ¿Cómo podemos conseguir esto? A través de la relación sexual con el amigo o mediante la ingestión del mismo, opción por la que te inclinaste sin despreciar las delicias de la primera. Tu amigo, repito, se ha dado a ti; y tú te lo has comido en un acto supremo de amor para no ser más que uno mismo, para ser consumado en la unidad, para transformarte en él.

»Las Sagradas Escrituras nos hablan de tres banquetes notables; encontramos el primero en el Génesis, cuando se dice que Dios dio a Adán los más deliciosos frutos de la tierra, y particularmente los del árbol de la vida. El segundo lo señala san Lucas cuando dice: "Os preparo el reino, como mi Padre me lo ha preparado a mí, a fin de que comáis y bebáis a mi mesa en mi reino". El tercero está expresado en aquellas palabras de los tres evangelistas y de san Pablo: "Tomad y comed, Este es Mi Cuerpo". El festín que relatas, como tú mismo habrás percibido, guarda muchas semejanzas con este célebre banquete. Ahora que tú has comido su carne y has bebido su sangre, él permanece en ti, y tú en él.

»¿Te sientes culpable porque la sangre de tu amigo fue para ti un alimento celestial que además te sostuvo, nutrió y fortificó? No seas tonto. Echa un vistazo a los Padres de la Iglesia y verás que para santo Tomás la sangre de Cristo es una divina y deliciosa bebida que sacia y satisface su sed; para san Isidoro es una leche de indecible suavidad que hace las delicias de los hijos de Dios; para san Agustín, un tesoro abundante, de precio infinito, que nos enriquece y proporciona todo cuanto podemos legítimamente desear; y para san Jerónimo, un fuego celestial que derrite el hielo de nuestros corazones y nos inflama de un amor completamente divino. "Sanguis Domini nostri Jesu Christi custodiat animam meam in vitam aeternam", dicen los hipócritas ministros de la Iglesia cuando alzan el cáliz. En la religión es donde mejor se percibe la huella embellecida y fosilizada de nuestros instintos animales: la antropofagia es una tendencia natural que el hombre ha experimentado siempre hacia sus seres queridos. Nuestras expresiones más castizas también son una buena muestra de ello: quiero comerte a besos, devórame, etc. El amor y la comida están muy próximos. Para los hombres en general y para los españoles en particular la expresión máxima del amor es comernos al ser amado, como enseña, por cierto, la Santa Madre Iglesia, que adora el sacrificio y el sufrimiento y recomienda ingerir periódicamente el cuerpo y la sangre humanas de su dios. Sin embargo, me dirás, la sociedad burguesa no ve con buenos ojos que un amigo se coma a otro amigo. Tienes razón, pero eso es una muestra más de la hipocresía de las derechas de este país. Pregunta a cualquier cura, y te dirá con fervor que la sangre de Cristo circula en la Hostia con toda la abundancia de su gloriosa vida; te dirá con cara de no haber matado nunca una mosca que la sangre es luz que ilumina, voz que alienta, vino que conforta, caldo que da brío, leche rebosante de inefables dulzuras, tesoro de méritos incalculables, rocío que fecunda la tierra de nuestra alma, remedio de nuestras enfermedades, fuente de gracias con que alcanzar la vida eterna, y qué sé yo cuántas barbaridades más. ¿No adoran los cristianos todos los domingos la sangre de Cristo en toda su plenitud; la sangre que se derramó en la circuncisión; la sangre que se derramó, gota a gota, en el Huerto de los Olivos; la que inundó la sala del pretorio, salpicó las manos y vestidos de los verdugos, corrió por las sendas de Jerusalén, a lo largo de la calle de la amargura, y enrojeció la cumbre del Gólgota; la que se coaguló en los látigos de la flagelación, la que se secó sobre sus cabellos, la que empapó sus vestidos y dejó huellas rojizas en la corona de espinas, la que roció el madero de la cruz; la sangre que, al comulgarse a sí propio, bebió el mismo Cristo la noche del Jueves Santo; la sangre que se derramó con tanta prodigalidad sobre el suelo de la pérfida ciudad? ¿No es ésa la misma sangre que está en el cáliz, unida a la persona del Verbo Eterno? ¡Entonces no te avergüences tú de haber hecho unas pocas morcillas de arroz con tu amigo, movido por el amoroso deseo de tener en tu cuerpo la misma sangre que él!

»Dices que hiciste unos callos y que echaste en ellos no sólo tripa, como es natural, sino diversas partes de casquería, entre ellas el corazón; y que eso sí te dio ciertos problemas de conciencia, y que digeriste mal. ¡Pues claro! Es normal. El corazón es el órgano esencial del cuerpo humano, el primero en nacer a la vida y el último en morir, decían los filósofos antiguos. Por eso mismo, que fueras capaz de comerlo me hace ver la sinceridad de tu amor, la pasión con la que amabas a tu amigo. Tu adoración era tal que tu cuerpo necesitaba la porción principal de su humanidad. De nuevo se impone la comparación con la Misa. El corazón de Jesús está real, verdadera y sustancialmente en el Santísimo Sacramento. Por virtud de las palabras de la consagración, Jesucristo está en la Eucaristía, presente y todo entero, según la expresión dogmática del Concilio de Trento, incluido su corazón:
"Christum totum".

»Voy a serte sincero: la única objeción que tengo en este asunto es el modo de cocinarlo. En mi pueblo se prepara lo que llamamos el caldillo, un estofado que se hace con las asaduras del animal: hígado, bofe, pajarilla, es decir, páncreas, riñones y corazón. Pero nosotros empleamos el corazón, sobre todo, para hacer longanizas; picamos en trozos gordos los livianos, las mollejas y el corazón y añadimos alguna grasa picada. Lo salamos todo en abundancia, echamos pimiento dulce, pimiento picante, orégano, unos cuantos ajos y un poquito de agua. Lo dejamos estar dos o tres días, teniendo cuidado de amasarla a diario y, al cabo de este tiempo, lo embutimos en tripa. En casa le damos dos ataduras cada veinticinco centímetros, y las curamos con un fuego de hojas de laurel.

»Y si comenzaba esta carta con una cita en latín, quiero terminarla con un refrán en romance de mi pueblo: Desde la cabeza hasta el rabo todo es rico en el marrano. Nada más, amigo Leo, recuerda solamente que el cerdo, como Cristo, es la Hostia.»

«Historias»,
La Pasión,
167 (julio de 1936), págs. 34-38.

«Distinguido amigo:

»He recibido finalmente su amable carta del día 15 de enero. Empezaba a pensar que se lo había tragado la tierra. Celebro, sin embargo, que su tardanza se haya debido exclusivamente a un período de fertilidad literaria, y espero que haya avanzado lo suficiente como para que pueda enviarme pronto el primer borrador.

»Es difícil definir a Patricio en una sola frase, como usted me pide. Pátric —así le llamaban— era esa especie de don Quijote con faldas que fue Madame Bovary; pero en hombre: un ser ahogado por el ambiente y contaminado por una literatura que había pasado de moda. El Patricio que yo conocí vivió fascinado por las biografías de escritores muertos y por las novelas de Benito Pérez Galdós en un mundo que sólo respetaba lo joven y lo nuevo. Y tampoco puedo explicarme cómo fue capaz de hacerse tan amigo de Santos. Será que, como dicen, los opuestos se atraen, aunque yo siempre he pensado que se repelen.

»Cuando murió Leo, estuvimos en Italia; me llevó a su casa y conocí a su familia. Su padre era entonces el embajador de España en Roma y vivía con su mujer y con cuatro de sus ocho hijos en un luminoso palacio del siglo XVI, ventilado y fresco. Recuerdo que estaba siempre inundado de claridad por la luz que entraba a través de sus muchas galerías y cristaleras. Todo tenía un sabor muy castizo: balaustradas de mármol, baldosines y aguas que le daban un aire andaluz. Había un cuidado jardín con una fuente central y hasta una alberca, en la que se refrescaban durante el verano. Patricio era huérfano de madre, y su padre se había vuelto a casar con una jovencita italiana que se llamaba Lorenza Giolito, que tendría la edad de su hermana Mónica, un poquito mayor que él. Sus hermanas Alejandra y Adriana completaban esa familia que vivía en la embajada, entre esculturas de Donatello, pinturas de Tiziano y tapices flamencos, con la misma naturalidad con la que los Bueno, me imagino yo, vivían entre los cerdos.

»Se pregunta usted lo mismo que me pregunté yo durante mucho tiempo: ¿qué vio Patricio en un tipo como Santos? Pátric siempre me habló mucho de él. Me dijo que Santos llegó a la Residencia siendo un ignorante y que eso fue lo primero que le atrajo. Hasta entonces todos sus amigos habían sido pedantes insoportables y personas de cultura enciclopédica. Santos era un palurdo que no había salido jamás de su pueblo y que no había leído un libro en su vida. Digamos que Patricio le desvirgó; le fue recomendando lecturas y autores. Patricio me dijo que le gustaba su frescura: si algo no entendía lo preguntaba abiertamente; si alguna obra maestra le aburría, lo confesaba. Poco a poco, claro, fue perdiendo esta ingenuidad, como ya sabe. Mi teoría es que Pátric pensó que Santos podía servirle de modelo para alguno de sus personajes y decidió frecuentarle, empaparse de su modo de hablar para luego plasmarlo en su obra, como hubiera hecho Zola. Lo que ocurrió es que al final terminó cogiéndole cariño.

»A Patricio la vocación de escritor le venía de familia. Era sobrino de José María Pereda y desde muy joven supo a qué quería dedicarse. Voy a contarle algo que no encontrará en las historias de la literatura ni en ningún testimonio de la época. ¿Usted sabe cómo se titulaba la primera novela de Patricio, publicada en 1924?
Los Beatles.
Créaselo: yo he tenido un ejemplar en mis manos. Uno de sus personajes, Juan León, tiene mucha semejanza con Santos Bueno. Desgraciadamente, éste es uno de los muchos ejemplares que desaparecieron en el incendio que le mencioné y que casi me cuesta la vida. Recuerdo perfectamente el día que la trajo a casa, debajo del brazo, para que la leyéramos. A Leo y a mí nos encantó; era una novela formidable, impropia de un muchacho de su edad, pero opuesta a lo que entonces estaba de moda. Leo enseguida se dio cuenta de que iba a tener dificultades para publicarla, como así fue, y le ofreció hacerlo en Lisboa, en la editorial de un conocido suyo. Leo y él se llevaron bien desde el primer día. Los dos eran iguales; de ese tipo de personas que confía ciegamente en la solidez de una amistad que nace entre dos sujetos que admiran el mismo libro. El caso fue que la editorial que finalmente publicó
Los Beatles
era muy pequeña y debió de imprimir muy pocos ejemplares. Además, aquella novela era el tipo de literatura que Pepe Ortega combatía. Bastaron un par de artículos en
El Sol
para que los libreros la retiraran de los pocos escaparates en los que la habían colocado. Patricio nunca le perdonó esto a Ortega. No se conocían mucho —sólo coincidieron en un par de ocasiones—, pero se detestaban a muerte. Yo creo que hay mucho de rencilla personal en esa especie de conjura contra
Los Beatles.
Ocurre lo mismo con los acontecimientos históricos, grandes o chicos. Los libros nos los resumen, dibujando relaciones de causa y efecto o de fatalidad; pero estoy convencida de que hasta la Revolución francesa tiene motivos personales. El caso fue que el libro pasó sin pena ni gloria, y que Patricio cayó en una depresión de ánimo seria y profunda. Santos desapareció en cuanto se olió que su amigo era un fracasado que no iba a llegar a novelista famoso, como él esperaba. Patricio, sin embargo, no hacía nada más que preguntar por él. Estaba tan obsesionado que una mañana me presenté en el despacho del profesor Homero Mur, el consejero de Santos, para saber dónde se encontraba. ¿Sabe usted que me encantó aquel hombre? Fue grosero y maleducado conmigo. Me llamaba Elbosch, ¿se imagina? Él adoraba a Santos y se negó a revelarme su paradero. Me dijo que Santos era un joven muy fabulador y que estaba enamorado de mí. Yo no podía creerlo. Poco a poco se fue relajando, y antes de marcharme le invité a cenar. Aceptó, para mi sorpresa. Durante la velada estuvo muy simpático, y hablamos de todo un poco. Me dijo que había querido ser cura y que había pasado muchos años en el seminario. Se había enamorado de una mujer y se había salido para casarse con ella, pero resultó que esta mujer le engañó y se casó con otro hombre. Don Homero reconocía que esa experiencia le había hecho desconfiado con el género humano y algo misógino. Fuimos amantes sólo aquella noche. Físicamente no fue gran cosa, pero tenía una conversación apasionante. Me pareció uno de esos hombres a los que se les va la fuerza por la boca. Era inexperto y torpe, por eso me extraña que fuera verdad lo que se comentaba por ahí: que en sus ratos libres escribía para una revista pornográfica que se llamaba
La Pasión.
Firmaba como Dr. Moore y daba consejos sexuales. Me extraña mucho, pero todo puede ser.

»En cuanto a Patricio, se fue calmando poco a poco, pero todo lo que escribió después de
Los Beatles
lo consideré entonces y lo considero ahora simple basura. Sin embargo, fueron precisamente esas novelitas comerciales las que le dieron fama y dinero. Ahí empezó a perder la cabeza y a comportarse como si fuera Cervantes redivivo. Adoptó extravagancias, excentricidades y un aire general de insolencia que cada vez me disgustaba más. Se hizo amigo de todos los señoritos, frecuentó los bajos fondos de Madrid y trabó amistad con gente del hampa; aprendió a bailar y cultivó su pasión por la ropa. Se esforzó por adquirir costumbres fijas: levantarse tarde, tomar el aperitivo, almorzar fuera de casa, dormir la siesta, leer su poquito todos los días, ascender los fines de semana el Cerro de los Ángeles y asistir todas las tardes a una tertulia donde jugaba a escandalizar y a ser sublime todo el tiempo. Su máxima ambición era convertirse en el perfecto cortesano, y logró ser el más crápula de sus amigos intelectuales y el más culto de sus amigos golfos; aprendió a tratar a los caballeros con extremada educación y distancia y a las damas con cortesía: a las cocineras como si fueran reinas y a las reinas como nodrizas. Construyó, en fin, una leve existencia fácil de llevar en privado y un personaje público ciertamente ingenioso, que pasaba por genial entre los incautos, pero que, a sus años, sin mucho mundo, no podía estar expuesto al mismo auditorio más de dos horas seguidas sin riesgo de calcinarse, sin agotar su repertorio de frasecitas y poses. Pero escribir, no escribía ni una línea de calidad. Su cuerpo, que era un reflejo de su alma, iba engordando y embotándose cada día más. Poco a poco, fuimos dejando de vernos hasta que la guerra terminó de separarnos.

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