Fabulosas narraciones por historias (25 page)

BOOK: Fabulosas narraciones por historias
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María Luisa sonrió a Martini con simpatía, pero no le contestó. Babenberg, por su parte, se olvidó un instante de él, se volvió a Patricio y le preguntó:

—Por cierto, ahora que su amigo la menciona, ¿sería posible que usted me dejara leer esa famosa y maldita novela que circula de mano en mano por Madrid?

Su novela ¿famosa? Su novela ¿maldita? Su novela ¿circulaba? Su novela ¿de mano en mano? Su novela ¿por Madrid? Patricio estuvo a punto de hacer varios disparos al aire; y si se hubieran podido congelar sensaciones, él hubiese congelado aquélla. Debió de contestar que sí, claro, que estaría encantado de que él la leyera. Igual hasta se hincó de hinojos; nunca lo supo ni recordó que se pusieran en pie y que continuaran charlando, mientras caminaban a buen paso, sobre asuntos que no interesan a esta historia o sobre otros que ya conocemos, porque Patricio Cordero no tuvo ya oídos para nada que no fuera su propio pensamiento.

Santos tampoco estaba allí: contemplaba hipnotizado la belleza serena y equilibrada de María Luisa; frecuentaba su hospitalaria mirada, que invitaba a la visita o a instalarse definitivamente en ella; y se preguntaba qué hacía él enamorado de su basta y tetuda tía habiendo en el mundo una mujer como María Luisa: delicada, discreta, elegante y esterilizada. Se pasó la mañana intentando llamar infructuosamente su atención. Lo consiguió cuando menos lo esperaba, entrado el mediodía; y fue a causa de un episodio que a él le pareció vergonzoso. A las doce, como estaba previsto, soltaron los perros, que primeramente hicieron una pasada de este a oeste. La finca comenzó a hervir de vida; la jauría ladraba a lo lejos, y se barruntaba el huir de los venados. Los cazadores a esa hora ya se habían situado en los laterales y al final de la loma. Los bichos se presentían. De repente Manuel se puso tenso, y la yugular se le abultó.

—Quietos —dijo; y tras unos breves segundos en los que sus cinco sentidos interpretaron señales que para los demás mortales eran inexistentes, añadió—: Va a entrar por la derecha.

—¿Quién le tira? —preguntó Babenberg. Martini no despegó los labios, pero se echó la escopeta a la cara justo en el momento en el que por la derecha entró un venado excepcional.

—Es bicho de pavo. El más grande de la finca, seguro —susurró Manuel tenso. El venado, extraordinario, se volvió hacia ellos, pero no los vio. Martini apuntó.

—No le mire a los ojos —le advirtió María Luisa. Santos sintió que se le aceleraba el pulso. Patricio, en cambio, observaba la escena con una cierta objetividad.

—Dispare justo donde le nacen las manos —le indicó Manuel en voz muy baja.

María Luisa se volvió hacia Santos, que contemplaba los ojos lacrimosos del bicho y se dejaba llevar por la imaginación. Efectivamente, había clavado su mirada en aquellos ojos casi humanos y había percibido en su costado la respiración agitada tras la carrera, que surgía rítmica y condensada del hocico. Sentía en sus mejillas la tibieza del cervatillo, esa que iba a evaporarse de un disparo. Sugestionado por esta prosopopeya interior, Santos supo que no iba a soportar que Martini le matara. ¡Ay, qué coño, a que me pongo a llorar como un modorro!, pensó.

—No le mates, Martini —se oyó decir para sorpresa de todos, incluso de sí mismo. Pero Martini no le hizo caso; no fue que la detonación sonara al mismo tiempo que las palabras de Santos, no; fue que el tuerto no le hizo caso. Sonó el disparo, y aunque Santos no quiso mirar, oyó el grito de Martini, que se volvió hacia sus compañeros y exclamó:

—¡Qué cabrón, parecía un tío! Le he dejado seco.

Santos, avergonzado por este comportamiento tan poco viril, buscó con la mirada a María Luisa y se tropezó con ella, que le había estado observando largamente. La baronesa le regaló entonces una amplia sonrisa que ensanchó su pecho de alegría y consuelo y le dio motivos suficientes para fantasear.

Al término de la jornada, poco después de que los últimos cazadores alcanzaran la casa, fueron llegando los portadores con las piezas. De cada una colgaba un cartón con el nombre del dueño. Al poco rato apareció la pareja de la Guardia Civil, que tenía obligación de asistir a la medida y de comprobar que no se habían matado hembras ni varetos. El pavo no se lo llevó Martini, sino el conde de Peñaprieta. Y luego, en medio de un sobrecogedor silencio, se procedió a una vieja costumbre cinegética casi perdida: el venado no podía ser hecho cuartos sino por la mano de un noble que con la cabeza al aire, hincado de rodillas y provisto de un cuchillo destinado a ello, debía cortar con determinado ritual ciertos miembros del animal. Los tiempos cambian, y lo que hizo Babenberg fue un recuerdo simbólico y aproximado de aquella costumbre. Todos, cazadores y ayudantes, se asombraron del espectáculo a pesar de haberlo visto cientos de veces. A continuación los carniceros se encargaron de trocear realmente las reses ante la mirada hipnotizada de Santos, que se quedó solo contemplando el trabajo.

Tras la representación de Babenberg, los invitados se fueron despidiendo de él y de su esposa y fueron abandonando La Moratilla en sus respectivos autos. Hans, el chófer que había traído a Santos, Pátric y Martini, los esperaba en el interior del Packard, en una evidente demostración de impaciencia. Se acercaron rápidamente a despedirse de los anfitriones, que agradecieron sus presencias y esperaban verlos pronto de nuevo. Aún tuvo que soportar Santos una última burla de Martini a causa de su sensiblera reacción frente al ciervo. Sin embargo, a Santos le pareció que María Luisa le miraba con admiración y que le sonreía de un modo que significaba «Santos, cariño, cómo he podido vivir todos estos años sin tenerte a mi lado».

El auto de los chicos partió finalmente mientras los carniceros cargaban la carne descuartizada en camiones con barras de hielo. Sobre el suelo quedaron las tripas de los venados, que los perros olfateaban excitados. Cuando partió el último camión, la finca quedó en silencio tras la matanza. Sólo la silueta de Babenberg, recortada en el crepúsculo, perturbaba la línea más o menos recta del horizonte.

«Estimado Dr. Moore:

»Le escribo para contarle una experiencia que tuve a los trece años, y que creo que me ha marcado para el resto de mi vida. Me gustan los comercios desde chico. No el comercio, sino los comercios: las carnicerías, las papelerías, los estancos, las tiendas de ultramarinos y, últimamente, las mercerías. Todo comenzó el día del cumpleaños de mi tía. Ella ha sido para mí como una madre, y quería hacerle un buen regalo. Pensé que un par de medias negras le gustaría mucho. Me acerqué a una mercería que hay cerca de su casa y entré. La dueña, que estaba subida a una escalera poniendo el género en el último estante, me recibió con una sonrisa desde lo alto, con las faldas remangadas hasta medio muslo para no pisárselas.

»—Ahora mismo estoy ahí, cielo. Sujétame la escalera, haz el favor.

»Cuando llegó al suelo, me sonrió muy cerca de la boca. Estaba sofocada y los mechones de pelo le caían por la cara. Su blusa estaba a medio abrochar, olía a sudor, y pude ver sin problemas el canalillo de sus tetas. Me preguntó qué deseaba, y yo le dije que estaba buscando unas medias negras para mi tía, que celebraba su cumpleaños y que era como una madre para mí. La mercera me preguntó si sabía qué talla gastaba. Yo le dije que no.

»—Pues ya me dirás, guapo, lo que hacemos.

»—Mire —le contesté yo—, la única pista que puedo darle es ésta: cuando ella me baña, se me pone tiesa; y me he fijado en que estando los dos de pie, mi punta llega a su ingle. ¿Le sirve esto de algo?

»—Puede valer. Vamos a ver hasta qué parte de mi pierna llega tu punta; si también llega hasta mi ingle, pues entonces es la misma talla. Pero, antes, voy a echar el cierre, no sea que venga alguna y se piense lo que no es —explicó.

»Me desabrochó la bragueta, me sacó la polla y no tuvo que tocármela mucho porque enseguida se me puso durísima. Ella se desprendió la falda, se quitó las bragas y dejó al descubierto una generosa mata de pelo.

»—A ver —dijo poniéndose frente a mí. La punta de mi capullo caliente rozó su vientre, y me estremecí. Mientras ella estudiaba las medidas, le desabotoné la camisa, le quité la combinación, y ante mí apareció un par de tetas generosas y sin pelos.

»—Las tengo un poco caídas de dar de mamar a mis hijos y de hacer pajas cubanas —dijo distraída. Y a continuación sus piernas se fueron flexionando de modo que mi capullo empezó a deslizarse en el interior de su coño ardiente.

»—¿Tú qué años tienes? —me preguntó.

»—Voy a cumplir veinte ahora, en julio.

»—¿Y dices que tu tía te baña?

»—Sí señora, desde que era un crío. Con una esponja y un barreño. Ya le he dicho que mi tía es como una madre para mí. Y usted me recuerda a las dos —le expliqué yo abrazándola por la cintura y tragándome todo lo que me cupo de una teta. Entonces ella pareció darse cuenta de lo que estaba sucediendo.

»—No, no, no —dijo la mercera—. Estamos haciendo esto para averiguar la talla de tu tía; no seas fresco, niño.

»Y me empujó hacia atrás; se vistió, me despachó indignada las medias negras y me puso de patitas en la calle. Cuando volvió a echar el cierre, conmigo fuera, me corrí.

»Desde entonces adoro las mercerías. Cuando digo que las adoro es que las adoro. Ahora sólo puedo correrme en mercerías pequeñas, rodeado de señoras parlanchinas. Todos los días voy a una de estas tiendas, pido la vez y espero a que me llegue. Siento en mi cuerpo la presión de los muslos y de los traseros de las amas de casa. Me voy calentando más y más, y al final termino cascándomela a través de un agujero que me he hecho en el bolsillo del pantalón. Me gusta hacérmela mientras les huelo el sudor y oigo sus picardías. Gracias a Dios, siempre me viene cuando me llega la vez, lo cual, de verdad Dr. Moore, no tiene precio. En ese instante pido lo primero que se me ocurre, una cremallera, una faja, un juego de botones, un automático, unas inocentes cenefas o el tapetito de un vasar, intentando aparentar que no me sucede nada. Yo creo que ellas se dan cuenta. ¿Usted qué cree? ¿Qué me dice de mi comportamiento? ¿Es normal? ¿Es malo? ¿Es peligroso? Algunas noches me pregunto si soy un vicioso, y que dónde me estoy metiendo.

»Géminis. Segovia.»

«Historias»,
La Pasión,
27 (noviembre de 1923), págs. 24-25.

—Se está usted metiendo en la boca del lobo.

Con estas palabras le recibió don Homero Mur. Nada más entrar, Santos había detectado algo extraño, como si hubiera desaparecido el fondo irónico y burlón que don Homero solía proporcionar a todas sus reprimendas.

—¿Sabe por qué le he llamado? —le preguntó Homero Mur.

—Me lo imagino.

—A ver, ¿qué se imagina?

—Que quiere hablar conmigo porque voy a suspenderlo todo.

—Que va usted a suspenderlo todo lo sé yo desde que empezó el curso. Ésa es una batalla que, le seré sincero, hace tiempo que di por perdida. Le llamo por algo más serio y más peligroso. Quiero hablarle de Babenberg, a quien tengo entendido que frecuenta usted mucho últimamente.

Santos dijo sí, sí; pero lo dijo como si no quisiera dar importancia a un hecho que en realidad para él era formidable. A don Homero le traían al fresco estas sutilezas psicológicas:

—Usted tiene todo el derecho a decirme que me vaya a freír espárragos; pero luego no diga que nadie se lo advirtió. Yo sí le voy a decir algo: aunque parezca que el barón ese quiere hacerse muy amigo suyo…

—No sólo mío. También de Patricio Cordero y de Martiniano Martínez. Está muy interesado en la novela de Patricio y también dice que somos unos subrealistas franceses. Su mujer…

—Mire, Santos, sólo quiero decirle que abra bien los ojos y que tenga mucho cuidado con esa gente. Me consta que ese Babenberg no es trigo limpio. Utiliza a la gente en su beneficio, no tiene escrúpulos y es capaz de cualquier cosa, escúcheme bien, de cualquier cosa, con tal de conseguir sus propósitos.

Las palabras de don Homero le resultaban a Santos desproporcionadas y sin sentido, absurdas, casi grotescas.

—Don Homero, ¿qué está diciendo, por Dios? ¿Qué beneficio puede sacar todo un señor barón de unos pobretes como nosotros?

—Mire, Santos: Jiménez, Moreno, Ortega, Babenberg, todos están metidos en la misma empresa; y ustedes con sus bromitas y sus pedos, sin saberlo, les están echando a perder el negocio. No lo van a permitir.

En el fondo, aquella paranoia conspirativa le halagaba: medio mundo movilizado a causa de Santos Bueno y sus amigos. ¡Una lástima, la verdad, que aquellos argumentos fueran tan endebles! El pobre don Homero no salía de su despacho y no se enteraba de la misa la media. Santos se lo insinuó, y Homero Mur le miró con lástima:

—Es usted muy joven y es normal que me diga eso; pero no hace falta estar todo el día fuera para saber lo que pasa. Mírese: usted no para en la Residencia y, sin embargo, no se entera de nada. Para saber lo que sucede en nuestra vida es necesario tener fuentes de información, claro; pero es aún más importante mantener los ojos bien abiertos, no creerse nada de lo que se nos dice, nada de lo que parece razonable o natural a primera vista, y sobre todo pensar, analizar todos los datos minuciosamente. Es muy cansado, pero es el único modo de que no nos engañen.

—¿De que no nos engañe quién, don Homero? Babenberg detesta a Jiménez y a Ortega. Les odia.

—¿Es eso lo que les ha dicho?

—No hace falta que lo diga: se ve a la legua.

—No se fíe de las cosas que se ven a la legua, Santos. Se ve a la legua que Babenberg es el heredero de una gran fortuna prusiana, pero en realidad no es noble y tampoco es prusiano; en realidad es un judío de origen polaco, cuyo dinero procede de la venta de armas a los aliados y a los alemanes, sin distinción; negocio, por cierto, que esconde bajo la tapadera del depurativo ese, Richelet. Se ve a la legua que Babenberg es un mecenas; pero en realidad es un comerciante que ha encargado a Ortega la creación de una generación literaria rentable a medio plazo, que dé dinero, lo único que le interesa.

Santos quiso saber de dónde había sacado él todo eso.

—Tratando de estar informado y analizando los hechos, Santos. Usted también puede hacerlo; no tiene nada de particular.

Pero a Santos le parecía que sí. Aquél no era su don Homero Mur. Desprovistas sus vehementes palabras del tono zumbón con que solía hacerlas sonar, Homero Mur resultaba humano, demasiado humano; y, por primera vez en cinco años, Santos puso en duda la infalibilidad de su tutor. Salió del despacho turbado; y antes de subir al cuarto y de contárselo todo a Patricio y a Martini, quiso despejarse y pasear entre los chopos y los álamos con la mente en blanco. El sol había iniciado su descenso, y se aproximaban nubes de tormenta. Cirros incandescentes y estratos que mostraban su cuerpo gris y sus bordes rosados destacaban sobre un cielo todavía nítido, de un azul claro, autoritario y sin discusión. Por qué no eran así las cosas, Dios suyo.

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