Fabulosas narraciones por historias (56 page)

BOOK: Fabulosas narraciones por historias
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»Con el tiempo me he dado cuenta de que todos los esfuerzos de las criaturas de ficción van encaminados a convertirse en seres de carne y hueso. Los escritores, en cambio, seres de carne y hueso, hacen todo lo posible para convertirse en criaturas de ficción algún día: en estatuas, en billetes de banco, en sellos o en temas de libros escolares. Patricio Cordero, aunque lo intentó y lo merecía, no ha llegado a la categoría capítulo; se ha quedado en una modesta entrada del Espasa, que le considera un primor de literatura femenina y comercial de antes de la guerra. Créame: Patricio fue un escritor de talento echado a perder por las circunstancias, empeñado en hacer una literatura que estaba pasada de moda. Es muy difícil triunfar en el mundo de las letras después de Cervantes. Los escritores posteriores a él estuvieron y están condenados a componer variaciones más o menos interesantes del
Quijote,
pero variaciones al fin y al cabo. En España además es particularmente complicado triunfar sin ser deportista o torero. La dificultad se multiplica por dos si uno es escritor, y por veinte si se tuvo la mala suerte de ser contemporáneo de Lorca. Ya se sabe que a los españoles los escritores y los cerdos sólo nos gustan después de muertos. Aplíquese el cuento, como se decía en mi época.

»Tras el carnaval de los años veinte vinieron los fuegos artificiales del 36 y el fin de fiesta, el invierno interminable, esa descomunal Cuaresma que afortunadamente ha terminado hace poco con la muerte del enano.

»De la guerra poco le puedo decir porque no la viví. Cuando se sublevó el ejército de Marruecos todos pensamos que iba a ser cosa de horas; unos porque estaban seguros de que el levantamiento sería sofocado inmediatamente; otros porque estaban convencidos de que las demás plazas militares se unirían a la iniciativa. Cuando a las cuarenta y ocho horas vi que el golpe no triunfaba ni fracasaba, supe que iba a haber una guerra y me vine a mi casa de Nueva York. Lo que sí puedo decirle es que parte de responsabilidad en la salvajada fascista la tuvieron los que luego serían sus víctimas: asesinos que se hacían llamar milicianos y que sin más ni más se erigieron en brigada popular y pasaron a cuchillo del 31 al 36 a todo aquel que tuviera manos de señorito. Una de estas brigadas de milicianos mató a Aquiles, mi mayordomo de toda la vida, y prendió fuego a mi palacete de Santa Bárbara. Abandoné aquel país de salvajes el 22 de agosto de 1936 y desde entonces no he vuelto a saber nada de nadie ni he querido preguntar. Miento: a los pocos años de terminar la guerra, Santos me llamó por teléfono. Era un pez gordo del régimen, no recuerdo qué. Le pregunté por Patricio sólo para enojarle, y el muy hipócrita me contestó que lo tenía muy dentro. ¡Que lo tenía muy dentro! Estoy segura de que le fusilaron; de que Santos pudo haberlo evitado y de que no lo hizo. Si habla con él pregúntele; ya verá como le dice que le condenaron a muerte, que él intentó mover todos los hilos a su alcance para que se le conmutara la pena, pero que lo hizo demasiado tarde, cuando ya no había solución, cuando ya le habían ejecutado. En realidad eso es lo que le hubiese gustado que sucediera.

»Mis mejores deseos. [Firma ilegible.] En Belle Terre, a 1 de abril de 1988.»

7

Madrid duerme todavía. En la calle Pinar hay una valla de ladrillo que rodea completamente una de sus manzanas. Por encima de la tapia asoman las copas de algunos sauces llorones y tras ella se presiente un cuidado jardín y una vivienda enorme, casi un palacete. La casa imita la arquitectura victoriana: dos pisos, ladrillo rojo, ventanas pequeñas, techo de dos aguas y chimenea. Todo está a oscuras y en silencio, pero en ese momento alguien enciende una luz en una de las piezas de la planta baja. Es el gabinete. En su interior un hombre corpulento, casi gordo, de mediana edad y fino bigotillo consulta en batín de seda, con los lentes en la punta de la nariz, unos papeles que sostiene con la mano derecha. La izquierda acerca a intervalos pausados el primer café de la mañana. Poco a poco va penetrando a través de la ventana una tibia claridad que disuelve en gradación imperceptible la penumbra del despacho. En el jardín se adivina la frescura mañanera. Los gorriones ya han empezado su alboroto. Estamos en mayo. Cuando el despacho es pura luz, los niños irrumpen en el gabinete para dar los buenos días al padre amante y desvelado. Sigue a los hijos la aseadita mujer que besa, amante también, la frente del cabeza de familia. Juntos se encaminan al comedor, donde desayunan, conversan sobre temas banales y regañan a sus hijos suavemente. Aguedita, la interna, interrumpe la amorosa reunión para anunciar la llegada de Obrero. Ponle una copa de ojén para que no le tiemble el pulso y dile que ahora voy. El cabeza de familia apura el segundo café de la mañana, termina de decir lo que estaba diciendo y sale al encuentro del barbero. Obrero acude todas las mañanas a rasurarle; es su contacto con el mundo exterior. Le pone al corriente de lo que ocurre en la calle, de lo que anda en boca de todo el mundo, y le cuenta los últimos chistes de Franco.

Estos días el tema de conversación en las pocas tertulias que sobreviven después de la guerra es la descripción detallada de las atrocidades cometidas durante la defensa de Madrid por el general republicano Cirilo Cometripas, cuyo juicio sumarísimo se acaba de celebrar. Obrero repite lo que ha oído, con aderezos de su cosecha, mientras le pasa la navaja por el cuello:

—¿Sabe usted lo que le hizo al general Cantero? Le fue cortando, uno a uno, todos los órganos que no eran vitales: los dedos, las orejas, la nariz, la lengua y los ojos, y le dejó morir desangrado, mientras le hacían cosas que no vienen al caso. Cuando le preguntaron si los crímenes los había cometido solo o en compañía de otros, ¿sabe usted lo que contestó? Dijo no perdáis el tiempo buscando cómplices, las muertes de las que nos acusáis las hemos cometido solos. Hay que reconocer que estos rojos serán unos salvajes, unos malnacidos y todo lo que se quiera, pero de vez en cuando tienen unas salidas y unas frases que le ponen a uno la piel de gallina. ¡Qué unidad más bonita y más grande! Equivocada, pero bonita.

Santos soltó una carcajada, que estuvo a punto de costarle un corte.

—¡Si supieras los motivos personales que esconden las frases célebres! ¿Sabías tú que Cirilo Cometripas y el general Cantero estudiaron juntos en la Residencia de Estudiantes? Yo los conocí allí. Al general Cantero le llamábamos el Cantos. Un día le hizo una broma al Cometripas, que entonces se llamaba Ciruelo, y éste le juró venganza eterna. El general Cantero se tiró un pedo en su boca o algo así, cosas de críos; y desde entonces el Cometripas habló en plural. ¡Quién les iba a decir a ellos que se volverían a encontrar frente a frente en una guerra civil! ¡Y quién me iba a decir a mí que el alfeñique del Ciruelo se iba a convertir en un monstruo! ¡Lo que es la vida! Tú también conocías gente de la Residencia, ¿no?

—Sí, señor. Yo le he cortado el pelo a don Alberto Jiménez, a don José Moreno, al barón Leo Babenberg, a Unamuno, a don Juan Ramón, a Marañón, a Cajal y a muchos otros. A don José Ortega me hubiera gustado, pero es que el pobre no tenía; lo que sí hice mucho fue afeitarle.

—¿Y qué habrá sido de toda esa gente? Yo me acuerdo del barón, que le mataron los comunistas; de Unamuno, que se murió al poco de comenzar la guerra; pero de los otros no tengo noticia.

—Unos han muerto y otros se han marchado. Don Alberto y don José se exiliaron a México o algo así; Juan Ramón también ha huido; don José Ortega se ha quedado, pero no se sabe nada de él; no ve a nadie, no es como antes, que le gustaba salir y entrar todo el tiempo. La guerra nos ha cambiado a todos. Pero lo mejor es no pensar; ahí está el quid de la cuestión: no complicarse la vida, hacerse una rutina y seguir para adelante. A mí lo más importante que me sucede durante la semana es la partida de dominó que echo los domingos por la tarde.

—¡Cuánta razón tienes, Obrero! El secreto para llevar una existencia placentera es no pensar y consagrarte a tu trabajo o a tu familia. Por cierto, hablando de familia, he estado haciendo gestiones para lo de tu hija y creo que no habrá ningún problema para lo del estanco.

—¡Qué Dios le bendiga, don Santos! Se va a poner la Patro como unas castañuelas. La pobre es que ha sufrido mucho con la guerra.

—Con la guerra hemos sufrido todos, Obrero. Tu hija, lo que pasa es que se casó con un comunista y la jodió.

—Ahí tiene razón, don Santos.

—¡Claro que la tengo! Anda, tómate otra copa de ojén, coño; que te está temblando el pulso, y veo que me vas a cortar. ¡Y como me cortes sí que la vamos a joder!

En un cuartucho inmundo de la pensión Asturiana un hombre al que no vemos la cara iguala los dos cabos de su zapato derecho y medita sobre las semejanzas entre la vida y los cordones. Si un cabo es desmesuradamente largo, lo es porque el otro está a punto de desaparecer por el agujerito; hay que engancharlo con la punta de las uñas y acortar el grande para aumentar su tamaño y poder así atar el zapato. Es como el éxito o la felicidad, que sólo pueden conseguirse con el fracaso y la desdicha ajenos. Desde hace muchos meses cualquier actividad insignificante le provoca reflexiones sobre el universo, que le dejan exhausto. No está bien alimentado y le fatiga pensar. Culminada la delicada tarea de anudarse los cordones, todavía se queda allí un instante, sentado al borde del camastro. Alguien enciende una radio al otro lado del tabique, en otra habitación, en otro mundo: la voz familiar de Tita Miranda recomienda tener esperanza en el día de mañana. ¡Qué risa! ¿Cuándo había empezado él a darse cuenta de que el día de mañana no eran las próximas veinticuatro horas, sino los diez, veinte o cuarenta años siguientes? Dicen que los guepardos, cuando son cachorros, no ven sino lo que está a dos centímetros de sus pupilas; pero que, de repente, un día perciben la profundidad, descubren el horizonte, se asustan y huyen.

En la casa de la calle Pinar, se almuerza a las dos y media. Después el cabeza de familia parece que se quiere echar un ratito, media hora, antes de pasar de nuevo al gabinete, donde trabaja hasta las cinco. Aquel día Aguedita le interrumpe un poco antes de esa hora y le dice que alguien le está esperando en la biblioteca. Reciben a las seis, lo sabe todo Madrid; por eso le extraña tanto la visita. ¿Quién es? No ha querido decir su nombre. Santos siente una cierta zozobra camino de la biblioteca. Aquéllos son días de sorpresas, de amigos muertos en el bando enemigo, de amigos vivos a los que creíamos requetemuertos. El visitante se pone en pie al verle entrar. A Santos no le cuesta reconocerle a pesar del rostro ajado y huesudo por el que parece haber transcurrido medio siglo; a pesar de sus ojos cansados bajo los que cuelgan bolsas de desdichas; a pesar de ese rictus derrotado. La memoria, sin embargo, gasta estos días malas pasadas; todos hemos creído ver por la calle últimamente a un viejo conocido y hemos corrido tras él gritando su nombre, le hemos alcanzado, le hemos obligado a darse la vuelta y hemos comprobado con bochorno que no era quien pensábamos. Por eso no está de más preguntar.

—Eres el primo Marcelino, ¿no?

Viste un terno extremadamente viejo, pero limpio, y a su lado tiene una maleta de cartón atada con cuerdas. Hay en todo él una coquetería, un aseo y un afán de pulcritud que le conmueve. Se dan la mano y Santos le invita a sentarse, pero antes llama a Aguedita y le pide que les sirva café y pastas. Están un rato así, frente a frente, contemplándose. ¡Ellos, que pensaban que no iban a envejecer jamás!

—Has engordado una barbaridad, Santos.

Engordar durante una guerra es síntoma y efecto de prosperidad económica. El comentario es, por tanto, un halago, un reconocimiento que Santos agradece. Aguedita sirve los cafés, y Marcelino no puede ocultar, ni quiere, el placer que siente al dar el primer sorbo.

—Lamento mucho lo de tus padres —le dice Santos. Marcelino asiente y se come una galleta—. En Fuentelmonge todos piensan que tú también has muerto.

—Más me hubiera valido. En fin, ¿cómo está tu madre? se interesa Marcelino.

—Allí está, en el pueblo; muy mayor, pero bien, dentro de lo que cabe.

Hay largos intervalos de silencio entre las preguntas y las respuestas. Santos supone que Marcelino va a pedirle algo: un enchufe, un trabajo o simplemente dinero. Su primo debe de percibir algo en su actitud expectante y se apresura a aclarar la situación:

—No vengo a pedirte nada, Santos. Vengo sólo a preguntarte si sabes dónde está Patricio.

Santos no se espera esta pregunta, que le desconcierta.

—¿Patricio? No tengo ni idea. Pensé que tú y él estabais…, ya me entiendes.

—Sí, formábamos pareja —afirma Marcelino con un orgullo algo desmesurado—. Lo que sucede es que no he vuelto a saber nada de él desde antes de la guerra, concretamente desde el día en que se fue a Valencia contigo, al entierro de ese amigo vuestro. Aquella noche no regresó a casa. Desde entonces no ha vuelto a publicar. Es como si se lo hubiera tragado la tierra.

—Marcelino: la guerra acaba de terminar. Se tardarán aún varios años en censar a los caídos, pero es bastante probable que si a estas alturas no ha dado señales de vida…

—Lo sé. Solamente quería preguntarte por él antes de marcharme.

—¿Te vas?

—Me voy a México. Yo aquí no hago nada. No hay trabajo para nadie, y menos aún para un comunista que además es maricón.

—Yo puedo darte trabajo si es lo que quieres —asegura Santos con determinación.

—No, gracias. Lo que quiero es marcharme.

—¿Necesitas dinero? ¿Puedo ayudarte de algún modo?

—No, no creo. Muchas gracias, pero me marcho ya —responde Marcelino poniéndose en pie.

—¡Espérate un minuto, hombre! Déjame darte unos chorizos.

—¡Cómo vivís los ricos! ¿Has hecho matanza y todo?

—No, no. Estos chorizos son de un cerdo que maté antes de la guerra. Llevan curándose ni se sabe el tiempo. Espérame aquí.

Santos sale de la biblioteca, pero antes de bajar a la bodega pasa por el gabinete y saca de la caja de caudales unos cuantos miles de pesetas. Marcelino jamás le pediría dinero, y él está seguro de que lo necesita. En la penumbra de la bodega, mientras elige los chorizos y los envuelve en papel de periódico, se pregunta de qué le ha servido al primo Marcelino tanto refinamiento, tantas lecturas, tantos idiomas y tanta curiosidad; de qué le ha servido tener conciencia política, conocer a los mejores hombres de nuestro país, pensar, discutir, reflexionar y escribir obras de teatro. Ahí le tenía, esperando chorizos, andrajoso y derrotado, con un futuro incierto lejos de la patria. Martini, el inconformista, el revolucionario, estaba muerto. ¿Para qué tanta actividad y tanto movimiento? ¿Para qué ser un hombre de acción? Le habían matado sin dejarle cumplir siquiera treinta años. ¿Y Patricio? ¿Qué quedaba del celebérrimo escritor Patricio Cordero? ¿Para qué tanto desvelo, tantas notas en los márgenes de los libros? ¿Qué había conseguido sufriendo tantas horas sin dormir, tantos hielos escribiendo? ¿De qué le había servido discrepar de la opinión común y de los estilos normales de vida? Detestaba la disparidad de conducta. Si alguien quería contrariar la corriente general, que emigrara a algún desierto y allí, a solas, que disfrutara de su sabiduría. Sus amigos no habían sido simples como él, habían sido todos especiales y brillantes, pero hoy estaban todos muertos, o deseaban estarlo. Él nunca había tenido pretensiones desmesuradas ni demasiada curiosidad; nunca había sido un inconformista ni un insatisfecho ni un insensato; nunca se había hecho demasiadas preguntas ni había querido cambiar la sociedad ni quedar para la historia. Él había abandonado a tiempo las ganas de comerse el mundo; había sabido desalojar la juventud y dejar a los amigos cuando hubo que hacerlo, y hoy era feliz, o por lo menos más feliz que ninguno de ellos. Él no pensaba y aspiraba a muy poca cosa: a disfrutar jugando al dominó o a levantarse temprano los domingos para leer el periódico desayunando churros y café antes de ir a misa.

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