—No me preocupan las amistades que tu hermano tuviera en el pasado. Ahora sólo importa el futuro que los dos juntos podamos construir.
—Deberías sentirte muy feliz. Fernando se podía haber casado con cualquiera de esas chicas tan bonitas y elegantes que siempre andaban a su alrededor. Es un honor que te haya escogido a ti.
—¡No dices más que tonterías! —Lucía regañó de nuevo a su descarada hermana y, antes de que la discusión se complicara, por suerte apareció Jorge para anunciar que se estaba sirviendo ya la tarta nupcial, y las dos chicas corrieron de vuelta al comedor.
—¿Te estaban molestando? Rosa puede volver loco a cualquiera.
—Son un encanto, no te preocupes.
Diana apoyó la frente en el marco de la ventana abierta y respiró hondo el aire fresco y cargado de lluvia, hasta que las gotas le salpicaron la frente y la nariz.
—Te has mojado. —Jorge sacó un pañuelo blanco de su bolsillo y se apresuró a secarle la cara, recibiendo como pago una sonrisa deslumbrante.
—No deberías estar aquí con tu aburrida cuñada. Hay un par de jovencitas en el comedor que agradecerían mucho más tus atenciones.
—Me gustaría tener la oportunidad de conocerte, si me la concedes. —Jorge inclinó la cara hacia un lado, con gesto reflexivo—. Fernando no me ha hablado mucho de ti, y me intrigas.
—No tengo nada interesante que contarte, mi vida te aburriría.
—No lo creo. Sé que has vivido en distintas ciudades, seguro que tienes mil experiencias interesantes para alguien que nunca ha salido de su provincia natal.
Diana enarcó una ceja, suspicaz. Se preguntaba si Jorge sabía algo sobre su pasado o trataba de sonsacarla. Sin embargo, ante su silencio, su joven cuñado mantuvo un gesto paciente, con la mirada clara y serena de quien no tiene nada que ocultar.
—Nunca he tenido hermanos, y ahora, de repente, me encuentro con tres, y creo que siempre agradeceré al Señor esta fortuna inesperada —aseguró Diana de pronto, poniendo una mano, que destacó blanca, casi translúcida, sobre el impecable frac de Jorge.
—Si yo te hubiera conocido antes, quizá sería a Fernando al que llamarías hermano.
Esas palabras lograron arrancarle una sonrisa. Parecía una cualidad innata de los hermanos Novoa conseguir hacerla reír en cualquier situación. Y seguía riendo cuando Jorge le ofreció su brazo y la acompañó al comedor, asegurando que se quedarían sin pastel si continuaban demorándose.
Fernando se acercó a su hermano cuando vio a Diana distraída, hablando con su madre, y lo agarró por el codo, llevándoselo al fondo de la estancia, donde nadie los oiría.
—Te deshaces en atenciones hacia mi esposa —lo acusó, severo.
—Alguien tiene que ocuparse de ella, si tú no lo haces.
—Esto no es un juego, Jorge, y Diana no es una joven cualquiera por la que podamos disputar, como antaño.
—No estaba seguro de que te hubieras dado cuenta de que tu esposa no es «una joven cualquiera». A veces, a las mulas hay que ponerles una zanahoria delante para hacerlas avanzar.
Incrédulo, Fernando estuvo tentado de golpear a su hermano menor por ese insulto. Entonces, comprendió que sólo lo estaba provocando, tratando de comprobar hasta qué punto apreciaba a la joven con la que se había casado.
—Está enfadada conmigo por culpa de la viuda —reconoció al fin, confesando su preocupación—. Huyo de su mal genio, esperando que en algún momento se le pase.
—No parece una buena forma de comenzar un matrimonio. ¿Por qué no tratas de hablar con ella?
—Y ahora, el hermanito pequeño da consejos a sus mayores. —Fernando pasó un brazo sobre los hombros de Jorge, empujándolo hacia la mesa donde un camarero servía licores—. Me reservo para la noche. Creo que tengo una idea bastante acertada de cómo despejar todas sus dudas en cuanto a mi interés.
Desde el otro lado de la sala, Diana oyó la risa de ambos hermanos y sospechó que gastaban bromas groseras sobre ella. Volvió a sentir entonces el enfado, la sensación de impotencia y de rabia que le había producido la presencia de aquella mujer que tanto odiaba en su casamiento. Saber que ella y quién sabe cuántas otras habían compartido con su esposo una intimidad que Diana aún desconocía le provocaba una desazón infinita y un rechazo ante la idea de ser sólo una más en la cama de Fernando.
Cuando llegó la hora de marcharse, su madre se acercó para darle un abrazo, demasiado largo, teniendo en cuenta que la pareja no salía de viaje y que se verían al día siguiente. Le susurró unas palabras al oído que consiguieron erizarle la piel con malos presentimientos. Dejó que Fernando la tomara de la mano y se la enlazara en el brazo, siguiéndolo como una autómata, pálida, desencajada. Fue entonces cuando creyó comprender lo que en verdad suponía el matrimonio. Había vendido su alma al diablo.
Fernando apagó su enésimo cigarrillo en el cenicero ya a rebosar, y decidió que había llegado la hora de atravesar el sagrado umbral donde le aguardaba su esposa. Hacía varios minutos que la doncella se había marchado, tras ayudarla a desvestirse, y desde el interior de la alcoba no llegaba ningún sonido que le indicase que Diana aún estaba ocupada en lo que quiera que hiciera una joven para prepararse en su noche de bodas.
—¿Puedo pasar? —preguntó, tras entreabrir con cuidado la puerta, procurando no sobresaltarla.
—Sí.
Estaba sentada en la cama, con las sábanas y mantas subidas hasta la barbilla, su larga melena recogida en una trenza que la hacía aún más joven, y los ojos muy abiertos clavados en el suelo, a sus pies.
—Ha sido un día muy largo —comentó él, por decir algo, mientras se quitaba la chaqueta y se deshacía el nudo del pañuelo de cuello. Ella seguía cada uno de sus movimientos con inquietud, evitando mirarle a los ojos—. Siento que no podamos salir de viaje, como correspondería. —Se sentó a los pies de la cama, mientras iba desabotonándose despacio la camisa. Diana se encogió aún más, tratando de fundirse contra la madera del cabecero.
—Lo... lo entiendo. Tu madre... no se encontraba muy bien hoy... Hacía un día muy frío... Quizá no debería haber salido...
Fernando asintió, preocupado por el tartamudeo de su esposa, nunca hasta entonces la había supuesto tan cobarde, pero era evidente que algo la estaba asustando muchísimo.
—Viajaremos cuando mejore —le aseguró con una sonrisa, tratando de alejar los malos pensamientos—. ¿Adónde te gustaría ir? ¿París? ¿Venecia? Pide lo que quieras, paga mi padre.
En los labios de Diana asomó una tibia sonrisa, que desapareció al momento cuando Fernando estiró una mano para tocarle los pies, cubiertos por las mantas. Encogió las rodillas contra el pecho, con tanta fuerza, que sintió que le faltaba el aliento.
—Donde tú digas —balbuceó, de nuevo evitando mirarlo.
—¿Hay algo que te preocupe? —Fernando se inclinó sobre la cama, apoyándose en un codo, la camisa abierta mostrando su pecho moreno, que Diana aún recordaba de su primer encuentro, en el puerto de pescadores—. Puedes contármelo. —Negó con la cabeza lo que su garganta no se atrevía a expresar—. Tu madre te habrá hablado.
El rubor que la cubrió de la frente al cuello fue suficiente respuesta. «Tu marido sabrá qué hacer —le había dicho su madre en el momento de despedirse, besándola en la frente—. Procura no ponerte nerviosa para no empeorarlo.» Empeorarlo. Ésa era la palabra que había empleado. ¿Empeorar qué? ¿Qué iba a ocurrir aquella noche?
—Es extraño —consiguió decir, haciendo un gran esfuerzo por poner en palabras su angustia—. Hace poco más de un mes, ni nos conocíamos, y ahora estamos aquí...
Lanzó una mirada a su alrededor. La situación estaba clara. Ella en camisón, metida en su nueva cama. Él a medio desnudar, aguardando el momento de convertirse verdaderamente en su esposo. Y aún eran poco menos que dos desconocidos.
—No tienes nada que temer. No sé lo que habrás oído, pero hay muchas mujeres que disfrutan haciendo el amor.
Diana se cubrió la cara con las manos, definitivamente muerta de vergüenza. Lo que él decía no podía ser cierto. No al menos para las mujeres decentes. Su confesor se lo había dejado bien claro cuando ella le había explicado el extraño calor y la languidez que la invadía cuando su prometido lograba robarle un beso, o cuando la miraba con la cabeza ladeada y aquella sonrisa traviesa, o cuando se quedaba absorto, mientras ella se metía un bombón en la boca y suspiraba de gusto por el sabor dulce en su paladar, y entonces él se pasaba la punta de la lengua por el labio inferior, como si él también pudiera degustarlo. Se había sentido obligada a confesar asimismo los besos y las caricias que Fernando le había prodigado aquella tarde, días atrás, en aquella misma cama, y que sólo habían refrenado por la preocupación a que los descubrieran. Toda aquella lujuria le había acarreado una penitencia larga y complicada de cumplir. Horas de rezos y rosarios para ser absuelta del pecado de sentir esas cosas por su prometido. Y ahora él quería hacerle creer que no había nada malo en ello.
—Sé que no es pecado porque estamos casados —aceptó, sin levantar la vista del cuello de su camisón—. Pero yo no... no sé si podré.
—Diana...
Fernando se puso en pie para en seguida volver a sentarse muy cerca de ella, inclinándose hasta que su cara casi reposó en su pecho. Le acarició la punta de la trenza y luego, retirándosela hacia la espalda, intentó besarle el cuello. Ella logró esquivarlo y se levantó, huyendo hacia el fondo de la alcoba.
—No te acerques —amenazó, con un dedo estirado.
—No seas chiquilla. Los dos estamos nerviosos y muy cansados, y con esa actitud sólo logras complicar las cosas.
Diana recordó a la viuda negra, sentada en la iglesia el día de su boda, mirándola con una sonrisa siniestra debajo de su oscuro velo. Aquella mujer sabía lo que Fernando pretendía hacerle aquella noche. Lo sabía muy bien, porque antes se lo había hecho a ella. Y no se trataba sólo de besos y abrazos. Por eso no te amenazan con el infierno para toda la eternidad.
—No dejaré que me toques, no quiero que lo hagas; te aborreceré para siempre si me obligas.
—Eres mi esposa y no puedes oponerte a tus deberes conyugales —bramó Fernando, ya casi fuera de sí, harto de aquella escena.
—Tendrás que forzarme.
—No tengo tanta necesidad.
—Bien sé que tus necesidades están cubiertas.
Esa acusación flotó entre ellos como un olor rancio a flores pasadas, inundándolo todo, imposible de ignorar. Fernando, de pie en mitad de la alcoba. Diana, pegada a la pared, con una silla por delante como futil defensa.
—Esto es absurdo. —Fernando hundió los hombros, derrotado, sin saber si reír o empezar a romper el mobiliario de la habitación para desahogar su rabia—. Sabía que eras una caprichosa malcriada, acostumbrada a salirte siempre con la tuya, pero nunca pensé que llegarías tan lejos. —Recogió su chaqueta, estrujándola entre las manos como si fuera el cuello de su arisca esposa—. Duerme sola, pues, en tu altar virginal, querida mía, pero piensa que si conviertes este matrimonio en un infierno, lo será para los dos. Para ti y para mí.
Cuando cerró la puerta a sus espaldas, retumbaron todos los cristales de la alcoba. Al fin, pocos segundos después, las rodillas de Diana cedieron y cayó al suelo, hecha un ovillo. Había ganado una batalla, sí, a costa de comenzar una guerra.
Apenas amanecía cuando unos perentorios golpes en la puerta sacaron a Diana de una pesada duermevela. Fernando no esperó a que ella le diera permiso para entrar.
—Mi madre ha empeorado —anunció desde el umbral, con evidente preocupación—. Me voy a mi casa.
—Voy contigo.
Saltó de la cama y corrió al vestidor. No había tiempo de esperar a la doncella, se vistió apresuradamente con ropa sencilla, abrochándose los botones a los que llegaba y pidiéndole ayuda a Fernando para que la ayudase con el resto. Como si nada hubiera pasado entre ellos. Como si no fueran esposo y esposa, sino quizá hermanos mal avenidos que se ayudan a su pesar cuando surge un problema común.
En casa de los Novoa, la preocupación extendía un fúnebre manto sobre todos sus habitantes, oscureciendo aún más aquel día gris. El médico ya se había marchado, le dijo su padre a Fernando, y su único y último consejo había sido que se encomendaran al Señor.
Durante cinco días, se turnaron ante la cama de la enferma. Sólo los mayores. A las dos hijas pequeñas les fue prohibida la entrada más que para breves visitas cuando la enferma recobraba algo de lucidez. Todos conocían el riesgo de contagio, por más que los médicos no acabaran de ponerse de acuerdo sobre cómo se producía, ni los métodos para evitarlo. Aun así, lo afrontaron con valentía, dispuestos a atender a la moribunda lo mejor posible en sus últimos días.
A primera hora de la mañana, con la ayuda de Rosario, Diana aseaba a la enferma y cambiaban las sábanas de la cama, empapadas por los sudores nocturnos, medicinas y ungüentos.
—Ay, niña, usted no debería estar aquí, haciendo este trabajo. Usted debería andar por esos mundos, divirtiéndose, disfrutando su luna de miel.
Diana terminaba de abrocharle el camisón a su suegra y no encontró respuesta para las palabras de la criada. Su matrimonio no había empezado con buen pie, y no sabía si les hubiera ido mejor de no mediar aquella desgracia.
—Deme esa taza de leche, Rosario, a ver si consigo que tome algo.
Era tarea inútil, bien lo sabía. La enferma había entrado en un estado de inconsciencia casi absoluta en las últimas horas y tratar de alimentarla era una cuestión de extrema paciencia que acababa con los nervios de sus cuidadores.
—Qué va a tomar, la pobriña, si ya está más allá que aquí. —Rosario se llevó la punta del delantal a los ojos llorosos, y al momento trató de hacerse la fuerte, recogiendo las sábanas sucias del suelo y envolviéndolas en un hatillo—. Usted es la que debería tomar un buen desayuno, señora, o acabará también enferma.
—Ya he comido algo en casa antes de salir, no se preocupe.
—Me preocupo, sí, y también se preocupa el señorito Fernando. Éste no es trabajo para usted, sólo nos faltaría otra desgracia.