Y entonces se abrió la puerta.
Aunque el momento no era tan escandaloso como segundos antes, los rostros arrebolados de los novios y la forma en que estaban sentados, juntos, sobre la cama, fue suficiente para que las futuras consuegras lanzaran exclamaciones de sorpresa.
—¡Diana! —dijo la madre de la joven desde el vano de la puerta, sin mirarla a los ojos—. Tenemos que irnos ya, se ha hecho muy tarde.
—Fernando. —Juana de Novoa llamó a su hijo, esperando que la siguiese, pero no pudo añadir ni una palabra más. Se alejó por el pasillo con su paso lento y trabajoso, preguntándose cómo pedirle disculpas a su buena amiga por aquel comportamiento indecente.
—Ahora tendré que casarme contigo —aún bromeó Fernando, al ver que Diana se ponía en pie y corría a reunirse con su madre.
—Y yo que pensaba que todavía encontraría una forma de librarme de ti —dijo ella deteniéndose ante él, con la espalda erguida y las mejillas sonrosadas. Su boca era una fresa madura que no podía negar que había sido besada, y mucho. Y, de repente, en el fondo de sus ojos oscuros, de pupilas aún dilatados por la pasión, Fernando vio brillar la primera chispa de auténtico humor que había vislumbrado en ella.
—Metiste el pie en la cesta equivocada. Tu suerte está echada desde entonces.
Diana hizo lo que siempre hacía en esas ocasiones. Se retocó el pelo, se alisó la ropa, y salió de la alcoba con pasos lentos y elegantes, casi majestuosa.
Fernando se tumbó de nuevo en la cama, pensando que era un loco al borde de un precipicio. Se preguntó si dejarse caer sería la mejor alternativa. Al fin y al cabo, no era tan descabellado enamorarse de su propia prometida.
Y así, tan suave como las temperaturas de aquel final de febrero, inesperadamente soleado, transcurrió el mes de plazo, y Diana se encontró la tarde anterior a su boda envuelta en extrañas sensaciones, entre la incredulidad y el júbilo, entre la preocupación y el ansia.
Fernando le había advertido que aquel día no darían su paseo. Su hermano, tres años más joven, había llegado de Compostela para el casamiento y parecía que le tenía reservados algunos festejos para la víspera. Diana aceptó con resignación esa conocida necesidad de los hombres de prepararse para su matrimonio rodeándose de amigotes, bebiendo y comiendo, y divirtiéndose como si aquél fuera el último día de su vida.
Ella, sin embargo, decidió pasar una tarde tranquila en su casa, repasando algunos de los bocetos que había hecho aquellos días, actividad que la tenía tan entretenida que ni se enteró de cuando su madre le dijo que salía a un último recado, ni de cuando su padre se despidió, advirtiéndole que llegaría un poco tarde para la cena. Ya la luz decaía tras los cristales cuando la doncella se acercó para anunciarle que tenía una visita.
El nombre no le era conocido, supuso que, en realidad, sería una visita para su madre, y se dispuso a recibirla sin preocuparse del delantal viejo que llevaba para proteger su ropa de la pintura, ni de su pelo mal recogido en un moño que se deshacía a cada paso que daba.
La mujer se detuvo en la entrada, una sombra oscura entre las sombras que ya poblaban la habitación. Vestía por completo de negro, lo que Diana achacó al luto, y un velo de redecilla difuminaba sus rasgos.
—No me la imaginaba así.
—¿Disculpe?
—Pensaba que si Fernando había renunciado a su amada soltería, sería por una mujer que valiera la pena.
Diana enderezó la espalda, asombrada, llevándose una mano al pelo, tratando mecánicamente de arreglar aquel estropicio. Al momento la bajó. No permitiría que una desconocida la insultara en su propia casa.
—¿Conoce usted a mi prometido?
—¿Su prometido? Se le llena la boca al decirlo. —La mujer dio dos pasos en dirección a Diana, que tuvo que refrenar el impulso de retroceder para que no se le acercara—. Era mío antes de ser tuyo. Fernando es mucho hombre para ti. Por el amor de Dios, si sólo eres una criatura con las manos y la nariz sucias.
Ella apretó los puños a los costados, evitando el acto reflejo de frotarse la nariz para limpiarsela. ¿Cómo se atrevía? ¿Con qué derecho?
—Tendré que pedirle que se vuelva por donde ha venido, señora.
—No eres lo suficientemente bella. Las ha tenido mucho mejores que tú.
—Su opinión me ha quedado clara. Ahora, si me hace el favor, quisiera dar por terminada esta escena tan violenta.
—Nunca te será fiel.
Quería chillar, chillar hasta quedarse afónica. Olvidarse de la buena educación y los modales. Agarrar a aquella mujer por un brazo y sacarla a empujones de su sala. La estaba viendo por primera vez, y ya la odiaba más de lo que nunca había odiado a ser alguno.
—Eso está por ver. —Diana dio dos pasos hacia su contrincante. Sus ropas claras contrastaban con las negras de la viuda, que parecían atrapar y devorar la luz de tal modo que se asemejaba más a un espectro que a una persona de carne y hueso—. Pero si algún día decide buscarme una sustituta, imagino que me cambiará por alguien más joven y bonita, no por una mujer que ya ha pasado de largo los mejores años de su vida y que aún se hace ilusiones con quien tiene edad para ser su hijo.
Sabía que exageraba mucho la edad de su interlocutora, pero sus palabras dieron exactamente en el blanco. Aquella mujer era mayor que Fernando, no tanto como para ser su madre, pero sí para comprender que no tenía ninguna posibilidad de ser su esposa. Si se había divertido con ella, sin duda era porque en su condición de viuda se había convertido en una presa fácil y una aventura segura, a la que él no se sentía atado y se creía por tanto sin responsabilidad alguna por sus actos.
—No deberías hacerte falsas ilusiones, chiquilla. Este matrimonio sólo te traerá lágrimas —vaticinó aún la mujer, con el despecho saliéndole por la boca, y al momento se dio la vuelta y desapareció tan rápido como había llegado.
Con un gemido, Diana arrojó al suelo los dos pinceles que todo el tiempo había mantenido en la mano derecha, apretándolos hasta hacerse daño en los dedos. Quería salir corriendo detrás de aquella bruja, arrancarle el velo y marcarle la cara con sus uñas. Si pudiera del mismo modo borrar los besos que Fernando le había dado... Si pudiera eliminar la memoria de su cuerpo, de sus caricias, de las promesas que sin duda se habían hecho...
Ahora comprendía que al día siguiente se casaba con un hombre del que apenas sabía nada. Conocía a su familia y amigos, sí, y también sabía que era un holgazán al que solían pegársele las sábanas por la mañana, pero sin embargo no renegaba del trabajo duro del puerto de pescadores. ¿Y qué más? Le gustaba fumar aquellos finos cigarrillos de la Fábrica de Tabacos de La Coruña. Y los helados de chocolate, incluso en invierno. Le gustaba caminar, presumía de su ciudad, y era simpático y afectuoso con los que lo rodeaban.
Sabía que muchas novias iban al matrimonio sin conocer siquiera lo poco que ella sabía de Fernando, sin haber tenido la oportunidad de pasear y charlar con su prometido a diario durante un mes. Bendita ignorancia. Ahora Diana lo cambiaría todo por la capacidad de olvidar lo descubierto aquella tarde. Por borrar de su mente la visita de aquella viuda negra que había ido a amargarle las horas previas al que debía ser uno de los días más felices de su vida.
No estaba borracho, al menos no tanto como su hermano Jorge, que se había puesto a cantar, acodado en la barra de aquella taberna de mala muerte del ensanche, adonde lo habían arrastrado entre él y sus mejores amigos, es decir, lo peorcito de cada casa, y algunos empleados de la conservera.
La tabernera, rolliza y rubia, de mofletes colorados como enormes cerezas, servía generosamente el vino, sabiendo que aquellos señoritos pagarían la cuenta, no como otros borrachos a los que estaba más acostumbrada. Por enésima vez, Fernando levantó la taza de barro, llena a rebosar de aquel líquido negro como el pecado que aún olía a uva recién cosechada, y le dio un sorbo, mirando por encima del borde a un conocido que en toda la noche no le había quitado ojo.
—Dime, Leiras, ¿tengo monos en la cara? ¿O es que nunca has visto a un novio emborrachándose antes de ser conducido al cadalso?
—Creía que era al altar adonde te llevaban. —El tipo, moreno, bajito y cejijunto, se sentó a su lado, aceptando otra taza de manos de la tabernera—. Pero comprendo que no estés muy contento con la novia que tu padre te ha escogido.
—Creo que no te entiendo. —Fernando descubrió con extrañeza que la lengua se le había vuelto torpe de repente, aquel último trago parecía haber colmado su resistencia al vino.
—Una perla la señorita Tejada —farfulló Leiras, que también había consumido su buena ración de bebidas alcohólicas—. Bonita, pero no tanto como para que te cause demasiados quebraderos de cabeza, y bien educada además. Dicen que toca el piano y pinta como el mismísimo Velázquez. —Dio un sorbo a su taza antes de inclinarse hacia Fernando, bajando la voz como para hacerle confidencias—. Lástima que, por debajo de su blanquísima piel, corra una sangre tan roja y ardiente como la de las meretrices de Sodoma y Gomorra.
—¿Qué sandeces estás vomitando, Leiras? —Fernando no estaba aún tan mareado como para no comprender que aquel hombre había insultado a su prometida, y comenzó a ponerse en pie dispuesto a exigirle una rectificación.
El otro le puso una mano en el hombro, conciliador, y de nuevo bajó la voz, tanto que apenas se oía entre el estruendo de la taberna.
—Digo que la hija del coronel se dejó el buen nombre de su padre, junto con otras prendas de valor, entre los brazos de cierto teniente de la Armada, allá por el puerto de Cádiz.
—No sabes de lo que hablas...
—Digo que te engañan, Fernando. Que a tus padres y a ti os quieren colar mercancía dañada, y que ese pescado no vale ya ni para darlo a los gatos.
La furia se convirtió en un capote rojo que se plantaba burlón ante su cara, y Fernando se sintió como el toro, dispuesto a matar o morir ante tamaña ofensa. Sujetando a Leiras por el cuello de la chaqueta, lo hizo poner en pie al tiempo que él mismo se levantaba.
—Por Dios que voy a hacer que te tragues esas palabras una a una, junto con tus dientes, cabrón.
Al momento, Jorge estaba sujetándolo por el brazo derecho y algún otro buen amigo por el izquierdo, tratando de evitar que linchase a un tipo que medía una cuarta menos y pesaba la mitad que él.
—Te lo digo por tu bien, porque te aprecio, y no podía permitir que te casaras con una venda en los ojos.
Fernando se deshizo de los dos que lo agarraban y le puso un dedo en el pecho a Leiras.
—Si me aprecias y no quieres morir esta noche, vete ahora y no te presentes ante mí en mucho, mucho tiempo. —Con la mano abierta, le dio un pequeño empellón que no lo mandó al suelo, porque ya había gente detrás para sujetarlo—. Y escúchame bien: si vuelvo a oír una sola palabra semejante de tu boca, te mando al fondo de la ría a dar de comer a las sardinas.
Tiempo después, de regreso a casa, Fernando sujetaba a su hermano menor, que tenía serias dificultades para seguir un camino más o menos recto.
—Las sardinas no comen carne humana, Fernando.
—Eso ve a decírselo a Leiras.
—A estas horas, ése está camino de Madrid. Mejor cuanto más lejos de ti y del mar. —Jorge soltó una carcajada que Fernando trató de acallar, temiendo que apareciese el sereno a llamarles la atención.
—Mañana no vas a poder ponerte en pie.
—Haré un esfuerzo. Ya tengo ganas de conocer a tu novia.
Después de la escena con Leiras, los dos hermanos habían hablado en privado, y Fernando le había contado el
problema
de Diana. Jorge se había comprometido, con toda la serenidad y firmeza que le daba el vino, a acallar cualquier rumor o chismorreo que llegase a sus oídos.
—Igual te decepciona. No es la más bonita ni la más dulce, desde luego. Es arisca como un gato montés y tiene la lengua más afilada que los cuchillos de Albacete.
—¿Y cómo haces para aguantarla?
—Procuro mejorarle el carácter. No le doy motivos de enfado y, si se porta bien, le compro alguna chuchería. Le encanta el chocolate. Tendrías que ver la cara de placer que se le pone cuando come un bombón...
—Me estás contando más de lo que debería saber —bromeó Jorge, echando un brazo por encima de los hombros de su hermano—. Oye, y ¿por qué no esperar a ver si tu estrategia daba resultado y lograbas mejorarla?
—Porque quería que madre estuviera en mi boda, y darle esa última alegría.
Jorge asintió, comprendiendo la preocupación de su hermano, que compartía, y prosiguieron camino hasta llegar a la plaza de Pontevedra, donde se detuvieron un momento a recuperar el resuello. Sentado en el suelo, tan borracho o más que ellos, había cierto personaje al que Fernando no tardó en reconocer. Al oído y en voz baja, le sopló a su hermano quién era aquel mentecato y, al momento, entre los dos trazaron un plan de ataque y derribo.
—¡Marinero Torres! ¡En pie inmediatamente y salude a su superior!
Ante el requerimiento de Jorge Novoa, que resonó en la plaza vacía como el eco de un relámpago, el marinero borracho se puso en pie. Aunque con serias dificultades, logró cuadrarse ante los dos hermanos, llevándose la mano firme a la sién derecha.
—Es usted la vergüenza de la Marina española —lo reconvino Fernando, con las manos en la espalda, paseando ante él con el cejo fruncido y el gesto más severo que pudo adoptar—. Lo voy a poner a limpiar letrinas y abrillantar suelos hasta el día del Juicio Final.
—Señor...
—¡Silencio, marinero! —Jorge le dio un ligero empujón, y el marinero a punto estuvo de dar con sus huesos de nuevo en el duro suelo—. No se le ha dado permiso para hablar.
—Ha llegado a mis oídos una noticia que espero por su bien que sea falsa. Dicen que ha molestado usted a la hija del coronel Tejada. ¿Tiene algo que alegar?
—Señor, yo... Esto... —El susto comenzaba a aclarar la espesa bruma del alcohol en la mente del marinero, que se atrevió a mirar a los ojos a Fernando, tratando de reconocerlo y adivinar su rango, puesto que no lucía uniforme ni galones que le aclarasen tal incógnita.