A través de puertas abiertas podía ver gente que vivía allí, en su mayoría humaniformes básicos. La gente que no usaba anuncios vestía batas monótonas y grises, confeccionadas con polímeros simples que no eran difíciles de sintetizar. Algunas prendas estaban viejas y enfermas, pues se habían rasgado y no se habían reparado a sí mismas.
La mayoría de las personas tenía coronas que crecían en la carne del cráneo, dándoles acceso parcial a la Mentalidad. Un par de individuos tristes usaban lentes y audífonos, así que podían observar o escuchar a distancia la actividad vital compleja y vibrante de la Mentalidad, una vida ahora cerrada para ellos.
Vio personas que dormían en esteras sobre el piso; no vio una sola piscina. Al parecer allí no había viviagua.
Para la energía, sólo vio los paneles solares que crecían a lo largo de los techos como liquen silvestre; se preguntó qué harían en los días nublados, o durante la noche.
Comían los alimentos con la boca, masticando; Faetón no vio qué eran las sustancias, ni cómo se manufacturaban, pero se lo imaginó al ver los arroyos humeantes de nanosustancia verde que circulaban por la calle en alcantarillas abiertas.
En la mitad de las casas las lámparas estaban apagadas. Sus células solares estaban cubiertas con hollín o liquen que nadie se había molestado en limpiar. A modo de iluminación, habían amarrado pancartas publicitarias a campanarios y cúpulas, de modo que colores gárrulos relampagueaban en la escena. Muchas casas respondían con gritos al ensordecedor estrépito de música y consignas que brotaba de las pancartas. Las casas más estúpidas pensaban que los ruidos eran visitantes que se aproximaban, pues gritaban una bienvenida cada vez que los anuncios ladraban. Eso se sumaba desagradablemente al bullicio general.
Halló una piscina escénica en el centro de la plaza de la ciudad. Nadie dormía en ella. Faetón no se sorprendió. En una ciudad de exiliados, una piscina que no estuviera en red sólo podía usarse para que un ciudadano desterrado ingresara en un espacio onírico construido y provisto y guiado por otro ciudadano desterrado. El líquido de la piscina consistía en una capa de sedimento parduzco que nadie se había molestado en programar para que se limpiara a sí mismo.
Se sentó en el banco de mármol que rodeaba el borde de la piscina escénica, mirando en derredor, preguntándose qué hacer. Lo embargó una sensación de angustia que había contenido durante su largo descenso por la torre y durante su viaje en dirigible. Bajó del banco y se sentó en la piscina; el sedimento era demasiado escaso para cubrirlo. Cristales tentativos se formaron en el líquido y le olfatearon las piernas como peces tímidos y curiosos, pero no había modo de establecer una conexión, y no podría hacer nada aunque la estableciera. Se quedó sentado e inmóvil, luego maldijo. Cabeceó, pero le dolía el cerebro, y no pudo dormirse. Alrededor la ciudad chillaba y cantaba en una obtusa barahúnda.
Al cabo de un rato, Faetón se levantó. Se pasó las manos por el polvo de carbono que se le adhería a las rodillas. Sólo consiguió ennegrecerse las palmas. El polvo debía contener algunos gramos de moléculas nanoensambladoras; cuando las frotó vigorosamente, los ensambladores se activaron, buscando sustancias para transformarlas en superficie del camino, y extrajeron varios microgramos de carbono de la piel de Faetón con un estallido de desecho térmico que le provocó ampollas en las piernas. El pinchazo de dolor lo obligó a erguirse, resoplando y pestañeando.
Con una mueca, fue a lavarse las piernas bajo los grifos de la piscina escénica, esperando que, como la mayoría de las piscinas, tuviera una mente médica lateral. Salvaría preciosas gotas de su menguante provisión de nanomaterial si la mente médica de la piscina podía prepararle un ungüento. Quizá pudiera, pero Faetón no tenía un interfaz para hablar con la piscina; trató de comunicarle sus necesidades, señalando y gesticulando. La superficie de la piscina formó un bulbo de alucinógeno y se lo ofreció. Luego le ofreció aceite soporífero, y tejido respiratorio. Faetón, exasperado, pronto estaba chapaleando, agitando los brazos en amplios gestos de sencilla pantomima, señalándose las ampollas y regañando a la piscina por su estupidez. Pronto gritaba a voz en cuello, tratando de hacerse oír por encima de la algarabía de la ciudad.
—¿Qué haces, señorial? —preguntó una voz a sus espaldas.
Faetón desistió de sus piruetas, adoptó una expresión arrogante y se volvió.
—Lo que ves.
—Ah, todo se explica.
Era un hombre calvo de tez morena y hombros muy anchos. Era rechoncho y de extremidades gruesas. Sus injertos musculares no mostraban la menor preocupación por la simetría o la elegancia. Tenía el rostro cubierto de cicatrices y tatuajes, y le faltaba una oreja. Los tatuajes formaban exageradas arrugas alrededor de la boca; los ojos estaban aureolados por arrugas concéntricas. Usaba un mandil marrón con muchos bolsillos, y encima de eso, algo que parecía una pancarta publicitaria, pero oscura y muda, con fluctuantes estrías rojas y anaranjadas.
—Bienvenido al Pabellón de la Muerte —dijo el hombre calvo y rechoncho.
Faetón, sucio, goteante y escaldado, recobró la dignidad.
—¿Cómo sabes que soy un señorial?
Si cualquiera que pasaba podía deducir o adivinar que él era Faetón, sería un juego de niños para Jenofonte o Nada Sofotec.
El hombre rechoncho agitó la cabeza.
—¡Vaya, vaya! ¡Escuchadle parlotear! Le gritas a la piscina, con frases bonitas, oraciones completas. «A fe que te limpiaré», gritas. «Ya aprenderás lo que significa el descomedimiento de contravenir órdenes.» ¿Descomedimiento? Descaro, querrás decir. Sólo las máquinas hablan así. Muy rebuscado, muy ceremonioso.
—Entiendo. Procuraré que mi lenguaje sea más coloquial, si ello es requisito para el anonimato.
—Aja. ¿Eso quieres, anonimato? ¿Y chapaleas y gritas a voz en cuello? Muy astuto, muy bien pensado. Oye, por allá hay un sordomudo ciego en coma que quizá no te haya visto.
—Tenía la impresión de que la mayoría de las personas de aquí tenían encendidos sus filtros sensoriales.
—No hay tal cosa. No hay filtros sensoriales ni rebuscamientos. Están jodidos, nada más. Totalmente jodidos. Ellos quieren largarse, así que fingen. Fingen que son ricos, fingen que son amados, fingen que son sabios y amables y bondadosos. Costeros. Todos ellos costeros. Nos odian profundamente. A ti también.
—¿Nos? ¿Qué nos define como grupo?
—Floteros.
—Me temo que no entiendo.
—Es bastante simple. Los costeros viven en la costa. Se les permite vivir. Su sentencia es breve; un año, seis años, cien años, lo que sea. Cuando cumplen la condena, reanudan su vida, se largan. Pueden comprarle a Orfeo. Pueden comprar máquinas para vivir para siempre. La tierra donde viven es arrendada; una vez que recobran su vida, pagan su deuda. Todo mondo y lirondo.
—Y los floteros, supongo, viven flotando.
—Viven en el mar, pues el mar es gratis. No hay arrendamiento sobre el agua.
—¿Tenéis casas marinas?
—Tenemos balsas. Arrastramos casas muertas al mar. Es basura, nadie nos lo impide. —Se encogió de hombros—. El hombre de la tienda mental local puede revivir la mente de una casa por un pequeño honorario.
—¿Y vuestro exilio, a diferencia de los costeros, es permanente?
—Estamos aquí hasta que no estamos más. Hasta que nos morimos. Es el Pabellón de la Muerte. —Extendió la mano con la palma hacia arriba, un gesto de mendigo—. Mi nombre es Oshenkyo. ¿Qué tienes para nosotros, eh?
Faetón tomó un fragmento de su preciosa y limitada provisión de material nanomecánico y lo aplicó a la cabeza de Oshenkyo, en la cicatriz que antes había sido una oreja. Faetón recurrió a las rutinas ecológicas y médicas que tenía en su espacio mental, ordenó al material que tomara una muestra genética y lo configuró para reconstituir la oreja faltante.
La bahía estaba rodeada por acantilados en tres lados. Los acantilados estaban cubiertos por un vivijardín Cerebelino que quizá formara parte de Madre-del-Mar. Enredaderas farmacéuticas y fibras adaptivas se aferraban a las rocas, cuidadas por pájaros tejedores y pájaros sastre. Los trajes y prendas concluidos por el pájaro sastre flameaban en la brisa marina, esperando delfines de embarque.
En medio de la bahía flotaban casas silenciosas y oscuras, semejantes a caracolas grises y azules, apoyadas sobre patas de araña que bajo el agua aferraban flotadores y boyas. Sogas, escalerillas y redes colgantes pendían entre las casas como telarañas, o caían a toscos muelles que flotaban a la sombra de las casas.
En medio de la caótica masa flotante de casas caracola se elevaba una vieja barcaza cubierta de lapas y de herrumbre. En la chata superficie superior de la barcaza había tres cubiertas superpuestas de tiendas y pabellones de barato diamante sintético. En la cubierta superior se elevaba un pseudoárbol con ramas de acero, y muchos colectores solares semejantes a hojas. Pancartas de material y globos semejantes a frutas colgaban de las ramas del árbol. Faetón vio frutas y pancartas que habían caído en las redes y cúpulas de las tiendas de abajo, y habían sido rápidamente recogidos por ágiles guantes araña y brazos mecánicos.
—Esto está más tranquilo —dijo Faetón, mirando la bahía desde el acantilado. Se había vuelto a poner su armadura dorada y había ordenado a parte de la superficie de su capa de nanomateria negra que atrapara y analizara algunos aromas de la brisa. Mezclados con los aromas de las hojas verdes, la luz del sol y el mar estaban las feromonas de comando y los diminutos paquetes de nanomáquinas, más pequeños que esporas de polen, que la compleja actividad Cerebelina tenía como subproducto. Nubes invisibles de microesporas se extendían hasta el mar; la Cerebelina llamada Madre-del-Mar estaba sumida en sus pensamientos.
A su lado, Oshenkyo hacía piruetas y cabriolas, agitando las manos, chasqueando los dedos contra ambos oídos y festejando el ruido estéreo con una sonrisa.
—¡Mucho silencio! ¡Montones de silencio! ¿Sabes por qué? No hay publicidad.
Oshenkyo sonrió, tarareando.
—¿Qué pasa con el anuncio que llevas tú? ¿Por qué calla?
—No calla. Es sólo que nuestros oídos no lo oyen.
Oshenkyo explicó que ciertos anunciantes intentaban vender servicios y remedios filosóficos a una consciencia Cerebelina (hija de Madre-del-Mar) que ocupaba los acantilados y los lechos de quelpo de la zona, y que, tras participar mucho tiempo atrás en el Proyecto de Terraformación de Venus, había sentido aflicción cuando el proyecto tuvo éxito. La hija se marchó cuando pusieron Venus en su nueva órbita, pero nunca alteró sus percepciones para regresar a las frecuencias, el ritmo temporal y las convenciones estéticas de la Tierra. En consecuencia, sus «ojos» estaban adaptados a las ondas cortas y las pulsaciones subsónicas que irradiaban las oscuras pancartas publicitarias.
Los otras pancartas exhibían anuncios destinados a los humanos sólo cuando se les pedía, y sólo de anunciantes que no podían o no querían impedir que un exiliado los experimentase.
—Nos sirven como señales. O para escuchar los estribillos. O como iluminación. O como velas para las embarcaciones. A nadie le importa, mientras se muestren los anuncios.
—Pero, ¿no las usáis para buscar productos y servicios útiles?
—Nadie vende nada a los floteros. O casi nadie. Si nadie vendiera, estaríamos muertos. Como casi nadie vende, estamos casi muertos. Mira.
Señaló hacia la barcaza central.
Faetón aún no se acostumbraba a su mala visión. No había amplificación cuando entornaba los ojos. Vio un enjambre de manchas doradas que revoloteaban como abejas alrededor de los pabellones y tiendas de la barcaza. Pero no podía resolverlas en imágenes claras.
—No distingo qué hay allá.
Oshenkyo estaba sentado en la rama ancha y baja de un arbusto de extracción de oro, tapándose y destapándose las orejas con las manos, atento a los cambios en el sonido.
—Vulpino Primero Ironjoy tiene una tienda mental en aquella barcaza —dijo distraídamente—. A veces conseguimos trabajo. Podemos conseguir interfaces y líneas laterales para contactar con los desviacionistas y los mercados oscuros a través de la Gran Mente. —Se refería a la Mentalidad.
Faetón quedó intrigado. ¿Trabajo? Evidentemente el boicot de los Exhortadores tenía suficientes lagunas como para permitir que esta gente sobreviviera. Faetón meneó la cabeza. ¿«Esta gente…»? ¿Acaso no se veía como un exiliado más?
—No —dijo—, veo la barcaza. Pero, ¿qué son esos diminutos instrumentos volantes que forman un enjambre en aquella zona?
—Alguaciles. Diminutos. Minúsculos. De este tamaño. —Oshenkyo alzó el pulgar.
—¿Tantos?
—Gran cantidad. Nos observan continuamente. Lo cual es bueno. De lo contrario, nos mataríamos a garrotazos.
—¿De veras? ¿Tan violentos somos?
Oshenkyo alzó un ancho hombro con indiferencia.
—Somos lunáticos y cochinos. No tenemos nada que perder.
—¿Por qué tantos policías?
Oshenkyo entornó los ojos.
—Todavía tenemos derechos. No se roba, no se mata, no se rompen promesas.
—¿Qué hay de las mentiras?
Oshenkyo miró la bahía, resopló, hizo otro gesto de indiferencia.
—Puedes cotorrear hasta que se te caiga la lengua. Aquí nadie puede comprar una máquina de lectura de pensamientos. No somos como otras personas: no sabemos qué pasa en la cabeza de los demás. Igual que en los viejos tiempos, ¿eh? Pero los canjes, los regateos, el trabajo… todo eso es sagrado. Si das tu palabra, no te echas atrás. ¿Captas?
Evidentemente las leyes contractuales aún tenían vigencia.
—Capto.
Pero Faetón comprendió que sería un sistema peligroso, pues la ley de la Ecumene, imparcial e inflexible, respaldaría cualquier trato que se hiciera, por necio y arriesgado que fuese. Si hubiera tenido acceso a las previsiones y los consejos de un sofotec, los riesgos habrían sido pequeños. No tenía ese acceso. Si se hubiera criado en una sociedad en que la suspicacia y la cautela fueran normales, habría tenido el hábito de desconfiar del prójimo, y de llegar a tratos prudentes. No lo tenía.
Oshenkyo entornó los ojos.
—Todo estará claro cuando firmes nuestro pacto. Te unirás, serás uno de los nuestros, ¿eh? De lo contrario, no es bueno vivir aquí. No hay adonde ir salvo el mar.
Esto no contribuyó a aplacar las aprensiones de Faetón. Pero sonrió con alegría y alivio. Si tenía aprensiones, era porque tenía planes, porque tenía una meta. Era joven y saludable, y tenía una provisión de nanomaterial que se podía adaptar a la geriatría médica. Podría vivir el tiempo suficiente para superar el término de exilio impuesto por los Exhortadores; las circunstancias políticas de la Ecumene podían cambiar. ¿Quién podía saberlo?