La mampara de privacidad debía de estar sintonizada en Sueño Superficial, comprendió Faetón. Era una antigualla que traducía las imágenes mentales a imágenes de luz. Se entretuvo moviendo la cabeza de izquierda a derecha, de modo que diferentes partes del balcón, de un lado o del otro, adquirían nuevo fasto y color. Los maniquíes grises se transformaban en majestuosos cortesanos, ataviados con esplendor, y luego, con otro cabeceo, volvían a ser maniquíes grises.
Entonces vio, entre las imágenes fastuosas, una silueta en encaje blanco y rosado con un tricornio, el rostro desfigurado por una nariz y una barbilla ganchudas. Era Scaramouche. Detrás de él estaban Colombina, con su falda de ramera, y Pierrot, con su rostro pálido y su ropa abolsada y blanca. Las tres figuras de pantomima avanzaban con urgencia a contrapelo de la multitud; movían la cabeza al unísono, adelante y atrás, escrutando metódicamente la muchedumbre.
Se aproximaron a una silueta vestida con armadura, pero era sólo alguien disfrazado de Alejandro Magno, con coraza dorada. Alejandro Magno los miró confundido; los tres bufones hicieron reverencias y cabriolas, y Alejandro se alejó. Scaramouche y sus dos compañeros se quedaron inmóviles un instante, como si recibieran instrucciones de una fuente remota.
Faetón trató de convencerse de que era una mera coincidencia en la indumentaria. El agente de Jenofonte no cometería la necedad de conservar el mismo disfraz. Sin duda eran sólo señoriales Negros que buscaban a Faetón para mofarse o humillarlo, y se vestían con el atuendo que Faetón había atribuido a su enemigo. Habría sido fácil copiar el disfraz de la documentación pública relacionada con la indagación de los Exhortadores.
Pero los señoriales Negros podían averiguar el paradero de Faetón con sólo consultar la Mentalidad. Sin duda los Exhortadores habrían emitido anuncios conspicuos describiendo lo que Faetón había hecho, dónde estaba, y cómo eludirlo. Sólo alguien que no quería dejar rastros lo buscaría con la vista.
Como estimulados por una señal silenciosa, los tres bufones se volvieron hacia los atracaderos de dirigibles. Sus ojos parecieron cruzarse con los de Faetón cuando miraron hacia las ventanillas. Los ojos se movieron a la izquierda de Faetón, donde estaba la armadura, cubierta por su capucha.
Faetón pensó que sin duda no buscaban dos siluetas, una de negro, otra con túnica.
Pero los tres bufones se abrían paso en la multitud, dirigiéndose a los dirigibles. Salieron del marco de la mampara de privacidad, y de pronto fueron tres maniquíes grises y anónimos perdidos en una muchedumbre de maniquíes similares.
Faetón entornó los ojos pero, separado de la Mentalidad, no podía amplificar su visión, hacer una grabación ni configurar un programa de detección de movimientos para descubrir cuáles de esos cuerpos móviles perdidos en la muchedumbre eran los que él buscaba. Desconectado, estaba ciego y tullido. Sus enemigos se aproximaban, y él estaba inerme.
No podía enviar una señal para descubrir los números de serie de los maniquíes; no podía llamar a los alguaciles. Si se conectaba con la Mentalidad para efectuar la llamada, los descendientes de la civilización de virus enemigos saldrían de su escondrijo y lo abatirían en cuanto él abriera un canal.
¿Había alguna manera de enviar una señal de voz desde los circuitos de su armadura? Faetón bajó del diván y quitó la capucha de la silueta que estaba a sus espaldas. Miró los puntos de contacto y los puertos mentales que bordeaban las hombreras de la armadura. Había un repetidor energético que podía sintonizar las frecuencias radiales de los alguaciles, y una placa sensible que podía responder a una orden de voz. Sólo necesitaba un cable que conectara el uno con el otro.
Su capa de nanomaquinaria no podía producir ese cable. Podría haberlo comprado por una moneda de medio segundo en cualquier tienda de materiales… si se lo hubieran permitido. Dadas las circunstancias, podía irradiar un ruido estentóreo y sin sentido. Un alarido. Un alarido que nadie escucharía. Retrocedió hacia la mampara de privacidad y trató de volverla sobre los goznes para enfocar aquella parte de la multitud que estaba cerca del fondo de la rampa que conducía al dirigible. La mampara no se movió. Faetón no podía ver dónde se hallaban los maniquíes controlados por el enemigo.
¿Y ahora qué? Si hubiera sido un personaje de uno de los dramas oníricos de su esposa, habría encontrado una conveniente hacha o barra de hierro para acometer contra el enemigo, dando mandobles, la camisa rasgada para exhibir los hombros viriles y el pecho velludo. Pero la fuerza no funcionaría contra esos maniquíes; la mente que los impulsaba ni siquiera estaba físicamente presente.
Y el ingenio tampoco serviría si los dirigía Nada Sofotec, un sofotec tan listo como para moverse por la Mentalidad terrestre sin que la Mente Terráquea reparase en él. ¿Qué le quedaba? ¿Pureza espiritual? ¿Rectitud moral?
Si se necesitaba una cualidad moral, ¿cuál sería? ¿Sinceridad? ¿Franqueza? ¿Ciega determinación?
Faetón reflexionó un instante, armándose de coraje. Luego arrancó la capa a su armadura y se dejó envolver por la tela, encajando los segmentos dorados en su sitio. Cerró el yelmo.
Faetón caminó hacia la escotilla del dirigible y la abrió, pero no traspuso el umbral. Se detuvo en la parte superior de la rampa, por encima de la multitud. Tres maniquíes grises avanzaban resueltamente hacia la rampa; el líder pisó la rampa, se detuvo, súbitamente alzó la cabeza hueca y ciega y vio a Faetón en la parte superior, brillante con su armadura dorada y adamantina.
Una nota larga y grave, temblando de cautivadora belleza como el suspiro de un oboe triste, surgió de la superficie del lago Victoria, se elevó, cobró fuerza y llenó el ancho cielo. Era la primera nota de la obertura, la primera voz del coro. Esa sola nota arrancó una lágrima de los ojos de Faetón. Salvo por los tres maniquíes, todos los demás espectadores miraban hacia el lago distante, con tensa admiración y embeleso, como cautivados por un sueño.
Faetón tocó el repetidor energético de su hombrera. No oyó nada, pero notó que una pulsación estentórea como un grito atravesaba los canales de radio cercanos.
La nota cesó espasmódicamente. El silencio llenó el aire, en vez de la música.
Habían reparado en Faetón. Los Profundos no cantaban. Una señal inaudible para Faetón atravesó la muchedumbre. Con un murmullo de furia, y un agitado cuchicheo, mil rostros se volvieron hacia él. Todos los ojos se enfocaron en la silueta dorada. Los tres maniquíes que estaban al pie de la rampa se quedaron inmóviles. Fueran cuales fueren sus planes para Faetón, era evidente que no deseaban llevarlos a cabo en público.
El murmullo de furia se elevó en un grito. Era una algarabía espantosa, un ruido que Faetón jamás había oído; el sonido de mil voces reclamando que Faetón se largara, se marchara, dejara continuar la ceremonia. En vez de música, gritos coléricos, preguntas chillonas y jadeos de odio rugían en el aire.
Los tres maniquíes grises permanecían inmóviles al pie de la rampa. Faetón alzó la mano y los señaló con un dedo. Sabía que ningún oído humano podía oírle ni distinguir sus palabras sobre el bramido de la multitud; pero también sabía que ahora había mentes más que humanas escuchando. Los acontecimientos como éste llenaban rápidamente los canales de noticias y de chismes; todo lo que él hiciera sería analizado por las mentes colectivas y los sofotecs.
—Los enemigos de la Ecumene Dorada están entre vosotros. ¿Quién se proyecta en estos tres maniquíes? ¿Dónde están los alguaciles para protegerme de su violencia? ¡Nada, a pesar de tu intelecto superior, no osas atacarme abiertamente! ¡Denuncio tu cobardía!
Otro murmullo recorrió la vasta multitud. Cada rostro mostraba desprecio e incredulidad, aversión y furor. Súbitamente, los ojos que lo miraban se pusieron vidriosos y opacos. Por tácito consentimiento mutuo, la multitud sintonizaba sus filtros sensoriales para ignorarlo; quizá estaban abriendo canales de alteración de memoria para olvidarlo, de modo que en años posteriores sus recuerdos de este bonito día no fueran arruinados por los desvaríos de un demente. Como un trigal barrido por el viento, la multitud se volvió hacia el lago con un solo movimiento.
Faetón sonrió agriamente. Éste era el error moral de una sociedad que dependía excesivamente del filtro sensorial para distorsionar la realidad. No se podía crear una realidad falsa. Los Profundos no usaban filtros sensoriales. Si los Profundos tenían canales abiertos en la Mentalidad, aún eran conscientes de Faetón, que no quería ni podía agradecerles, pagarles o devolver el obsequio. La multitud podía ignorarlo, pero los Profundos no cantarían.
¿Esperaban que él se marchara? Sin duda entenderían que él tardaría horas en alejarse a pie del alcance de la canción de los Profundos. ¿Estaban dispuestos a esperar tanto? Sin duda entenderían que, según las normas del ostracismo, Faetón no podía comprar pasaje en ningún transporte ni aceptar un viaje por caridad. La única otra opción lógica sería permitir que le impusieran un viaje sin que él lo pidiera.
Era un enfrentamiento de voluntades. ¿Quién estaba más dispuesto a soportar los inconvenientes del exilio de Faetón? ¿Faetón, que sabía que tenía razón? ¿O la multitud, que quizá abrigaba alguna duda perturbadora acerca del dictamen de los Exhortadores?
Si aquéllos que se le oponían estaban seguros de la corrección moral de su posición, pensaba Faetón, simplemente llamarían a los alguaciles y lo harían expulsar. En caso contrario…
La escotilla se cerró frente a sus narices. La rampa y las maromas se retrajeron en la torre. Faetón sintió un vaivén bajo los pies.
El dirigible se lo llevaba. Se aproximó a las ventanas, esperando echar un último vistazo a los tres maniquíes al pie de la rampa retraída. Los vio, pero aflojaban los brazos, ladeaban la cabeza y encorvaban los hombros, una postura que indicaba que estaban deshabitados. El agente de Jenofonte (o Nada Sofotec, o cualquier otro individuo o entidad que se hubiera proyectado en ellos) se había desconectado y huido.
Las torres y el ancho balcón que rodeaban el ascensor espacial pasaron majestuosamente ante las ventanas panorámicas. El mundo se inclinó cuando el dirigible se ladeó para aprovechar el viento y ganar altitud.
Por un instante, Faetón sintió el placer de la victoria. Pero el instante pronto pasó, y sintió tristeza cuando las ventanas le mostraron la extensión azul del lago Victoria en lontananza. La luz del sol relampagueaba en la superficie del lago, y la textura de nubes altas y distantes se reflejaba en las profundidades. Entre esos reflejos, Faetón vio la flota de antiguos seres con sus aletas canoras extendidas. A esa distancia sólo oía un eco tenue, triste y lejano. Aunque su exilio terminara al día siguiente gracias a algún extraño milagro, Faetón nunca oiría lo que ahora cantarían los Profundos, no se haría ninguna grabación, y nadie le hablaría de ello.
Con un movimiento abrupto, Faetón giró y se aproximó a las ventanas de proa, mirando las colinas y los cielos africanos.
Una plateada franja de costa pasó debajo. Delante se extendía una vastedad azul cobalto, entrecruzada de rompientes blancas, el océano índico.
—¿Adonde me llevas? —preguntó Faetón en voz alta. No hubo respuesta. Encontró dos escotillas en el fondo de la cubierta panorámica, con pasarelas que conducían arriba y abajo. Escogió la rampa ascendente y se dispuso a explorar.
En una cubierta sin ventanas encontró a un ser de seis patas, rodeado por una masa de cables y adminículos, con seis brazos o tentáculos que unían su masa cerebral central con los interfaces de control. La cabeza cónica estaba erizada de cables. Placas de metal cubrían sectores del cuerpo. Tres rostros de buitre miraban en tres direcciones desde el cono cerebral central. La piel estaba plagada de enchufes. Receptores múltiples reforzaban el instinto migratorio y el sentido del vuelo incorporado a las cabezas de ave con sistemas de navegación órbita-superficie.
—Eres un piloto cíborg de combate —dijo Faetón, sorprendido. Nunca había visto semejante criatura fuera de un museo.
Los ojos de buitre lo miraron fríamente.
—Ya no. Todos los recuerdos de guerra y combate, de duelos aéreos, alcance de sistemas, bombardeo en picado… hace tiempo que vendí esos pensamientos y remembranzas a Atkins de la Mente Bélica. Que él tenga ahora esas pesadillas. Que él recuerde el olor de las bombas incendiarias arrasando aldeas y villorrios, y el chillido de bosques rosados recién nacidos. Ahora recuerdo flores y mininos, el canto de las ballenas, el movimiento de las nubes sobre el mar. Estoy satisfecho.
—¿Sabes quién soy yo?
—Un exiliado. Un exiliado inconcebiblemente rico, a juzgar por la armadura que usas. Famoso, a juzgar por el tráfico que suscitan tus movimientos en los canales. Todo el mundo olvidó súbitamente la potente nave que soñaste, y luego la recordó súbitamente; en las redes, cada mente aún está embriagada de ti; cada voz clama contra ti. ¿Acaso eres él?
Faetón se preguntó por qué la criatura no descubría su identidad con sólo mirar el Sueño Medio.
—¿No estás conectado con la Mentalidad?
Las tres cabezas de buitre abrieron los picos ganchudos y los cerraron con un chasquido.
—¡Bah! Desprecio esas cosas. No hay nada en mí que necesite trascender. Que los jóvenes practiquen esos juegos. Yo no participo en la celebración de la Ecumene Dorada.
—Parece que yo tampoco participaré. Lo has adivinado. Soy Faetón Primo de Radamanto.
—Ya no. Ahora eres Faetón Cero de Nada.
El nombre estremeció a Faetón. Por cierto. Ya no tenía copias de sí mismo en ningún banco. Ya no era Faetón Primo, la primera copia de una plantilla almacenada. Era un cero. En cuanto muriera, nada quedaría de él. No tenía mansión ni escuela.
—¿Y no tienes miedo de hablar conmigo? —preguntó.
—¿Miedo de quién? ¿Del Colegio de Exhortadores? ¿De los sofotecs? ¡Advenedizos! Soy más viejo que cualquier Colegio de Exhortadores, más viejo que cualquier sofotec. Más viejo que la Confederación Ecuménica —añadió, usando el viejo nombre de la Ecumene Dorada—. Son estructuras precarias, que no se basan en ninguna fuerza real. Ellos pasarán, y yo permaneceré. Mi modo de vida se ha olvidado, pero yo regresaré. Por ahora no recuerdo nada salvo mininos y nubes. Los recuerdos de los niños en llamas regresarán.
Eran palabras osadas, pero Faetón se recordó que el cíborg no le había vendido un billete ni le había ofrecido caridad. Legalmente, Faetón era algo que oscilaba entre un polizón y la víctima de un secuestro.