Regresó a la explanada, seguido a poca distancia por la imponente silueta de su armadura con capa. Bajó y encontró una terraza con un estanque donde había menos maniquíes. Vio rostros reales; rostros de carne o metal, de escamas de cobra, de materia poliestructural, o superficies energéticas. Reían y hablaban, gesticulaban y describían. Emociones festivas zumbaban en el aire. Mucha gente patinaba o bailaba al pasear, impulsada por una música que Faetón no podía oír. Otros se zambullían desde el borde de la terraza, para planear entre los edificios y las estatuas del estanque.
No sabia qué acontecimiento se celebraba. Era extraño ver a tantas personas juntas. Las banderas y adornos que nadaban en el espacio onírico, que podrían haberle indicado la naturaleza de la ocasión, eran invisibles para él.
La gente sonreía y lo saludaba de buen talante.
—¡Feliz Milenio! ¡Que vivas mil años!
Sólo ahora Faetón comprendía cuánto extrañaba, y cuanto extrañaría, la presencia de rostros amigables.
—¡Y mil años para ti! —respondió con una sonrisa, gesticulando.
Se recordó que debía ser cauto. Teóricamente, el protocolo de la Mascarada no lo protegería, pues él ya no formaba parte de la celebración ni de la comunidad. Pero, ¿cuántas personas intentarían descifrar su identidad si le veían usar un disfraz durante una mascarada? Suponía que la mayoría de la gente no lo intentaría.
La orden de los Exhortadores era que nadie debía brindarle asistencia, comodidad, alimentos, bebida o refugio, venderle o comprarle bienes ni servicios, ni ofrecerle caridad. Teóricamente esta orden no prohibía hablar ron él, ni mirarlo y sonreírle, aunque así era como debía practicarse.
Si Faetón intentaba comprarle algo a un transeúnte, Aureliano estaba obligado a advertirle que corría peligro de sufrir el exilio. Pero mientras Faetón no intentara persuadir al transeúnte de darle comida, bebida, comodidad, refugio ni caridad, Aureliano callaría. Los sofotecs tenían una larga tradición de no ofrecer ninguna información que no se pidiera específicamente.
Era difícil. Una pareja que caminaba de la mano ofrecía proyecciones nupciales de sus futuros hijos. Faetón sonrió pero rehusó aceptar una. Una niña (o alguien vestido como tal) que patinaba y lamía un pastel flotante le ofreció un bocado; Faetón le acarició el cabello, pero no tocó el pastel. Cuando un risueño malabarista de vinos, rodeado por petardos musicales y haciendo equilibrio sobre una pelota, pasó rodando y trató de poner una copa de champán en la mano de Faetón, él sólo pudo rehusar apartando bruscamente la mano.
El malabarista frunció el ceño, desconcertado por esa descortesía, y alzó dos dedos como tratando de averiguar quién era Faetón. Pero se distrajo cuando un ginomorfo esbelto y desnudo, haciendo ondear un centenar de bufandas de estímulo, saltó en ebria pasión para abrazarlo. Cantando un villancico para Afrodita, los dos echaron a rodar juntos, mientras las botellas y copas del malabarista caían a los costados.
Faetón se dejó llevar por la muchedumbre.
La presión de la multitud se alivió cuando Faetón llegó a un enorme ventanal que daba sobre un balcón más amplio que un bulevar. Todos fueron juntos hacia el balcón. Faetón trepó a un pedestal que sostenía una estatua de Orfeo en su pose de Padre de la Segunda Inmortalidad. Las manos de piedra empuñaban un símbolo con forma de serpiente que se devora la cola. Faetón apoyó el pie en la serpiente enroscada y se irguió, mirando a izquierda y derecha por encima de la muchedumbre.
Varias torres menores y pequeños rascacielos crecían en la baranda del balcón, como pequeños corales orlando la supertorre del ascensor espacial.
Más allá del balcón, la metrópolis se extendía desde la base montañosa del ascensor espacial en tres círculos concéntricos. El círculo central, el más antiguo, consistía en enormes estructuras sin ventanas con formas geométricas simples: cubos gigantescos, semiesferas y semicilindros pintados con brillantes colores primarios, conectados por líneas móviles rectilíneas y caminos inteligentes. La arquitectura observaba la Estética Objetiva, y las formas, las losas y las placas seguían estereotipos rígidos. Había poco movimiento en esta parte de la ciudad; los seres humanos de la neuroforma básica encontraban intolerables estos edificios sin rostro y estos monolitos imponentes. En general el círculo central albergaba componentes sofotec, almacenes, factorías. Aquí residían los Invariantes, poco inclinados a la belleza, el placer y la ineficiencia, en habitáculos cuadrados dispuestos como hileras superpuestas de ataúdes.
El segundo círculo observaba la Estética Estándar. Allí había piscinas negras y lagos de nanomaquinaria, con muchos arroyos y riachos, con pinceladas de espuma blanca del material oscuro que circulaba de uno a otro. Se formaban diminutas cascadas de ese material en las esclusas separadoras que mezclaban y organizaban los componentes. Cada lago estaba rodeado por los pseudoárboles y las bioformaciones coralinas de la nanofactoría. Cien quitasoles solares elevaban al sol sus colores de orquídea. Las casas y las cámaras de presencia estaban constituidas por una sustancia extraña, como caracolas; una espiral tras otra, se elevaban al cielo con su pátina de reluciente madreperla. Predominaban el negro azulado, el perla oscuro, el plata reluciente y motas grises y azuladas. La zona estaba poblada de jardines mentales, ámbitos de congregación y círculos sagrados, junto con ninfarios, árboles madre y piscinas escénicas. Los Taumaturgos y los básicos preferían los fractales caóticos y las formas orgánicas de la Estética Estándar. Los cuerpos descentralizados de las Cerebelinas ocupaban vastos jardines.
Más allá, en las colinas circundantes, prevalecían pérgolas verdes y mansiones blancas. Ésta era la Estética Consensuada, cuyos principales adherentes eran los básicos señoriales y de primera generación. Columnas griegas se alineaban en la cima de las colinas; jardines ingleses formales reposaban en sombras verdes ante suntuosas casonas de estilo georgiano, neorromano o severo alejandrino.
A lo lejos, Faetón vio un ancho lago. Sobre el lago había cien formas, como clíperes enjoyados, cuyas velas tenían la textura de alas de mariposa aureoladas de luz.
Ahora Faetón sabía dónde estaba. Esta ciudad era Kisumu, al sur de Etiopía, sobre el lago Victoria. Y Faetón entendía la admiración y el entusiasmo de la multitud, pues esas enormes formas que reposaban en el lago eran los Profundos. Eran los últimos representantes de la raza, otrora grandiosa, de los semi Taumaturgos jovianos, una singular neuroforma que combinaba elementos de los sistemas nerviosos Cerebelino y Taumaturgo. Antaño cabalgaban las tormentas y nadaban en la presurizada atmósfera de metano de Júpiter, antes de la Ignición. Cuando ese modo de vida llegó a su fin, adoptaron cuerpos de cetáceo para dormir en el fondo de la fosa de las Marianas, donde se llamaban unos a otros, y entretejían canciones e imágenes de sonar relacionadas con las vastas, tristes y antiguas emociones conocidas sólo por ellos; en las profundidades emitían sonidos que les recordaban aquello que no podían recobrar, las canciones y sensaciones que sus viejos y mastodónticos cuerpos jovianos habían creado en la inmensa atmósfera del gigante gaseoso.
Una vez cada mil años, durante la época del Milenio, despertaban de sus sueños de pesadumbre, se ponían gemas festivas y membranas y velas multicolores en el lomo, y ascendían para cantar en la superficie.
Por un antiguo contrato, no se podían realizar grabaciones de sus grandes canciones, y nadie podía hablar de lo que oía o soñaba cuando esa música lo arrollaba. Con razón tantas personas asistían en la realidad.
Faetón tenía el corazón en la garganta. Sólo había oído una vez las aficiones de los Profundos, pues no había asistido a esta ceremonia en la Mascarada del segundo milenio, durante la gestión de Argentonio. En aquella oportunidad, tres mil años atrás (durante la gestión de Cupriciano), la unción le había hablado de vastedad, vacío y una sensación de promesa infinita. Era como haberse sumergido en la abismal vastedad de las nubes jovianas, o en la vastedad aún más abismal del espacio estelar.
Los Profundos también estaban diseñados para funcionar como naves espaciales vivientes, capaces de nadar en el vacío lleno de radiación y de polvo entre las lunas jovianas, y de tolerar el inconcebible calor de la reentrada de las zambullidas desde órbita baja a la atmósfera joviana. Pero con la limpieza del espacio circunjoviano y la doma de la magnetosfera joviana, esas trayectorias espaciales se tornaron seguras y económicas para naves de construcción común; el emplazamiento de garfios celestes hizo innecesarias las reentradas peligrosas. El modo de vida de los Profundos pertenecía al pasado; el peligro y el romanticismo del viaje espacial quedaron superados. Faetón había oído todo esto en la canción de los Profundos, mucho tiempo atrás. La canción había sembrado la semilla que germinó en su propio sueño del viaje estelar.
Dafne le había llevado a oírla. ¿Había sido Dafne Prima, o su maniquí embajador, Dafne Tercia? Faetón no lo recordaba. Quizá su falta de sueño útil comenzaba a afectarle la memoria.
Bajó del pedestal de un salto y comenzó a abrirse paso en la muchedumbre, para alejarse. Los Profundos no entregaban su majestuosa y triste música en forma gratuita. Todos los que no excluyeran la música de su filtro sensorial tendrían un débito en su cuenta; y, cuando los ordenadores detectaran que Faetón no podía pagar, quedaría desenmascarado. Una vez que eso ocurriera, nadie lo ayudaría. Por no mencionar que el espectáculo se demoraría, y a todos se les arruinaría la tarde. (Le asombró descubrir que aún le importaba la comodidad y el placer de sus congéneres, aunque lo hubieran desterrado. Pero la maravilla de aquella primera sinfonía de los Profundos aún rondaba su memoria. No quería atentar contra la alegría de gentes más felices que él.)
La muchedumbre se redujo cuando rodeó el ascensor espacial y llegó al lado que daba a la otra orilla del lago. Había varios dirigibles atracados, también grandes como ballenas, tocando con el morro las torres que se elevaban desde los balcones. Proyectaban signos dragontinos en el aire, con sus trayectorias y horarios en un formato que Faetón no pudo leer.
Faetón detuvo a una viandante, una mujer vestida de pirética.
—Disculpa, pero mi compañero y yo buscamos el camino a Talaimannar. —Señaló su armadura con capa, que permanecía en silencio detrás de él.
Dijo algo que no era del todo mentira—: Mi compañero y yo participamos en una mascarada de escondrijo, y no se nos permite el acceso a la Mentalidad. ¿Puedes indicarme cómo encontrar el camino inteligente más próximo?
Ella ladeó la cabeza. Guirnaldas de llamas rodearon sus ojos danzantes, y brotó humo de sus labios sonrientes. Cuando ella habló, Faetón no tenía rutinas para traducir las palabras a su idioma, su gramática y su lógica.
Intentó expresarse con mayor sencillez.
—Talaimannar… camino inteligente…
Imitó el gesto de deslizarse por una superficie sin fricciones, agitando las manos, y ella se echó a reír.
Por su gesto empático, entendió que ella quería decir que los caminos inteligentes no estaban funcionando; señaló un dirigible y le tocó el hombro, como invitándolo a abordar la aeronave.
Faetón se detuvo. ¿Ella lo había ayudado, o le ofrecía un viaje en un dirigible que le pertenecía? No había alarma en sus ojos; a juzgar por su expresión,
no
había recibido una advertencia secreta de Aureliano. Y la mujer giraba, atraída por el movimiento de la multitud. Evidentemente ella no era dueña de la aeronave.
Faetón ascendió por la rampa. Más cerca, vio que el dirigible ostentaba el símbolo heráldico del Protectorado Ambiental Oceánico. Era una nave de carga, quizá la misma que había llevado a uno o más Profundos desde el Pacífico hasta el lago Victoria.
Las muchedumbres guardaban silencio. En el lago, los Profundos se ponían en posición, alzando y desplegando sus aletas canoras. Una sensación de tensión, de expectativa, vibraba en el aire. Faetón cruzó a regañadientes el umbral dorado de la escotilla que conducía al interior de la nave.
Miró por encima del hombro. Pantallas magnificadoras gigantescas que enfocaban a los lejanos Profundos flotaban sobre el linde del enorme balcón. Las imágenes mostraban a los Profundos, con las velas enarboladas y desplegadas, inmóviles en la superficie del lago, con la proa apuntando a la matriarca directora, que se erguía como una montaña sobre sus hijos. Su millón de banderas canoras parecían un bosque otoñal sobre una ladera.
Faetón se negaba a entrar. Ansiaba desesperadamente oír esa última canción. Excepto por las melodías que él mismo podría silbar, o la música de los anuncios publicitarios, Faetón no volvería a oír canciones; nadie tocaría para él; nadie le vendería una grabación.
Se armó de coraje y entró. La escotilla se cerró en silencio. La cubierta estaba desierta. El lugar estaba vacío.
Estaba en una cubierta panorámica con moqueta color burdeos, amueblada con mesillas y varas de formulación de cristal y porcelana blanca. Antiguos cascos de lectura con placas de bronce ornamental pendían del techo. Una hilera de divanes se extendía ante unas altas ventanas que daban sobre la proa, con anillos visores en pequeñas bandejas a un costado. Las mamparas de privacidad que rodeaban los divanes estaban plegadas y transparentes, pero Faetón vio imágenes espectrales de criaturas de la mitología japonesa pintadas en la superficie vidriosa.
No reconocía la estética. ¿Seria anterior al período objetivo? De un modo u otro, era opulenta y elegante.
Faetón se internó en la nave, seguido por su armadura. Alzó la mano para hacer el gesto de canal abierto, se contuvo, se miró la mano con tristeza y la bajó. Ya nunca tendría acceso a la información mediante un pensamiento o un gesto. Pero quizá no fuera difícil adaptarse. Era un Gris Plata, y hablar en voz alta era una de las tradiciones que esa escuela practicaba con diligencia.
—¿Quién está aquí? ¿Qué es este lugar? ¿Hay alguien a bordo?
Ninguna respuesta. Avanzó hacia los divanes, se sentó con delicadeza.
La mampara de privacidad de la izquierda estaba entreabierta, de modo que había un panel transparente entre él y las ventanillas de la izquierda que daban sobre el balcón. Dentro del marco de esta mampara, la escena tenía más color y movimiento que en otras partes. Cada maniquí gris que ingresaba en este marco adquiría color, una vestimenta y un rostro humano individual. Encima, las pancartas y carteles ondulaban en el aire. Pero cada maniquí que salía del marco se agrisaba de nuevo, y las pancartas se desvanecían.