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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

Festín de cuervos (15 page)

BOOK: Festín de cuervos
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Salió a la superficie bajo un cielo plúmbeo, blanquecino.

«Cielo de nieve —pensó al tiempo que entrecerraba los ojos. La perspectiva lo inquietaba. Recordaba demasiado bien aquella noche en el Puño de los Primeros Hombres, cuando los espectros y las nieves habían llegado a la vez—. No seas tan cobarde. Tienes a tus Hermanos Juramentados, por no hablar de Stannis Baratheon, con todos sus caballeros.» Las fortalezas y torreones del Castillo Negro se alzaban a su alrededor, empequeñecidos por la inmensidad gélida del Muro. Un pequeño ejército reptaba por el hielo a una cuarta parte de su altura, donde se alzaba una nueva escalera en zigzag para ir al encuentro de los restos de la vieja. El sonido de las sierras y los martillos retumbaba contra el hielo. Jon había ordenado que los constructores trabajaran día y noche. Sam había oído a unos cuantos quejarse durante la cena; decían que Lord Mormont nunca los había hecho trabajar tan duramente. Pero sin la escalera no había manera de llegar a la parte superior del Muro, aparte del montacargas. Samwell Tarly detestaba los peldaños, pero odiaba el montacargas todavía más. Siempre que se subía en él tenía que cerrar los ojos, convencido de que la cadena se iba a romper de un momento a otro. Cada vez que la jaula de hierro rozaba el hielo, el corazón se le detenía un instante.

«Aquí había dragones hace doscientos años —pensó Sam mientras contemplaba el descenso lento de la jaula—. Pasarían volando por encima del Muro.» La reina Alysanne había visitado el Castillo Negro a lomos de su dragón, y Jaehaerys, su rey, llegó tras ella montado en el suyo. ¿Sería posible que
Ala de Plata
hubiera dejado allí un huevo? ¿O tal vez, que Stannis hubiera encontrado un huevo en Rocadragón?

«Aunque tenga un huevo, ¿cómo va a empollarlo?» Baelor
el Santo
había rezado para que sus huevos cobraran vida, otros Targaryen habían tratado de empollarlos con hechizos, pero lo único que consiguieron fueron burlas y tragedias.

—Samwell —dijo una voz tétrica—, te estaba buscando. Me han dicho que te lleve ante el Lord Comandante.

Un copo de nieve se posó en la nariz de Sam.

—¿Jon quiere verme?

—Eso no te lo sabría decir —replicó Edd Tollett
el Penas
—. Yo, personalmente, nunca quise ver la mitad de las cosas que he visto, y nunca he visto la mitad de las cosas que quería ver. No se trata de querer. Pero es lo mismo; más vale que vayas. Lord Nieve quiere hablar contigo en cuanto acabe con la esposa de Craster.

—Elí.

—Esa misma. Si mi nodriza hubiera sido como ella, yo aún estaría mamando. La mía tenía bigotes.

—Como casi todas las cabras —intervino Pyp, que acababa de doblar la esquina en compañía de Grenn; cada uno llevaba un arco en la mano y una aljaba con flechas a la espalda—. ¿Dónde te habías metido, Mortífero? Anoche te perdiste la cena. Sobró un buey asado.

—No me llames así. —Sam hizo caso omiso de la burla sobre el buey; eran cosas de Pyp—. Estaba leyendo. Luego he visto un ratón...

—No hables de ratones delante de Grenn. Le dan pánico.

—Eso es mentira —replicó Grenn con indignación.

—Te dan tanto miedo que no te atreverías a comerte uno.

—Me comería el doble de ratones que tú.

Edd
el Penas
dejó escapar un suspiro.

—Cuando yo era niño, sólo comíamos ratones los días de fiesta. Era el más pequeño de mis hermanos, así que siempre me tocaba la cola, que no tiene carne.

—¿Dónde has dejado el arco, Sam? —preguntó Grenn. Ser Alliser lo llamaba Uro, y a cada día que pasaba, el nombre le pegaba más. Cuando llegó al Muro era grande y lento, de cuello grueso, cintura más gruesa aún, rostro congestionado y movimientos torpes. El cuello todavía se le enrojecía cuando Pyp le tomaba el pelo, pero las horas de entrenamiento con la espada y el escudo le habían dado un vientre liso, además de fortalecerle los brazos y ensancharle el pecho. Se había hecho fuerte, y también tan velludo como un uro—. Ulmer te estaba esperando con los estafermos.

—Ulmer —repitió Sam, avergonzado. Una de las primeras cosas que había hecho Jon Nieve como Lord Comandante fue instituir prácticas diarias de tiro con arco para toda la guarnición, mayordomos y cocineros incluidos. Según él, la Guardia les había estado dando demasiada importancia a las espadas y demasiado poca a los arcos, reliquia de los tiempos en que uno de cada diez hermanos era caballero, en vez de uno de cada cien. Sam comprendía que la orden era lógica, pero detestaba los entrenamientos con arco casi tanto como subir escaleras. Con los guantes puestos no acertaba ni una, pero cuando se los quitaba se le llenaban los dedos de ampollas. Y aquellos arcos eran peligrosos. Satín se había arrancado media uña del pulgar con la cuerda—. Se me olvidó.

—Pues le has roto el corazón a la princesa salvaje, Mortífero —dijo Pyp. Últimamente, Val había adoptado la costumbre de observarlos desde sus habitaciones de la Torre del Rey—. Te estaba esperando.

—¡Eso es mentira! ¡No digas esas cosas!

Sam sólo había hablado con Val en dos ocasiones, cuando el maestre Aemon fue a verla para asegurarse de que los bebés estaban sanos. La princesa era tan hermosa que, cuando estaba delante de ella, tartamudeaba y se ruborizaba.

—¿Por qué no? —replicó Pyp—. Seguro que quiere que seas el padre de sus hijos. Vamos a tener que cambiarte el nombre por el de Sam
el Seductor
.

Sam se puso colorado. Sabía que el rey Stannis tenía planes para Val; pensaba utilizar a la princesa para forjar una paz duradera entre los norteños y el pueblo libre.

—No tengo tiempo para tirar con arco; necesito ver a Jon.

—¿Jon? ¿Jon? ¿Conocemos a algún Jon, Grenn?

—Se refiere al Lord Comandante.

—Ohhh. Al gran Lord Nieve. Claro, claro. ¿Para qué quieres verlo? Si ni siquiera sabe mover las orejas. —Pyp las movió para demostrar que él sí podía. Tenía las orejas muy grandes, rojas por el frío—. Ahora sí que es Lord Nieve de verdad, demasiado noble para juntarse con nosotros.

—Jon tiene muchas obligaciones. —Sam salió en su defensa—. Está al mando del Muro, con todo lo que eso conlleva.

—También tiene obligaciones para con sus amigos. Si no fuera por nosotros, Janos Slynt sería Lord Comandante y habría enviado a Nieve de expedición, desnudo y montado en una mula. Le habría dicho: «Mueve el culo, pelagatos, ve al Torreón de Craster y tráeme la capa y las botas del Viejo Oso». Nosotros lo libramos de eso, pero ahora tiene demasiados deberes para compartir una copa de vino especiado junto a la chimenea.

Grenn asintió.

—Y los deberes no le impiden ir al patio. Casi todos los días encuentra tiempo para luchar con alguien.

Sam tuvo que reconocer que eso era verdad. En cierta ocasión, cuando Jon fue a pedir consejo al maestre Aemon, Sam le preguntó por qué dedicaba tanto tiempo a entrenarse con la espada.

—El Viejo Oso no se entrenaba tanto cuando era Lord Comandante —le había dicho.

A modo de respuesta, Jon le había puesto a
Garra
en la mano. Le permitió que sintiera su ligereza y equilibrio, y le hizo girar la hoja para que viera brillar las ondulaciones en el metal color humo.

—Acero valyrio —le explicó—, forjado con hechizos y con el filo más cortante que puedas imaginar, casi indestructible. Un espadachín tiene que estar a la altura de su espada, Sam.
Garra
es de acero valyrio, pero yo no. Mediamano me podría haber matado con tanta facilidad como tú matarías de un manotazo a un insecto que se te posara en el brazo.

Sam le había devuelto la espada.

—Cuando le doy un manotazo a un insecto, se escapa volando. Acabo pegándome el golpe en el brazo, y escuece.

Aquello hizo reír a Jon.

—Como quieras. Mediamano me podría haber matado con tanta facilidad como tú te comerías un cuenco de gachas.

A Sam le gustaban mucho las gachas, sobre todo si estaban endulzadas con miel.

—No tengo tiempo para tonterías.

Sam se alejó de sus amigos y se dirigió hacia la armería con los libros apretados contra el pecho.

«Soy el escudo que defiende los reinos de los hombres», recordó. ¿Qué dirían esos hombres si supieran que sus reinos los defendían gente como Grenn, Pyp y Edd
el Penas
?

El fuego había devorado la Torre del Lord Comandante, y Stannis Baratheon había ocupado la Torre del Rey como residencia, de modo que Jon Nieve se había establecido en las modestas habitaciones de Donal Noye, detrás de la armería. Elí salía de allí justo cuando él llegaba; iba envuelta en la vieja capa que le había dado cuando huyeron del Torreón de Craster. Casi pasó de largo en su marcha apresurada, pero Sam la cogió por el brazo; se le cayeron dos libros.

—¿Elí?

—Sam...

Tenía la voz ronca. Elí era esbelta, con el pelo oscuro y grandes ojos marrones como los de un cervatillo. Parecía perdida entre los pliegues de la vieja capa de Sam, con el rostro casi oculto por la capucha, pero aun así tiritaba. Tenía cara de miedo y agotamiento.

—¿Qué te pasa? —le preguntó Sam—. ¿Cómo están los bebés?

Elí se liberó de su mano.

—Están bien, Sam. Bien.

—No sé cómo eres capaz de dormir con los dos —le dijo en tono afable—. Anoche oí llorar a uno, ¿cuál era? Parecía que no iba a parar nunca.

—El hijo de Dalla. Llora cuando quiere mamar. El mío... El mío no llora casi nunca. A veces gorjea, pero... —Se le llenaron los ojos de lágrimas—. Tengo que irme a darles de mamar, o se me empezará a salir la leche.

Atravesó el patio a toda prisa, dejando a Sam perplejo. Tuvo que arrodillarse en el suelo para recoger los libros que se le habían caído.

«No tendría que haber traído tantos», se dijo al tiempo que sacudía la tierra del
Compendio jade
, de Colloquo Votar, un grueso tomo de historias y leyendas del Este que el maestre Aemon le había pedido que buscara. El libro no había sufrido daños. En cambio,
Sangre de dragón: Historia de la Casa Targaryen desde el Exilio hasta la Apoteosis, con consideraciones sobre la vida y muerte de los dragones
, del maestre Thomax, había corrido peor suerte: se había abierto al caer, y unas cuantas páginas se habían manchado de barro, entre ellas una con una ilustración bastante bonita de
Balerion
, el Terror Negro, pintada con tintas de colores. Sam se maldijo mil veces por su torpeza mientras alisaba las páginas e intentaba limpiarlas. La presencia de Elí siempre lo perturbaba, y le provocaba... No habría sabido cómo decirlo... Emociones. Un Hermano Juramentado de la Guardia de la Noche no debería sentir las cosas que le hacía sentir Elí, sobre todo cuando hablaba de sus pechos y...

—Lord Nieve te está esperando.

Dos guardias con capa negra y yelmo de hierro se erguían junto a las puertas de la armería, apoyados en las lanzas. El que le había hablado era Hal
el Peludo
. Mully lo ayudó a ponerse en pie. Sam le dio las gracias y pasó entre ellos, aferrándose con desesperación al montón de libros mientras pasaba junto a la forja con su yunque y sus fuelles. Una cota de malla a medio fabricar descansaba en el banco.
Fantasma
estaba tumbado al pie del yunque, muy concentrado en mordisquear un hueso de buey para llegar a la médula. El gran huargo blanco alzó la vista cuando Sam pasó junto a él, pero no emitió ningún sonido.

Las estancias de Jon estaban en la parte de atrás, más allá de las hileras de lanzas y escudos. Cuando entró Sam estaba leyendo un pergamino, y tenía posado en el hombro el cuervo del Lord Comandante Mormont; el pájaro parecía estar leyendo también, pero al ver a Sam extendió las alas y revoloteó hacia él graznando «¡Maíz! ¡Maíz!».

Sam se cambió los libros de brazo, metió la mano en el saco que había junto a la puerta y sacó un puñado de granos. El cuervo se le posó en la muñeca y cogió uno de la palma, con un picotazo tan fuerte que el chico lanzó un gritito y sacudió la mano. El cuervo echó a volar de nuevo, mientras los granos rojos y amarillos salían disparados.

—Cierra la puerta, Sam. —Jon todavía tenía ligeras cicatrices en la mejilla, allí donde el águila había intentado sacarle un ojo—. ¿Te ha hecho daño este canalla?

Sam dejó los libros y se quitó el guante.

—Sí. —Se sintió desfallecer—. Estoy sangrando.

—Todos derramamos sangre por la Guardia. Ponte guantes más gruesos. —Jon empujó una silla hacia él con un pie—. Siéntate y echa un vistazo a esto. —Le tendió el pergamino.

—¿Qué es? —preguntó Sam. El cuervo se puso a rebuscar los granos de maíz entre los juncos del suelo.

—Un escudo de papel.

Sam se lamió la sangre de la mano mientras leía. Reconoció al instante la letra del maestre Aemon. Tenía una caligrafía menuda y precisa, pero el anciano no se daba cuenta cuando se le caía alguna gota de tinta, y a veces dejaba manchas un tanto aparatosas.

—¿Una carta para el rey Tommen?

—En Invernalia, Tommen peleó contra mi hermano Bran con espadas de madera. Llevaba tantas almohadillas de protección que parecía un ganso relleno. Bran lo derribó. —Jon se dirigió hacia la ventana—. Pero Bran está muerto, y Tommen, el gordito de cara rosada, se sienta en el Trono de Hierro con una corona sobre los rizos dorados.

«Bran no está muerto —habría querido decirle Sam—. Ha ido más allá del Muro con Manosfrías.» Las palabras se le atravesaron en la garganta. «Pero juré que no diría nada.»

—No has firmado la carta.

—El Viejo Oso suplicó ayuda al Trono de Hierro cien veces. Nos enviaron a Janos Slynt. Ninguna carta nos granjeará el afecto de los Lannister, y menos aún cuando sepan que hemos estado ayudando a Stannis.

—Sólo en la defensa del Muro, no en su rebelión. —Sam releyó la carta por encima una vez más—. Aquí lo pone.

—Puede que Lord Tywin no capte el matiz. —Jon cogió la carta—. ¿Por qué nos va a ayudar ahora? ¿Qué ha cambiado?

—Bueno —empezó Sam—, no querrá que se diga que Stannis cabalgó para defender el reino mientras el rey Tommen jugaba con sus muñecos. Eso haría caer la ignominia sobre la Casa Lannister.

—Lo que quiero que caiga sobre la Casa Lannister es muerte y destrucción, no ignominia. —Jon cogió la carta—. «La Guardia de la Noche no toma parte en las guerras de los Siete Reinos —leyó—. Juramos defender el reino, y el reino corre grave peligro en estos momentos. Stannis Baratheon nos ayuda contra nuestros enemigos del otro lado del Muro, pero no estamos a su servicio...»

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