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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

Festín de cuervos (14 page)

BOOK: Festín de cuervos
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Picó espuelas a su corcel y se adelantó al trote.

Ni Jaime Lannister le había hecho sentirse tan estúpida.

«No sois la única que caza en el bosque.» La tal Brella le había contado cómo Joffrey despojó a Ser Dontos de sus espuelas, cómo Lady Sansa le había suplicado que le perdonara la vida. «Seguro que la ayudó a escapar —decidió Brienne al enterarse—. Si encuentro a Ser Dontos, encontraré a Sansa.» Tendría que haberse imaginado que habría otros que la buscarían. «Y algunos no serán tan inofensivos como Ser Shadrich.» Sólo le quedaba la esperanza de que Ser Dontos hubiera escondido bien a Sansa. «Pero entonces, ¿cómo la voy a encontrar?»

Encorvó los hombros y siguió cabalgando con el ceño fruncido.

Ya estaba anocheciendo cuando el grupo llegó a la posada, un edificio alto de madera que se alzaba junto a la confluencia de dos ríos, a horcajadas sobre un viejo puente de piedra. Así se llamaba la posada, según les dijo Ser Creighton: El Viejo Puente de Piedra. El posadero era amigo suyo.

—No es mal cocinero, y en las habitaciones no hay más pulgas que en la mayoría de estos sitios —les aseguró—. ¿Quién quiere una cama caliente esta noche?

—Nosotros no, a menos que vuestro amigo las regale —respondió Ser Illifer
el Paupérrimo
—. No tenemos dinero para habitaciones.

—Yo puedo pagar las nuestras.

Brienne no iba escasa de monedas; Jaime se había encargado de ello. En las alforjas había encontrado una pesada bolsa llena de venados de plata y estrellas de cobre, otra más pequeña con dragones de oro, y un pergamino que ordenaba a todos los súbditos leales al Rey que colaborasen con su portadora, Brienne de la Casa Tarth, que estaba en una misión de Su Alteza. El pergamino estaba firmando con letra infantil por Tommen, el primero de su nombre, rey de los ándalos, los rhoynar y los primeros hombres, y señor de los Siete Reinos.

Hibald también era partidario de detenerse, y ordenó a sus hombres que dejaran el carro cerca de los establos. Una cálida luz amarilla brillaba a través de los cristales en forma de rombo de las ventanas de la posada, y Brienne oyó el relincho de un semental al que le había llegado el olor de su yegua. Estaba quitándole la silla de montar cuando un muchachito se acercó a la puerta del establo.

—Yo me encargo de eso, ser.

—Nada de
ser
—le respondió—, pero te puedes ocupar de la yegua. Encárgate de que le den comida y agua y la cepillen.

El chico se puso rojo.

—Os pido perdón, mi señora. Creí que...

—Es un error muy habitual.

Brienne le entregó las riendas y siguió a los demás al interior de la posada, con las alforjas al hombro y el petate bajo un brazo.

El suelo de tablones estaba cubierto de serrín, y el aire olía a lúpulo, a humo y a carne. Un asado chisporroteaba sobre el fuego; en aquel momento, nadie se ocupaba de él. Junto a una mesa, había seis lugareños enfrascados en su conversación, pero se callaron de repente cuando entraron los desconocidos. Brienne notaba sus ojos clavados en ella. Pese a la cota de malla, la capa y el jubón, se sintió desnuda. Cuando un hombre dijo «No os perdáis eso», supo que no se refería a Ser Shadrich.

El posadero apareció con tres picheles en cada mano, derramando cerveza a cada paso.

—¿Tenéis habitaciones libres, buen hombre? —le preguntó el mercader.

—Es posible —respondió el posadero—, para quien tenga monedas.

Ser Creighton Longbough puso cara de ofendido.

—¿Así recibes a un viejo amigo, Naggle? Soy yo, Longbough.

—Ya veo que eres tú. Me debes siete venados. Enséñame la plata y te enseñaré una cama.

El posadero depositó los picheles uno a uno en la mesa, derramando más cerveza sobre ella.

—Pagaré una habitación para mí y otra para mis dos acompañantes. —Brienne señaló a Ser Creighton y Ser Illifer.

—Yo también quiero una habitación —dijo el comerciante—, para mí y para el buen Ser Shadrich. Mis sirvientes dormirán en los establos, si os parece bien.

El posadero les echó un vistazo.

—No me parece bien, pero sea, lo permitiré. También querréis cenar. Hay una buena cabra en el espetón.

—Yo juzgaré si es buena —replicó Hibald—. Mis hombres se conformarán con pan para mojar en la grasa.

De modo que se dispusieron a cenar. Brienne también probó la cabra, después de seguir al posadero al piso superior, entregarle unas monedas y dejar sus posesiones en la segunda habitación que le mostró. Pidió cabra también para Ser Creighton y Ser Illifer, ya que habían compartido su trucha con ella. Los caballeros errantes y el septón acompañaron la carne con cerveza; Brienne, en cambio, bebió una copa de leche de cabra. Prestó atención a la charla de los lugareños, esperando contra toda esperanza oír algo que la ayudara a encontrar a Sansa.

—Venís de Desembarco del Rey —le dijo uno de ellos a Hibald—. ¿Es verdad que el Matarreyes está tullido?

—Cierto —asintió Hibald—. Ha perdido la mano de la espada.

—Sí —corroboró Ser Creighton—. Por lo visto se la arrancó de un bocado un lobo huargo, uno de esos monstruos que bajan del norte. Del norte nunca viene nada bueno. Hasta sus dioses son raros.

—No fue un lobo —se oyó decir—. Un mercenario qohoriense le cortó la mano a Ser Jaime.

—Pues no es fácil pelear con la otra —observó el Ratón Loco.

—Bah —bufó Ser Creighton Longbough—. Da la casualidad de que yo peleo igual de bien con las dos manos.

—Sí, claro, no me cabe duda.

Ser Shadrich alzó el pichel en gesto de saludo.

Brienne recordó su lucha con Jaime Lannister en los bosques. Había necesitado de todos sus recursos para mantenerlo a raya.

«Estaba débil después del encarcelamiento y tenía las muñecas encadenadas. De estar en plena forma y sin cadenas, no había habido caballero en los Siete Reinos capaz de derrotarlo.» Jaime había cometido muchos actos de maldad, pero... ¡cómo luchaba! Mutilarlo había sido una crueldad monstruosa. Una cosa era matar a un león, y otra, cortarle una zarpa y dejarlo tullido y anonadado.

De pronto, la sala común le pareció tan ruidosa que no la pudo soportar ni un momento más. Les dio las buenas noches a los presentes y subió a acostarse. El techo de su habitación era bajo; al entrar con un cirio en la mano, tuvo que agacharse para no golpearse la cabeza. El único mobiliario consistía en una cama suficientemente ancha para seis personas y un cabo de vela de sebo en el alféizar. Lo encendió con el cirio, atrancó la puerta y colgó el cinto de un poste de la cama. La vaina de la espada era sencilla, de madera envuelta en cuero marrón agrietado, y la espada era más sencilla aún. La había comprado en Desembarco del Rey para sustituir la que le habían robado los miembros de la Compañía Audaz. «La espada de Renly.» Aún le dolía al pensar que la había perdido.

Pero tenía otra espada larga escondida en el petate. Se sentó en la cama y la sacó. El oro emitía destellos amarillos a la luz de la vela; los rubíes eran de fuego rojo. Cuando sacó a
Guardajuramentos
de su vaina ornamentada, volvió a quedarse sin aliento. Las ondulaciones del acero eran profundas, negras y rojas. «Acero valyrio, forjado con hechizos.» Era una espada digna de un héroe. Cuando era pequeña, su nodriza le había llenado la cabeza con historias de valor; le había contado las nobles hazañas de Ser Galladon de Morne, de Florián
el Bufón
, del Príncipe Aemon, el Caballero Dragón, y de otros campeones. Cada uno de ellos tenía una espada famosa, y a ese nivel estaba la
Guardajuramentos
, aunque la propia Brienne no diera la talla.

—Protegerás a la hija de Ned Stark con el acero de Ned Stark —le había dicho Jaime.

Se arrodilló entre la cama y la pared, sostuvo la espada y rezó en silencio a la Vieja, cuya lámpara dorada les mostraba a los hombres el camino que debían seguir en vida.

«Guíame —rezó—, ilumina el camino ante mí, muéstrame la senda que me lleve a Sansa. —Les había fallado a Renly y a Lady Catelyn. No podía fallar a Jaime—. Él me confió su espada. Me confió su honor.»

Luego se tumbó en la cama como mejor pudo. Pese a su anchura, no era muy larga, de manera que tuvo que acostarse en diagonal. Desde abajo le llegaba el entrechocar de los picheles; por las escaleras subían voces. Las pulgas a las que se había referido Longbough hicieron su aparición, pero rascarse la ayudaría a seguir despierta.

Oyó como Hibald subía por las escaleras, seguido un rato más tarde por los caballeros.

—... no llegué a saber cómo se llamaba —iba diciendo Ser Creighton al pasar junto a su puerta—, pero llevaba pintado en el escudo un pollo ensangrentado, y también tenía la espada llena de sangre...

Su voz se desvaneció, y un poco más allá se oyó el sonido de una puerta al abrirse y cerrarse.

La vela de Brienne se consumió. La oscuridad se cernió sobre El Viejo Puente de Piedra, y la posada quedó sumida en un silencio tan absoluto que se oía el murmullo del río. Entonces, Brienne se levantó para recoger sus cosas. Abrió la puerta con sigilo, escuchó durante un instante y bajó descalza por las escaleras. Una vez en el exterior se puso las botas y caminó a paso vivo hasta los establos para ensillar la yegua baya; mientras montaba, les pidió perdón en silencio a Ser Creighton y Ser Illifer. Un sirviente de Hibald se despertó cuando pasó a caballo junto a él, pero no intentó detenerla. Los cascos de la yegua resonaron contra el viejo puente de piedra. Luego, los árboles formaron un muro a su alrededor; quedó inmersa en una oscuridad absoluta poblada de fantasmas y recuerdos.

«Voy a buscaros, Lady Sansa —pensó mientras cabalgaba hacia la negrura—. No temáis. No descansaré hasta que os encuentre.»

SAMWELL (1)

Sam estaba leyendo sobre los Otros cuando vio el ratón.

Tenía los ojos irritados y enrojecidos. «No debería frotármelos tanto», se decía siempre mientras se los frotaba. El polvo hacía que le picaran y le lagrimearan, y allí abajo había polvo por todas partes. Cada vez que pasaba una página se levantaba una nubecilla; cada vez que movía una pila de libros para ver qué se escondía debajo se alzaba un nubarrón gris.

Sam no recordaba cuánto tiempo llevaba sin dormir, pero apenas quedaba dedo y medio de la gruesa vela de sebo que había encendido cuando empezó a revisar el montón de papeles atados con bramante que había encontrado. Estaba más cansado que un caballo prestado, pero no podía parar. «Un libro más y lo dejo —se había dicho—. Una hoja más, sólo una más. Una página más, y subo a descansar y a comer algo.» Pero siempre había una página después de esa, y luego otra, y otro libro que aguardaba en la base del montón. «A este sólo le voy a echar un vistazo rápido, a ver de qué va», pensaba, y cuando se quería dar cuenta ya iba por la mitad. No había comido nada desde que tomara el cuenco de sopa de judías y panceta con Pyp y Grenn.

«Bueno, y luego el pan y el queso, pero sólo ha sido un bocado», pensó. Fue entonces cuando echó un vistazo al plato vacío y vio como el ratón se comía las últimas migas.

El animal medía la mitad que uno de sus dedos rosados; tenía los ojillos negros, y el pelo, suave y gris. Sam sabía que debería matarlo. Los ratones preferían el pan y el queso, sí, pero también comían papel. Había encontrado excrementos de ratón entre las estanterías y los montones de libros, y algunas tapas de cuero mostraban señales de mordiscos.

«Pero es tan pequeño... Y tiene hambre. —¿Cómo podía regatearle unas pocas migas?—. Lo malo es que también come libros...»

Tras pasar tantas horas sentado en la silla, Sam tenía la espalda rígida como una tabla y las piernas medio dormidas. Sabía que no era bastante rápido para atrapar al ratón, pero tal vez podría aplastarlo. Tenía junto al codo un enorme ejemplar encuadernado en cuero de los
Anales del Centauro Negro
, el relato exhaustivo y detallado del septón Jorquen de los nueve años durante los que Orbert Caswell había servido como Lord Comandante de la Guardia de la Noche. Dedicaba una página a cada día que estuvo al mando, y todas ellas parecían empezar diciendo «Lord Orbert se levantó al amanecer e hizo de vientre», excepto la última, que decía «Al amanecer se descubrió que Lord Orbert había muerto durante la noche».

«No hay ratón que pueda rivalizar con el septón Jorquen.» Sam cogió el libro muy despacio con la mano izquierda. Era grueso y pesado, y cuando trató de levantarlo se le resbaló de los dedos regordetes y cayó con estrépito sobre la mesa. El ratón saltó como un relámpago y desapareció al instante. Para Sam fue un alivio. Si hubiera llegado a aplastar al animalito, habría tenido pesadillas horribles.

—Pero no comas libros, ¿eh? —dijo.

La siguiente vez que bajara debería llevar más queso.

Se sorprendió de lo mucho que se había consumido la vela. ¿La sopa de alubias y panceta la había tomado aquel día o el anterior?

«Ayer. Debió de ser ayer.» Al darse cuenta, no pudo contener un bostezo. Jon se estaría preguntando qué había sido de él, aunque sin duda, el maestre Aemon lo entendería. Antes de perder la vista, el maestre amaba los libros tanto como Samwell Tarly. Comprendía cómo se podía sumergir uno en ellos, como si cada página fuera un agujero abierto que daba a otro mundo.

Samwell se puso en pie e hizo una mueca al notar los pinchazos en las pantorrillas dormidas. La silla era muy dura; cuando se inclinaba sobre un libro se le clavaba en la parte trasera de los muslos.

«La próxima vez, a ver si me acuerdo de traer un cojín.» Mejor aún sería si pudiera dormir allí abajo, en la celda que había descubierto medio escondida tras cuatro baúles de hojas sueltas que se habían desprendido de los libros a los que correspondían, pero no quería dejar solo tanto tiempo al maestre Aemon. Últimamente no estaba bien de salud y necesitaba ayuda, sobre todo con los cuervos. Sí, Aemon contaba con Clydas, pero Sam era más joven y se daba más maña con los pájaros.

Con un montón de libros y pergaminos bajo el brazo izquierdo y la vela en la mano derecha, Sam echó a andar por el laberinto de túneles que los hermanos denominaban
gusaneras
. Un haz de luz débil iluminaba las empinadas escaleras de piedra que llevaban a la superficie, de modo que supo que arriba ya había amanecido. Dejó la vela encendida en un nicho de la pared y empezó a subir. Cuando llegó al quinto peldaño ya estaba jadeando. Al llegar al décimo, se detuvo y se pasó los libros al brazo derecho.

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