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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

Festín de cuervos (4 page)

BOOK: Festín de cuervos
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Pate se volvió y atravesó el porche. Sus pisadas resonaron contra las planchas desgastadas del antiguo puente. Cuando llegó al otro lado, el cielo ya se empezaba a teñir de rosa.

«El mundo es grande —se dijo—. Si comprara el burro, podría recorrer los caminos y senderos de los Siete Reinos, me dedicaría a poner sanguijuelas y a quitar liendres a la gente. Podría enrolarme en cualquier barco como remero y atravesar las Puertas de Jade para llegar a Qarth y ver esos dragones. No tengo por qué volver con Walgrave y con los cuervos.»

Pero, sin saber por qué, sus pies se encaminaron hacia la Ciudadela.

Cuando el primer rayo de luz traspasó las nubes del este, las campanas matutinas empezaron a repicar en el septo del Marinero, abajo en el puerto. El septo del Señor se le unió al cabo de un instante; luego, los Siete Santuarios desde sus jardines, al otro lado del Vinomiel, y por último, el septo Estrellado que había sido sede del Septón Supremo durante mil años antes de que Aegon tocara tierra en Desembarco del Rey. Era una música impresionante.

«Aunque no tan dulce como la de un simple ruiseñor.»

También se oían cánticos por debajo del repicar de las campanas. Todas las mañanas, con la luz del alba, los sacerdotes rojos se reunían para dar la bienvenida al sol en el exterior de su modesto templo, junto a los muelles. Porque oscura es la noche, y los terrores la pueblan. Pate los había oído gritar aquellas palabras un millar de veces: le pedían a R'hllor, su dios, que los salvara de la oscuridad. En cuestión de dioses, a él le bastaba con los Siete, pero tenía entendido que Stannis Baratheon rezaba junto a las hogueras nocturnas. Hasta había puesto en su estandarte el corazón llameante de R'hllor en lugar del venado coronado.

«Si consigue sentarse en el Trono de Hierro, todos tendremos que aprendernos la canción de los sacerdotes rojos», pensó Pate, aunque sabía que no era probable. Tywin Lannister había destrozado a Stannis y a R'hllor en el Aguasnegras; no tardaría en acabar con ellos, y pondría en una pica la cabeza del aspirante ilegítimo de los Baratheon, sobre las puertas de Desembarco del Rey.

A medida que se disolvían las nieblas nocturnas, Antigua cobraba forma en torno a él, emergía de la penumbra como un fantasma. Pate no había estado nunca en Desembarco del Rey, pero sabía que era una ciudad de cañas y barro, un entramado de calles enlodadas, tejados de paja y chozas de madera. Antigua era de piedra: todas las calles, hasta el más triste callejón, estaban empedradas. Y al amanecer, la ciudad era más hermosa que en ningún otro momento. Al oeste del Vinomiel, las casas de los gremios bordeaban la ribera como una hilera de palacios. Río arriba, las cúpulas y torres de la Ciudadela se alzaban a ambas orillas, conectadas por puentes de piedra llenos de habitaciones y estancias. Río abajo, bajo los muros de mármol negro y las ventanas en forma de arco del septo Estrellado, las mansiones de los píos se arracimaban como niños en torno a los pies de una anciana rica.

Y más allá, donde el Vinomiel se ensanchaba para transformarse en el Canal de los Susurros, se alzaba Torrealta, con sus almenaras brillantes pese al amanecer. Desde el lugar donde se encontraba, en la cima de los riscos de la isla Batalla, su sombra cortaba la ciudad como una espada. Los nacidos y criados en Antigua sabían la hora por su sombra. Había quien decía que, desde la cima, se divisaba hasta el Muro. Tal vez por eso, Lord Leyton no había bajado desde hacía más de un decenio y prefería gobernar su ciudad desde las nubes.

Por el camino del río adelantó a Pate un carromato de carnicero que llevaba detrás cinco cochinillos que no dejaban de chillar. Al apartarse para dejarle paso, esquivó por poco el contenido del orinal que una mujer vaciaba desde una ventana.

«Cuando sea maestre en un castillo, iré a caballo», pensó. En ese momento tropezó con un guijarro y se preguntó a quién quería engañar. Nunca tendría una cadena; nunca se sentaría a la mesa de un señor; nunca montaría en un gran caballo blanco. Se pasaría los días escuchando los graznidos de los cuervos y quitando manchas de mierda de la ropa interior del archimaestre Walgrave.

Estaba con una rodilla en tierra, sacudiéndose el lodo de la túnica, cuando la voz lo saludó.

—Buenos días, Pate.

El alquimista estaba junto a él. Pate se levantó.

—Tres días... Dijiste que irías a El Cálamo y el Pichel.

—Estabas con tus amigos, y no me pareció oportuno entrometerme en un momento de camaradería. —El alquimista llevaba una capa de viaje con capucha, marrón, indefinible. El sol naciente asomaba a su espalda sobre los tejados, de manera que costaba ver el rostro bajo la capucha—. ¿Has decidido ya qué eres?

«¿Por qué me obliga a decirlo?»

—Creo que soy un ladrón.

—Ya me lo parecía.

Lo más difícil había sido ponerse a cuatro patas para sacar la caja fuerte de debajo de la cama del archimaestre Walgrave. Era muy sólida y tenía refuerzos de hierro, pero la cerradura estaba rota. El maestre Gormon sospechó que la había roto Pate, pero no era verdad. El propio Walgrave había forzado la cerradura porque había perdido la llave.

En el interior, Pate había encontrado una bolsa de venados de plata, un mechón de pelo rubio atado con una cinta, un retrato en miniatura de una mujer que se parecía a Walgrave (hasta en el bigote) y un guantelete de caballero hecho de escamas de acero. Según Walgrave, había pertenecido a un príncipe, aunque no recordaba a cuál. Cuando Pate lo sacudió, la llave cayó al suelo.

«Si la cojo seré un ladrón», recordó haber pensado. La llave era vieja y pesada, de hierro negro; por lo visto abría todas las puertas de la Ciudadela. Los archimaestres eran los únicos que tenían llaves como aquella. Los demás llevaban la suya encima o la escondían en lugar seguro, pero si Walgrave hubiera escondido la suya, no la habrían vuelto a ver jamás. Pate se había apoderado de la llave, y estaba ya casi en la puerta cuando se volvió para coger también la plata. Un ladrón era igual de ladrón tanto si robaba poco como si robaba mucho.

«Pate —había graznado uno de los cuervos blancos—. Pate, Pate, Pate.»

—¿Traes el dragón? —le preguntó al alquimista.

—Si tú traes lo que te pedí...

—Dámelo. Quiero verlo. —Pate no tenía la menor intención de dejarse engañar.

—El camino del río no es el lugar adecuado. Vamos.

No tuvo tiempo de pararse a pensar, de sopesar las posibilidades. El alquimista se alejaba. Pate tenía que elegir entre seguirlo y perder para siempre tanto a Rosey como el dragón. Lo siguió. Mientras caminaban se metió la mano en la manga y palpó la forma de la llave, a salvo en el bolsillo oculto que se había cosido. Las túnicas de los maestres estaban llenas de bolsillos; lo había sabido desde niño.

Tuvo que apresurarse para mantenerse a la altura del alquimista, que caminaba a zancadas largas. Bajaron por una callejuela, doblaron una esquina y cruzaron el viejo Mercado de los Ladrones por el callejón Cogetrapos. Por último, el alquimista se metió en otra callejuela aún más estrecha que la anterior.

—Ya está bien —dijo Pate—. No hay nadie. Que sea aquí.

—Como quieras.

—Lo que quiero es mi dragón.

—Desde luego.

La moneda apareció como surgida de la nada. El alquimista la hizo caminar por sus nudillos, igual que cuando Rosey los había reunido. A la luz de la mañana, el dragón centelleaba al moverse y daba a los dedos un aura dorada.

Pate se la quitó de la mano. Sintió el oro cálido contra la palma. Se la llevó a la boca y la mordió, como había visto que hacía la gente. A decir verdad, no estaba seguro de a qué tenía que saber el oro, pero no quería quedar como un idiota.

—¿La llave? —solicitó el alquimista con tono educado.

Pate titubeó sin saber bien por qué.

—¿Qué buscas? ¿Algún libro?

Se decía que varios de los viejos pergaminos valyrios que había en las criptas eran las únicas copias que quedaban en el mundo.

—Lo que busco no es asunto tuyo.

«Ya está —se dijo Pate—. Lárgate. Vuelve corriendo a El Cálamo y el Pichel, despierta a Rosey con un beso y dile que es tuya.» Pero se quedó donde estaba.

—No. Muéstrame la cara.

—Como quieras. —El alquimista se bajó la capucha.

Era sólo un hombre, su rostro era sólo un rostro. El rostro de un joven normal, con mejillas regordetas y una sombra de barba. Una cicatriz antigua y tenue le cruzaba la derecha. Tenía la nariz ganchuda y una mata espesa de pelo negro con rizos prietos alrededor de las orejas. Pate no lo había visto nunca.

—No te conozco.

—Ni yo a ti.

—¿Quién eres?

—Un desconocido. Nadie. De verdad.

—Ah. —Pate se había quedado sin palabras. Sacó la llave y se la puso en la mano al desconocido; sentía la cabeza embotada, brumosa. «Rosey», se recordó—. Bueno, ya está.

No había recorrido ni medio callejón cuando los guijarros del empedrado empezaron a moverse bajo sus pies. «La piedra está húmeda y resbala», pensó, pero no se trataba de eso. Sentía que el corazón le martilleaba en el pecho.

—¿Qué está pasando? —dijo. Las piernas se le habían convertido en agua—. No lo entiendo.

—Y nunca lo entenderás —dijo una voz con tristeza.

Los guijarros se alzaron para recibirlo. Pate trató de pedir ayuda a gritos, pero también le falló la voz.

Su último pensamiento fue para Rosey.

EL PROFETA

Aeron
Pelomojado
estaba ahogando hombres en Gran Wyk cuando le llevaron la noticia de que el rey había muerto.

La mañana era fría y desapacible; el mar tenía el mismo color plomizo que el cielo. Los tres primeros hombres habían ofrecido sus vidas al Dios Ahogado sin temor alguno, pero la fe del cuarto era débil, y cuando sus pulmones pidieron aire desesperadamente, empezó a forcejear. Aeron, metido hasta la cintura en la espuma de las olas, agarró por los hombros al muchacho desnudo y le metió la cabeza bajo el agua cuando trató de tomar una bocanada de aire.

—Ten valor —le dijo—. Venimos del mar, y al mar hemos de volver. Abre la boca y bebe la bendición del dios. Que tus pulmones se llenen de agua; así morirás y podrás renacer. Es inútil que te resistas.

Tal vez el chico no lo oyera con la cabeza bajo las olas, o tal vez hubiera perdido por completo la fe; el caso fue que empezó a patalear y debatirse de una manera tan desaforada que Aeron tuvo que pedir ayuda. Cuatro de sus hombres ahogados se metieron en el agua para sujetar al muchacho.

—Señor Dios que te ahogaste por nosotros —rezó el sacerdote con una voz tan retumbante como el mar—, permite que tu siervo Emmond renazca del mar, como renaciste tú. Bendícelo con sal, bendícelo con piedra, bendícelo con acero.

Por fin terminó todo. Ya no salían burbujas de la boca del muchacho, y sus miembros habían perdido toda la fuerza. Emmond quedó flotando en las aguas bajas, pálido, frío, en paz.

Entonces advirtió Pelomojado que, en la playa de guijarros, junto a sus hombres ahogados, había tres jinetes. Aeron conocía a Sparr, un anciano de rostro afilado y ojos llorosos cuya voz temblorosa era ley en aquella parte del Gran Wyk. Lo acompañaban su hijo Steffarion y otro joven, ataviado con una capa color rojo oscuro ribeteada de piel, que se sujetaba al hombro con un broche ornamentado con la forma del cuerno de guerra negro y dorado de los Goodbrother.

«Uno de los hijos de Gorold», supo el sacerdote nada más verlo. La esposa de Goodbrother le había dado tres hijos varones de buena estatura después de una docena de hijas; se decía que no había manera de distinguirlos. Aeron
Pelomojado
ni se dignó intentarlo. Ya se tratara de Greydon, de Gormond o de Gran, no tenía tiempo para él.

Gruñó una orden brusca, y sus hombres ahogados cogieron el cadáver del muchacho por los brazos y las piernas para llevarlo a tierra. El sacerdote los siguió; su único atuendo era un taparrabos de piel de foca. Volvió a la orilla chapoteando, empapado y con la piel de gallina, y pisó la arena húmeda y fría y los guijarros pulidos por las mareas. Uno de sus hombres ahogados le tendió una gruesa túnica de tejido basto con estampado de cuadros azules y grises, los colores del mar, los del Dios Ahogado. Aeron se puso la túnica y se soltó el pelo. Era una melena negra, empapada; no la había tocado navaja alguna desde el día en que el mar lo elevó. Le caía por los hombros como una capa harapienta, nudosa, hasta más allá de la cintura. Aeron tenía por costumbre entretejerse tiras de algas en los mechones, y también se adornaba así la barba enmarañada y sin recortar.

Los hombres ahogados habían formado un círculo en torno al chico muerto y estaban rezando. Norje le subía y bajaba los brazos mientras Rus, arrodillado a horcajadas sobre él, le bombeaba el pecho, pero cuando llegó Aeron, todos le abrieron paso. Separó los labios fríos del muchacho con los dedos y le dio a Emmond el beso de la vida, una vez, y otra, y otra, y otra, hasta que el mar le brotó de la boca como un torrente. El chico empezó a toser y escupir, parpadeó y abrió unos ojos llenos de miedo.

«Otro que vuelve.» Se decía que era una señal del favor del Dios Ahogado. Los demás sacerdotes perdían un hombre de cuando en cuando; le había sucedido incluso a Tarle
el Tres Veces Ahogado
, al que se consideraba tan santo que hasta fue elegido para coronar a un rey. En cambio, a Aeron Greyjoy, nunca. Él era Pelomojado, el que había visto las estancias acuosas del dios y había vuelto para contarlo.

—Levántate —le dijo al chico, que vomitaba agua, al tiempo que le daba palmadas en la espalda desnuda—. Te has ahogado y has vuelto entre nosotros. Lo que está muerto no puede morir.

—Sino que se levanta. —El chico sufrió un violento ataque de tos y vomitó más agua—. Se levanta otra vez. —Cada palabra le costaba un sufrimiento, pero así era el mundo: para vivir, todos los hombres tenían que luchar—. Se levanta otra vez. —Emmond se puso en pie a duras penas—. Más grande. Más fuerte.

—Ahora perteneces al dios —le dijo Aeron.

Los otros hombres ahogados lo rodearon, y cada uno le dio un puñetazo y un beso para recibirlo en la hermandad. Uno lo ayudó a ponerse una túnica basta de cuadros azules, verdes y grises; otro le entregó un garrote de madera de deriva.

—Ahora perteneces al mar, así que el mar te ha armado —le dijo Aeron—. Rezamos para que esgrimas el garrote con valor contra todos los enemigos de tu dios. —Después, el sacerdote se volvió hacia los tres jinetes, que los observaban sin descabalgar—. ¿Habéis venido a que os ahoguemos, mis señores?

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