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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

Festín de cuervos (5 page)

BOOK: Festín de cuervos
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Sparr carraspeó.

—Ya me ahogaron de pequeño —dijo—. Y a mi hijo también, el día de su nombre.

Aeron soltó un bufido. No le cabía duda de que Steffarion Sparr había sido entregado al Dios Ahogado poco después de su nacimiento. Y también sabía cómo: una pasada rápida por una pila de agua marina que apenas llegó a mojar la cabeza del bebé. No era de extrañar que otros mandaran sobre los hijos del hierro, sobre los mismos que otrora habían extendido sus dominios hasta dondequiera que se pudiera oír el batir de las olas.

—Eso no es un ahogamiento —les replicó a los jinetes—. Quien no muere de verdad no podrá levantarse de entre los muertos. ¿A qué habéis venido, si no es a demostrar vuestra fe?

—El hijo de Lord Gorold os trae noticias. —Sparr señaló al joven de la capa roja, que no aparentaba más de dieciséis años.

—¿Cuál eres tú? —le preguntó Aeron con tono brusco.

—Gormond. Gormond Goodbrother, para servir a mi señor.

—A quien tenemos que servir es al Dios Ahogado. ¿Has sido ahogado, Gormond Goodbrother?

—Sí, Pelomojado, en el día de mi nombre. Mi padre me ha enviado a buscaros para que vayáis a hablar con él. Tiene que veros.

—Pues aquí estoy. Dile a Lord Gorold que venga a regocijar sus ojos.

Aeron cogió el pellejo de cuero que le tendió Rus después de llenarlo de agua marina. El sacerdote quitó el corcho y bebió un trago.

—Tengo que llevaros a la fortaleza —insistió el joven Gormond desde su caballo.

«Tiene miedo de desmontar, no se le vayan a mojar las botas.»

—Y yo tengo que cumplir la misión del dios. —Aeron Greyjoy era un profeta. No estaba dispuesto a tolerar que un señor cualquiera le diera órdenes como si fuera un siervo.

—Gorold ha recibido un pájaro —dijo Sparr.

—El pájaro de un maestre; viene de Pyke —confirmó Gormond.

«Alas negras, palabras negras.»

—Los cuervos vuelan sobre la sal y la piedra. Si hay noticias que me afecten, comunicádmelas ya.

—La noticia que traemos únicamente la podéis oír vos, Pelomojado —dijo Sparr—. No es un asunto del que pueda hablar delante de estos otros.

—«Estos otros» son mis hombres ahogados, siervos del dios, igual que yo. No tengo secretos para ellos, ni tampoco para nuestro dios, junto a cuyo mar sagrado nos encontramos.

Los jinetes se miraron.

—Díselo —indicó Sparr, y el joven de la capa roja reunió todo su valor.

—El rey ha muerto —dijo sin más rodeos.

Cuatro palabras, cuatro palabras breves, pero el propio mar se estremeció cuando vibraron en el aire.

Había cuatro reyes en Poniente, pero Aeron no tuvo que preguntar a cuál se refería. Era Balon Greyjoy y nadie más quien gobernaba en las Islas del Hierro.

«El rey ha muerto. ¿Cómo es posible?» Aeron había visto a su hermano mayor hacía apenas una luna, cuando regresó a las Islas del Hierro tras el asedio de la Costa Pedregosa. El pelo entrecano de Balon se había tornado casi blanco durante la ausencia del sacerdote, y tenía los hombros más encorvados que cuando zarparon los barcoluengos. Pero por lo demás, el rey no le había parecido enfermo.

Aeron Greyjoy había edificado su vida sobre dos pilares poderosos. Aquellas cuatro palabras, aquellas cuatro palabras breves, acababan de derribar uno de ellos.

«Sólo me queda el Dios Ahogado. Rezo por que me haga tan fuerte e incansable como el mar.»

—Decidme cómo ha muerto mi hermano.

—Su Alteza estaba cruzando un puente en Pyke cuando se cayó. Se estrelló contra las rocas.

La fortaleza de los Greyjoy se alzaba en una punta de tierra y un montón de islotes; las torres y torreones se cimentaban en gigantescos montículos de piedra que surgían del mar. Unía todo Pyke un entramado de puentes en forma de arco de piedra tallada, y largos tramos cimbreantes de cuerda de cáñamo y planchas de madera.

—¿Rugía la tormenta cuando cayó? —preguntó Aeron con brusquedad.

—Sí —le respondió el joven.

—Fue el Dios de la Tormenta quien lo derribó —proclamó el sacerdote. El mar y el cielo llevaban mil millares de años guerreando. Del mar habían nacido los hijos del hierro y los peces que los sustentaban hasta en los días más fríos del invierno; en cambio, las tormentas sólo acarreaban infortunios y aflicción—. Mi hermano Balon nos volvió a hacer grandes, y eso le granjeó las iras del Dios de la Tormenta. Ahora está ya en las estancias acuosas del Dios Ahogado, y las sirenas atienden todos sus deseos. Nos corresponde a nosotros, los que quedamos atrás en este valle seco y lúgubre, terminar su inmensa labor. —Volvió a poner el corcho al pellejo de agua—. Hablaré con tu señor padre. ¿A qué distancia estamos de Cuernomartillo?

—A seis leguas. Podéis montar atrás en mi caballo.

—Iré más deprisa si voy solo. Dame tu caballo, y que el Dios Ahogado te bendiga.

—Llevaos mi caballo, Pelomojado —le ofreció Steffarion Sparr.

—No. Su montura es más fuerte. El caballo, chico.

El joven apenas titubeó un instante antes de desmontar y tenderle las riendas a Pelomojado. Aeron puso un pie negro y descalzo en el estribo y subió a la silla. No le gustaban los caballos, eran bestias de las tierras verdes que debilitaban a los hombres, pero las circunstancias lo obligaban a cabalgar.

«Alas negras, palabras negras.» Sentía que se fraguaba una tormenta, lo oía en las olas, y las tormentas nunca llevaban nada bueno.

—Reuníos conmigo en Guijarra, al pie de la torre de Lord Merlyn —les dijo a sus hombres ahogados al tiempo que obligaba al caballo a girar.

El camino era escarpado, un ascenso por colinas entre bosques y desfiladeros pedregosos, apenas un sendero que en ocasiones desaparecía bajo los cascos del caballo. Gran Wyk era la mayor de las Islas del Hierro; su extensión era tal que las fortalezas de algunos señores no se habían edificado junto al sagrado mar. La de Gorold Goodbrother era una de ellas. Sus torreones se alzaban en las colinas de Peñafuerte, tan lejos del reino del Dios Ahogado como se podía estar en aquellas islas. El pueblo de Gorold se afanaba en las minas de este, en la pétrea oscuridad subterránea. Algunos morían sin haber visto jamás el agua salada.

«No es de extrañar que esta gente sea hosca y extraña.»

Mientras cabalgaba, Aeron pensó en sus hermanos.

Nueve hijos había engendrado la entrepierna de Quellon Greyjoy, el Señor de las Islas del Hierro. Harlon, Quenton y Donel habían nacido del vientre de la primera esposa de Lord Quellon, una Stonetree. Balon, Euron, Victarion, Urrigon y Aeron eran hijos de la segunda, una Sunderly de Acantilado de Sal. Quellon contrajo nupcias por tercera vez con una muchacha de las tierras verdes, que le dio un hijo enfermizo y retrasado llamado Robin, el hermano al que más valía olvidar. El sacerdote no guardaba recuerdo alguno de Quenton ni de Donel, que habían muerto cuando eran aún muy niños. De Harlon sí se acordaba; aunque entre nieblas difusas, tenía en la mente una imagen con el rostro gris y rígido que hablaba siempre en susurros en una habitación sin ventanas, cada vez más débiles a medida que la psoriagrís le convertía en piedra la lengua y los labios.

«Algún día celebraremos un banquete de pescado en las estancias acuosas del Dios Ahogado, los cuatro juntos, y también Urri.»

Nueve hijos había engendrado la entrepierna de Quellon Greyjoy, pero sólo cuatro habían vivido lo suficiente para llegar a adultos. Así eran las cosas en aquel mundo frío, donde los hombres pescaban en el mar, cavaban en la tierra y morían, mientras las mujeres parían niños de vida breve en lechos de sangre y dolor. Aeron había sido el último de los cuatro krákens, y también el más patético; Balon, en cambio, era el mayor y el más osado, un muchacho decidido e intrépido que sólo pensaba en devolverles la gloria de antaño a los hijos del hierro. A los diez años escaló los Acantilados de Pedernal hasta la torre encantada del Señor Ciego; a los trece era capaz de manejar los remos de un barcoluengo y bailaba la danza del dedo mejor que cualquier otro hombre de las islas; a los quince había navegado con Dagmer
Barbarrota
hasta los Peldaños de Piedra y se había pasado el verano saqueando. Allí mató por primera vez, y también tomó a sus dos primeras esposas de sal. A los diecisiete años, Balon capitaneaba ya su propio barco. No se podía pedir más de un hermano mayor, aunque la verdad era que nunca había mostrado nada que no fuera desprecio hacia Aeron.

«Yo era joven y pecador; su desprecio era más de lo que merecía. Más vale el desprecio de Balon
el Bravo
que el afecto de Euron
Ojo de Cuervo
. —Y si el tiempo y el dolor habían amargado el temperamento de Balon a lo largo de los años, cierto era también que lo habían hecho más decidido que ningún otro hombre—. Nació como hijo de un señor y murió como rey, asesinado por un dios celoso —pensó Aeron—, y ahora se acerca la tormenta, una tormenta mayor que ninguna que hayan visto estas islas.»

Hacía ya horas que había oscurecido cuando el sacerdote divisó las afiladas almenas de hierro de Cuernomartillo, que se alzaba hacia la media luna. La fortaleza de Gorold era pesada y voluminosa, construida con grandes bloques de piedra extraídos del acantilado que descendía en picado tras ella. En la base de las murallas, las entradas de las cuevas y las antiguas minas se abrían como negras bocas desdentadas. Al ser de noche, las puertas de hierro de Cuernomartillo estaban ya cerradas y atrancadas. Aeron las golpeó con una piedra hasta que el estrépito despertó a un guardia.

El joven que le abrió era la viva imagen de Gormond, cuyo caballo había montado.

—¿Cuál eres tú? —preguntó Aeron con tono brusco.

—Gran. Mi padre os está esperando.

La estancia era húmeda, llena de corrientes y de sombras. Una hija de Gorold le ofreció al sacerdote un cuerno de cerveza; otra atizó un fuego mortecino que dejaba escapar más humo que calor. El propio Gorold Goodbrother estaba hablando en voz baja con un hombre delgado, vestido con una túnica gris de buena calidad, que llevaba al cuello la cadena de metales diversos que lo identificaba como maestre de la Ciudadela.

—¿Dónde está Gormond? —preguntó Gorold al ver a Aeron.

—Vuelve a pie. Decidles a las mujeres que se retiren, mi señor. Y lo mismo al maestre. —No le gustaban los maestres: sus cuervos eran criaturas del Dios de la Tormenta, y tampoco confiaba en sus curaciones después de lo de Urri.

«Ningún hombre que tal se considere elegiría una vida de sumisión, ni forjaría una cadena de servidumbre, ni la llevaría en torno al cuello.»

—Gysella, Gwin, marchaos —ordenó Goodbrother—. Tú también, Gran. El maestre Murenmure se quedará.

—Se marchará —insistió Aeron.

—Estáis en mis estancias, Pelomojado. No os corresponde a vos decir quién se queda y quién se va. El maestre se queda.

«Este hombre vive demasiado lejos del mar», se dijo Aeron.

—En ese caso, seré yo quien se vaya —replicó.

Los juncos secos crujieron bajo la piel agrietada de las plantas descalzas de sus pies cuando dio la vuelta y echó a andar hacia la salida. Por lo visto había recorrido un largo camino para nada.

Aeron estaba ya casi junto a la puerta cuando el maestre carraspeó.

—Euron
Ojo de Cuervo
se ha sentado en el Trono de Piedramar.

Pelomojado se giró. De pronto hacía más frío en la estancia.

«Ojo de Cuervo está a medio mundo de aquí. Balon lo expulsó hace dos años y juró que, si regresaba, le costaría la vida.»

—Contádmelo todo —dijo con voz ronca.

—Echó anclas en Puerto Noble al día siguiente de la muerte del rey, y exigió el castillo y la corona en su condición del mayor de los hermanos de Balon —dijo Gorold Goodbrother—. Ahora ha enviado cuervos para exigir a los capitanes y los reyes de todas las islas que acudan a Pyke, se arrodillen ante él y le rindan homenaje como rey legítimo.

—No. —Aeron
Pelomojado
no se paró a medir sus palabras—. Sólo un hombre piadoso puede sentarse en el Trono de Piedramar. Ojo de Cuervo no adora a más dios que su orgullo.

—Vos estuvisteis en Pyke hace poco; hablasteis con el rey —insistió Goodbrother—. ¿Os dijo algo Balon sobre su sucesión?

«Sí.» Habían hablado en la Torre del Mar, mientras el viento aullaba contra las ventanas y las olas batían en la base sin cesar. Balon había sacudido la cabeza desesperado cuando Aeron le habló del único hijo que le quedaba con vida.

—Como me temía, los lobos lo han hecho débil —fueron las palabras del rey—. Le pedí al dios que le quitase la vida para que no se interpusiera en el camino de Asha.

Aquello era la perdición de Balon: se veía reflejado en su hija, tan indómita, tan decidida, y creía que lo podría suceder. En aquello se equivocaba, como había tratado de explicarle Aeron.

«Ninguna mujer gobernará jamás a los hijos del hierro, ni siquiera una mujer como Asha», le había insistido, pero cuando Balon no quería escuchar algo era como si estuviera sordo.

Antes de que el sacerdote pudiera responder a Gorold Goodbrother, el maestre volvió a carraspear y se puso a farfullar.

—Por derecho, el Trono de Piedramar le corresponde a Theon, y si el príncipe está muerto, a Asha. Esa es la ley.

—Esa es la ley de las tierras verdes —replicó Aeron con desprecio—. ¿Y a nosotros qué nos importa? Somos los hijos del hierro, los hijos del mar, los elegidos del Dios Ahogado. No nos gobernará una mujer, igual que no nos gobernará un impío.

—¿Qué pasa con Victarion? —preguntó Gorold Goodbrother—. Está al mando de la Flota de Hierro. ¿Creéis que Victarion aspirará al trono, Pelomojado?

—Euron es el hermano mayor... —empezó a decir el maestre.

Aeron lo hizo callar con una mirada. Tanto en las pequeñas aldeas de pescadores como en las imponentes fortalezas de piedra, aquella mirada de Pelomojado bastaba para hacer que a las doncellas les temblaran las rodillas y los niños salieran chillando a la carrera en busca de sus madres, y por supuesto, allí bastó para acallar al siervo de la cadena al cuello.

—Euron es el mayor —dijo el sacerdote—, pero Victarion es el más devoto.

—¿A qué llegaremos? ¿Habrá guerra entre ellos? —preguntó el maestre.

—El hijo del hierro no derramará la sangre del hijo del hierro.

—Muy piadoso por vuestra parte, Pelomojado —apuntó Goodbrother—. Lástima que vuestro hermano no opine lo mismo. Mandó ahogar a Sawane Botley por decir que el Trono de Piedramar le correspondía a Theon por derecho.

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