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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

Festín de cuervos (8 page)

BOOK: Festín de cuervos
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—¿El sol calienta?

—¿Os traigo una bebida para aliviar el dolor?

—No. Necesito tener la cabeza despejada.

El maestre titubeó.

—Príncipe, ¿os...? ¿Os parece prudente permitir que Lady Obara vuelva a Lanza del Sol? Seguro que instigará al pueblo. La gente apreciaba mucho a vuestro hermano.

—Todos lo apreciábamos. —Se presionó las sienes con los dedos—. No. Tenéis razón. Yo también debo volver a Lanza del Sol.

El hombrecillo regordete titubeó.

—¿Os parece buena idea?

—No, pero es necesario. Enviad un jinete a Ricasso, que abra mis estancias en la torre del Sol. Informad a mi hija Arianne de que llegaré mañana.

«Mi princesita.» El capitán la echaba muchísimo de menos.

—Os verán —le advirtió el maestre.

El capitán lo comprendió. Dos años atrás, cuando abandonaron Lanza del Sol a cambio de la paz y el aislamiento de los Jardines del Agua, el príncipe Doran no estaba ni mucho menos tan mal de la gota. Por aquel entonces todavía podía andar, aunque fuera despacio, con ayuda de un bastón y haciendo una mueca de dolor a cada paso. El príncipe no quería que sus enemigos supieran hasta qué punto se había debilitado, y el Palacio Antiguo y la ciudad estaban llenos de ojos.

«De ojos y de escaleras por las que no puede subir —pensó el capitán—. Para llegar a lo alto de la torre del Sol tendrá que volar.»

—Es necesario que me vean. Alguien tiene que devolver las aguas a su cauce. Dorne debe recordar que aún cuenta con su príncipe. —Esbozó una sonrisa débil—. Por muy viejo y gotoso que esté.

—Si volvéis a Lanza del Sol, tendréis que recibir en audiencia a la princesa Myrcella —señaló Caleotte—. La acompañará su caballero blanco, y ya sabéis que le escribe cartas a su reina.

—Me lo imagino.

«El caballero blanco.» El capitán frunció el ceño. Ser Arys había llegado a Dorne para cuidar de su princesa, igual que llegó Areo Hotah en otros tiempos. Hasta sus nombres tenían una extraña similitud: Areo y Arys. Pero allí terminaba cualquier semejanza. El capitán había dejado atrás Norvos y a sus sacerdotes barbudos; Ser Arys Oakheart, en cambio, aún servía al Trono de Hierro. Hotah sentía cierta tristeza siempre que lo veía con la larga capa nívea en las ocasiones en que el príncipe lo enviaba a Lanza del Sol. Tenía la sensación de que algún día se enfrentarían, y ese día, Oakheart moriría con la alabarda del capitán enterrada en el cráneo. Pasó la mano por la superficie lisa del mango de fresno y se preguntó si no se estaría acercando el momento.

—Va a anochecer pronto —estaba diciendo el príncipe—. Esperaremos al amanecer. Encargaos de que tengan mi litera preparada a primera hora.

—Como ordenéis.

Caleotte hizo una reverencia. El capitán se colocó a un lado para dejarlo pasar y oyó como se alejaban sus pisadas.

—¿Capitán? —El príncipe hablaba en voz baja. Hotah avanzó hacia el frente con una mano en torno a la alabarda. Sentía la madera tan suave como la piel de una mujer. Al llegar junto a la silla de ruedas dio un golpe al suelo con el mango para anunciar su presencia, pero el príncipe sólo tenía ojos para los niños—. ¿Tuvisteis hermanos, capitán? —preguntó—. En Norvos, cuando erais joven.

—Sí —respondió Hotah—. Dos hermanos y tres hermanas. Yo era el menor.

«El menor y el menos deseado. Otra boca que alimentar, un chico grandullón que comía demasiado y al que enseguida se le quedaba pequeña la ropa.» No era de extrañar que se lo hubieran vendido a los sacerdotes barbudos.

—Yo era el mayor —dijo el príncipe—, y pese a eso soy el único que queda. Después de que Mors y Olyvar murieran en sus cunas, perdí la esperanza de tener hermanos. Tenía nueve años cuando nació Elia, y por aquel entonces era escudero en Costa Salada. Cuando llegó el cuervo con la noticia de que mi madre había dado a luz con un mes de antelación, ya tenía edad suficiente para comprender que eso significaba que el bebé no saldría adelante. Lord Gargalen me dijo que tenía una hermana, y yo le respondí que no tardaría en morir. Pero vivió, gracias a la misericordia de la Madre. Y al cabo de un año nació Oberyn, chillando y pataleando. Yo ya era un hombre cuando ellos jugaban en estos estanques. Pero aquí estoy, y ellos se han ido.

Areo Hotah no supo qué decir. Sólo era un capitán de los guardias; pese a los años seguía considerándose forastero en aquellas tierras, y su dios de siete caras le era ajeno. «Servir. Obedecer. Proteger.» Había pronunciado aquellos votos a los dieciséis años, el día en que contrajo matrimonio con su alabarda. «Votos sencillos para hombres sencillos», le dijeron los sacerdotes barbudos. No lo habían entrenado para aconsejar a príncipes dolientes.

Aún no había encontrado palabras cuando cayó otra naranja, con un fuerte golpe, a menos de medio paso del lugar donde estaba sentado el príncipe. Doran hizo una mueca, como si le hubiera hecho daño.

—Bien —suspiró—. Ya es suficiente. Dejadme, Areo. Dejadme mirar a los niños unas horas más.

Cuando se puso el sol, el aire se tornó más fresco, y los niños entraron en el palacio para cenar, pero el príncipe se quedó bajo sus naranjos, contemplando los estanques tranquilos y el mar que se extendía más allá. Un criado le llevó un cuenco de aceitunas con pan, queso y pasta de garbanzos. Comió unos bocados y bebió una copa del vino dulce y fuerte que tanto le gustaba. Una vez vacía, se la volvió a llenar. A veces, en las horas más oscuras previas al amanecer, el sueño lo encontraba aún sentado en la silla. Entonces lo empujaba el capitán por la galería iluminada por la luna, a lo largo de una hilera de columnas acanaladas y bajo un esbelto arco, hasta la gran cama con sábanas frescas de lino situada en una habitación con vistas al mar. Doran gimió cuando el capitán lo movió, pero los dioses fueron bondadosos y no llegó a despertarse.

La celda donde dormía el capitán estaba junto a la habitación de su príncipe. Se sentó en el camastro, sacó la piedra de amolar y el paño del nicho donde los guardaba, y puso manos a la obra. «Mantén la alabarda afilada», le habían dicho los sacerdotes barbudos el día en que lo marcaron. Y siempre lo hacía.

Mientras afilaba el arma, Hotah pensó en Norvos, la ciudad alta en la colina y la baja junto al río. Todavía recordaba el sonido de las tres campanas, la manera en que lo estremecían el tañido profundo de Noom, la voz fuerte y orgullosa de Narrah, la risa dulce y argentina de Nyel. El sabor del pastel de invierno le volvió a llenar la boca con sus notas de jengibre y piñones, sus trocitos de cerezas, todo ello regado con
nasha
, leche de cabra fermentada servida en una copa de hierro con un chorro de miel. Vio a su madre con el vestido del cuello de piel de ardilla, el que sólo se ponía una vez al año, cuando iban a ver el baile de los osos en las Escaleras del Pecador. Y percibió el hedor del vello al quemarse mientras el sacerdote barbudo le tocaba el pecho con el hierro de marcar. El dolor había sido tan terrible que creyó que se le iba a parar el corazón, pero Areo Hotah no retrocedió. El vello jamás volvió a crecer sobre la marca de la alabarda.

Cuando los dos filos quedaron tan cortantes que se podría haber afeitado con ellos, el capitán tendió en la cama a su esposa de hierro y fresno, bostezó, se quitó la ropa manchada, la tiró al suelo y se tumbó en el colchón relleno de paja. Pensar en la marca hacía que le picara; tuvo que rascarse antes de cerrar los ojos.

«Tendría que haber recogido las naranjas del suelo», pensó, y se quedó dormido soñando con el sabor agridulce, con el tacto pegajoso del zumo rojizo en los dedos.

El amanecer llegó demasiado pronto. En el exterior de los establos ya tenían preparada la más pequeña de las literas tiradas por tres caballos, la de madera de cedro con cortinajes de seda roja. El capitán eligió veinte guardias para darle escolta de entre los treinta apostados en los Jardines del Agua; los demás permanecerían allí para proteger el lugar y a los niños, algunos de los cuales eran hijos de grandes señores y mercaderes adinerados.

Aunque el príncipe había hablado de partir a primera hora, Areo Hotah sabía que se retrasaría. Mientras el maestre ayudaba a Doran Martell a bañarse y le cubría las articulaciones hinchadas con vendas de lino empapadas en lociones calmantes, el capitán se puso una cota de escamas de bronce, como correspondía a su cargo, y una capa ondulante de seda cruda parda y amarilla para proteger el metal del sol. El día iba a ser caluroso, y hacía tiempo que el capitán no usaba la gruesa capa de pelo de caballo y la túnica de cuero tachonado que había llevado en Norvos, prendas con las que cualquiera se cocería en Dorne. En cambio, sí conservaba el yelmo de hierro con su cresta de púas afiladas, aunque lo llevaba envuelto en seda naranja; de lo contrario, el sol contra el metal le provocaría dolor de cabeza antes incluso de que divisaran el palacio.

El príncipe aún no se encontraba listo para la partida. Había decidido desayunar antes de ponerse en marcha: estaba tomando una naranja sanguina y un plato de huevos de gaviota con trocitos de jamón y guindillas. Luego, por supuesto, tuvo que despedirse de varios niños, los que se habían convertido en sus favoritos: el muchachito de Dalt, los hijos de Lady Blackmont y la huérfana de cara redonda cuyo padre había vendido tejidos y especias a todo lo largo del Sangreverde. Mientras hablaba con ellos, Doran se cubría las rodillas con una espléndida manta myriense para que los pequeños no le vieran las articulaciones hinchadas y vendadas.

Ya era mediodía cuando se pusieron en marcha: el príncipe en la litera, el maestre Caleotte a lomos de un burro y los demás a pie. Cinco lanceros caminaban delante y otros cinco detrás, mientras los diez restantes flanqueaban la litera. Areo Hotah ocupó su lugar habitual a la izquierda del príncipe, con la alabarda al hombro. El camino que iba desde Lanza del Sol hasta los Jardines del Agua discurría junto al mar, de manera que una brisa fresca aliviaba la marcha mientras atravesaban una tierra castaña rojiza de piedras, arena, y árboles atrofiados y retorcidos.

La segunda Serpiente de Arena les dio alcance cuando estaban a mitad de camino.

Apareció de repente sobre una duna, a lomos de una yegua de arena dorada con crines como hilos de seda blanca. Lady Nym parecía grácil incluso montada a caballo; vestía una luminosa túnica lila y una larga capa de seda color crema y cobre que se agitaba con cada golpe de aire, dando la impresión de que la joven podría echar a volar en cualquier momento. Nymeria Arena tenía veinticinco años y era esbelta como un junco. Tenía el pelo negro, liso, peinado en una trenza adornada con hilo de oro rojo, y con un pico en la frente, en el nacimiento del pelo, igual que el de su padre. Los pómulos altos, los labios carnosos y la piel lechosa le daban la belleza de la que carecía su hermana mayor... Porque la madre de Obara había sido una prostituta de Antigua, mientras que por las venas de Nym corría la sangre más noble de la vieja Volantis. La seguía una docena de lanceros a caballo con escudos redondos que centelleaban bajo el sol. Bajaron tras ella por la duna.

El príncipe había apartado las cortinas de su litera para disfrutar al máximo de la brisa que llegaba del mar. Lady Nym se puso a su altura y tiró de las riendas de la hermosa yegua dorada para acompasar su paso al de la litera.

—Bienhallado, tío —canturreó como si hubiera llegado allí por casualidad—. ¿Puedo cabalgar contigo hasta Lanza del Sol?

El capitán estaba al otro lado de la litera, pero aun así oía todo lo que decía Lady Nym.

—Será un placer —respondió el príncipe Doran, aunque en un tono que al capitán no le sonó nada complacido—. La gota y la pena no son buenas compañeras de viaje.

Aquello le indicó al capitán que cada guijarro del camino era como un clavo en sus articulaciones hinchadas.

—Por la gota no puedo hacer nada —replicó la joven—, pero a mi padre no le interesaba la pena. Le gustaba mucho más la venganza. ¿Es verdad que Gregor Clegane reconoció que asesinó a Elia y a sus hijos?

—Se proclamó culpable a gritos delante de toda la corte —confirmó el príncipe—. Lord Tywin nos ha prometido su cabeza.

—Y un Lannister siempre paga sus deudas —asintió Lady Nym—, pero me parece que ese tal Lord Tywin quiere pagarnos con monedas que ya tenemos. Me ha llegado un pájaro de nuestro querido Ser Daemon, que jura que mi padre le hizo cosquillas a ese monstruo más de una vez mientras luchaban, así que Ser Gregor se puede dar por muerto, y no gracias a Tywin Lannister.

El príncipe torció el gesto. El capitán no habría sabido decir si era por el dolor de la gota o por las palabras de su sobrina.

—Es posible.

—¿Cómo que es posible? Es seguro.

—Obara quiere que vaya a la guerra.

Nym se echó a reír.

—Sí, quiere arrasar Antigua. Su odio hacia esa ciudad sólo es comparable al amor que le profesa nuestra hermana pequeña.

—¿Y tú qué opinas?

Nym volvió la cabeza para echar un vistazo hacia donde cabalgaban sus acompañantes, a unos cuarenta pasos de distancia.

—Estaba en la cama con los gemelos Fowler cuando me llegó la noticia —la oyó decir el capitán—. ¿Sabes cuál es el lema de los Fowler? «¡Déjame Ascender!» Es lo único que te pido. Déjame ascender, tío. No me hace falta un importante rehén; me basta con una hermanita.

—¿Obara?

—Tyene. Obara es demasiado llamativa. Tyene es tan dulce y delicada que nadie sospechará de ella. A Obara le gustaría convertir Antigua en la pira funeraria de nuestro padre; yo no soy tan ambiciosa. A mí me basta con cuatro vidas: los mellizos dorados de Lord Tywin en pago de los hijos de Elia. El viejo león por Elia. Y, por último, el pequeño rey, por mi padre.

—El chiquillo no nos ha hecho ningún daño.

—Si damos crédito a Lord Stannis, ese crío es un bastardo, hijo de la traición, el incesto y el adulterio. —En su voz no quedaba ni rastro del tono juguetón; el capitán se dio cuenta de que la estaba mirando con los ojos entrecerrados. Su hermana Obara llevaba el látigo a la cadera y una lanza bien a la vista. Lady Nym era igual de mortífera, pero portaba ocultos sus cuchillos—. Sólo la sangre real puede limpiar el asesinato de mi padre —insistió.

—Oberyn murió en combate singular, luchando por algo que no era de su incumbencia. Para mí no fue un asesinato.

—Para ti, que sea lo que quieras. Les enviamos al mejor hombre de Dorne y nos devuelven una saca con huesos.

—Tu padre fue mucho más allá de lo que le pedí que hiciera. Se lo dije en la terraza. Estábamos comiendo naranjas: «Tómales las medidas al niño rey y a su Consejo, fíjate en los puntos fuertes y en los débiles. Si es posible, busca aliados y amigos. Averigua lo que puedas de la muerte de Elia, pero sobre todo, no provoques a Lord Tywin en demasía». Con esas palabras. Oberyn se me rió en la cara. «¿Cuándo he provocado yo a nadie... en demasía? Más te valdría avisar a los Lannister para que no me provoquen ellos a mí.» Quería que se hiciera justicia por Elia, pero no supo esperar...

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