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Authors: Eric Griffin

Tags: #Fantástico

Fianna - Novelas de Tribu (11 page)

BOOK: Fianna - Novelas de Tribu
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—¡Víctor! —La palabra brotó de sus labios al tiempo que se incorporaba de un salto.

Víctor giró en redondo, sus sentidos de guerrero alertas de inmediato. Más veloz que el pensamiento, relacionó la urgencia de la voz de alarma de Stuart y el estrépito procedente de la espesura a su espalda. Su cuerpo saltó como un resorte, por instinto, accionando sus garras.

El feroz envite ascendente habría destripado a cualquiera que se hubiese interpuesto en su camino, pero el asaltante no se aproximaba sobre dos piernas… venía por el suelo, arrastrándose. Su carga se filtró bajo el centelleo de las garras y se estrelló contra las piernas de Víctor. Se produjo un estridente crujido, seguido de un grito de dolor antes de que, inesperadamente, el Colmillo viese cómo sus pies pataleaban en el aire sobre su cabeza. Aterrizó a plomo, quedándose sin resuello.

Por suerte, pese a la velocidad de la criatura, le costaba maniobrar. Girarse se cobraba su tributo en el vientre expuesto, donde las crueles espinas se hundían inclementes en la carne desollada. Empero, logró girar. Cogió impulso y volvió a la carga, ajeno al reluciente reguero carmesí que dejaba a su paso.

Stuart se abalanzó sobre la bestia, con la intención de colocarse entre su camarada caído y el fatal destino que se cernía sobre él, pero sabía que iba a llegar demasiado tarde. Desesperado, gritó:

—¡Habla Trueno, no!

Se arrepintió incluso antes de que las palabras hubiesen terminado de salir de sus labios. El grito no contribuyó a aminorar el avance de la criatura, pero obtuvo un considerable efecto sobre el joven Víctor. Stuart vio que el Colmillo musitaba el nombre y bajaba la guardia.

La bestia lo embistió.

Stuart sentía ganas de gritar. La innegable certeza de lo que acababa de hacer cayó sobre él como un mazo. Un pensamiento se repetía en su cabeza, una y otra vez: acababa de asesinar a su amigo. Lo había matado, como si le hubiese clavado un puñal mientras dormía.

Presa de la desesperación, asió lo primero que encontró a mano. Sin sorprenderse, vio que era un manojo de zarzas recubiertas de afilados zarcillos. Las envolvió con fuerza alrededor de ambas manos, ignorando el lacerante dolor cuando las púas se hundieron en su carne. No se merecía menos.

«
Aquí la carne es testimonial
—pensó—,
prescindible
».

Vio que la monstruosidad despellejada, lubricada no sólo con su propia sangre sino también con la de Víctor, viraba hacia él. Sostuvo su mirada por un instante, antes de agachar la cabeza y cargar.

Stuart se limitó a verlo venir. Había matado a su amigo. Calculó el tiempo que le quedaba mientras la distancia que separaba a ambos antagonistas se reducía a gran velocidad, intentando discernir el tiempo exacto que le quedaba. Era importante elegir el momento propicio, pero parecía que hubiese perdido la facultad de concentración.

Lo cierto era que el tiempo transcurría mucho más deprisa de lo que se había temido. El hedor a sangre derramada y a carne putrefacta llegó primero, pero el peso de la criatura no tardaría más que un instante en sumársele. Con un grito de abandono, Stuart saltó a un lado. La criatura pasó junto a él como una exhalación, descargando apenas un papirotazo. Le barrió los pies del suelo, pero aquello ya no importaba. Había enganchado a la horrenda criatura mientras corría, enroscando la zarza lacerante con fuerza en lo que otrora fuese su garganta.

Stuart se asió con desesperación mientras también él se veía arrastrado por las espinas tras la bestia. Tiró con fuerza, sintiendo cómo resbalaban sus nudillos entre las capas grasas de la nuca de la criatura. Vio que la vaina rosada se partía a medida que las zarzas se hundían hasta la columna.

Le propinó un violento tirón. Con un crujido, la cabeza de la criatura se dobló hacia atrás en un ángulo improbable, clavando los ojos en los de Stuart al tiempo que la luz que los avivaba se atenuaba, desenfocados, tornándose vidriosos.

Stuart se quedó encima del ser, jadeando, hasta que dejaron de temblarle los brazos. Se aplicó a la espeluznante tarea de retirar las manos trituradas del improvisado garrote de doble filo. Era una labor lenta, ardua, e insoportablemente dolorosa. Sus ojos y sus pensamientos regresaban en repetidas ocasiones al cuerpo tronchado de su amigo. Tenía que llegar hasta él, ayudarlo, pero se obligó a concentrarse en la tarea que lo ocupaba. Hasta que no se hubiese desenredado, no le sería de ninguna ayuda a Víctor.

Por fin, consiguió arrancar el último trozo de zarza. Se apartó de la espalda de la criatura y se incorporó de un salto. Trastabilló medio cegado por el claro, hasta alcanzar el lugar donde yacía su amigo.

Una boqueada lastimera reveló lo que no se había atrevido a desear. ¡Víctor estaba vivo! Cuando se acuclilló junto a su camarada caído, no obstante, supo que “vivo” era lo único que podía esperar. Las heridas de Víctor eran profundas, muy graves y, probablemente, mortales. Roto en cuerpo y alma, era improbable que pudiera volver a moverse.

Tenía el pecho aplastado de manera alarmante. La sangre manaba de las heridas donde las fauces de la criatura se habían ensañado con su rostro y su garganta. El cabello era un manojo sanguinolento allí donde su cabeza se había estrellado contra el suelo.

Los espinos ya habían comenzado a crecer a su alrededor (¡en su interior!), lenguas de pinchos que cataban el aire, lamiendo con avidez la sangre vital derramada.

Stuart arrancó un puñado de ortigas mas, por cada brote que destrozaba, brotaban tres más para ocupar su lugar. Víctor no tardó en quedar cubierto por un grueso manto de vida reptante.

Podía oírlos a su alrededor, estrechando el cerco, susurros de nueva vida que estiraban el cuello en dirección a los restos de la vieja. Sabía que venían a por él y que su caricia suponía una muerte segura, pero lo único que le preocupaba era liberar el cuerpo de Víctor. Llevarlo de vuelta entre los suyos.

Quizá fuese mejor así, pensó. Dejar que las espinas se los llevaran a ambos. Mucho mejor que la horripilante alternativa: terminar igual que Habla Trueno, desollados vivos y maldecidos con una monstruosa cuasi vida.

Stuart era vagamente consciente del anillo espinoso, tan grueso como el brazo de un hombre robusto, que se enroscaba con cariño, protector incluso, alrededor de su cintura. Sintió la súbita llamarada del aire que escapaba de sus pulmones, y luego, la fría caricia de la oscuridad, del grato olvido.

Capítulo trece

Stuart se despertó con una maldición en los labios, así que supuso que no se encontraba en el Paraíso, aunque no estaba seguro de que le gustara la alternativa. Yacía de espaldas, viendo cómo la luna menguante se alzaba sobre un dosel de espinas que se retiraba. La perla prendida en el terciopelo negro pareció flotar más cerca por un momento, cerniéndose sobre él para, con un parpadeo de desaprobación, recuperar su distancia acostumbrada.

El latido que martilleaba detrás de sus ojos y el agudo pinchazo que sentía en el pecho acapararon su atención. No quería pensar en ninguno de ellos mas, conforme alejaba su consciencia de aquel par de inmensos dolores, un torrente de aflicciones menores se apresuró a inundar el espacio vacío.

Gimió en voz alta antes de que tuviera ocasión de arrepentirse. Si seguía con vida, aquello suponía un flagrante desliz. No tenía prisa por llamar la atención de quienquiera que pudiese andar por los alrededores, acechando en las cercanías, observándolo desde el parapeto de la espesura.

Su respiración constaba de una serie de bocanadas sibilantes que se abrían paso entre lo que eran, sin duda, unas cuantas costillas rotas. Le dolía el pecho como si llevase días aguantando el aliento. Por encima del tamborileo de su corazón, oyó que algo se movía entre los espinos circundantes. Vio que las gruesas zarzas, en esos momentos, reptaban alejándose de su forma inerte. Intentó levantar una mejilla de la hojarasca aplastada para mirar en torno a él. Tras una larga pausa, el segundo intento demostró tener más éxito.

Cuando los alrededores hubieron ocupado su campo de visión, consiguió localizar el movimiento. El bulto pincelado de rojo y blanco que yacía a escasa distancia era sin duda el cuerpo de su amigo Víctor Svorenko. Inmóvil. La figura agazapada junto a él, no obstante, se mostraba más motriz. Tanteaba distraída para alejar a los últimos insectos aferrados todavía al Colmillo Blanco.

Todas las zarzas de los alrededores inmediatos (incluidas, al parecer, las que habían sujetado a Stuart) se atropellaban las unas a las otras en su prisa por retirarse.

«
Eso no puede ser buena señal
», pensó. Procuró silenciar el resuello de sus pulmones cuando la figura asió a Víctor por los tobillos y comenzó a llevárselo, arrastrándolo por las espinas. Ante aquella indignidad, Stuart sintió los primeros coletazos de la rabia en su interior. Le impulsó a ponerse de pie, trastabillando, y a emprender el vacilante rastreo del rastro de la pareja.

Por suerte, el rastro era fácil de seguir. El nuevo asaltante de Víctor avanzaba deprisa, puesto que las púas se apartaban a su paso. Stuart descubrió que, al adoptar su forma lupina, podía mantener el paso y permanecer a una distancia prudencial al mismo tiempo. Aquello demostró ser de vital importancia, puesto que las zarzas se reagrupaban aprisa tras la pareja, engullendo el tenue rastro.

No mucho después, percibió una peste a descomposición y corrupción que no tardó en adquirir proporciones abrumadoras. El hedor se originaba más adelante. Ladera abajo, se dio cuenta.

Se sobresaltó al ver que el persistente telón de púas desaparecía de pronto. La transición fue tan repentina como si hubiese pulsado un interruptor. Tan pronto se estaba abriendo paso entre la imponente muralla de zarzas, como se vio mirando al fondo de una hondonada.

Su paradero era inconfundible. Su mirada siguió la pendiente hacia abajo, donde desaparecía tragada por una oscuridad ominosa… el primer atisbo del túnel de una mina abandonada.

A la luz de la luna, Stuart tuvo la vaga impresión de una estructura achaparrada al borde del abismo. Una garita abandonada, quizás un almacén de herramientas que desempeñara alguna función cuando la vieja mina seguía en activo.

Se le embotó la cabeza con el nocivo hedor a putrefacción que llegaba hasta él, procedente de las profundidades, pero sabía que debía continuar. No podía permitirse el lujo de perder ahora a su presa. Sin preocuparse más de si vigilaban sus movimientos, se alejó a buen paso de la protección del telón de espinas.

«
De momento, vamos bien
», pensó. No se veía ni rastro de Víctor, ni de la figura encorvada que había mostrado tanto interés por su cadáver. Stuart avanzó por el maltrecho terreno. Al frente, distinguió la orilla de un acuífero natural, cuya anchura no debía de medir más que él de alto. Las piedras aserradas que apuntaban al cielo alrededor de sus márgenes daban la impresión de que la propia tierra se había rasgado en aquel punto, revelando así una maravilla oculta que yaciera enterrada desde hacía tiempo. Un regalo del corazón de Gaia.

«
Lágrimas de Gaia
». Víctor había hablado acerca de aquel puro manantial de montaña, señal del perpetuo pesar de la Madre, de la compasión que sentía por Sus hijos, que debían padecer tanto en Su nombre. Mas no se apreciaban indicios de aquella fuente de aguas cristalinas en el estanque negruzco que veía Stuart. Aquel era el charco de un misterio más oscuro, lleno, no de lágrimas, sino de un miserable reguero de secreciones menos decentes.

Un apéndice monstruoso yacía en medio del cieno, medio enterrado. Incluso a oscuras, el ojo de Stuart podía distinguir los mantecosos segmentos del cuerpo del gran wyrm, erizado cada arco quitinoso de toscos tentáculos semejantes a lanzas. El wyrm era casi demasiado inmenso como abarcarlo de un solo vistazo. Stuart no pudo resistirse al impulso de estirar el cuello para intentar contemplar a la bestia en su totalidad.

No podía distinguir a ciencia cierta si el apéndice enterrado en el légamo era la cabeza o la cola del monstruo, u otro deforme muñón de su gigantesco corpachón. Con creciente aprensión, Stuart trazó la línea de ébano de relucientes segmentos corporales hasta los escombros del pozo de la mina. Se percató de inmediato de que lo que confundiera antes con un edificio al borde del abismo no era más que uno de los anillos de la blasfema criatura. La bestia se alzaba igual que una majestuosa torre de ónice directamente desde las entrañas de la tierra.

Se aproximó con cautela. Veía con claridad cómo se estremecían los tentáculos táctiles que cubrían la mole del costado más próximo a la leve brisa. Por lo demás, la atrocidad no se movía.

«
Por favor, que esté muerto. Que esté muerto
». Stuart susurró una plegaria silenciosa a aquellos espíritus que aún pudiera quedar aferrados, tenaces, a aquel templo profanado. Se preguntó si sería aquel el ser al que se habían enfrentado Víctor, Arne y Arkady. El Wyrm del Trueno.

Pero no, Víctor le contó que había regresado a la mina con Pisa la Mañana. No mencionó nada de aquello, y no creía que se le hubiese podido pasar por alto.

Un ligero sonido, un delicado chapoteo, sacó a Stuart de su ensueño. Procedía de la dirección del repulsivo cilanco. Con creciente horror, vio las ondas que se extendían sobre la cenagosa superficie. Su vista penetrante siguió los círculos concéntricos hasta la fuente de la anomalía. El viscoso apéndice de la bestia del Wyrm se estremeció, una, dos veces, resistiéndose al peso del lodo.

Stuart brincó. Cuatro poderosas patas se impulsaron sobre la tierra para ayudarle a trazar una elevada parábola que lo transportó tres cuartas partes del camino que lo separaba del lomo del wyrm. Sus garras escarbaron frenéticas para sujetarse, excavando enormes grietas en la reluciente armadura de ónice y la harinosa carne que ocultaba. Por fin logró trepar hasta lo alto de la bestia, desde donde pudo contemplar su longitud de punta a punta. En cualquier momento, el tentáculo se liberaría del cieno y atacaría.

Mas el monstruoso apéndice no se soltó, sino que pareció emitir un suspiro de resignación y se desplomó con una exhalación de vapores fétidos. Stuart tuvo que combatir las nauseas, a medida que avanzaba por los resbaladizos segmentos. En vano intentó ver algo en medio de aquel miasma, que no parecía tener prisa por dispersarse.

Para cuando se despejó su visión, el wyrm volvía a yacer inerte, aunque se apreciaba otro movimiento en el suelo.

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