De nuevo, terminó con las manos vacías. Una pátina de rabia le velaba los ojos. El reguero de sangre era ya un torrente que parecía anunciar su pronta caída. Se diría que era imposible que un cuerpo pudiera albergar tal cantidad de sangre. Por tercera vez, cayó sobre ella y, por tercera vez, Dierdre lo eludió. Pareció que se enroscara para esquivar la trayectoria del inminente zarpazo, evitando limpiamente incluso el más leve rasguño.
Stuart se dio la vuelta, apartándose el pelo empapado de sangre de los ojos con el dorso de una mano hercúlea mas, cuando hubo vuelto a localizarla, se detuvo en seco.
Todo el cuerpo de Dierdre se sacudía bajo la fuerza del ser oscuro que estaba abriéndose paso a través de ella. Excavó en su interior, la vapuleó igual que a una estera, antes de tirar y sobresalir de ella al menos tres metros para hacer con ella un ovillo entre sus manos, sin sutilezas.
Aquel era su Elenco de Serpientes, el siniestro don de Padre de Serpientes que se ganara a duras penas. La habilidad para mudar su piel humana. Cuando hubo completado su impía transformación, no se apreciaba en ella ni rastro de forma humana. El tremendo ente serpentino se irguió, lejos del alcance incluso de un hombre alto, antes de desplomarse como una ola sobre el guerrero enloquecido por la batalla.
Stuart paró el grueso del golpe levantando el antebrazo. Sintió cómo la carne cedía y cómo se astillaba el hueso ante la fuerza de aquel asalto. Hincó una rodilla en el suelo, aullando de agonía y desafío ante los dientes de la tormenta.
El siguiente ataque cayó sobre él con toda la velocidad y la sutileza de un relámpago. Apenas consiguió rodar para zafarse de los mortíferos colmillos. El impacto trituró el suelo bajo él, arrojándolo al abominable estanque. Se irguió a gatas en medio del légamo y vio cómo descendía el tercer y último asalto.
Sabía que aquella postrer embestida acabaría con él, por lo que hizo lo único que podía: saltar de cabeza a las fauces de la titánica serpiente.
El dúo chocó con tanta fuerza como para estremecer la montaña. Se desplomaron, rodaron, se enzarzaron con la urgencia propia de dos jóvenes amantes. Stuart sintió cómo le rodeaban el cuello unos brazos untuosos, atrayéndolo, apasionados. Se apretó contra ella y, con delicadeza, la giró hasta tumbarla de espaldas. Dierdre arqueó el lomo ante sus acometidas. Inhaló con un siseo a medida que la zarpa trazaba una delicada línea a lo largo de su seno.
Su apareamiento resultó tan breve como ardoroso, tan intenso como el último y fugaz momento de la vida. Stuart la penetró igual que una llamarada; Dierdre se desplomó sobre él, boqueando en busca de aliento. Brotó un fino reguero de sangre que no tardó en convertirse en una oleada tras otra de calidez oceánica hasta que, por fin, llegó la bendita caricia arrulladora del olvido.
En los brazos de la pequeña muerte, la bruja resumió su forma humana. Yació lasa sobre él, rodeada por uno de sus fuertes brazos. Apenas el atisbo delator de una garra sobresalía, se diría que tímidamente, de uno de sus incomparables pechos.
Con sumo cuidado, Stuart sacó el puño en que había convertido su zarpa del interior de la mujer, donde lo había alojado, para depositarla de nuevo en el suelo, con ternura. Al cabo, sucumbió a las atroces contorsiones que lo devolvieron a su auténtica forma.
Solo y aturdido, Stuart se asomó a las entrañas del wyrm. La apertura anular de la que emergiera la joven estaba ribeteada de púas aserradas que recordaban a dientes y de cilios ondulantes. Si conseguía atravesar aquella vía y emerger del vientre de la bestia, podría desandar los pasos de Dierdre. Si había alguna respuesta que encontrar en aquel lugar, ése era el camino que le llevaría hasta ella.
Tras murmurar una plegaria silenciosa a los santos que pudieran estar escuchando, se agachó y metió la cabeza en las fauces del wyrm.
Se tensó, pero el golpe que anticipaba no se produjo. Pisó con un pie tentativo el suelo ante él, que chapoteó con un sonido enervante. El peso de su pisada despertó un eco que se propagó por el túnel de blando tejido. Satisfecho de que las secreciones mucosas que recubrían la gruta no devoraran las suelas de sus zapatos, inhaló con fuerza y adelantó el otro pie, arriesgándolo todo.
La primera impresión fue la del peso del aire en aquel espacio confinado. Flotaba pesado a su alrededor, cálido y húmedo. El hedor era casi insoportable, una peste a carne podrida y algo más. Algo acre, vagamente avinagrado. Tuvo tiempo de dar las gracias por no encontrarse en su forma lupina, con sus agudizados sentidos. En según qué entornos, la prisión de los limitados sentidos humanos era una bendición. Empero, le lloraban los ojos y le escocía la garganta por culpa del hediondo aire cargado de humedad.
Tuvo que ponerse casi en cuclillas para avanzar por debajo de los cilios inquisitivos que colgaban igual que lianas mohosas. Su roce depositó furiosos verdugones sobre su camisa, manchándola de un verde negro gangrenoso ligeramente fosforescente. Resultaba difícil mantener el equilibrio en medio de los blandos tejidos que cedían a cada paso. Encontró desagradable la idea de resbalar y despatarrarse boca abajo en medio del fétido limo y de las secreciones que corrían formando un reguero a sus pies.
El túnel se constriñó a medida que avanzaba. En dos ocasiones se quedó rígido, presa de la ansiedad tras haber escuchado un eco transmitido a lo largo de las paredes carnosas del pasadizo. Al mirar al frente, no vio nada en la oscuridad, ni identificó la fuente del martilleo.
Tras lo que pareció una eternidad, el canal comenzó a descender de forma apreciable. Al principio pensó que debía de estar cubriendo distancia. Aquella momentánea sensación de victoria fue reemplazada enseguida por la certidumbre de que el terreno se había tornado aún más traicionero. Tras algunos aspavientos desesperados para no caerse, tuvo que resignarse al hecho de que no iba a adelantar nada si continuaba sobre dos piernas.
Adoptó su forma lupina, con la esperanza de que las cuatro patas le proporcionaran el asidero que le negaran las dos, mas no tardó en arrepentirse. Sus aguzados sentidos lupinos se saturaron de peligro y aborrecimiento. Atravesar el interior de otra bestia constituía una afrenta antinatural. Sus sentidos le aullaron que se equivocaba, le obligaron a girarse, pugnando por la liberación del aire del exterior. Zangoloteó la cabeza para despejarse, llegando a temerse por un momento que fuera a perder el conocimiento. Se encontró retrocediendo, desesperado, desandando el camino que había conseguido cubrir.
Resignado, revirtió a su embotada forma humana. Por mucha tracción que le otorgara la piel del lobo, no conseguía obligar a sus sentidos e instintos lupinos a que comprendieran la necesidad de adentrarse en aquellos parajes.
Tras pugnar por recuperar la distancia que había perdido, se vio obligado a cometer la indignidad de deslizarse sobre su espalda, con los pies por delante para frenar la inercia de su descenso. En ocasiones, sus talones encontraban algún asidero más consistente, tal vez alguna cresta cartilaginosa, una protuberancia oculta de la pseudocolumna del wyrm. Aquellos salientes le permitían un pequeño respiro, que aprovechaba para limpiarse el limo ácido de las manos en las perneras de sus estropeados pantalones.
Durante la tercera de tales pausas, se percató del cambio. Se había producido en la carne blanda bajo sus pies o, más bien, en la cresta contra la que se había detenido de improviso. El tocón, semejante a una costilla, yacía despojado de carne que lo recubriera. Sobresalía desafiador, atravesando el suelo del túnel.
Recorrió la pulida superficie con las manos. Se diría que había sido descarnado a propósito. A juzgar por las marcas, parecía que se hubiese empleado una pesada hoja de carnicero para realizar el trabajo. Un machete, o tal vez un hacha.
Se estremeció. Aunque sabía que no era el primero que atravesaba aquel túnel execrable (¿acaso no había visto cómo emergía la muchacha por aquel camino?), los oscuros y húmedos confines del pasadizo seguían conservando un cierto carácter íntimo. Una intimidad que le impelían a creer que le pertenecían las lacras e indignidades que se encontrara. Una intimidad que quedaba refutada ante la evidencia de que por allí habían pasado otros antes que él.
Se apreciaban algunas muescas inscritas en la costilla expuesta, de nuevo con ayuda de un filo, mas Stuart no pudo discernir su significado. ¿Se trataría de señales indicadoras que guiaban la ruta por las entrañas de la bestia? Le costaba concederle crédito a aquella hipótesis. Si era cierto lo que le había contado Víctor, el cuerpo del wyrm no debía de llevar allí más que escasas noches. No habría existido ocasión ni motivo para señalizar aquella vía en tan corto espacio de tiempo. Quizá tras meses de idas y venidas a lo largo de aquella ruta blasfema…
Reanudó la marcha, aunque el tenor de la senda no tardó en cambiar de nuevo. El camino continuaba volviéndose cada vez más empinado, las costillas expuestas más frecuentes y más pronunciadas. Algunas de ellas ya habían sido excavadas por completo. En más de una ocasión, se le encajó una muñeca o un tobillo bajo alguna de aquellas protuberancias óseas.
El pronunciado descenso se convirtió pronto en una escalada, facilitada por la tosca escalera de costillas melladas y talladas. Al poco, incluso esos asideros hubieron desaparecido. La pendiente se transformó de improviso en un tobogán y luego, como tal vez fuese inevitable, en una caída libre.
Cuando Stuart se detuvo por fin, lo hizo de forma abrupta y con una fuerza que lo estremeció hasta los huesos. Al parecer, había encontrado la “planta baja” de la torre. Allí no había ni rastro de carnosas membranas almohadilladas. Se encontraba en una caverna natural, en pleno corazón de la montaña. Se apreciaba una tenue iluminación que estaba casi seguro de que no procedía de los destellos de dolor que centellaban en su cabeza.
Por lo menos había conseguido mantener los pies apuntando hacia abajo durante casi todo el deslizante descenso. Había aterrizado con fuerza sobre un tobillo. El dolor era lacerante, pero no parecía que estuviese roto. La inercia lo había arrojado de bruces sobre el duro suelo, pero un poco de sangre no iba a detenerlo, llegados a aquel punto. Había venido en busca de respuestas. Se habían alzado obstáculos de leyenda entre él y su empresa. Estaba claro que no iba a dar media vuelta ahora… aun cuando consiguiera averiguar cómo podía hacerlo.
Conforme sus ojos se ajustaban a la tenue iluminación, vio que la cueva presentaba indicios de haber estado habitada hasta hacía poco, y no sólo por los ciegos engendros blancos del Wyrm que roían la torre de carne desde dentro. Había una fogata sofocada en el centro de la caverna, con un gran puchero de cobre que colgaba sobre ella con la ayuda de un ingenio de cuatro patas. Tras haberlo examinado de cerca, Stuart descubrió que tal vez el término “de cuatro patas” fuese demasiado literal para su gusto. Cada uno de los cuatro soportes era un largo fémur roído, atados en el ápice con un fino hilo de lana.
No era el único indicio que apuntaba a las atrocidades que allí habían acontecido. Contra una de las paredes se apoyaba una especie de altar donde la cabeza en descomposición de un lobo blanco había sido depositada encima de una protuberancia natural de la piedra. Los huesos de la criatura se habían organizado con sumo cuidado para formar un complejo patrón alrededor de la base del pedestal, como si alguien hubiese celebrado algún rito o tal vez hubiese leído los presagios señalados al lanzar los huesos. Un par de largos colmillos de jabalí de hierro ennegrecido se veían cruzados bajo el trofeo, aunque no había ni rastro del cuerpo ni de la piel de la bestia.
Los efectos personales de la muchacha eran escasos, más funcionales que decorativos. En un rincón había un vaso que parecía de plata y una antigua tetera, encajados entre la pared y un repulsivo amasijo de huesos, zarzas, ramas de pino y retales sueltos. Se mantuvo alejado de aquella zona. Le daba la inquietante impresión de que se trataba de una especie de nido, y no le apetecía desentrañar los secretos de aquella siniestra enramada.
Prefirió concentrar su atención en la fuente de la tenue iluminación. La enfermiza luz verde y gris se originaba en un recoveco de la pared más lejana de la cueva. Algún tipo de liquen u hongo fosforescente, pensó. Lo cierto era que el insalubre fulgor no ofrecía visos de ser natural en absoluto.
Lo que Stuart encontró allí no era obra de la naturaleza, de eso no le cupo duda. Al doblar la esquina, vio con claridad que la luz emanaba de tres runas inscritas en la pared de la cueva. Cada uno de los sellos se estremecía con el leproso resplandor de un fuego fatuo.
Soltó un silbido quedo y extrajo su libreta de uno de sus bolsillos traseros. Limpió lo mejor que pudo la porquería que ensuciaba la cubierta, más que sorprendido de que no lo hubiera extraviado durante su descenso. El lápiz no había capeado el temporal con la misma entereza y se había partido en no menos de tres pedazos.
Se volvió hacia la pared de su izquierda y frotó el trozo de lápiz, del tamaño de una falange, arriba y abajo con rapidez, hasta conseguir cierta similitud con una punta. Se cuidó de tocar el muro sobre el que se habían inscrito las runas blasfemas.
Satisfecho con sus esfuerzos, comenzó a trabajar despacio y con meticulosidad para copiar los complejos sellos. Observó de inmediato que dos de los tres símbolos habían sido desfigurados. Exhibían indicios de haber sido rascados con ahínco, las marcas de garras labraban profundos surcos en la roca misma. El enfermizo fulgor emanaba de los diseños, goteaba por la pared y la señalaba con feas marcas de quemaduras.
Sintió el ultraje de aquel acto de vandalismo igual que un agujero en la boca del estómago. Quizá aquellas runas entrañasen saberes perdidos que los Danzantes de la Espiral Negra habían capturado en alguna de sus frecuentes incursiones en las cabañas de los eruditos. No servía de nada intentar siquiera reconstruir las historias que contuvieran en su día… tal vez el último informe superviviente de alguna antigua leyenda ahora desaparecida para todos los Garou.
Mas la tercera runa permanecía intacta, por lo que Stuart volcó en ella toda su atención. El diseño no le resultaba conocido. Aunque él no estaba versado en los saberes de la tradición, toda su tribu sentía debilidad por las historias antiguas. Incluso sus cachorros estaban más que familiarizados con las leyendas de los Garou contenidas en los símbolos rúnicos del Registro de Plata.