—Así que ni una sola voz, ¿eh? Ni una sola. En fin, no cuesta adivinar para dónde sopla el viento dentro de esta sala. He recorrido una enorme distancia con la esperanza de encontrar alguna respuesta, pero me he dado cuenta de que nadie plantea siquiera las preguntas adecuadas. A pesar de todo, no puedo quedarme sentado y ver cómo se condena a un hombre sin que nadie diga algo en su defensa. Me llamo Stuart; me llaman Camina tras la Verdad. Ahora bien, ni siquiera conozco a este tal Arkady en persona, pero sí las historias. Cuando oí que Arkady había doblegado al Wyrm del Trueno sólo con la palabra, me vino a la mente el antiguo proverbio que reza que cuando el techo y el suelo no se llevan bien, las paredes se derrumban. No se exorcizan demonios por el poder del demonio y no sojuzga a los esclavos del Wyrm por el poder del Wyrm. Eso lo pone en algún libro, o algo parecido. Si recuerdo bien la historia, Arkady no fue desterrado tras el asunto de la Corona de Plata. De hecho, si ya hubiese sufrido la censura pertinente por su implicación en tal acontecimiento, no haría falta que nos sentásemos a juzgarlo en estos momentos. No, si Albrecht pensaba juzgar a Arkady, ya lo habría hecho. Allí mismo, en aquel preciso instante. Al fin y al cabo, un puñado de historias no es prueba suficiente con la que culpar a un hombre sin ni siquiera escuchar lo que él tiene que decir.
El silencio se adueñó del salón, roto tan sólo por el murmullo del martillo de plata de la Jarlsdottir cuando se incorporó. Una nota de tristeza y decepción teñía su voz. Aquel era su pueblo. La habían fallado mucho más de lo que habían afrentado a Stuart, con la dureza de sus corazones, con sus cuentas de sangre que saldar.
—Nuestras historias son nuestro pasado, Stuart Camina tras la Verdad. Como portavoz de la ley, confío en las canciones y en los relatos de nuestro pueblo. Dado que Arkady no se ha presentado, tendrá que ser juzgado por lo que se cuenta y se canta de él; no sólo por nosotros, sino por todos los que vengan detrás. Su reputación y su renombre deben ser su defensa. Te honra el que estés dispuesto a hablar en su favor, siendo como es un desconocido para ti. Ojalá hubiera más voces dispuestas a ensalzarlo y menos a condenarlo.
Se oyeron murmullos de asentimiento por toda la sala. Karin carraspeó y alzó la voz para que pudieran escucharla todos los asistentes.
—Hablo en nombre de los Fenris. La tribu ha dictaminado que Lord Arkady, de la Casa de la Luna Creciente, ha comulgado con el Wyrm y es cómplice de la muerte de nuestro hermano de leche Arne Ruina del Wyrm. A partir de esta noche en adelante será un paria. No se le volverán a abrir nuestros salones, ni deberá ofrecerle ninguno de nuestros parientes ayuda o socorro. Asumimos que su sangre ya ha sido derramada; no habrá riesgo de
wergild
ni ningún otro tipo de repercusión contra aquel que resulte haberlo herido, mutilado o incluso acabado con su vida. Lloramos a nuestro primo, caído en singular batalla con el Wyrm. Sergiy Pisa la Mañana, ¿cuál es el veredicto de los Hijos de Gaia?
Stuart no tuvo estómago para quedarse a escuchar el resto. Abandonó la sala, en silencio. Ya había tenido más justicia Fenris de la que podía soportar. En el exterior, al vigorizador aire nocturno, bajo las estrellas esculpidas en hielo, unas siluetas gigantescas (todas ellas superaban los tres metros de altura, erizadas de pelaje y músculos nervudos) pugnaban por tirarse las unas a las otras al suelo congelado.
Se abrió paso entre los combatientes, con cuidado. No era el objetivo de sus juegos lo que se le escapaba, sino su propósito. Al final de sus desesperados denuedos, uno de los contendientes yacería tendido en la tierra; otro alzaría al cielo un puño cuajado de garras pero, ¿qué era lo que se ganaba, y qué lo que se perdía? Al término de una partida de ajedrez, el vencido tumba a su rey, capitulando. El monarca inerte yace inconsciente sobre un cuadrado de nieve blanca o de hielo negro mas, ¿qué dinastía sucumbe con él? ¿Qué reino es saqueado? ¿Qué ejército, privado de su cabeza, se rinde y se dispersa?
En alguna parte detrás de él, inmerso en la algarabía de la Casa del Vuelo de Lanza, como consecuencia del elaborado y estridente juego de la justicia intertribal, un posible rey acababa de ser tumbado. Acababa de serles arrebatado el
duc bellorum
que se les había prometido. Sin necesidad de propinar un solo golpe.
¿Quién podría decir qué lúgubre precio habría de costar aquella presunción? Y, de todos ellos, ¿quién quedaría para pagarlo?
A su regreso, Dierdre encontró a Padre de Serpientes encorvado sobre el fuego del hogar, como lo había dejado. Escrutaba con intensidad el baile de las llamas, como si intentase desentrañar algún secreto. Su sombra oscilaba, hipnótica, al vaivén de las lenguas de fuego. Si se había movido desde esa mañana temprano, no daba señales de ello.
Dierdre encontró cierta satisfacción malsana en aquel hecho. Si había conseguido mantenerlo alejado de sus habituales ardides, siquiera por espacio de una mañana, el mundo sería un lugar mucho mejor gracias a sus desvelos.
Se volvió hacia ella cuando escuchó las pisadas que crujían sobre los desnudos escalones de madera, con una amplia sonrisa. Señor, cómo odiaba esa sonrisa.
—Qué chica más buena —ronroneó, extendiendo una garra ennegrecida hacia ella.
Por un momento, se sintió abrumada por una fría oleada de pánico, temiéndose que pretendiera cogerla de la mano, acercarla a él. Se enderezó y retrocedió un paso sin darse cuenta, antes de serenarse y obligarse a mantenerse firme ante él. No convenía mostrarles la espalda a según qué adversarios.
Su sonrisa no flaqueó.
En ese momento, aturdida, se percató de cuál había sido su verdadera intención. Azorada, dejó caer el ovillo de lana (el fruto de toda una mañana de esquilar, cardar e hilvanar) sobre la mano extendida. Aquello produjo el efecto deseado. El horrible apéndice se retiró.
Soltó uno de los extremos del ovillo y desenrolló un palmo de lana negra como el ébano. La acarició entre el índice y el pulgar, apreciándola. El hilo era más fino que un cabello humano y tan resistente como una cuerda.
—Qué trabajo más espléndido —alabó, al cabo—. Malgastas tu talento aquí, entre sucios granjeros… una lámpara de oro oculta en el fondo de un cesto lleno de legumbres. Si puedes hacer esto con la lana de una oveja, imagínate de lo que serías capaz con la seda más delicada entre tus dedos, con el hilo fino como un sueño de la miseria humana. Quizá cuando haya vencido tu año y un día, pueda convencerte para que…
—No, gracias —repuso, arisca.
—Te recompensaría como a una reina por las molestias. Para una chica lista como tú, sería coser y cantar. Toma, quiero hacerte un regalo. Como muestra del afecto que me inspiras y como lacre para sellar el pacto…
No debía de haber vacilado durante más de una fracción de segundo, pero fue suficiente. Sabía que la tenía. Puede que tras una relación tan larga e íntima no fuese siquiera una victoria justa. Sabía exactamente cuáles eran los puntos débiles de su armadura.
—Ya te he dicho que no quiero volver a saber nada de ti ni de tus regalos.
—Pero si ni siquiera sabes de lo que se trata. ¿Cómo puedes afirmar que no lo quieres?
Dierdre abrió la boca para replicar y enmudeció de repente cuando él hubo abierto la mano vuelta hacia arriba. Aquel gesto reveló dos agujas de ganchillo, largas y resplandecientes. Un delicado labrado, quizá una escritura diminuta, se enroscaba en ellas, exquisita, cubriendo toda su superficie. La luz de las llamas no se reflejaba en ellas, sino que quedaba arrapada en las delicadas inscripciones, siguiendo sus curvas igual que corre el agua por su cauce.
—Pezones hiladores de la plata más pura. No encontrarás otro juego igual en todo el mundo. Con estas agujas en tus manos, tus esfuerzos engendrarán telas dignas de alimentar las leyendas. Podrías tejer incluso los hilos etéreos del sueño y la pesadilla, del deseo y del miedo, de la esperanza y…
—Guarda eso —rechazó, incapaz de dejar de mirarlas.
Vio el reflejo de las agujas, reluciendo en el fondo de los ojos de la mujer.
—Pero si son tuyas. Por las molestias.
—He dicho que las guardes. —Su voz poseía un dejo de desesperación y, sin embargo, no conseguía quitarles los ojos de encima.
Se incorporó de su asiento, pero ella sólo era consciente de las deslumbrantes agujas. Se aproximaron, las tenía casi a su alcance.
—Está bien. Dime dónde las quieres y ya las guardaré yo por ti. —Paseó la mirada por la estancia, antes de acercarse al mantel—. ¿Aquí, a lo mejor?
Cuando se alejaron de ella, sintió como si se abriera un abismo en su interior. Las anhelaba.
—No —insistió, con un testarudo zangoloteo de cabeza—. Llévatelas. Lejos. Antes de que… —De algún rincón parecía extraer una reserva oculta de energía, de acero y fuego. Su voz se tornó segura e inflexible—. Antes de que me aproveche de tu descuidada oferta y te diga dónde puedes guardarte tus agujas, con toda la exactitud que no cabría esperar de una dama.
Una nube de cólera le ensombreció el ceño. Desapareció casi de inmediato, evaporándose antes de que Dierdre pudiera cerciorarse de que la había visto. Pero aquella enojosa sonrisa había desaparecido, y aquello constituía una victoria por sí solo.
Acto de desaparición que imitaron las exclusivas agujas un instante después. Puf.
—Como prefieras —concedió, encogiéndose de hombros con fingida indiferencia. A continuación, sin mirarla, arrojó el ovillo de lana de ébano (todo un día de duro trabajo) al corazón de las llamas.
Un grito de protesta escapó de los labios de Dierdre, que saltó hacia delante. Lo rozó al pasar junto a él e intentó no fijarse en cómo se le ponía la carne de gallina ante una caricia similar a la de un millar de patas de insecto. Agarró el atizador, enganchó la encendida bola de lana y, con un diestro ademán, lo rescató. Cuando lo hubo sacado del fuego, descubrió que lo que había pescado no era un ovillo de lana, sino un chal de primorosa manufactura.
Se giró, con cara de desconcierto, y él se rió, con ganas. No sólo aquella sonrisa estúpida y desquiciadora. La atrajo hacia sí y no pudo resistirse a él.
La cogió de la mano y la condujo al exterior de la casa. Dierdre ni siquiera consiguió cerrar la puerta tras ella, aunque sabía que no iba a regresar. Pensó en todas las maravillas del interior que había acumulado a lo largo de aquellos cincuenta años. Pensó en que se iba muy lejos, dejando la puerta abierta de par en par. Podría entrar cualquiera.
Padre de Serpientes la conducía por el sendero hacia la puerta del cercado. También ésa podría dejarla abierta tras ellos, oscilando lánguida ante los vaivenes del viento. Con una floritura, la envolvió en el largo chal negro, cubriéndola de arriba abajo, para levantarla en vilo y dejarla a merced del viento nocturno. La tormenta que se avecindaba asió el dobladillo del chal y lo desplegó, igual que a una vela.
El sonido de las pisadas que aplastaban la delgada corteza de nieve sacó a Stuart de su ensimismamiento. Se había dejado llevar por sus pies, como si estuvieran dotados de vida propia, lejos de la barahúnda de Garou celebrantes, hacia el silencio y la serenidad del Martillazo. El río, cargado de hielo, crujía y chirriaba igual que una embarcación. Abriéndose paso hacia el mar abierto. Ansioso de libertad.
Una figura solitaria se dirigía hacia él, procedente del Aeld Baile. Al cabo de unos momentos, pudo distinguir los rasgos de Víctor Svorenko.
—Espero no interrumpir nada —dijo Víctor, dubitativo, a una docena de metros de distancia—. Me… me gustaría darte las gracias antes de irme. Por lo que has hecho por mi pariente.
Stuart frunció el entrecejo.
—No he hecho nada. Lo siento.
Siento no haber hecho más. Siento que mis palabras carecieran de convicción. Siento que cayeran en oídos sordos.
Volvió a encarar el río.
Al cabo de un momento, las pisadas sonaron más próximas.
—No tienes nada de lo que disculparte, Stuart Camina tras la Verdad. Alzaste la voz por mi pariente, cuando yo no fui capaz. Por eso, estoy en deuda contigo.
—Olvídalo. Me refería a que siento lo que han hecho. Con Arkady. Contigo y los tuyos. Con todos nosotros, ya puestos. De veras creí que él sería el que… Olvídalo. No me debes nada.
Víctor había llegado a su altura. Habló con un susurro entrecortado.
—Todos estos orgullosos guerreros —dijo, señalando con desdén en dirección a la Casa del Vuelo de Lanza—, son unos cobardes. ¡Todos ellos! Juzgan a mi pariente sin haber tenido el coraje de enfrentarse a él. ¡Sin que ni siquiera uno de ellos halla tenido el valor de hablar en su defensa! Mejor habría sido que no hubiese dicho nada. Mejor habría sido que hubiese dejado que las cosas que he visto me carcomieran por dentro, revolviéndose en mi estómago igual que el Wyrm. Mejor habría sido que me hubiese cortado la lengua antes de acarrearle esta desgracia a mi casa.
—No es culpa tuya —expresó Stuart, pero Víctor no estaba para tópicos. Soltó un bufido y meneó la cabeza, fingiendo que estudiaba los complejos patrones de la luz de luna reflejada sobre el río congelado.
Stuart presentía que el Colmillo había dado los primeros pasos que lo conducirían por un camino solitario, una espiral que desembocaba en la desilusión y la desesperación. No podía acompañarle en su camino, pero sí levantarle el ánimo, vertiendo en él un torrente de palabras de apoyo, igual que una bebida reconstituyente.
—Mira, si no hubieses dicho nada, esa duda te habría corroído. Te habría comido por dentro hasta devorarte el corazón. El Wyrm no necesita más que una rendija diminuta, aun cuando sea bienintencionada, para apoderarse de uno. Lo he visto. Una mentira para salvar a un pariente y el Wyrm se cuela dentro. Enrosca sus anillos en torno al engaño, lo enquista. Pronto empiezas a esforzarte por ocultar, no sólo el delito de tu familiar, sino tu propia parte en el encubrimiento. Luego el Wyrm se muerde la cola y aprieta su presa. Se filtra la información, no sabes cómo, y ya estamos hablando de chantaje. Un desconocido se pone en contacto contigo y te propone una tarea sencilla, un favor. ¿Quién va a salir perjudicado, verdad? Antes de que te des cuenta, el tropezón de tu pariente te ha tirado al suelo también a ti. Otro campeón que perdemos. Así es como actúa el Wyrm.
—Así es como se acaba el mundo —replicó Víctor, lacónico, con los ojos fijos en algún punto distante en medio de las estrellas escarchadas. Stuart presentía que el acogido de los Colmillos se estaba alejando de él.