Read Fortunata y Jacinta Online
Authors: Benito Pérez Galdós
Doña Lupe, que escuchaba este coloquio desde el pasillo, aplicando su oído a la puerta entornada, fue perdiendo el miedo al oír la voz serena de su sobrino, y abrió un poquito, dejando ver su cara inteligente y atisbadora.
—Entre usted, Doña Lupe —le dijo Segismundo—. Ya está bien. Pasó el arrebato. Pero no quiere creer que hemos perdido a su esposa. Ya; como la otra vez le engañamos... Pero él tuvo más talento que nosotros.
—Y ahora también, y ahora también —afirmó Rubín con maniática insistencia—. Empezaré al instante mis trabajos de observación y de cálculo.
—Pues no necesitará calentarse la cabeza, porque yo se lo probaré... yo demostraré lo que he dicho. Doña Lupe, hágame el favor de traerle la ropita, porque no está bien que salga a la calle con esa facha.
—¿Pero a dónde le va usted a llevar? —alarmada.
—Déjeme usted a mí, señá ministra. Yo me entiendo. ¿Teme que le robe esta alhaja?
—Mi ropa, tía, mi ropa —dijo Maxi tan animado como en sus mejores tiempos, y sin ninguna apariencia de trastorno mental.
Por fin, se hizo lo que Ballester deseaba; Maxi se vistió y salieron. En el pasillo, Segismundo comunicó su pensamiento a Doña Lupe:
—Mire usted, señora, yo tengo que ir al cementerio a ver la lápida que he hecho poner en la sepultura de esa pobrecita. La costeo yo; he querido darme esa satisfacción... una lápida preciosa, con el nombre de la difunta y una corona de rosas...
—¡Corona de rosas! —exclamó
la de los Pavos
, que con toda su diplomacia no supo disimular un ligero acento de ironía.
—De rosas... ¿Y qué más le da a usted...? —quemándose—. ¿Acaso tiene usted que pagarla?... Yo hubiera querido hacerla de mármol; pero no hay posibles... y es de piedra de Novelda; tributo modesto y afectuoso de una amistad pura... Era un ángel... Sí; no me vuelvo atrás, aunque usted se ría.
—No, si no me he reído. Pues no faltaba más.
—Un ángel a su manera. En fin, dejemos esto y vamos a lo otro. Como ha de influir mucho en el estado mental de este pobre chico el convencerse de que su mujer no vive, le pienso llevar... para que lo vea, señora, para que lo vea.
Aprobó Doña Lupe, y los dos farmacéuticos salieron y tomaron un simón. Por el camino iba Maxi cabizbajo, y la aproximación al cementerio le imponía, subyugando su ánimo con la gravedad que lleva en sí la idea del morir.
—Adelante, niño —le dijo su amigo cogiéndole por un brazo, y llevándole dentro del camposanto.
Atravesaron un gran patio lleno de mausoleos de más o menos lujo, después otro patio que era todo nichos; pasaron a un tercero en el cual había sepulturas abiertas, recién ocupadas, y paráronse delante de una en la cual estaban aún los albañiles, que acababan de poner una lápida y recogían las herramientas.
—Aquí es —dijo Ballester señalando la gran losa de cantería de Novelda, en cuyo extremo superior había una corona de rosas, bastante bien tallada, debajo del R.I.P. y luego un nombre y la fecha del fallecimiento— ¿Qué dice ahí?
Maximiliano se quedó inmóvil, clavados los ojos en la lápida... ¡Bien claro lo rezaba el letrero! Y al nombre y apellido de su mujer se añadía
de Rubín
. Ambos callaban; pero la emoción de Maxi era más viva y difícil de dominar que la de su amigo. Y al poco rato, un llanto tranquilo, expresión de dolor verdadero y sin esperanza de remedio, brotaba de sus ojos en raudal que parecía inagotable.
—Son las lágrimas de toda mi vida —pudo decir a su amigo—, las que derramo ahora... Todas mis penas me están saliendo por los ojos.
Ballester se le llevó no sin trabajo, porque aún quería permanecer allí más tiempo y llorar sin tregua. Cuando salían del cementerio, entraba un entierro con bastante acompañamiento. Era el de Don Evaristo Feijoo. Pero los dos farmacéuticos no fijaron su atención en él. En el coche, Maximiliano, con voz sosegada y dolorida, expresó a su amigo estas ideas:
—La quise con toda mi alma. Hice de ella el objeto capital de mi vida, y ella no respondió a mis deseos. No me quería... Miremos las cosas desde lo alto: no me podía querer. Yo me equivoqué, y ella también se equivocó. No fui yo solo el engañado, ella también lo fue. Los dos nos estafamos recíprocamente. No contamos con la Naturaleza, que es la gran madre y maestra que rectifica los errores de sus hijos extraviados. Nosotros hacemos mil disparates, y la Naturaleza nos los corrige. Protestamos contra sus lecciones admirables que no entendemos, y cuando queremos que nos obedezca, nos coge y nos estrella, como el mar estrella a los que pretenden gobernarlo. Esto me lo dice mi razón, amigo Ballester, mi razón, que hoy, gracias a Dios, vuelve a iluminarme como un faro espléndido. ¿No lo ve usted?... ¿Pero no lo ve?... Porque el que sostenga ahora que estoy loco es el que lo está verdaderamente, y si alguien me lo dice en mi cara, ¡vive Cristo, por la santísima uña de Dios!, que me la ha de pagar.
—Calma, calma, amigo mío —con bondad—. Nadie le contradice a usted.
—Porque yo veo ahora todos los conflictos, todos los problemas de mi vida con una claridad que no puede provenir más que de la razón... Y para que conste, yo juro ante Dios y los hombres que perdono con todo mi corazón a esa desventurada a quien quise más que a mi vida, y que me hizo tanto daño; yo la perdono, y aparto de mí toda idea rencorosa, y limpio mi espíritu de toda maleza, y no quiero tener ningún pensamiento que no sea encaminado al bien y a la virtud... El mundo acabó para mí. He sido un mártir y un loco. Que mi locura, de la que con la ayuda de Dios he sanado, se me cuente como martirio, pues mis extravíos, ¿qué han sido más que la expresión exterior de las horribles agonías de mi alma? Y para que no quede a nadie ni el menor escrúpulo respecto a mi estado de perfecta cordura, declaro que quiero a mi mujer lo mismo que el día en que la conocí; adoro en ella lo ideal, lo eterno, y la veo, no como era, sino tal y como yo la soñaba y la veía en mi alma; la veo adornada de los atributos más hermosos de la divinidad, reflejándose en ella como en un espejo; la adoro, porque no tendríamos medio de sentir el amor de Dios, si Dios no nos lo diera a conocer figurando que sus atributos se transmiten a un ser de nuestra raza. Ahora que no vive, la contemplo libre de las transformaciones que el mundo y el contacto del mal le imprimían; ahora no temo la infidelidad, que es un rozamiento con las fuerzas de la Naturaleza que pasan junto a nosotros; ahora no temo las traiciones, que son proyección de sombra por cuerpos opacos que se acercan; ahora todo es libertad, luz; desaparecieron las asquerosidades de la realidad, y vivo con mi ídolo en mi idea, y nos adoramos con pureza y santidad sublimes en el tálamo incorruptible de mi pensamiento.
—Era un ángel —murmuró Ballester, a quien, sin saber cómo, se le comunicaba algo de aquella exaltación.
—Era un ángel —gritó Maxi dándose un fuerte puñetazo en la rodilla—. ¡Y el miserable que me lo niegue o lo ponga en duda se verá conmigo...!
—¡Y conmigo! —repitió Segismundo, con igual calor—. Lástima de mujer... ¡Si viviera!
—No, amigo, vivir no. La vida es una pesadilla... Más la quiero muerta...
—Y yo también —dijo Ballester, cayendo en la cuenta de que no debía contrariarle—. La amaremos los dos como se ama a los ángeles. ¡Dichosos los que se consuelan así!
—¡Dichosos mil veces, amigo mío! —exclamó Rubín con entusiasmo—, los que han llegado, como yo, a este grado de serenidad en el pensamiento. Usted está aún atado a las sinrazones de la vida; yo me liberté, y vivo en la pura idea. Felicíteme usted, amigo de mi alma, y deme un gran abrazo, así, así, más apretado; más, más, porque me siento muy feliz, muy feliz.
Al entrar en su casa lo primero que dijo a Doña Lupe fue esto:
—Tía de mi alma, yo me quiero retirar del mundo, y entrar en un convento donde pueda vivir a solas con mis ideas.
Vio el cielo abierto la de Jáuregui al oírle expresarse de este modo, y respondió:
—¡Ay, hijo mío, si ya te tenía yo dispuesta tu entrada en un monasterio muy retirado y hermoso que hay aquí, cerca de Madrid! Verás qué ricamente vas a estar. Hay en él unos señores monjes muy simpáticos que no hacen más que pensar en Dios y en las cosas divinas. ¡Cuánto me alegro de que hayas tomado esa determinación! Anticipándome a tu deseo, te estaba yo preparando la ropa que has de llevar.
Apoyó Ballester la idea que a su amigo le había entrado, y todo el día estuvo hablándole de lo mismo, temeroso de que se desdijera; y para aprovechar aquella buena disposición, al día siguiente tempranito, él mismo le llevó en un coche al sosegado retiro que le preparaban. Maxi iba contentísimo y no hizo ninguna resistencia. Pero al llegar, decía en alta voz como si hablara con un ser invisible:
—¡Si creerán estos tontos que me engañan! Esto es Leganés. Lo acepto, lo acepto y me callo, en prueba de la sumisión absoluta de mi voluntad a lo que el mundo quiera hacer de mi persona. No encerrarán entre murallas mi pensamiento. Resido en las estrellas. Pongan al llamado Maximiliano Rubín en un palacio o en un muladar... lo mismo da.
FIN DE LA NOVELA
Madrid.—Junio de 1887.